Capítulo 22

Mientras bajaba con Alonso por el psiquiátrico hacia el último pabellón, Starling consiguió aislarse de los portazos y los gritos a pesar de notarlos en la piel como una corriente de aire. Notaba que aumentaba la presión, como si estuviese hundiéndose en el agua hacia las profundidades.

La proximidad de los dementes, la idea de Catherine Baker Martin sola y a la merced de uno de ellos, uno que la olisqueaba mientras se acariciaba los bolsillos en los que guardaba sus instrumentos, la fortaleció para la misión que la aguardaba. Pero necesitaba algo más que determinación.

Necesitaba estar tranquila, estar serena, para así convertirse en el más afilado bisturí.

No podía emplear más arma que la paciencia a pesar de la acuciante urgencia del momento. Si Lecter conocía la respuesta, Clarice iba a tener que localizarla entre las fibras del cerebro del doctor.

Starling descubrió que al pensar en Catherine Baker Martin la imagen que aparecía en su mente era no la de una joven sino la de una niña que había visto en el telediario, la niña que jugaba en el velero.

Alonso oprimió el zumbador de la última puerta de seguridad.

—Enséñanos a preocuparnos y a no preocuparnos, enséñanos a estar sosegados.

—Perdone, ¿cómo dice? —dijo Alonso, y Starling supo que había hablado en voz alta.

Alonso la dejó en compañía del corpulento enfermero que abrió la puerta. Cuando el primero se alejaba, Starling le vio santiguarse.

—Me alegro de volver a verla —dijo el enfermero echando los pestillos nuevamente.

—Hola, Barney.

Un libro de bolsillo envolvía el grueso dedo índice de Barney que no quería perder el punto. Era una novela de Jane Austen. Starling estaba dispuesta a verlo todo.

—¿Cómo quiere las luces?

El pasillo que separaba las celdas estaba a oscuras. Al fondo, un chorro de luz procedente de la última celda iluminaba el suelo del corredor.

—El doctor Lecter está despierto.

—Por la noche, siempre; aunque apague la luz.

—Dejémoslas tal como están.

—Camine por el centro y al llegar allí no toque los barrotes, ¿de acuerdo?

—Quisiera apagar ese televisor. —El televisor había cambiado de sitio. Se hallaba ahora al fondo del pasillo, encarado hacia el centro. Algunos presos llegaban a ver la pantalla apoyando la cabeza en los barrotes de la celda.

—No hay problema. Quite el sonido pero deje la imagen. A algunos les gusta mirarla. La silla, si la necesita, está donde siempre.

Starling avanzó a solas por el sombrío corredor. No quiso mirar hacia las celdas que había a ambos lados.

Tenía la impresión de que el ruido de sus pasos era atronador. Los únicos otros sonidos eran unos apagados ronquidos procedentes de una celda, o dos a lo sumo, y una risita sofocada que salía de otra.

En la celda de Miggs había un nuevo ocupante. Vio unas largas piernas tendidas en el suelo y una cabeza apoyada en los barrotes. Al pasar junto a la celda, miró hacia el interior. Sentado en el suelo, entre un montón de recortes de cartulina de construcción, había un hombre. Tenía la cara vacía de expresión. El claroscuro del televisor se le reflejaba en los ojos y un brillante hilo de baba le unía la esquina de la boca con el hombro.

No quiso mirar hacia el interior de la celda del doctor Lecter hasta estar segura de que él la hubiese visto. Pasó ante ella, notando un picor entre los hombros, se acercó al televisor y quitó el sonido.

En su blanca celda, el doctor Lecter vestía el pijama blanco de los pacientes del psiquiátrico. La única nota de color la proporcionaban el cabello, los ojos y la roja boca del psiquiatra, una boca que destacaba en una cara durante tanto tiempo alejada de la luz del sol que llegaba a confundirse con la blancura que la rodeaba; las facciones de la cara parecían flotar suspendidas encima del cuello del pijama. Estaba sentado a su mesa, tras la red de nailon que lo mantenía a distancia de la reja. Dibujaba en papel parafinado, utilizando su propia mano de modelo. Estando ella contemplándole, dio la vuelta a la mano, flexionó los dedos con la máxima tensión y se puso a dibujar la cara interna del antebrazo. Usaba el dedo meñique para difuminar los trazos o modificar las líneas de carboncillo.

