Capítulo 17

Embotada tras un sueño agitado, Clarice Starling, en bata y zapatillas, con la toalla echada al hombro, aguardaba turno para entrar en el cuarto de baño que ella y Mapp compartían con las alumnas de la habitación contigua. Las noticias de Memphis que oyó por la radio la dejaron helada y sin aliento.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío! ¡EH, AHÍ DENTRO! ¡ESTE CUARTO DE BAÑO QUEDA REQUISADO! ¡SALGA INMEDIATAMENTE CON LAS BRAGAS PUESTAS! ¡NO SE TRATA DE UN EJERCICIO DE PRÁCTICAS! —Y se metió en la ducha desplazando a una sobresaltada vecina—. Apártate, Gracie, y hazme el favor de pasarme el jabón.

Con las orejas tiesas por si sonaba el teléfono, hizo el equipaje para una noche y colocó junto a la puerta el estuche que contenía el material de peritaje forense. Se aseguró de que la centralita supiera que estaba en su habitación y renunció al desayuno para no despegarse del teléfono. Cuando faltaban diez minutos para la hora de clase, sin haber recibido ninguna llamada, bajó corriendo a Ciencias del Comportamiento con todo el equipaje.

—El señor Crawford ha salido para Memphis hace tres cuartos de hora —le dijo la secretaria, meliflua—. Le acompañaba Burroughs, y también ha ido Stafford, del laboratorio, que ha salido desde el aeropuerto nacional.

—Le dejé un informe aquí anoche. ¿Ha dejado algún recado para mí? Soy Clarice Starling.

—Sí, ya sé quién eres. Tengo anotado tres veces tu número de teléfono y creo que en la mesa del señor Crawford aparece por lo menos otras tantas, Clarice. —La secretaria miró el equipaje de Starling—. ¿Quieres que le diga algo cuando llame?

—¿Ha dejado algún teléfono de Memphis?

—No, llamará para comunicarlo. ¿No tienes clases hoy, Clarice? Todavía estás en la academia, ¿verdad?

—Sí, sí.

La entrada, con retraso, de Starling en el aula no fue facilitada por Gracie Pitman, la muchacha a la que había expulsado de la ducha. Gracie Pitman se sentaba inmediatamente detrás de Starling. El camino hacia su asiento le pareció interminable y la lengua de Gracie Pitman tuvo tiempo de dar dos vueltas enteras dentro de su velluda mejilla antes de que Starling pudiera quedar sumergida en el anonimato de la clase.

Sin desayuno, tuvo que aguantar dos horas de «La excepción del fundamento de la buena fe a la norma exclusiva en la investigación y detención de un sospechoso» antes de poder dirigirse a la máquina del pasillo y engullir una Coca-Cola.

A mediodía se dirigió a su buzón por si había algún mensaje, pero no encontró nada. Entonces se le ocurrió, como ya le había sucedido en otras ocasiones, que la frustración tiene un sabor muy parecido a un jarabe llamado Fleet’s que la obligaban a tomar de niña.

Hay días en que uno se despierta cambiado. Ése era uno de tales para Starling, y era plenamente consciente de ello. Lo que había visto el día anterior en la funeraria de Potter había provocado en ella una pequeña falla tectónica.

Starling había estudiado psicología y criminología en una prestigiosa facultad. A lo largo de su vida había visto algunas de las monstruosas y espontáneas maneras con que el mundo provoca destrozos y siembra la destrucción. Pero entonces todavía no sabía y ahora, en cambio, había adquirido una sólida certeza: a veces el género humano produce, tras una cara de hombre, una mente cuyo placer es dedicarse a lo que yacía en la mesa de loza de Potter, Virginia occidental, en aquella habitación forrada con aquel papel de rosas rojas. La primera percepción que Starling tuvo de esa mente fue peor que todo lo que había visto en las autopsias. Y dicho conocimiento permanecería adherido a su piel para siempre, y supo que tendría que endurecerse porque, de lo contrario, la iría carcomiendo hasta destruirla.

La rutina cotidiana de la escuela no la ayudó en absoluto. Durante todo el día tuvo la sensación de que en el horizonte sucedían cosas. Le parecía oír un ingente murmullo de acontecimientos, como el rumor que emite un estadio lejano, y la perturbaban insinuaciones de movimientos, grupos que transitaban por los pasillos, sombras de nubes que desfilaban encima de su cabeza, el sonido de un avión.

Al acabar las clases, Starling salió a correr, dio demasiadas vueltas a la pista de atletismo y a continuación se fue a nadar. Estuvo nadando hasta que le vinieron a la mente los cadáveres que aparecían flotando en el río y a partir de ese momento ya no quiso sentir el agua en la piel.

