El doctor Lecter estaba sentado ante su mesa examinando su correspondencia. Starling descubrió que le resultaba más fácil acercarse a la celda si él no la miraba.
—Doctor.
Lecter levantó un dedo rogando silencio. Al terminar de leer la carta, se quedó reflexionando; tenía el pulgar de la mano de seis dedos bajo el mentón y el índice a un lado de la nariz.
—¿Qué opina usted de esto? —dijo depositando el documento en la bandeja de la comida.
Era una carta de la Oficina de Patentes de los Estados Unidos.
—Hace referencia a mi reloj de pulsera de la crucifixión —explicó el doctor Lecter—. Me comunican que no pueden concederme una patente pero me aconsejan que registre como propiedad artística la cara. Mire. —Colocó en la bandeja un dibujo del tamaño aproximado de una servilleta y Starling tiró de ella—. Habrá usted observado que en la mayoría de las crucifixiones las manos señalan, digamos, las tres menos cuarto o como máximo las dos menos diez, mientras que los pies se hallan en las seis. En la esfera de este reloj, Jesús está, como puede usted ver, en la cruz y los brazos giran indicando la hora, igual que en esos populares relojes creados por Walt Disney. Los pies permanecen inmóviles en las seis y arriba, en la corona, aparece un pequeño segundero. ¿Qué le parece?
La calidad de la anatomía del dibujo era extraordinaria. La cabeza era la de Clarice.
—Se perderá mucho detalle cuando se reduzca a tamaño de reloj —repuso Clarice.
—Efectivamente, así es, por desgracia, pero piense en la originalidad de los relojes. ¿Cree usted que sería sensato intentar comercializarlo sin patente?
—Es que los movimientos serían los de los relojes de cuarzo, ¿no?, y ya están patentados. No estoy muy segura, pero creo que las patentes sólo se conceden en el caso de dispositivos mecánicos, mientras que la producción artística o literaria se protege mediante los derechos de autor.
—Pero usted no es abogada, ¿verdad? Ahora en el FBI, para ingresar, ya no exigen el título de Derecho.
—Tengo una propuesta para usted —dijo Starling abriendo la cartera.
Se acercaba Barney. Clarice cerró la cartera. Envidiaba la prodigiosa calma de Barney, cuyos ojos siempre estaban alerta y translucían una considerable dosis de inteligencia.
—Perdone —le dijo Barney—. Veo que trae muchos papeles. Ahí, en al armario, hay una silla de brazo para tomar apuntes que a veces usa la policía. ¿Se la voy a buscar?
Imagen escolar. ¿Sí o no?
—¿Podemos hablar ahora, doctor Lecter?
El doctor levantó la palma de la mano.
—Sí, Barney, tráigala. Gracias.
Sentada ya, y Barney a prudente distancia.
—Doctor Lecter, la senadora tiene para usted una oferta excepcional.
—Si es o no excepcional, eso me corresponde enjuiciarlo a mí. ¿En tan breve intervalo ha hablado usted con ella?
—Sí. Mire, se trata de una oferta global; la senadora no se reserva nada, de modo que no hay lugar para regateos. Lo toma o lo deja —declaró alzando la vista de la cartera y mirándole de soslayo.
El doctor Lecter, reo de nueve asesinatos, tenía los dedos apoyados sobre los labios y la miraba. A sus ojos asomaba una noche interminable.
—Si nos ayuda a descubrir a Buffalo Bill a tiempo para rescatar a Catherine Baker Martin sana y salva, obtendrá usted lo siguiente: primero, traslado al hospital de la Administración de Veteranos de Oncida Park, Nueva York, donde será alojado en una celda con vista sobre los bosques que rodean la institución, sin que ello implique una reducción de las medidas de seguridad, que seguirán aplicándose con la máxima rigidez. Segundo, redacción de informes psiquiátricos sobre determinados reclusos, aunque no necesariamente aquellos que compartan el mismo centro penitenciario que usted. Los informes serán realizados a ciegas, es decir, sin conocer la identidad de los sujetos. Tendrá usted un razonable acceso a la bibliografía que precise.
