Capítulo 32

El Grumman Gulfstream que transportaba al doctor Lecter aterrizó en Memphis levantando sus neumáticos dos nubecillas de humo azul. De acuerdo con las instrucciones emitidas por la torre de control, se dirigió hacia los hangares de la Guardia Aérea Nacional, situados a considerable distancia de la terminal de pasajeros. Una ambulancia del servicio de emergencia y un coche oficial se hallaban a la espera en el interior del primer hangar.

La senadora Ruth Martin contemplaba a través de los cristales ahumados del coche oficial a los soldados que sacaron la camilla del doctor Lecter del avión. Experimentó el impulso de correr hacia la figura atada y enmascarada y arrancarle la información, pero era demasiado inteligente para cometer ese error.

El teléfono de la senadora zumbó. Su secretario, Brian Gossage, levantó el auricular desde el asiento plegable del vehículo.

—Es el FBI; Jack Crawford —anunció Gossage. La senadora Martin levantó la mano para tomar el teléfono sin apartar la mirada del doctor Lecter.

—¿Por qué no me dijo usted nada del doctor Lecter, señor Crawford?

—Porque temí que fuera usted a hacer lo que está haciendo, señora Martin.

—No quiero indisponerme con usted, señor Crawford, pero si decide indisponerse conmigo, lo lamentará, se lo aseguro.

—¿Dónde está Lecter en estos momentos?

—Ante mis ojos. Lo estoy contemplando.

—¿La oye?

—No.

—Señora Martin, escúcheme. Usted quiere ofrecer una serie de garantías personales a Lecter, de acuerdo, adelante. Pero hágame un favor. Deje que el doctor Alan Bloom le dé instrucciones antes de entrevistarse con Lecter. Bloom puede prestarle a usted una ayuda inestimable, créame.

—Cuento con asesoramiento profesional.

—Espero que sea más válido que el de Chilton.

En aquel instante, la cara del doctor Chilton apareció tras el cristal del coche oficial. La senadora Martin ordenó a Brian Gossage que saliera a hacerse cargo de él.

—Las discusiones sólo conducen a una pérdida de tiempo, señor Crawford. Usted envió a entrevistarse con Lecter a una agente inexperta que era portadora de una oferta inexistente. Yo pienso hacer las cosas mejor. El doctor Chilton afirma que Lecter es capaz de corresponder a una oferta verídica y estoy dispuesta a hacérsela, y aquí no entran papeleos, ni trámites, ni altos cargos, ni méritos. Si conseguimos rescatar a Catherine sana y salva, todo el mundo olerá a rosas, usted incluido. Si… muere, me importan un comino las excusas.

Utilícenos, entonces, senadora Martin.

Ella no percibió cólera en la voz de Crawford, sino solamente un tono sereno, distante y profesional con el cual se identificó y al que respondió de inmediato.

—Explíquese.

—Si obtiene alguna información, comuníquenosla para que podamos actuar de inmediato. No omita detalles; asegúrese de comunicárnosla por entero. Comuníquela asimismo a la policía local. No deje que crean que manteniéndonos a nosotros al margen la complacerán más a usted.

—Ahora mismo va a venir Paul Krendler del Departamento de Justicia. Él se encargará de ello.

—¿Quién es el oficial de mayor rango que está en este momento con usted?

—El mayor Bachman, de la Oficina de Investigación de Tennessee.

—Muy bien. Si no es demasiado tarde, procure mantener al margen a los medios de comunicación. Respecto a este punto, amenace seriamente a Chilton; es capaz de cualquier cosa por atraer la atención de la prensa. No queremos que Buffalo Bill se entere de nada. Cuando lo encontremos, tenemos la intención de emplear al equipo de rescate. Es fundamental atacarle con rapidez para evitar que se atrinchere. ¿Tiene intención de interrogar usted a Lecter personalmente?

—Sí.

—¿Tendrá la bondad de hablar primero con Clarice Starling? Está en camino.

—¿Con qué objeto? El doctor Chilton me ha resumido todo el material que ha obtenido esa muchacha. Ya hemos hecho bastante el tonto.

La cara de Chilton volvía a hacer visajes tras el cristal, pronunciando palabras sin sonido. Brian Gossage le puso una mano en la muñeca y sacudió la cabeza.

—Quiero tener acceso a Lecter después de que usted haya hablado con él —dijo Crawford.

—Señor Crawford, Lecter ha prometido que dará el nombre de Buffalo Bill a cambio de ciertos privilegios; dijo privilegios y en realidad no son sino una serie de comodidades. Si no cumple su promesa, puede usted quedárselo para siempre.