A las siete de la tarde, en compañía de Mapp y una docena de estudiantes, contempló el telediario en la sala de estar. El secuestro de la hija de la senadora Martin no encabezaba las noticias pero era la primera después de las conversaciones de desarme de Ginebra.

Proyectaron imágenes filmadas en Memphis, empezando por la del letrero de Stonehinge Villas, tomada a través de la luz giratoria de un coche patrulla. Los medios de comunicación ordeñaban la noticia y, con pocas novedades que difundir, los informadores se entrevistaban unos a otros en el aparcamiento de Stonchinge.

Los altos cargos policiales de Memphis y del condado de Shelby, por falta de costumbre, agachaban la cabeza para hablar a las hileras de micrófonos. En un caos de gritos y codazos, destellos de objetivos y grabaciones de sonido, enumeraban las cosas que ignoraban. Cada vez que un investigador entraba o salía del apartamento de Catherine Baker Martin, los fotógrafos se inclinaban y retrocedían, colisionando de espaldas con las cámaras de televisión.

Un breve e irónico vitoreo resonó en la sala de estar de la academia cuando la cara de Crawford apareció unos instantes en la ventana del apartamento. Starling sonrió moviendo solamente media boca.

Se preguntó si Buffalo Bill estaría viendo las noticias. Se preguntó qué pensaría de la cara de Crawford o si sabría siquiera quién era Crawford.

También otras personas pensaban que acaso Bill estuviera contemplando la televisión.

Apareció la senadora Ruth Martin, que salió en directo con Peter Jennings. Luego quedó sola, en el dormitorio de su hija, en el que había un banderín de la Universidad Southwestern, carteles con el retrato de Wile E.

Coyote y la Enmienda de la Igualdad de Derechos en la pared situada a sus espaldas.

Era una mujer alta, dueña de una cara de pronunciadas facciones y rasgos vulgares.

—Me dirijo a la persona que tiene prisionera a mi hija —dijo. Se acercó a la cámara provocando un imprevisto reenfoque y habló como nunca hubiese hablado a un terrorista—. Mi hija está en sus manos. Tiene usted el poder de dejar que mi hija no sufra ningún daño. Se llama Catherine. Es una muchacha muy dulce y comprensiva. Usted controla la situación. Usted la tiene en sus manos. Usted la tiene a su cargo. Sé que es usted capaz de sentir amor y compasión. Usted puede protegerla contra cualquier cosa que pretenda hacerle daño. Ahora tiene usted una maravillosa ocasión de demostrar al mundo entero que sabe lo que es la bondad, que tiene la suficiente grandeza de espíritu para tratar a los demás mejor de lo que el mundo le ha tratado a usted. Mi hija se llama Catherine.

Los ojos de la senadora Martin se apartaron de la cámara en el momento en que su imagen era sustituida por una película familiar de una niñita que daba sus primeros pasos agarrada al sedoso pelaje de un collie.

La voz de la senadora siguió diciendo:

—La película que está viendo muestra a Catherine de pequeña. Libere a Catherine. Libérela sin hacerle daño. Déjela en libertad en cualquier punto de este país y tenga la certeza que puede usted contar con mi ayuda y mi amistad.

A continuación, una serie de instantáneas: Catherine Martin a los ocho años, sujetando la caña del timón de un velero. El barco se hallaba elevado sobre unos tacos de madera y su padre pintaba la quilla. Dos fotografías recientes de la joven: una de cuerpo entero y un primer plano de la cara.

Y de nuevo la senadora en primer plano:

—Yo le prometo ante todo el país que puede contar usted con mi incondicional ayuda siempre que lo necesite. Me hallo en situación privilegiada para ayudarle. Soy senadora de los Estados Unidos. Trabajo en la comisión de defensa. Mis tareas se desarrollan en la Iniciativa de Defensa Estratégica, ese conjunto de armas espaciales que vulgarmente llamamos «La Guerra de las Galaxias». Si tiene usted enemigos, lucharé contra ellos. Si le ponen obstáculos, puedo eliminarlos. Puede usted llamarme a cualquier hora del día o de la noche. Catherine es el nombre de mi hija. Por favor, demuestre usted su fuerza —dijo para concluir la senadora Martin—. Libere a Catherine sin hacerle ningún daño.

—Qué inteligente —comentó Starling. Temblaba como una hoja—. Dios mío, qué inteligente.

—¿El qué? ¿Lo de la Guerra de las Galaxias? —replicó Mapp—. Si los extraterrestres intentan controlar la mente de Buffalo Bill desde otro planeta, la senadora Martin puede protegerle, ¿es ése el mensaje?

Starling asintió con un gesto de cabeza y explicó:

—Muchos esquizofrénicos paranoicos sufren esa alucinación concreta: control extraterrestre. Si la mente de Bill funciona de ese modo, a lo mejor este enfoque lo desestabiliza. Pero ha sido un bombardeo genial, y ella lo ha llevado a cabo con mucha valentía, ¿no crees?

