Crawford sabía por experiencia que a las mujeres la cólera las torna desaseadas. La rabia les ponía mal color y hacía que se les soltase el moño y olvidasen subirse la cremallera. Todos los rasgos poco atractivos de las mujeres quedaban amplificados. Cuando abrió la puerta de la habitación del motel, Starling, pese a estar hecha una furia, tenía el mismo aspecto de siempre.
Y Crawford intuyó que se le presentaba la ocasión de averiguar cómo era en realidad aquella muchacha.
Una vaharada de aire húmedo y caliente, perfumado de jabón, le dio en la cara al abrir ella y quedarse en el umbral. Las sábanas de la cama estiradas, cubrían la almohada.
—¿Qué me dice, Starling?
—Digo que maldita sea, señor Crawford. ¿Qué dice usted?
Él hizo un gesto con la cabeza y replicó:
—El bar de la esquina ya está abierto. Vamos a tomar un café.
Era una mañana templada para ser febrero. El sol, bajo todavía por el este, teñía de reflejos rojos la fachada del psiquiátrico cuando pasaron por delante. Jeff les seguía despacio con la furgoneta, cuyas radios crepitaban sin cesar. En determinado momento, sacó un teléfono por la ventanilla y se lo pasó a Crawford, quien mantuvo una breve conversación.
—¿Puede denunciar a Chilton por obstrucción de la justicia? —Starling caminaba delante, a pocos pasos de distancia. Crawford vio cómo tensaba los músculos de las mandíbulas después de haberle hecho esta pregunta.
—No, no serviría de nada.
—¿Y si la ha matado? ¿Y si Catherine muere por culpa de él? Le juro que quiero echárselo en cara… No me releve del caso, señor Crawford. No me mande a la escuela.
—Dos cosas. Si la mantengo en el caso, no es para que eche en cara nada a Chilton; eso no es lo prioritario. En segundo lugar, si la conservo a mi lado mucho tiempo, no le permitirán que se presente a los exámenes y tendrá que repetir. La academia no tolera ausencias ni retrasos a nadie. Puedo garantizarle que será readmitida, pero nada más. Un puesto para usted lo habrá, eso se lo aseguro.
Starling echó la cabeza hacia atrás, la inclinó luego hacia delante y siguió andando.
—A lo mejor no es correcto preguntarle al jefe lo que quiero preguntarle, pero tanto da. ¿Está usted en dificultades? ¿Puede perjudicarle a usted la senadora Martin?
—Starling, me retiro dentro de dos años. Aunque encuentre a Jimmy Hoffa y al asesino del Tylenol, tendré que dejar mi puesto. Lo que acaba de decir no entra en mis consideraciones.
Crawford, siempre precavido ante el deseo, sabía lo mucho que deseaba mostrar una cierta sabiduría. Sabía que un hombre ya maduro es capaz de anhelar con tanta desesperación la sabiduría que puede llegar a fingirla, y sabía también lo mortal que ello puede resultar para un joven que crea a ciegas en él. De modo que habló eligiendo con cuidado sus palabras, y solamente de las cosas que conocía de verdad.
Lo que Crawford le dijo a Starling en aquella sórdida calle de Baltimore lo había aprendido a lo largo de una serie de gélidos amaneceres en Corea, en el transcurso de una guerra que tuvo lugar antes de que ella naciera.
Omitió lo de Corea, ya que no precisaba el refrendo de esta autoridad.
—Éste es el momento más duro, Starling, pero debe emplearlo para templar su ánimo. Se halla ante la prueba más difícil, que consiste en no dejar que la rabia y la frustración le impidan pensar. Si sale victoriosa, habrá usted demostrado que puede mandar, pues en eso consiste en síntesis la capacidad de mando. Lo restante no es más que despilfarro y estupidez. Chilton es un perfecto imbécil y es posible que su intervención le cueste la vida a Catherine Martin. Pero puede no ser así.
»Nosotros somos la única oportunidad de esa muchacha. Starling, ¿a qué temperatura se halla el nitrógeno líquido en el laboratorio?
—¿Cómo? Ah, el nitrógeno líquido… a doscientos grados centígrados bajo cero. Hierve a una temperatura algo más elevada que esa cifra.
—¿Lo ha empleado alguna vez para congelar alguna cosa?
—Claro.
—Pues quiero que ahora congele algo. Quiero que congele el asunto de Chilton. Conserve la información que ha obtenido de Lecter y congele sus sentimientos. Quiero que no aparte los ojos de su objetivo o recompensa, Starling. Eso es lo único que importa. Se ha esforzado usted por conseguir determinada información, ha pagado por ello, la ha obtenido y ahora vamos a utilizarla. Sirve de tanto —o de tan poco— como antes de que Chilton se entrometiese en nuestro caso. Probablemente, ya no obtendremos nada más de Lecter. Separe la información de Buffalo Bill que ha obtenido de Lecter y consérvela. Congele todo lo demás. El despilfarro, la pérdida de esfuerzo y tiempo, su cólera y Chilton. Congélelo. Cuando nos sobre un momento, ya le daremos a Chilton su merecido. De momento, congélelo y déjelo a un lado para no perder de vista la recompensa, Starling, la vida de Catherine Martin y el pellejo de Buffalo Bill colgado de la puerta del granero. Clave la vista en su objetivo. Si es capaz de hacer tal cosa, la necesito.