Clarice se acercó un poco a la reja y él levantó la vista. Starling tuvo la impresión de que todas las sombras de la celda volaron a acumularse en los ojos y en el puntiagudo nacimiento del cabello de aquella cara.

—Buenas noches, doctor Lecter.

Apareció la punta de la lengua, de un rojo tan intenso como el de los labios. Rozó el labio superior exactamente en el centro y desapareció.

—Clarice.

Ella oyó la leve aspereza metálica que caracterizaba a la voz de Lecter y se preguntó cuánto tiempo haría que no hablaba. Latidos de silencio…

—Qué hace usted levantada a estas horas, teniendo que ir a la escuela —dijo él.

—Estoy haciendo los deberes —contestó ella deseando que su voz hubiese sonado con mayor firmeza—. Ayer estuve en Virginia…

—¿Se hizo usted daño?

—No, fui…

—Lleva una tirita, Clarice.

Entonces lo recordó.

—Me he hecho un arañazo nadando hoy en la piscina. —La tirita no era visible; la llevaba en la pantorrilla y vestía pantalones. Debía haberla olido—. Ayer estuve en Virginia occidental porque se descubrió un cadáver. La última víctima de Buffalo Bill.

—La última no, Clarice.

—La penúltima.

—Sí.

—Le faltaba el cuero cabelludo. Tal y como usted vaticinó.

—¿Le importa si continúo dibujando mientras charlamos?

—No, en absoluto.

—¿Vio usted el cadáver?

—Sí.

—¿Había visto a alguna de las anteriores víctimas?

—No. Sólo en fotografía.

—¿Qué sintió usted?

—Angustia. Luego tuve que dedicarme a mi trabajo.

—¿Y después?

—Me sentí profundamente conmovida.

—¿Pudo trabajar bien? —El doctor Lecter frotó el carboncillo en el borde del papel parafinado para afinar el trazo.

—Muy bien. Trabajé muy bien.

—¿Para Jack Crawford? ¿O todavía envía a sus subalternos?

—Estaba allí.

—Hágame un favor, Clarice. Es sólo un momento. ¿Le importa dejar caer la cabeza hacia delante?

»Simplemente déjela caer, como si estuviera dormida. Un segundo más. Ya está, gracias. Ya lo tengo. Siéntese, si quiere. ¿Le dijo a Jack Crawford lo que anticipé antes de que la encontraran?

—Sí. No le concedió mucha importancia.

—¿Y después de ver el cadáver de Virginia?

—Habló con el principal especialista en la materia, un profesor de la universidad de…

—Alan Bloom.

—Eso es. El doctor Bloom dijo que Buffalo Bill está simplemente haciendo coincidir sus actos con la personalidad de un ser creado por la prensa, el Buffalo Bill que arranca cabelleras, insinuación que hicieron los titulares de los periódicos. El doctor Bloom afirmó que esa predicción era evidente.

—¿Era evidente para el doctor Bloom?

—Él dijo que sí.

—Era evidente pero se la calló. Ya veo. ¿Qué opina usted, Clarice?

—No estoy segura.

—Ha estudiado algo de psicología y también peritaje forense. En el punto en que coinciden ambas ciencias es fácil atrapar un pez. ¿Está usted pescando algo, Clarice?

—De momento, no. Soy bastante lenta.

—¿Qué le dicen estas dos disciplinas acerca de Buffalo Bill?

—Según el libro, es un sádico.

—La vida es demasiado escurridiza para los libros, Clarice; la ira se interpreta como lujuria, un lupus como urticaria. —El doctor Lecter terminó de dibujar su mano izquierda con la derecha y luego cambió el carboncillo de mano y empezó a dibujar la derecha con la izquierda con la misma precisión—. ¿Se refiere usted al tratado del doctor Bloom?