Clarice levantó la vista. El silencio puede ser burlón.
—Tercero, lo mejor de todo, lo más extraordinario: una al año saldrá usted del hospital para pasar una semana en este lugar. —Depositó un mapa en la bandeja de la comida. Lecter no tiró de ella—. La isla de Plum —continuó diciendo—. Todas las tardes de esa semana estará usted autorizado a pasear por la playa o a bañarse en el mar sin más vigilancia que una patrulla situada a cincuenta metros, si bien se tratará de una patrulla especializada. Eso es todo.
—¿Y si me niego?
—Podría probar a cubrir la pared del fondo de esta celda con una cortina. Fingir que dispone de una ventana, a lo mejor le hace la existencia más soportable. No disponemos de ningún factor de coacción o amenaza, doctor Lecter. En cambio, lo que sí poseo es una opción de que llegue a disfrutar de la luz del día.
Ella no le miró. No quería enfrentar miradas. Aquello no era una confrontación.
—¿Autorizarán a Catherine Martin a venir a hablar conmigo, solamente acerca del secuestrador, si decido publicar mis resultados? ¿A hablar exclusivamente conmigo?
—Sí. Puede darlo por hecho.
—¿Cómo lo sabe usted? ¿Quién lo autorizará?
—La acompañaré yo misma.
—Si ella accede.
—Habrá que preguntárselo, evidentemente.
Lecter tiró de la bandeja.
—La isla de Plum —dijo.
—Mire en la parte norte de Long Island, en esa punta que se adentra en el mar.
—La isla de Plum. Aquí dice: «Centro de Veterinaria de la isla de Plum - Laboratorio de investigación federal». Suena encantador.
—Eso solamente ocupa una parte de la isla. Tiene una playa preciosa y el alojamiento es confortable. Las golondrinas de mar anidan en esa costa en primavera.
—Las golondrinas de mar. —El doctor Lecter suspiró. Ladeó ligeramente la cabeza y sacando la punta de su roja lengua tocó el centro de su encarnado labio superior—. Si accedo a hablar de esto, Clarice, tendrá que darme usted algo a cuenta. Quid pro quo. Yo le digo una cosa y usted me dice otra.
—Adelante —repuso Starling.
Tuvo que esperar un largo minuto antes de que Lecter le dijese:
—En la metamorfosis de los insectos, la larva se convierte en una ninfa contenida en la crisálida, la cual, al cabo de cierto tiempo, sale de su camerino secreto convertida en hermosísima imago. ¿Sabe lo que es una imago, Clarice?
—Un insecto en su período adulto o final.
—¿Y qué más?
Ella manifestó su ignorancia sacudiendo la cabeza.
—Es un término procedente de la muerta religión del psicoanálisis. Una imago es la imagen de uno de los padres enterrada en el subconsciente desde la infancia y venerada con infantil afecto. La palabra deriva de los retratos de cera de los antepasados que los romanos transportaban en los cortejos funerales… Hasta el flemático Crawford ha de advertir un inequívoco significado en el hecho de haber hallado una crisálida.
—Nada especialmente relevante, salvo que nos permite comparar las listas de suscriptores de las revistas de entomología con las de los criminales sexuales conocidos para averiguar si existe alguna coincidencia.
—En primer lugar vamos a abandonar el nombre de Buffalo Bill. Es un apodo que induce a error y no tiene nada que ver con la persona que busca. Por razones de conveniencia le llamaremos Billy. Le voy a hacer un resumen de lo que opino. ¿Lista?
—Lista.
—El elemento significativo de la crisálida es la metamorfosis. Larva que se convierte en mariposa, o polilla. Billy cree que quiere transformarse. Se está confeccionando un traje de mujer con auténticas mujeres. De ahí las víctimas de gran tamaño; tiene que hacer prendas que le quepan. El número de víctimas sugiere que es posible que considere el proceso como una serie de mudas. Y está llevándolo a cabo en una casa de planta y piso. ¿Ha averiguado el porqué de los dos pisos?
