—El doctor Lecter llevaba años ejerciendo de psiquiatra antes de que le detuviéramos por sus crímenes —dijo Crawford—. Era un eminente especialista al que consultaban con frecuencia los tribunales de Maryland y Virginia y otros Estados de la costa oriental. Tiene una gran experiencia en el campo de la demencia criminal. Quién sabe lo que pudo haber instigado, meramente por divertirse. Es posible que sepa algo de este caso. Por otra parte, mantenía una cierta relación social con Raspail, el cual, además, era paciente suyo. Quizá Raspail le dijo quién mató a Klaus.
Crawford y Starling se hallaban de frente, sentados en sendas sillas giratorias en el compartimento trasero de la furgoneta de vigilancia, dirigiéndose hacia el norte de la N95 en dirección a Baltimore, ciudad de la que se hallaban a unos cincuenta kilómetros de distancia. Jeff, que era quien conducía, había evidentemente recibido órdenes de avanzar a buena marcha.
—Lecter se ofreció a colaborar, ofrecimiento que yo rechacé de plano. Ya he recibido su ayuda en otras ocasiones. Nunca nos comunicó nada de importancia y la última vez su colaboración sólo sirvió para que a Will Graham le cosieran la cara a puñaladas. Y simplemente por pura diversión. Pero, que aparezca un insecto en la garganta de Klaus y otro en la garganta de la chica de Virginia constituye una coincidencia que no puedo pasar por alto. Alan Bloom jamás ha oído mencionar semejante hecho, y yo tampoco. ¿Se ha topado usted con algo parecido, Starling? Usted, últimamente, ha leído más literatura especializada que yo.
—Nunca. Que se inserten determinados objetos en las víctimas, sí, pero un insecto jamás.
—Dos cosas para empezar. Primeramente, nuestro punto de partida es que el doctor Lecter sabe efectivamente algo concreto; en segundo lugar, no olvidemos en ningún momento que Lecter lo único que pretende es divertirse. Tenga siempre presente este concepto: la diversión. Tenemos que lograr que Lecter desee que detengamos a Buffalo Bill mientras Catherine Martin siga aún con vida. Todo lo positivo de la diversión ha de apuntar en esa dirección. No disponemos de nada con que amenazarle; ya le han privado del retrete y de sus libros. En estos momentos se halla prácticamente en cueros.
—¿Qué ocurriría si simplemente le explicásemos la situación y le ofreciésemos algo a cambio? Una celda con una ventana, por ejemplo. Es lo que pidió cuando se ofreció a ayudar.
—Se ofreció a ayudar, Starling, no a proporcionar información. El hecho de proporcionar información no le ofrece la suficiente oportunidad de alardear. Veo que pone usted cara de duda. Es partidaria de decirle la verdad. Escuche. Lecter no tiene prisa. Está siguiendo este caso como si se tratase de un partido de béisbol. Si le pedimos que nos proporcione información, decidirá esperar. No nos la dará de inmediato.
—¿Ni siquiera a cambio de una recompensa? ¿Una recompensa que no obtendrá si Catherine Martin muere?
—Supongamos que le decimos que sabemos que posee información y que queremos que nos la comunique. Lo que más le divertiría es hacernos esperar, fingiendo semana tras semana que intenta recordar, avivando la esperanza de la senadora Martin, dejando luego morir a Catherine, y después atormentando a una madre, y luego a otra, y luego a otra, manteniéndolas en vilo, afirmando que está a punto de recordar… Eso sería para él muchísimo más gratificante que disponer de una ventana. Vive de eso, Starling. De eso se alimenta. Mire, no estoy seguro de que con la edad los hombres aprendan gran cosa, pero indudablemente los años enseñan a evitar determinadas desgracias. Y aquí hay bastantes desgracias que pueden evitarse.
—De modo que el doctor Lecter ha de creer que acudimos a él estrictamente en busca de teoría y percepción —dijo Starling.
—Correcto.
—¿Y por qué me ha avisado? ¿Por qué no me ha enviado a entrevistarle sin ponerme al corriente?
—Porque quiero que se halle al mismo nivel que yo. Usted hará lo mismo cuando ocupe un puesto de mando. Lo contrario funciona poco tiempo.
—Así pues, no se menciona el insecto de la garganta de Klaus ni se establece relación alguna entre Klaus y Buffalo Bill.
—No. Usted vuelve a visitarle porque le ha impresionado el hecho de que vaticinase que Buffalo Bill empezaría a arrancar cabelleras. Haga constar que yo estoy muy escéptico al respecto, lo mismo que Alan Bloom, pero que la he autorizado a que se entretenga desenredando ese ovillo. Le dice que ha sido usted designada para hacerle una oferta de ciertos privilegios, determinadas cosas que sólo un personaje tan poderoso como la senadora Martin puede conseguir. Es fundamental que Lecter crea que debe darse prisa, ya que la oferta, si Catherine muere, se desvanece. De ocurrir tal cosa, la senadora se desinteresa por completo de él. Y especifique que si fracasa, será porque ni es tan inteligente como afirma ni tiene los conocimientos necesarios para hacer lo que dijo que haría, no porque se niegue a colaborar para fastidiarnos.
—¿Y se desinteresará efectivamente la senadora?
—Más vale que pueda usted declarar bajo juramento que desconoce la respuesta a esa pregunta.
—Ya comprendo.
De modo que la senadora Martin no había sido informada. Aquello requería cierto coraje.