—Senadora Martin, lo que voy a decirle es delicado, pero no me queda más remedio que decírselo: ocurra lo que ocurra, sobre todo no le suplique.

—De acuerdo, señor Crawford. Disculpe pero en este momento no puedo seguir hablando. —Colgó el teléfono—. Si me equivoco, mi hija morirá igual que las otras seis víctimas cuyos casos ha dirigido usted —añadió entre dientes, indicando con un gesto a Gossage y Chilton que subiesen al coche.

El doctor Chilton había solicitado disponer en Memphis de un despacho en el cual pudiese celebrarse la entrevista entre la senadora Ruth Martin y Hannibal Lecter. A fin de ahorrar tiempo, en el primer hangar se había acondicionado apresuradamente una salita de guardia.

La senadora Martin tuvo que esperar a que el doctor Chilton instalase a Lecter en la salita. No se sentía capaz de aguardar en el coche, de modo que esperó en la nave del hangar, recorriendo sin descanso una pequeña zona circular; a ratos levantaba la cabeza hacia el elevado techo, hacia los grandes maderos de las vigas, a ratos la bajaba hacia las rayas pintadas en el suelo. En determinado momento se detuvo junto a un anticuado Phantom F-4 y apoyó la cabeza en el frío fuselaje, en un sitio donde había un cartel que decía: NO PASAR. Este avión debe tener más años que Catherine. Jesús mío, date prisa.

—Senadora Martin. Era el mayor Bachman llamándola.

Chilton le hacía gestos desde la puerta.

En la salita había una mesa para Chilton y unas sillas para la senadora, su secretario y el mayor Bachman.

Una cámara de vídeo operada por un subalterno se hallaba preparada para filmar la entrevista. Chilton afirmó que se trataba de uno de los requisitos exigidos por Lecter.

La senadora Martin entró en la habitación con gran prestancia. Su traje de chaqueta azul marino exudaba poder. También había obligado a Gossage a almidonarse.

El doctor Hannibal Lecter se hallaba sentado en el centro de la estancia en una recia silla de roble atornillada al suelo. Una manta le cubría la camisa de fuerza y las correas de las piernas y ocultaba el hecho de que se hallaba encadenado a la silla. Y seguía llevando la máscara de hockey que le impedía morder.

«¿Por qué?», se preguntó la senadora… Todos habían coincidido en que debían proporcionar una cierta dignidad al doctor Lecter en aquel entorno. La senadora Martin lanzó una mirada a Chilton y se volvió hacia Gossage para pedirle los papeles.

Chilton se situó detrás del doctor Lecter y tras lanzar una mirada a la cámara soltó las hebillas, quitó la máscara que cubría la cara del psiquiatra y con una exagerada reverencia dijo:

—Senadora Martin, le presento al doctor Hannibal Lecter.

La teatralidad del gesto del doctor Chilton asustó a la senadora Martin tanto como todo lo que había ido sucediendo a partir de la desaparición de su hija. Toda la confianza que hubiese podido tener en la opinión de Chilton fue sustituida por la pavorosa certeza de que aquel individuo era un cretino.

Tendría que soslayar aquella incómoda certidumbre. Una mecha de pelo le caía al doctor Lecter sobre la frente, entre sus ojos granates. Estaba pálido como la máscara que acababan de quitarle. La senadora Martin y Hannibal Lecter se estudiaron; la primera resultaba extremadamente brillante, el segundo inconmensurable para cualquier medida humana.

El doctor Chilton regresó a su mesa, lanzó una prolongada mirada a todos los presentes y manifestó:

—El doctor Lecter me ha indicado, senadora, que desea contribuir al progreso de la investigación con cierta información de carácter especial a cambio de una serie de mejoras relativas a las condiciones materiales de su confinamiento.

La senadora Martin levantó una mano en la que sostenía un documento.

—Doctor Lecter, esto es una declaración que voy a firmar en su presencia. En ella afirmo que le prestaré toda mi ayuda. ¿Quiere leerla?

La senadora creyó que su interlocutor no iba a contestar y ya se dirigía hacia la mesa para firmar, cuando él dijo:

—No quiero hacerle perder el tiempo ni el de Catherine con regateos por unos pocos y mezquinos privilegios. Los arribistas ya han desperdiciado bastante. Permítame que le ayude ahora, y confío en que usted me ayudará cuando este asunto haya terminado.

—Cuente usted con ello, ¿Brian?

Gossage mostró su cuaderno.