—Porque durante una temporada las ahorcaba en la escalera.
—Correcto.
—Doctor Lecter, nunca he visto que exista correlación entre transexualidad y violencia; los transexuales generalmente son personas pasivas.
—Cierto, Clarice. A veces se advierte en ellos una cierta tendencia a la adicción quirúrgica; desde un punto de vista estético, o cosmético, los transexuales son difíciles de contentar. Pero es que ha de tener muy presente que Billy no es un verdadero transexual. Está muy cerca de la forma de atraparle, Clarice; ¿se da usted cuenta?
—No, doctor Lecter.
—Perfecto. Entonces no le importará contarme qué le sucedió a usted después de la muerte de su padre.
Starling se quedó mirando las cicatrices que aparecían en el tablero de tomar apuntes.
—No creo que halle la respuesta en sus papeles, Clarice.
—Mi madre nos mantuvo a todos los hijos unidos durante más de dos años.
—¿Con qué recursos?
—Trabajando de camarera en un motel durante el día y cocinando en un café por las noches.
—¿Y luego?
—Fui a vivir a casa de una prima de mi madre en Montana.
—¿Sólo usted?
—Yo era la mayor.
—¿El ayuntamiento no hizo nada por su familia?
—Nos entregó un cheque de quinientos dólares.
—Es curioso que no hubiese un seguro. Clarice, usted dijo que su padre rozó el cerrojo del rifle contra la puerta de su camioneta.
—Así es.
—¿No disponía de un coche patrulla?
—No.
—Ocurrió por la noche.
—Sí.
—¿No usaba pistola?
—No.
—Clarice, su padre trabajaba de noche con su propia camioneta, y no iba armado más que con una escopeta… Dígame ¿por casualidad llevaba en el cinturón un marcador de tiempo? Ya sabe, uno de esos aparatos que hay en todos los postes de la ciudad, que han de registrarse uno a uno cada noche, en coche, claro está, para que los capitostes de la ciudad sepan que el empleado no se tumba a la bartola. Dígame si llevaba uno de esos aparatos, Clarice.
—Sí.
—Era un vigilante nocturno, ¿verdad, Clarice?, no era policía. No me mienta porque lo adivinaré.
—Su tarjeta laboral decía policía nocturno.
—¿Qué se hizo de ello?
—¿Qué se hizo de qué?
—Del marcador de tiempo. ¿Qué se hizo de él a la muerte de su padre?
—No me acuerdo.
—Sí se acuerda, ¿me lo dirá?
—Sí. Un momento… El alcalde acudió al hospital y le pidió a mi madre el marcador y la insignia. —Ignoraba que sabía ese detalle. El alcalde, con ropa deportiva y mocasines. El muy cabrón—. Ahora usted, doctor Lecter. Quid pro quo.
—¿Ha creído que he pensado que se lo había inventado? No, si se lo hubiera usted inventado, no le dolería. Hablábamos de transexuales. Decía usted que la violencia y una conducta aberrante y destructiva no son, estadísticamente hablando, factores correlativos. Cierto. ¿Recuerda que dijimos que la cólera se manifiesta como lujuria y que un lupus puede confundirse con una urticaria? Billy no es un transexual, Clarice, aunque él piense que sí e intente serlo. Ha intentado ser muchas cosas, supongo.
—Ha dicho que eso nos acercaba a la manera de capturarle.
—Existen tres centros principales donde se practica la cirugía transexual: Johns Hopkins, la Universidad de Minnesota y el policlínico de Columbus. No me extrañaría nada que Billy se hubiese inscrito en uno de ellos para someterse a una intervención de cambio de sexo, y que su solicitud hubiera sido rechazada.
—¿Rechazada por qué motivo? ¿Qué elementos lo hacen diferente de otros solicitantes?
