Clarice Starling se quedó sentada en el borde de la cama de la habitación que ocupaba en el motel, contemplando el teléfono durante casi un minuto después de colgar Crawford. Llevaba el pelo revuelto y el batín del FBI arrugado de las vueltas que había dado en su breve e inquieto reposo. Se sentía como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago.
Sólo habían transcurrido tres horas desde que abandonó al doctor Lecter y dos desde que Crawford y ella terminaron de redactar la lista de características que había que comparar con las solicitudes rechazadas en los tres centros médicos que practicaban intervenciones de cambio de sexo. Y en ese breve lapso de tiempo, mientras ella dormía, el doctor Frederick Chilton había conseguido joderlo todo.
Crawford venía a buscarla. Tenía que vestirse. Tenía que pensar en vestirse.
Maldita sea. MALDITA SEA. MALDITA SEA. La has matado, doctor Chilton. La has matado, gilipollas del carajo. Lecter sabía más cosas, y me las hubiera dicho. Y ahora, nada; todo echado a perder. Cuando aparezca flotando el cadáver de Catherine Martín, me ocuparé de que seas tú el que tengas que examinarla, te lo juro. Me la has robado. Tengo que ponerme a hacer algo útil. Ahora mismo. ¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer en este mismo instante? Lavarme.
En el cuarto de baño había una cestita llena de pequeñas pastillas de jabón envueltas en un papel impreso con el anagrama del motel, frasquitos de gel y champú, un pequeño costurero, esos detalles por los que se distingue un establecimiento de categoría.
Cuando se metía bajo la ducha, como a la luz de un fogonazo, Starling se vio a sí misma a los ocho años entregándole a su madre las toallas limpias, el champú, las pastillas de jabón con sus finos envoltorios, su madre que trabajaba de camarera, limpiando habitaciones en un motel. Cuando tenía ocho años, había una urraca, una que formaba parte de una bandada que volaba azuzada por las ráfagas de viento de aquella agria ciudad; era una urraca que robaba cosas de los carros de limpieza del motel. Robaba cualquier cosa que brillase. La urraca aguardaba la ocasión y entonces rebuscaba entre los productos de limpieza almacenados en el carro. A veces, cuando una emergencia la obligaba a huir, se ensuciaba en la ropa limpia. Había una de las mujeres de la limpieza que la espantaba rociándola con lejía, sin más resultado que el de causarle en las plumas unas salpicaduras blancas como la nieve. La urraca blanca y negra siempre aguardaba a que Clarice abandonase el carro para llevarle las cosas a su madre, que fregaba cuartos de baño. Su madre estaba en la puerta de un cuarto de baño de una habitación de motel cuando le dijo a Starling que tendría que marcharse de casa, para vivir en Montana. Su madre dejó a un lado las toallas que sostenía, se sentó en el borde de aquella cama de motel y la estrechó entre sus brazos. Starling todavía soñaba con la urraca, y la veía en ese momento, sin tener tiempo de pensar en el porqué. La mano de Clarice subió con un gesto de rechazo y de pronto, como si tuviese que excusar ese movimiento, siguió subiendo hacia la frente, para echarse hacia atrás el mojado cabello.
Se vistió deprisa. Pantalones, blusa, un ligero chaleco de punto, el chato revólver apretado contra las costillas, metido en la funda de cuero, el cargador colgado del cinturón al otro lado. La chaqueta precisaba un repaso. Una de las costuras del forro, la que quedaba encima del cargador, se estaba deshilachando. Había resuelto tener las manos ocupadas en cualquier cosa hasta calmarse. Cogió el pequeño costurero del motel y recosió el forro. Había agentes que en el dobladillo de la chaqueta cosían arandelas, para que tuviese más cuerpo y al sacar el arma la prenda se abriese con mayor facilidad; tendría que hacer lo mismo…
Crawford llamaba a la puerta.