Una ligera sacudida cuando la camilla que transportaba al doctor Lecter cruzó el umbral de la celda. Y en ella se hallaba el doctor Chilton, sentado en el catre, examinando la correspondencia privada de Lecter. Chilton iba en mangas de camisa y sin corbata. El doctor Lecter vio que llevaba al cuello una cadena de la cual pendía una especie de medalla.
—Póngalo ahí de pie, junto al retrete, Barney —ordenó el doctor Chilton sin levantar la vista—. Usted y los otros esperen en la sala de guardia.
El doctor Chilton acabó de leer el más reciente intercambio de impresiones de Lecter con los Archivos de Psiquiatría. Arrojó las cartas al jergón y salió de la celda. De la máscara de hockey surgió un destello cuando los ojos de Lecter le siguieron, sin que la cabeza del psiquiatra perdiese ni un instante su inmovilidad.
Chilton se dirigió hacia la silla que había usado Starling, que aún se hallaba en el pasillo, e inclinándose con rigidez sacó de debajo del asiento un diminuto dispositivo de escucha. Lo agitó ante la máscara de hockey que cubría la cara del doctor Lecter y volvió a sentarse en el jergón.
—He pensado que la señorita Starling trataría de averiguar si la muerte de Miggs había conllevado alguna violación de los derechos civiles, de modo que he decidido escuchar —declaró Chilton—. Hacía años que no oía su voz, Hannibal; la última vez debió ser cuando, deliberadamente, contestó equivocadamente a las preguntas de mi cuestionario, dejándome en ridículo ante toda la profesión en los artículos que publicó en la Revista de Psiquiatría. Cuesta creer que la opinión de un recluso tenga tanto peso entre los miembros de la comunidad científica, ¿verdad? Pero yo sigo aquí, y usted también.
El doctor Lecter no se dignó contestar.
—Años de silencio y de pronto Jack Crawford le envía a esa muchacha y se pone usted a temblar como un flan de gelatina, ¿no es así? ¿Qué es lo que le ha derretido, Hannibal? ¿Esos tobillos fuertes y hermosamente torneados? ¿El brillo de sus cabellos? Esa mujer es una maravilla, ¿no le parece? Distante y maravillosa, como una puesta de sol invernal; ésa es la imagen que me viene a la mente cuando pienso en ella. Ya sé que hace mucho tiempo que no ve usted una puesta de sol invernal, pero, créame, es lo que esa chica sugiere.
»Tan sólo le queda un día más con ella, Hannibal. Luego, del interrogatorio se va a encargar Homicidios de Baltimore. Ya están atornillando una silla para usted en la sala de electrochoque. La silla está provista de un orinal, para su mayor comodidad y la de ellos cuando conecten la corriente. Yo quedo al margen; no me enteraré de nada.
»¿Se da usted cuenta de lo que estoy diciendo? Lo saben, Hannibal. Saben que usted sabe perfectamente quién es Buffalo Bill. Piensan que probablemente lo atendió usted en su consulta. Cuando oí a la señorita Starling preguntarle por Buffalo Bill, me quedé desconcertado. Y llamé a un amigo que tengo en Homicidios de Baltimore. Han encontrado un insecto en la garganta de Klaus, Hannibal. Saben que fue Buffalo Bill quien lo mató. Crawford simplemente usa la táctica de dejar que se crea usted muy listo. No creo que sepa usted lo mucho que Crawford le odia por haber desfigurado a su protegido. Y le tiene acorralado, Hannibal. ¿Todavía se sigue creyendo muy listo?
El doctor Lecter observó los ojos de Chilton moviéndose sobre las correas que sujetaban la máscara de hockey. Era evidente que Chilton deseaba quitársela para verle la cara. Lecter se preguntó, si Chilton se la quitaría empleando el método seguro, es decir, desde detrás. Si se la quitaba desde delante, tendría que rodearle la cabeza con los brazos, y la cara interna de los antebrazos, con sus venas azules, quedaría a poquísima distancia de la boca del psiquiatra. Vamos, doctor Chilton, acérquese. No, ha decidido no tocar la máscara.
—¿Sigue usted pensando que le van a trasladar a una celda con una ventana? ¿Cree usted que va a pasear por la playa contemplando los pájaros? No sea ingenuo. He telefoneado a la senadora Ruth Martin, quien ha manifestado no estar al corriente de haber cerrado ningún trato que le concierna a usted. He tenido incluso que recordarle quién era usted. Tampoco ha oído hablar jamás de Clarice Starling. Es una pura patraña. Ya se sabe que en una mujer son de esperar pequeños engaños, pero, francamente, esta vez lo han hecho objeto de un fraude. ¿No opina usted lo mismo?