»Tal vez consiga unos cuantos días más para Catherine. Quizá tengan tiempo de minar un poco la resistencia de Buffalo Bill, o quizá no; Crawford opina que cada vez abrevia más los períodos. Por probar nada se pierde; pueden probar otras cosas.

—Cualquier cosa probaría yo si tuviera secuestrada a una hija mía. ¿Por qué decía todo el rato «Catherine»? ¿Por qué tanto repetir el nombre?

—Porque intentaba que Buffalo Bill viese a Catherine como persona. La teoría es que él tendrá que despersonalizarla, verla como un objeto, antes de poder destrozarla. Los asesinos reincidentes, algunos, han mencionado ese punto concreto en las entrevistas a que se les ha sometido en la cárcel. Dicen que es como trabajar sobre un muñeco.

—¿Ves a Crawford detrás de la declaración de la senadora Martin?

—Es posible, aunque también es posible que la orientación general de sus palabras se deba al doctor Bloom… Mira, ahí está —dijo Starling.

En la pantalla apareció una entrevista grabada varias semanas antes con el doctor Alan Bloom, de la Universidad de Chicago, sobre el tema de los asesinos reincidentes.

El doctor Bloom se negó a comparar a Buffalo Bill con Francis Dolarhyde o Garrett Hobbs, o con cualquiera de los asesinos conocidos a través de su experiencia profesional. También se negó a usar el sobrenombre de «Buffalo Bill». La verdad es que no dijo gran cosa, pero de todos era sabido que era un eminente experto en la materia, probablemente el experto, y los medios de comunicación querían mostrar su rostro en la pantalla.

Emplearon sus últimas palabras para concluir el reportaje: «No podemos amenazarle con nada peor que su propia realidad, esa realidad a la que tiene que enfrentarse cada día. Pero lo que sí podemos hacer es rogarle que acuda a nosotros, porque estamos en condiciones de ofrecerle tratamiento y ayuda. Sobre este punto quisiera subrayar que nuestro ofrecimiento es incondicional y fruto de la más absoluta sinceridad».

—Ayuda, buena falta nos hace a todos —comentó Mapp—. No te digo lo bien que me vendría a mí un poco de ayuda. Me encanta esa palabrería relamida y facilona. ¿En total qué ha dicho? Nada. Y te apuesto lo que quieras a que encima no ha logrado conmover a Buffalo Bill en absoluto.

—No dejo de pensar en esa pobre chica de Virginia —dijo Starling—. Me distraigo un rato, qué sé yo, media hora, y luego la vuelvo a ver y se me hace un nudo en la garganta. Llevaba las uñas pintadas… No dejes que me obsesione, Ardelia.

Rebuscando entre sus múltiples entusiasmos, durante la cena Mapp disipó el pesimismo de Starling y fascinó a cuantos la escuchaban con disimulo comparando la métrica de las canciones de Stevie Worider con la de los poemas de Emily Dickinson.

Cuando se dirigían a la habitación, Starling halló un recado en su buzón. Lo abrió y leyó lo siguiente: Llame a Albert Roden, y un número de teléfono.

—Esto demuestra mi teoría —le dijo a Mapp cuando ambas se metían en la cama con sus libros.

—¿Qué teoría?

—Pues que conoces a dos tíos y el que llama, con una insistencia plúmbea, es el que no te interesa.

—Yo sé algo de eso.

En aquel momento sonó el teléfono. Mapp se tocó la punta de la nariz con el lápiz.

—Oye, si es el cachondo de Bobby Lawrence, ¿quieres decirle que estoy en la biblioteca? —dijo Mapp—. Dile que le llamaré yo mañana.

Era Crawford, llamando desde un avión; la voz sonaba estridente en el teléfono.

—Starling, haga el equipaje para dos noches y reúnase conmigo dentro de una hora.

Clarice creyó que Crawford se había alejado; sólo se oía un zumbido hueco; de pronto, la voz regresó con brusquedad:

—No traiga equipo de ninguna clase, sólo ropa.

—¿Dónde me reúno con usted?

—En el Smithsonian. —Y se puso a hablar con otra persona antes de colgar.

—Jack Crawford —dijo Starling arrojando su bolsa de viaje sobre la cama.

La cabeza de Mapp apareció por encima del Código Federal de Procedimiento Criminal. Entrecerrando uno de sus grandes ojos castaños, estuvo observando a Starling mientras ésta hacía el equipaje.

—No quiero meterte ideas extrañas en la cabeza —dijo al fin.

—Sí quieres —replicó Starling, sabiendo lo que se avecinaba. Mapp había hecho la carrera de derecho en la Universidad de Maryland pagándose los estudios con el sueldo que ganaba trabajando por las noches. En la academia era la segunda de la clase. Su actitud ante los libros era simplemente devorarlos.