—Sí.

—Me ha buscado usted en ese libro, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cómo me describe?

—Como un sociópata puro.

—¿Diría usted que el doctor Bloom siempre tiene razón?

—Sigo esperando de usted la superficialidad del afecto.

La sonrisa del doctor Lecter descubrió su pequeña y blanca dentadura.

—Tenemos expertos por todas partes, Clarice. El doctor Chilton afirma que Sammie, ése que está detrás de usted, es un esquizoide hebefrénico, irremisiblemente perdido. Ha puesto a Sammie en la antigua celda de Miggs porque opina que Sammie se ha sumido en una absoluta introversión. ¿Sabe cómo se comportan generalmente los hebefrénicos? No se preocupe, no la oye.

—Son los más difíciles de tratar —repuso ella—. Generalmente se aíslan por completo y presentan problemas de desintegración de la personalidad.

El doctor Lecter rebuscó entre las hojas de papel parafinado, tomó un papel y lo depositó en la bandeja deslizante. Starling tiró de ella.

—Ayer mismo Sammie me envió esto a la hora de la cena —dijo.

Era un recorte de cartulina de construcción escrito con lápices de colores. Starling leyó:

YO CIERO IR HAZIA CRISTO

YO CIERO IR CON JESU

YO PUEDO IR HAZIA CRISTO

SI ME PORTO MUI BIEN

SAMMIE

Starling volvió la cabeza y por encima del hombro vio a Sammie. Miraba con expresión vacua hacia la pared de la celda, con la cabeza apoyada en los barrotes.

—¿Quiere leerlo en alta voz? No la oye.

Starling leyó:

—Yo quiero ir hacia Cristo, yo quiero ir con Jesús, yo puedo ir hacia Cristo si me porto muy bien.

—No, no. Léalo con más énfasis. Dele el ritmo de un verso infantil. Es posible que la métrica varíe, pero la intensidad es la misma. —Lecter empezó a dar unas suaves palmadas—. «Cinco lobitos tiene la loba…». Con ritmo intenso, ¿ve usted? Con fervor. «Yo quiero ir hacia Cristo, yo quiero ir con Jesús…».

—Ya veo —dijo Starling depositando nuevamente el papel en la bandeja.

—No, perdone que le diga que no ve nada en absoluto. —El doctor Lecter se puso de pie de un brinco y con portentosa agilidad se agachó, encorvó el cuerpo con grotesca postura y llevando el ritmo con palmadas se puso a dar saltos y a cantar a pleno pulmón—: «Yo quiero ir hacia Cristo…».

Repentinamente, a espaldas de Clarice, surgió la voz de Sammie, atronadora como la tos de un leopardo, más estentórea que el alarido de un mono; Sammie de pie, machacándose la cara contra los barrotes, lívido, con las venas del cuello a punto de reventar, aullando:

YO QUIERO IR HACIA CRISTO

YO QUIERO IR CON JESÚS

YO PUEDO IR HACIA CRISTO

SI ME PORTO MUY BIEN.

Silencio. Starling descubrió que se hallaba de pie, que la silla plegable se había caído hacia atrás y que sus papeles yacían desparramados por el suelo.

—Por favor —dijo el doctor Lecter, erguido de nuevo y esbelto como un bailarín, invitando a Clarice a tomar asiento. Se dejó caer con elegancia en su silla y apoyó la barbilla en la mano—. Usted no ve nada en absoluto —repitió—. Sammie es un ser profundamente religioso. Lo único que le ocurre es que está decepcionado porque Jesús tarda mucho en venir. ¿Puedo decirle a Clarice por qué motivo estás aquí, Sammie?

Sammie se agarró el mentón y detuvo el movimiento de su cara.

—Anda, dime que sí —le pidió el doctor Lecter.

—Sííí —dijo Sammie entre los dedos.

