Capítulo 20

Un cuarto de baño espacioso, todo de azulejo blanco, luces cenitales y sanitarios de esbelta línea italiana colocados sobre unos muros de viejo ladrillo visto. Un ornamentado tocador flanqueado por plantas de gran altura y atestado de cosméticos, el espejo perlado del vapor de la ducha. De la ducha salía un canturreo excesivamente agudo para la forzada voz que lo emitía. Era una canción de Fats Walter, «Cash for Your Trash», del musical Ain’t Misbehavin’. A ratos la voz abandonaba el tarareo y cantaba fragmentos de letra:

Guarda tus viejos DIARIOS,

Haz con ellos un MONTÓN

TARARÁ, TARÁ, TARIRO, TARARÍ,

TARÍ, TARÓOO…

Siempre que se oían palabras, una perrita de pequeño tamaño arañaba la puerta del cuarto de baño.

En la ducha se hallaba Jame Gumb, varón, de raza blanca, treinta y cuatro años, metro ochenta y cinco de estatura, noventa y dos kilos de peso, sin señales especiales que lo caractericen. Pronuncia su nombre de pila como James pero sin la s. Jame. Insiste en que se diga así.

Tras aclararse, Gumb se aplicó Friction des Bains, frotándose el pecho y las nalgas con las manos y empleando un paño de secar platos para las zonas que no deseaba tocar. Tenía el vello de las piernas y los pies un poco crecido, pero decidió que podía pasar.

Se secó con una toalla rosa y se aplicó una generosa cantidad de leche hidratante en todo el cuerpo. El espejo de cuerpo entero estaba provisto de una cortina de ducha suspendida de una barra que lo ocultaba.

Gumb empleó el paño para ocultarse el pene y los testículos entre las piernas. Corrió la cortina a un lado y se contempló en el espejo, adoptando una postura de vampiresa a pesar del escozor que ello le causó en las partes.

—Acércate, vida mía, acércate mucho más.

Usó el registro más agudo de su voz, que tenía una tonalidad natural de bajo, convencido de que sus intentos progresaban. Las hormonas que había tomado —Premarin durante una temporada y después dietilestilbestrol, por vía oral— no podían cambiarle la voz pero habían reducido un poco el vello que crecía entre sus incipientes pechos. Unas prolongadas sesiones de electrólisis habían hecho desaparecer la barba de Gumb y modificado la línea del nacimiento del cabello dejándola puntiaguda, pero de aspecto no parecía una mujer. Parecía un hombre dispuesto a luchar no sólo a puñetazos y patadas sino también con las uñas.

Averiguar si su conducta obedecía a un deliberado pero infructuoso esfuerzo por afeminarse o era más bien una burla cruel hubiera resultado, para una amistad superficial, difícil de precisar, y amistades superficiales era lo único que tenía.

—Dime cuándo tú vendrás, dime cuándo, cuándo, cuánnndoooo…

Al sonido de su voz, el perro arañó la puerta. Gumb se puso el batín y dejó entrar a una perra caniche de color champaña. La cogió en brazos y le dio un beso en su rollizo trasero.

—Sí-í-í-í. ¿Estás muerta de hambre, Preciosa? Igual que yo.

Trasladó a la perrita de un brazo a otro para abrir la puerta del dormitorio. El animal se contorsionó deseoso de bajar al suelo.

—Sólo un minutito, cariño mío. —Con la mano libre cogió una carabina Mini-14 que estaba en el suelo junto a la cama y la colocó sobre las almohadas—. Ya está. Ya está. Ahora vamos a preparar la cena, que estará lista en un instante.

Dejó a la perra en el suelo mientras buscaba el pijama. El animal se arrastró ansioso escaleras abajo hacia la cocina.

Jame Gumb sacó del microondas tres bandejas de platos preparados. Dos eran sabrosos guisos para él y la tercera comida de régimen para la perra.

El caniche devoró la carne en salsa y el postre y dejó el acompañamiento de verduras. Jame Gumb no dejó más que los huesos.

Hizo salir a la perra por la puerta trasera de la casa y cruzándose el batín, porque hacía frío, se quedó observando cómo se agachaba el animal en la franja de luz que salía por la puerta a hacer sus necesidades.

—No has hecho el Número Doo-oos. De acuerdo, de acuerdo. No te miro. —Pero la contempló por una rendija de los dedos—. ¡Ahora sí, trasto, más que trasto! ¡Eres una perfecta señorita! Andando, vámonos a la cama.

Al señor Gumb le gustaba acostarse. Lo hacía varias veces cada noche. También le gustaba levantarse e irse a sentar a alguna de sus numerosas habitaciones sin encender la luz o bien trabajar un rato cuando tenía entre manos algún proyecto creativo.

Se disponía a apagar la luz de la cocina cuando se detuvo y frunció los labios con gesto juicioso, pensando en los desperdicios de la cena. Recogió las tres bandejas y pasó una bayeta por la mesa.

Un interruptor situado al inicio de la escalera encendía las luces del sótano. Jame Gumb empezó a bajar llevando consigo las bandejas. La perrita chilló en la cocina y con el hocico abrió la puerta.

—Bueno, de acuerdo, pelmaza. —Cogió al caniche en brazos y bajó las escaleras. La perra se movía y olfateaba las bandejas que él llevaba en la otra mano—. Nada de eso; tú ya has comido bastante.

La dejó en el suelo y el animal le siguió por los diversos y tortuosos niveles del sótano.

En un cuarto situado directamente debajo de la cocina había un pozo, seco desde hacía años. El pretil de piedra, reforzado con aros de metal modernos y cemento, sobresalía a medio metro de altura sobre un suelo cubierto de arena. La tapa de seguridad original, de madera, de un grosor suficiente para que un niño no pudiese levantarla, seguía todavía en su lugar. Poseía una trampilla cuyo diámetro permitía el paso de un cubo. La trampilla estaba abierta y Jame Gumb vació por ella las sobras de sus bandejas y las de la perra.

Los huesos y los restos de verduras desaparecieron tragados por la negrura del pozo. La perrita se sentó en el suelo pidiendo más de comer.

—Nada, nada. No queda nada —dijo Gumb—. Ya sabes que estás muy gorda.

Subió las escaleras del sótano murmurando a la perrita: «Gordinflona, gordinflona». No dio muestras de oír el grito, relativamente fuerte y cuerdo, cuyo eco subió por el negro agujero:

POR FAVOOOR.