—Es usted una centella, Clarice. En primer lugar, sus antecedentes penales. Ello invalida a un solicitante, a menos que se trate de delitos menores y relacionados con el problema de la identidad sexual, como el travestismo público, por ejemplo. En el supuesto de que Billy hubiese logrado ocultar sus antecedentes criminales, las pruebas y diagnósticos de personalidad le delatarían.
—¿De qué modo?
—Ha de saberlo para poder cribar las listas, ¿no es así?
—Sí.
—¿Por qué no se lo pregunta al doctor Bloom?
—Prefiero preguntárselo a usted.
—¿Qué va a sacar usted de esto, Clarice? ¿Un ascenso y un aumento de sueldo? ¿A qué nivel pertenece, a un G-9? ¿Qué cobran actualmente los desgraciados G-9?
—Entre otras cosas, una llave de la puerta principal. ¿De qué modo lo delatarían los diagnósticos?
—¿Le gustó Montana, Clarice?
—Era bonito.
—¿Se entendía bien con la prima de su madre?
—Éramos diferentes.
—¿Cómo eran ella y su familia?
—Gentes agotadas de trabajar.
—¿Había más niños?
—No.
—¿Dónde vivían?
—En un rancho.
—¿Un rancho dedicado a la cría de ovejas?
—Ovejas y caballos.
—¿Cuánto tiempo pasó usted allí?
—Siete meses.
—¿Cuántos años tenía?
—Diez.
—¿Adónde fue después de allí?
—Al Hogar Luterano de Bozeman.
—Dígame la verdad.
—Le estoy diciendo la verdad.
—Está usted brincando alrededor de la verdad. Si está cansada, podemos hablar a fines de semana. Yo estoy bastante aburrido. ¿Prefiere que hablemos ahora?
—Ahora, doctor Lecter.
—Muy bien. Una niña es enviada por su madre a un rancho de Montana. Un rancho de ovejas y caballos. Echando de menos a la madre, excitada por la presencia de los animales… —El doctor Lecter abrió las manos invitando a Starling a continuar.
—Era maravilloso. Tenía un cuarto para mí sola, había una estera india en el suelo. Me dejaban montar un caballo, tenía permiso para pasear con él por el patio. Era una yegua; tenía algo en la vista y veía poco. Todos los caballos tenían alguna cosa; estaban enfermos o cojeaban. Algunos se habían criado en compañía de niños y, ¿sabe?, por la mañana cuando salía para tomar el autobús de la escuela, me saludaban con un relincho.
—¿Pero qué ocurrió?
—Descubrí una cosa extraña en el establo. Justo al lado había un cuarto donde guardaban trastos. Esa cosa era como una especie de casco. Me extrañó, lo cogí y vi que tenía grabada una inscripción que decía: «W. W. Greener. Matadero caballar». Era como una caperuza de metal acampanada que en la parte de arriba tenía una cámara para alojar un cartucho. Más o menos del calibre 32.
—¿En ese rancho cebaban caballos para el matadero, Clarice?
—Sí.
—¿Los mataban en el rancho?
—Los que iban a servir para fabricar cola y abonos, sí. En un camión, bien amontonados, caben seis caballos muertos. A los destinados a convertirse en comida para perros se los llevaban vivos.
—¿Y el que usted montaba por el patio?
—Nos escapamos juntos. Me escapé con él.
—¿Hasta dónde llegaron?
—Hasta aquí; no voy a decirle nada más hasta que me explique lo de los diagnósticos.
—¿Conoce el conjunto de pruebas a que se somete a los varones que solicitan una intervención quirúrgica de cambio de sexo?
—No.
—Me resultaría más fácil si pudiese usted traerme una copia del procedimiento que se sigue en cada uno de los centros, pero en síntesis todos ellos suelen incluir unas cuantas pruebas entre las que destacan la Escala de Inteligencia Adulta de Wechsler, Casa-Árbol-Persona, la de Roschach, Dibujo del Autoconcepto, Percepción Temática, la MMPI, por supuesto, y un par más, la de Jenkins, creo, desarrollada por la Universidad de Nueva York. Necesita algo que le permita ver claro rápidamente, inmediatamente, ¿verdad? ¿Verdad, Clarice?