—Sammie depositó la cabeza de su madre en la bandeja de la colecta dominical de la iglesia baptista de Trune. Estaban cantando el himno «Entrega tu más valiosa ofrenda al Señor» y así lo hizo; era lo mejor que tenía. —Por encima del hombro Lecter dijo—: Gracias, Sammie. Ya no necesito nada más. Mira la televisión.

El alto recluso volvió a sentarse en el suelo, como antes, y apoyó la cabeza en los barrotes; las imágenes del televisor pululaban en sus pupilas y en su rostro había ahora tres hilos plateados: saliva y lágrimas.

—Bien. Veamos si es capaz de concentrarse en el problema de Sammie y quizá yo me concentre en el que usted me plantea, Clarice. Una cosa por otra. No la oye.

Starling tuvo que exprimirse el seso.

—El verso transcurre desde «ir hacia Cristo» hasta «ir con Jesús» —dijo—. Se trata de una secuencia razonada: ir hacia, llegar a, ir con.

—Efectivamente. Estamos ante una progresión lineal. Una de las cosas que más me satisfacen es que sabe que Jesús y Cristo son la misma persona. Eso constituye un progreso. La idea de que un único Dios sea al mismo tiempo una Trinidad es difícil de conciliar, particularmente para Sammie, que no está seguro de cuántas personas hay en sí mismo. Eldrige Cleaver nos ofrece la parábola de los tres elementos en un solo aceite, que resulta de gran utilidad.

—Sammie ve una relación causal entre su comportamiento y sus objetivos, lo cual constituye la base del pensamiento estructurado —continuó diciendo Starling—. Lo mismo puede decirse del manejo de la rima. No está totalmente aislado; está llorando. ¿Opina usted que podría definírsele como un esquizoide catatónico?

—Sí. ¿Percibe usted el olor de su sudor? Ese peculiar olor a cabra es característico del ácido trans-3-metil-2 hexenoico. Recuérdelo siempre; es el olor de la esquizofrenia.

—¿Y cree usted que puede responder a tratamiento?

—Sí, y especialmente ahora, que sale de una fase de estupor. ¡Fíjese cómo le brillan las mejillas!

—Doctor Lecter, ¿por qué afirma usted que Buffalo Bill no es un sádico?

—Porque la prensa ha informado de que sus víctimas tenían marcas de ligaduras en las muñecas pero no en los tobillos. ¿Vio usted alguna en los tobillos del cadáver de Virginia occidental?

—No.

—Clarice, los desollamientos recreativos se llevan siempre a cabo con la víctima invertida, a fin de que la presión sanguínea permanezca constante en la cabeza y en el pecho y el sujeto paciente se mantenga consciente. ¿No lo sabía?

—No.

—Cuando regrese a Washington, vaya a la Galería Nacional y contemple El desollamiento de Marsias del Tiziano antes de que lo devuelvan a Checoslovaquia. Tiziano, es un prodigio para los detalles; fíjese bien en la figura de Pan, la ayuda que presta con el cubo de agua.

—Doctor Lecter, en el caso que nos ocupa concurren circunstancias extraordinarias y algunas oportunidades insólitas.

—¿Para quién?

—Para usted, si salvamos a esta víctima. ¿Vio usted a la senadora Martin por televisión?

—Sí. He visto las noticias.

—¿Qué le pareció su declaración?

—Equivocada pero inocua. Está mal asesorada.

—La senadora Martin es una mujer muy poderosa y está decidida a todo.

—Adelante. Soy todo oídos.

—Yo creo que usted posee una percepción extraordinaria. La senadora Martin ha manifestado que si usted nos ayuda a encontrar a Catherine Baker Martin sana y salva, hará que le trasladen a una cárcel federal y si en ella hay disponible una celda con una ventana, se la asignarán a usted. Seguramente también se le rogará que lleve a cabo evaluaciones e informes psiquiátricos de los reclusos; en otras palabras, se le ofrece un empleo. Todo ello sin reducir en absoluto las medidas de seguridad.

—No creo en sus palabras, Clarice.