—El nombre de Buffalo Bill es William Rubin, aunque todo el mundo le conoce como Billy Rubin. Me habló de él, en abril o mayo de 1975, mi paciente Benjamín Raspail. Me dijo que vivía en Philadelphia, no recuerdo la dirección, pero estaba pasando unos días en Baltimore, en casa de Raspail.

—¿Dónde están sus ficheros, doctor? —preguntó el mayor Bachman interrumpiéndole.

—Mis ficheros fueron destruidos por orden del juez poco después de…

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó el mayor.

—¿Tiene la bondad, mayor? Senadora Martin, la única…

—Deme usted la edad, descripción física y cualquier otra cosa que recuerde —dijo el mayor Bachman.

El doctor Lecter sencillamente se aisló. Se puso a pensar en otra cosa —los estudios anatómicos de Géricault para La Balsa de la Medusa— y si oyó las preguntas que se le hicieron a continuación, no lo demostró.

Cuando la senadora Ruth Martin consiguió recuperar su atención, se hallaban ellos dos solos en la habitación.

Ella tenía en la mano el cuaderno de notas de Gossage.

Los ojos del doctor Lecter se posaron en ella.

—Esa bandera huele a cigarro habano —dijo—. ¿Crio usted a Catherine?

—Perdone, ¿cómo dice?

—¿Le dio usted el pecho?

—Sí.

—Qué voraces son los recién nacidos, ¿verdad?

Al ver que las pupilas de la senadora se ensombrecían, el doctor Lecter paladeó aquel dolor hallándolo exquisito. Por hoy bastaba. De modo que continuó diciendo:

—William Rubin mide aproximadamente metro ochenta y siete de estatura y actualmente debe tener unos treinta y cinco años. Es de complexión corpulenta; cuando le conocí pesaría unos noventa y cinco kilos, y me figuro que habrá aumentado de peso. Tenía el pelo castaño y los ojos azul pálido. Deles estos detalles y luego continuaremos.

—Sí, ahora mismo —contestó la senadora Martin entreabriendo la puerta y sacando sus notas.

—Solamente le vi en una ocasión. Pidió hora para una segunda visita, pero no volvió por mi consulta.

—¿Por qué cree usted que se trata de Buffalo Bill?

—Porque entonces había cometido varios asesinatos, y a sus víctimas, anatómicamente hablando, las sometía a procesos similares. Me dijo que quería ayuda para acabar con ello y regenerarse, pero en realidad lo único que quería era fanfarronear. Alardear de ello.

—¿Y usted no…? ¿Estaba seguro de que no le denunciaría?

—No creía que yo le denunciase, pero en cualquier caso le agrada arriesgarse. Piense que yo no había traicionado las confidencias de su amigo Raspail.

—¿Raspail sabía que él se dedicaba a eso?

—Los apetitos de Raspail eran aberrantes; estaba cubierto de cicatrices. Billy Rubin me dijo que tenía antecedentes criminales, pero no entró en detalles. Yo redacté una sucinta historia médica. No había nada excepcional, excepto en una cosa: Rubin me dijo que en una ocasión estuvo aquejado de un ántrax del marfil del elefante, un ántrax sintomático acompañado de fiebre carbuncular. Eso es todo lo que recuerdo, senadora Martin, y me imagino que estará deseosa de marcharse. Si me viene a la memoria algo más, la haré llamar.

—¿Fue Billy Rubin quien mató a la persona cuya cabeza se descubrió dentro del coche?

—Así lo creo.

—¿Saben quién es esa persona?

—No. Raspail lo llamaba Klaus.

—¿Las otras cosas que dijo usted al FBI eran ciertas?

—Tan ciertas como las que el FBI me dijo a mí, senadora Martin.

—He dado las órdenes pertinentes para su breve estancia aquí, en Memphis. Hablaremos de su situación y será usted trasladado a Brushy Mountain cuando esto quede… cuando hayamos resuelto este asunto.

—Gracias. Quisiera disponer de un teléfono, por si recuerdo algo que…

—Cuente usted con él.

—Y algo de música. Las Variaciones Goldberg, interpretadas por Glenn Gould. ¿Sería mucho pedir?

—De acuerdo.

—Señora Martin, no confíe sus pistas exclusivamente al FBI. Jack Crawford nunca juega limpio con las otras agencias del gobierno. Para ellos no es más que un juego. Está decidido a anotarse para él el mérito del arresto. Quiere ser él quien se ponga la medalla.

—Gracias, doctor Lecter.

—Su traje sastre es de muy buen gusto —dijo él cuando ella ya se dirigía hacia la puerta.