—Mira, mañana tenemos examen de Penal y dentro de dos días la prueba de P. E. Procura que Crawford, el jefe supremo, sepa que como no tenga cuidado, pueden obligarte a repetir. En cuanto te diga: «Buen trabajo, señorita Starling», no hagas la chorrada de contestar: «Ha sido un placer». Te plantas delante y le dices a la cara: «Cuento con que usted personalmente se encargue de que no me hagan repetir por haber faltado a clase». ¿Me explico?

—Puedo presentarme a Penal en segunda convocatoria —contestó Starling, abriendo un pasador con los dientes.

—Sí, claro, y si te presentas sin tiempo de estudiar y te suspenden, ¿crees que no te van a obligar a repetir? ¿Estás de broma? Te echarán por la puerta de servicio sin contemplaciones. El agradecimiento, Clarice, tiene una vida muy corta. Haz que te prometa que nada de repetir. Tienes unas notas buenísimas, fuérzale a que te lo prometa. Hija, nunca voy a encontrar una compañera de habitación que un minuto antes de clase planche tan rápido y bien como tú.

Starling circulaba con el viejo Pinto por la autopista a buena marcha, a diez kilómetros menos de la velocidad en que empezaban las vibraciones del volante. El olor a aceite caliente y moho, los traqueteos del chasis y los gemidos de la transmisión evocaban tenues recuerdos de la camioneta de su padre, recuerdos de ir sentada a su lado, junto a sus hermanos pequeños que, incansables, no dejaban un instante de moverse. Ahora la que conducía era ella. Era de noche; los repetidos destellos blancos de las líneas de la calzada pasaban bajo las ruedas, constantes e intermitentes. Tenía tiempo para pensar. Sus miedos le arrojaban el aliento a la nuca; otros recuerdos, más recientes, se agitaban sin cesar a su lado.

A Starling le atenazaba el temor de que se hubiese descubierto el cadáver de Catherine Baker Martin. Podía ser que Buffalo Bill, al descubrir de quién se trataba su víctima, se hubiera asustado, la hubiera matado y la hubiera arrojado a un río después de colocarle una larva de insecto en la garganta.

A lo mejor Crawford traía el insecto para que lo identificasen. ¿Por qué otra razón quería que se reuniese con él en el Smithsonian? Sin embargo, traer un insecto podía hacerlo cualquier agente o incluso un mensajero del FBI. Y él le había dicho que hiciese el equipaje para dos días.

Entendía perfectamente que Crawford no le hubiese dado explicaciones, hablando como hablaba desde un radiotransmisor que podía no tener garantías de seguridad, pero tener que hacer conjeturas era enloquecedor.

Halló en la radio una emisora dedicada exclusivamente a transmitir noticiarios y esperó el inicio del informativo escuchando el boletín meteorológico. Pero las noticias no le sirvieron de ayuda. Las relativas a Memphis eran una repetición de las de la siete. La hija de la senadora Martin había desaparecido. Se había hallado su blusa rasgada en la espalda, al estilo de Buffalo Bill. No había testigos. La víctima hallada en Virginia occidental seguía sin ser identificada.

Virginia occidental. Entre los recuerdos de Clarice Starling de la funeraria de Potter había uno sólido y valioso. Algo duradero, que brillaba destacando con luz propia sobre el fondo de las lóbregas revelaciones.

Algo que merecía la pena conservar. Clarice lo evocó deliberadamente, descubriendo que podía oprimirlo para darse ánimo, como un talismán. En la funeraria de Potter, de pie ante el fregadero, había hallado fuerza en una fuente que al mismo tiempo que sorprenderla le agradaba: el recuerdo de su madre. Starling, para sobrevivir, se había alimentado de la fuerza de su padre, recibida de segunda mano a través de sus hermanos; y la generosa dádiva que había descubierto no sólo la sorprendía sino que la emocionaba.

Aparcó el coche ante la sede central del FBI en la Décima y Pennsylvania. En la acera se habían instalado dos equipos móviles de televisión; los informadores, a la luz de los focos, aparecían exageradamente acicalados.

Recitaban honestas informaciones sobre el fondo del edificio J. Edgar Hoover. Starling esquivó los focos y recorrió a pie las dos manzanas que la separaban del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian.

Vio unas pocas ventanas iluminadas en los pisos altos del vetusto edificio. Una furgoneta de la policía del condado de Baltimore estaba aparcada en la plazuela semicircular de la entrada. El chófer de Crawford, Jeff, aguardaba al volante de una camioneta de vigilancia estacionada inmediatamente detrás. Cuando vio llegar a Starling, dijo algo a un transmisor que llevaba en la mano.