—Pues debiera usted creerlas.

—Mejor dicho, la creo a usted. Pero, además de no saber cómo se lleva a cabo un desollamiento recreativo, hay muchas cosas que ignora del comportamiento humano. ¿No le parece insólito que le hayan elegido a usted como portavoz de una senadora de los Estados Unidos?

—Permítame decirle que fue usted quien me eligió, doctor Lecter. Fue usted quien decidió hablar conmigo. ¿Preferiría ahora a otra persona? ¿No será más bien que no cree que pueda ayudarnos?

—Eso, Clarice, es un descaro y una falsedad. Repito que no creo que Jack Crawford permita que yo sea objeto de ninguna concesión… Es posible que le diga a usted una cosa, una sola cosa, que podrá transmitir a la senadora Martin, pero si lo hago será exclusivamente cobrando en el acto de la entrega. A lo mejor se la revelo a cambio de cierta información sobre usted. Un trueque. ¿Sí o no?

—Oigamos su pregunta.

—¿Sí o no? Catherine está esperando, ¿no es así?, oyendo la piedra de afilar. ¿Qué cree que le pediría que hiciese, Clarice?

—Oigamos su pregunta.

—¿Cuál es el peor recuerdo de su infancia?

Starling realizó una profunda inspiración.

—Más rápido —la apremió el doctor Lecter—. No me interesa su peor invención.

—La muerte de mi padre —contestó Starling.

—Hábleme de ello.

—Era policía. Una noche sorprendió a dos ladrones, drogadictos, huyendo de una farmacia. Salió de su camioneta, se quedó corto con el rifle de repetición y le pegaron un tiro.

—¿Que se quedó corto?

—No accionó la palanca del cerrojo hasta el fondo. Era un rifle viejo, un Remington 870, y el casquillo se quedó en la recámara. Cuando eso ocurre, el arma no dispara y hay que bajarla para desatascarla. Yo creo que al salir del vehículo la palanca rozó con la puerta y quedó mal puesta.

—¿Murió instantáneamente?

—No. Tenía una salud de hierro. Duró un mes.

—¿Fue usted a verle al hospital?

—Doctor Lecter… Sí.

—Cuénteme un detalle que recuerde del hospital.

Starling cerró los ojos.

—Vino una vecina, una mujer ya mayor, era soltera, y le recitó el fragmento final de «Tanatopsis»; debió ser lo único que se le ocurrió decirle en esos momentos. Y eso es todo. He cumplido con el trueque.

—Cierto. Ha sido usted muy franca, Clarice. Eso siempre lo adivino. Creo que sería memorable poderla conocer a usted en su vida privada.

—Lo dicho; una cosa por otra.

—¿Diría usted que, en vida, la muchacha de Virginia occidental era muy atractiva físicamente?

—Era una chica que cuidaba de su aspecto.

—No me haga perder el tiempo con lealtades.

—Estaba gorda.

—¿Corpulenta?

—Sí.

—Muerta de un disparo en el pecho.

—Sí.

—De poco pecho, supongo.

—Para su tamaño, sí.

—Pero ancha de caderas. Opulenta.

—Efectivamente, sí.

—¿Qué más?

—Tenía un insecto alojado deliberadamente en la garganta; esto no se ha hecho público.

—¿Era una mariposa?

A Starling se le cortó el aliento un instante. Esperó que él no lo hubiese advertido.

—Una polilla —repuso—. Por favor, dígame cómo ha podido anticipar esto.

—Clarice, voy a decirle para qué quiere Buffalo Bill a Catherine Baker Martin y después buenas noches. En las presentes condiciones es mi última palabra. Puede comunicarle a la senadora para qué quiere él a Catherine; ella puede hacer dos cosas: o volver con una oferta más interesante… o esperar a que Catherine aparezca flotando en un río, comprobando así que yo tenía razón.

—¿Para qué quiere a Catherine, doctor Lecter?

—Quiere una camiseta con tetas —contestó Hannibal Lecter.