Evidentemente Crawford temía las interferencias y le preocupaba el que la senadora cometiese el error de pedir ayuda al doctor Lecter.
—¿Comprende usted realmente?
—Sí. ¿Cómo puede ser el doctor Lecter lo suficientemente concreto para dirigirnos hacia Buffalo Bill sin demostrar que posee datos específicos? ¿Cómo puede lograrlo sin más medios que su capacidad de percepción y sus conocimientos teóricos?
—No lo sé, Starling. Ha tenido mucho tiempo para pensar en ello. Ha esperado por espacio de seis víctimas.
El teléfono de la furgoneta empezó a zumbar y a centellear al efectuar la primera de las llamadas que Crawford había programado con la centralita del FBI.
Durante los veinte minutos siguientes, Crawford estuvo hablando con oficiales que conocía en la policía estatal holandesa, con un Overstelojtnant de las fuerzas de seguridad suecas que había estudiado en Quántico, con un amigo que ocupaba el puesto de adjunto del Rigspolitichef de la policía gubernamental danesa, y sorprendió a Starling poniéndose a hablar en un correcto francés, con el oficial encargado de la guardia nocturna de la Police Criminelle belga. En todas esas ocasiones subrayó la urgente necesidad de identificar cuanto antes a Klaus y a sus asociados. Cada una de esas jurisdicciones debía tener ya la solicitud expedida por télex por la Interpol, pero con esas llamadas personales se aseguraba de que se diese curso a la solicitud con mayor rapidez.
Starling comprendió que Crawford había elegido la furgoneta por su avanzado sistema de comunicaciones —estaba dotada de los más sofisticados adelantos tecnológicos—, aunque dicha tarea le hubiera resultado más cómoda desde el despacho. Aquí tenía que revisar sus notas en un diminuto tablero iluminado por una luz lateral, y cada vez que los neumáticos pisaban un remiendo de alquitrán, saltaban. Clarice no tenía demasiada experiencia de servicio, pero sabía que era bastante infrecuente que un jefe de sección anduviese en una furgoneta en una misión de este tipo. Crawford hubiera podido darle las instrucciones por radioteléfono. Se alegró de que no hubiese sido así.
Tenía la impresión de que el silencio y la calma que proporcionaban la furgoneta, así como el pausado intervalo que permitía que la misión se desarrollase con sosiego, habían sido comprados a un alto precio. Oír a Crawford hablar por teléfono confirmó tal intuición.
Crawford hablaba con el director del FBI.
—No, señor. ¿Han vuelto a autorizarlo? ¿Cuánto tiempo me dan? No, señor. No. Nada de dispositivos de escucha. Tommy, lo recomiendo encarecidamente. Insisto en ello. No quiero que ella lleve ningún dispositivo. El doctor Bloom opina exactamente lo mismo. Está en O’Hare, bloqueado por la niebla. En cuanto despeje, saldrá. De acuerdo.
A continuación Crawford mantuvo una críptica conversación telefónica con la enfermera que hacía el turno de noche en su casa. Al terminar, se quedó mirando por la ventanilla por espacio quizá de un minuto, con las gafas colgadas de un dedo que reposaba en la rodilla; iluminada por los faros que venían en dirección contraria, la cara se le veía desnuda. Luego se puso las gafas y se volvió hacia Starling.
—Disponemos de tres días para entrevistar a Lecter. Si no obtenemos resultados, pasa a manos de la policía de Baltimore, que lo interroga a fondo mientras se lo autorice el juzgado.
—La última vez, los interrogatorios no sirvieron de gran cosa. El doctor Lecter no se deja impresionar.
—¿Qué les dio después de tantas horas, una gallina de papel?
—Una gallina, sí. —La arrugada gallina de papel estaba todavía en el bolso de Starling. Ésta la alisó encima del pequeño tablero y la accionó por la cola para que picotease.
—Comprendo a la policía de Baltimore. Lecter es su prisionero. Si aparece el cadáver de Catherine, el comisario quiere poder decirle a la senadora Martin que ha hecho todo cuanto estaba a su alcance.
—¿Cómo está la senadora Martin?
—Animosa pero angustiada. Es una mujer inteligente y de carácter, rebosante de sentido común. A usted probablemente le gustaría, Starling.
—¿Cree que Johns Hopkins y homicidios de Baltimore callarán lo del insecto en la garganta de Klaus? ¿Podemos mantenerlo a salvo de la prensa?
—Al menos durante tres días, sí.
—Ha costado conseguirlo, ¿verdad?
—No podemos confiar en Frederick Chilton ni en el personal del psiquiátrico —contestó Crawford—. Si Chilton se entera, se entera todo el mundo. Chilton, por supuesto, está informado de que va usted para allá, pero simplemente como un favor hacia la policía de Baltimore. Oficialmente usted va para ayudar a cerrar el caso de Klaus; lo de Buffalo Bill queda al margen.
—¿Y no resulta sospechoso que me presente a estas horas de la noche?
—Es el único momento que le he autorizado yo a usted. También tengo que decirle que lo del insecto de la chica de Virginia aparecerá en los diarios de mañana. La oficina del forense de Cincinnati se ha ido de la lengua, de modo que ya no es un secreto. Lo que Lecter pretenderá de usted es un relato detallado, cosa que no importa demasiado, siempre y cuando no se entere de que hemos encontrado otro en la garganta de Klaus.
—¿Qué tenemos para ofrecerle a cambio?
—Estoy trabajando en ello —contestó Crawford, y se volvió hacia el teléfono.