»Cuando acaben de ordeñarle, Hannibal, Crawford le va a denunciar por encubrimiento de delito. Es evidente que usted recurrirá, basando su defensa en la demencia como circunstancia atenuante, pero así y todo al juez no le va a gustar. Ya verá cómo a partir de ahora se toma poquísimo interés por las condiciones de su reclusión.
»No va a haber ventanas, Hannibal. Se va a pasar el resto de la vida en un manicomio, contemplando cómo le cambian los pañales. Con los años se le caerán los dientes, perderá la fuerza, nadie le tendrá ya miedo y acabará sus días en una sala cualquiera, babeando como Flendauer. Los reclusos jóvenes le tomarán el pelo, se burlarán de usted y le usarán para el sexo siempre que les venga en gana. Lo único que podrá leer será lo que escriba usted en las paredes. ¿Y cree que al juez le importará? Ya ha visto usted cómo acaban aquí los viejos: llorando porque no les gusta la compota de albaricoque.
»Jack Crawford y su amiguita. En cuanto se le muera la mujer, se irán a vivir juntos, ya lo verá. Él se vestirá de joven y empezará a hacer un deporte que puedan practicar juntos. Son íntimos amigos desde que Bella Crawford se puso enferma; en esto sí que, por más que lo intenten, no consiguen engañar a nadie. Lograrán ambos un ascenso y no se acordarán de usted para nada. Es probable que Crawford, cuando todo acabe, venga a verle personalmente para comunicarle la recompensa que tiene reservada para usted. Ya verá, ya. Seguro que ya tiene el discurso preparado.
»Hannibal, Crawford no le conoce tan bien como yo. Ha creído que si le pedía información sobre el caso de Catherine Baker, usted se dedicaría a atormentar a la madre de esa chica.
Y ha acertado, pensó el doctor Lecter, Jack no tiene un pelo de tonto; con esa obtusa cara de irlandés-escocés engaña a todo el mundo. Es un rostro que según como se mire parece lleno de cicatrices. Bueno, seguramente queda sitio para unas cuantas más.
—Yo sé muy bien lo que a usted le da miedo, Hannibal. No es el dolor, ni el sufrimiento, ni la soledad. Lo único que no puede soportar es la indignidad; en eso se parece usted a los gatos. Yo estoy moralmente obligado a cuidar de usted, Hannibal, y siempre lo he hecho. Por mi parte, en nuestra relación jamás han intervenido factores ni consideraciones de tipo personal. Y en este momento estoy cuidando de usted.
»Por parte de la senadora Martin, nunca ha habido una oferta para usted. Pero ahora sí la hay, o podría haberla. Llevo horas hablando por teléfono en nombre suyo, Hannibal, y sin más interés que el bien de esa chica. Y voy a decirle la primera condición: usted va a hablar exclusivamente a través de mí. Yo seré el que publique exclusivamente un informe profesional de este caso, informe que formalmente se presentará como una entrevista con usted. Usted no publicará nada. Yo seré el único que tenga acceso a cualquier información de labios de Catherine Martin, si conseguimos que salga sana y salva. Estas condiciones no pueden ser objeto de ningún tipo de negociación. Tiene usted que contestarme ahora mismo. ¿Las acepta?
El doctor Lecter sonrió para sus adentros.
—Más le vale contestarme, porque de lo contrario sólo podrá contestar al interrogatorio de Homicidios de Baltimore. La oferta consiste en lo siguiente: si identifica usted a Buffalo Bill y a través de su información se logra rescatar a la chica sana y salva, la senadora Martin —y ella se lo confirmará por teléfono— se compromete a trasladarle a usted a la prisión estatal de Brushy Mountain, en Tennessee, fuera del alcance de las autoridades judiciales y policíacas de Maryland. Estará usted bajo la jurisdicción personal de la senadora, lejos de las garras de Jack Crawford. Será usted instalado en una celda de máxima seguridad, con vistas sobre los bosques, Dispondrá de todos los libros que quiera. Hará ejercicio al aire libre; los detalles todavía deben concretarse, pero la senadora se muestra bien dispuesta. Denos usted el nombre del secuestrador y automáticamente será usted trasladado. La policía estatal de Tennessee se encargará de custodiarle en el aeropuerto; sobre este punto contamos con el beneplácito del gobernador.
Por fin el doctor Chilton ha dicho algo interesante, aunque no tenga ni idea de qué se trata. Por detrás de la máscara, el doctor Lecter frunció sus rojos labios. Custodiado por la policía. La policía no es tan precavida como Barney. La policía está acostumbrada a tratar con delincuentes comunes. Generalmente usa grilletes y esposas. Los grilletes y las esposas se abren con una llave. Como la que tengo en mi poder.
—Su nombre de pila es Billy —dijo el doctor Lecter—. El resto se lo comunicaré personalmente a la senadora. En Tennessee.