—Sería lo mejor, algo rápido.
—Veamos… Partimos de la hipótesis de que estamos buscando a un varón que en las pruebas dará unos resultados distintos a los que daría un verdadero transexual.
»Perfecto. En la prueba Casa-Árbol-Persona, busque a alguien que en primer lugar haya dibujado una figura que no sea femenina. Los transexuales masculinos casi siempre dibujan en primer lugar la figura femenina y es característico que concedan especial atención e importancia a los adornos de las mujeres que dibujan. Sus figuras masculinas, en cambio, son meros estereotipos, aunque se den notables excepciones sobre todo cuando dibujan a Mr. América. Entre ambos extremos queda poca cosa.
»Busque a continuación un dibujo de una casa que carezca de los embellecimientos típicos de un futuro feliz, una casa sin cochecito de bebé a la puerta, sin cortinas, sin flores en el jardín.
»Los transexuales auténticos dibujan dos tipos de árboles; sauces de copioso y fluido ramaje y temas de castración. Los árboles que quedan cortados por el borde del dibujo o del papel, esto es, las imágenes de castración, aparecen llenos de vida en los dibujos de los transexuales verdaderos. Dibujan ramas floridas y cargadas de fruto. Se trata de una distinción de suma importancia porque no se parecen en nada a los árboles canijos, asustados, muertos o mutilados que aparecen en los dibujos realizados por personas aquejadas de trastornos mentales. Es decir, el árbol de Billy será horrible. ¿Voy demasiado deprisa?
—No, doctor Lecter.
—Al dibujarse a sí mismo, un transexual prácticamente nunca se representa desnudo. No se deje impresionar por la paranoica fantasía que suele aparecer en las tarjetas TAT; es fenómeno frecuente entre los sujetos transexuales que acostumbran a vestirse de mujer, motivo por el cual han tenido experiencias con la policía. ¿Quiere que resuma?
—Sí, me gustaría que hiciese un resumen.
—Tiene que conseguir una lista de personas que hayan sido rechazadas en los tres centros donde se practican intervenciones quirúrgicas de cambio de sexo. Compruebe primero a los rechazados por poseer antecedentes penales y de ellos concéntrese en los ladrones. Entre los que han intentado ocultar el hecho de poseer antecedentes criminales, busque a los que en la infancia hayan sufrido trastornos graves asociados con episodios de violencia. Es muy posible que el hombre que le interesa haya sido internado en un correccional. Luego revise las pruebas. La persona que busca es un varón, de raza blanca, que probablemente no ha cumplido aún treinta y cinco años y de gran tamaño. Recuerde que no es un transexual, Clarice. Simplemente cree serlo, y está desconcertado e irritado porque no se le presta ayuda. Eso es todo lo que voy a decir, creo, hasta no haber leído el expediente. Lo dejará usted aquí para que lo lea.
—Sí.
—Junto con las fotografías.
—Están incluidas.
—Entonces, vale más que eche a correr con lo que se le ha regalado y a ver qué tal se las apaña, Clarice.
—Necesito saber de qué modo ha podido usted…
—No. No sea codiciosa, porque de lo contrario tendremos que discutir esa reacción la semana próxima. Vuelva cuando haya hecho algún progreso, o aunque no haya hecho ninguno. Una última cosa, Clarice.
—Sí.
—La próxima vez me explicará usted dos cosas. Una es qué le ocurrió al caballo. Lo segundo que me pregunto es… ¿cómo consigue dominar usted su rabia?
Alonso vino a buscarla. Con las notas apretadas contra el pecho, Clarice caminaba con la cabeza baja, tratando de conservarlo todo en la mente. Ansiosa de respirar aire libre, ni siquiera lanzó una mirada hacia el despacho de Chilton cuando salió del hospital.
La luz del doctor Chilton estaba encendida. Se veía por debajo de la puerta.