—¿Para trabajar con los historiales médicos?
Se hallaban ante la puerta del bar.
—No, salvo que las clínicas obstruyan nuestra labor y tengamos que apoderarnos de las fichas. La quiero a usted en Memphis. Nuestra única esperanza es que Lecter le diga a la senadora Martin alguna cosa de utilidad, y quiero que usted se halle cerca, solamente por si acaso; si se cansa de jugar con ella, tal vez acceda a hablar con usted. Entretanto, quiero que se concentre en Catherine, que intente averiguar de qué modo pudo Bill fijarse en ella. Usted es aproximadamente de la misma edad que Catherine, algo mayor quizá, pero poco más, y es posible que las amistades de la muchacha le cuenten a usted cosas que no referirían a alguien con más aspecto de policía.
»Y tenemos en marcha todo lo demás. La Interpol sigue trabajando en la identificación de Klaus. Cuando lo hayamos identificado, podremos investigar qué relaciones tenía en Europa y California, donde tuvo lugar su romance con Benjamín Raspail. Yo me voy ahora a la Universidad de Minnesota —ahí empezamos con mal pie— y esta noche estaré en Washington. Voy a buscar el café. Dele un silbido a Jeff para que venga con la furgoneta. Su avión, Starling, sale dentro de cuarenta minutos.
El sol había ascendido hasta tres cuartas partes de la altura de los postes telefónicos. Las aceras todavía estaban de color violeta. Starling recibió la caricia de los rayos del sol cuando agitó la mano llamando a Jeff.
Se sentía más ligera, aliviada, mejor. Crawford, en realidad, era una buena persona. Recordó su pregunta sobre el nitrógeno líquido y supo que era un guiño alusivo a sus conocimientos de peritaje forense, destinado a complacerla y a desencadenar hábitos automáticos de pensamiento disciplinado. Se preguntó si los hombres calificarían de sutil ese tipo de manipulación. Es curioso advertir con qué eficacia operan las cosas cuando uno las reconoce.
Es curioso observar hasta qué punto es incómodo el regalo del mando.
Al otro lado de la calle, una figura bajaba los escalones del Hospital Estatal de Baltimore para la Demencia Criminal. Era Barney, embutido en un anorak que aumentaba su corpulencia. En la mano llevaba su fiambrera.
Starling gesticuló a Jeff, que la aguardaba en la furgoneta, indicándole que la esperase cinco minutos, y se acercó a Barney, que estaba abriendo la portezuela de su destartalado Studebaker.
—Barney.
Él volvió hacia ella un rostro inexpresivo. Quizá tenía los ojos algo más abiertos que de costumbre.
Estaba plantado con firmeza sobre ambos pies.
—¿Le ha dicho el doctor Chilton que no le pasaría nada por culpa de esto?
—¿Qué otra cosa podía decirme?
—¿Le cree usted?
Las comisuras de los labios de Barney cayeron. No contestó ni que sí ni que no.
—Quiero pedirle un favor. Y quiero que me lo haga ahora, sin preguntas. Se lo pido por favor, empezaremos por esto. ¿Qué queda en la celda de Lecter?
—Un par de libros… El placer de la cocina, revistas de psiquiatría. Se llevaron todos los documentos al juzgado.
—¿Y lo que había en las paredes? ¿Los dibujos?
—Siguen allí.
—Quiero quedarme con todo eso, y tengo una prisa del demonio. —Barney se la quedó mirando unos instantes.
—Un minuto —contestó y echó a correr escaleras arriba, con ligereza para su corpulencia.
Crawford ya la estaba esperando en la furgoneta cuando regresó Barney con los dibujos enrollados y los libros y los papeles metidos en una bolsa de plástico.
—Piensa que yo estaba enterado de que en la silla que le traje había un dispositivo de escucha, ¿verdad? —le dijo Barney al tiempo que le entregaba las cosas.
—No he reflexionado sobre ello, pero lo haré. Mire, coja este bolígrafo y anote su número de teléfono en la bolsa. Barney, ¿cree usted que son capaces de manejar al doctor Lecter?
—Tengo mis dudas y así se lo he dicho al doctor Chilton. Recuerde que se lo he dicho a usted, por si a él se le olvida ese detalle. Es usted una gran persona, agente Starling. Oiga, cuando cojan a Buffalo Bill…
—Sí.
—No me lo traigan a mí sólo porque me he quedado con las manos libre, ¿eh? —Barney sonrió. Tenía una dentadura de niño pequeño.
Casi sin querer, Starling le devolvió la sonrisa y se despidió de él agitando la mano cuando ya corría hacia la furgoneta.
Crawford estaba contento.