Capítulo 13

—Déjame en el laboratorio, Jeff —le ordenó Crawford al chófer—. Luego llevas a la agente Starling al Smithsonian y la esperas para acompañarla a Quántico.

—A la orden.

Procedentes del aeropuerto nacional, cruzaban el río Potomac hacia el centro de Washington, en dirección contraria a la riada de tráfico que a última hora de la tarde abandonaba la ciudad.

El joven que iba al volante parecía temeroso de Crawford y conducía con excesiva cautela, pensó Starling. No obstante, le comprendía muy bien; en la academia era del dominio público que el último subordinado de Crawford, culpable de haber causado problemas al jefe, investigaba robos de menor cuantía en las instalaciones del DE W, grupo de estaciones de radar situadas en el Círculo Polar Ártico.

Crawford no estaba de buen humor. Habían transcurrido nueve horas desde la transmisión de las huellas y fotografías del cadáver y la víctima todavía no había sido identificada. En compañía de un grupo de soldados de las fuerzas armadas de Virginia occidental, Starling y él habían rastreado, sin resultado, las orillas del río y el puente hasta el anochecer.

En el avión, Starling le oyó requerir por teléfono los servicios de una enfermera de noche para su casa.

El coche del FBI parecía prodigiosamente silencioso después de la Piragua Azul, y hablar resultaba más cómodo.

—En cuanto lleve estas huellas a Identificación, enviaré una información urgente así como la orden de contactar con el IDL —dijo Crawford—. Hágame un borrador de una circular para el archivo. Una circular, no un 302. ¿Sabe cómo se hace?

—Sí.

—Imaginemos que yo soy el IDL. Dígame qué hay de nuevo.

Clarice tardó unos instantes en comprender de qué se trataba… y se alegró de que Crawford, al pasar junto al monumento a Jefferson, concentrase la atención en el andamiaje que lo revestía.

El Índice Descriptivo Latente del sistema informático de la sección de Identificación compara las características de un crimen en curso de investigación con las tendencias de los criminales conocidos que almacena en sus archivos. Cuando encuentra analogías significativas, sugiere sospechosos y presenta sus huellas dactilares. Entonces un operador humano compara las huellas del archivo con las halladas en la escena del crimen. Todavía no había huellas de Buffalo Bill, pero Crawford quería tenerlo todo a punto.

Ese sistema requiere que la información se suministre mediante frases breves y concisas. Starling intentó componer algunas:

—Mujer, de raza blanca, de dieciocho a veintidós años, muerta a tiros, torso y muslos desollados…

—Starling, el IDL ya sabe que mata a mujeres jóvenes, de raza blanca, y que les despelleja el torso. Por cierto, use «despellejar»; «desollar» es un vocablo más culto que otro agente podría no emplear, y no es seguro que esa maldita máquina sepa interpretar sinónimos. También sabe que las arroja a un río. Lo que ignora son los elementos nuevos de este caso. ¿Qué hay de nuevo aquí, Starling?

—Es la sexta víctima, la primera a la que arranca el cuero cabelludo, la primera que presenta piezas triangulares de piel arrancadas en la zona posterior de los hombros, la primera con un disparo en el pecho, la primera con una larva de insecto en la garganta.

—Ha olvidado las uñas rotas.

—No, señor Crawford, es la segunda que presenta uñas rotas.

—Tiene razón. Escuche, en la circular que redacte para el archivo, anote que lo de la larva es confidencial. Lo usaremos para eliminar confesiones falsas.

—Estaba pensando si no podría ser que en los otros casos también hubiese colocado una larva o un insecto —dijo Starling—. Sería fácil pasar ese detalle por alto en una autopsia, sobre todo tratándose de un cadáver descubierto en el agua. Ya sabe usted lo que pasa; el forense advierte de inmediato la causa evidente de la muerte, allí dentro hace calor, quiere terminar cuanto antes… ¿Podemos comprobar ese punto?

—Si no nos queda otro remedio… Naturalmente, los patólogos dirán que no han pasado por alto ningún detalle. La muchacha de Cincinnati, Jane Doe, todavía está en el depósito de cadáveres. Les pediré que la examinen de nuevo, pero las otras cuatro ya están enterradas. Una orden de exhumación siempre levanta polvareda. En el caso de cuatro pacientes del doctor Lecter que murieron mientras frecuentaban su consulta, tuvimos que exigir la exhumación porque teníamos que determinar la verdadera causa de la muerte. Pero, créame, es un trámite muy engorroso y que además trastorna a los familiares. Sólo lo exigiré si realmente no queda más remedio, pero antes de decidirlo quiero ver qué averigua usted en el Smithsonian.

—Arrancar el cuero cabelludo… no es frecuente, ¿verdad?

—Es poco corriente, efectivamente —declaró Crawford.

—Y sin embargo el doctor Lecter dijo que Buffalo Bill lo haría. ¿Cómo pudo saberlo?

—No lo sabía.

—Pero lo dijo.

—Eso no es ningún misterio, Starling. A mí no me sorprendió demasiado. Diría que fue muy raro hasta el caso Mengel, ¿lo recuerda? ¿El que arrancó el cuero cabelludo a la mujer? A partir de entonces surgieron dos o tres imitadores. Los periódicos, cuando empezaron a emplear el mote de Buffalo Bill, observaron más de una vez que este asesino no arrancaba el cuero cabelludo a sus víctimas. A partir de eso, está muy claro; seguramente sigue con interés las noticias relativas a su persona. Lecter se limitó a hacer una conjetura. No dijo cuándo empezaría a arrancarles el cabello, de modo que nunca podía equivocarse. Si capturábamos a Buffalo Bill sin que hubiese arrancado el cabello de la víctima, Lecter hubiera dicho que lo detuvimos justo antes de que se dispusiese a hacerlo.

—El doctor Lecter también dijo que Buffalo Bill vive en una casa de dos plantas. Nunca hemos comentado esa afirmación. ¿Por qué la haría?

—Eso no es una conjetura. Probablemente es verdad y Lecter hubiera podido explicarle el motivo, pero no lo hizo porque quería intrigarla. Es la única debilidad que he podido descubrirle: siempre tiene que quedar como el más listo; siempre ha de ser más inteligente y perspicaz que cualquiera. Hace años que practica ese juego.

—Me dijo usted que cuando no supiese una cosa, la preguntase; ahora le pido que me lo explique.

—De acuerdo. Dos de las víctimas murieron ahorcadas, ¿verdad? Señales de ligaduras en la parte alta del cuello, desplazamiento cervical, indicios todos ellos de muerte por ahorcamiento. Como sabe el doctor Lecter por experiencia propia, Starling, es muy difícil ahorcar a una persona en contra de su voluntad. La gente se ahorca a sí misma con relativa frecuencia, colgándose hasta del pomo de una puerta. Incluso se ahorcan sentados; no cuesta mucho. Pero, en cambio, ahorcar a otro cuesta lo suyo; incluso habiéndole atado, si hay algo en que apoyar los pies, logra aferrarse a ello. Una escala de mano siempre suscita sospechas; la víctima no la sube con los ojos vendados y si ve la soga, menos aún. La manera más fácil de ahorcar es empleando las escaleras. Las escaleras no levantan sospechas. A la víctima se le dice que suba con cualquier pretexto, para ir al lavabo o lo que sea; se la obliga a subir con una capucha puesta, se le pasa el nudo por el cuello y se la empuja escaleras abajo, después de atar la soga a la barandilla del rellano. Es la única forma eficaz de ahorcar en una casa particular. La popularizó un sujeto de California. Si Buffalo Bill no dispusiera de escaleras, la mataría de otra forma. Y ahora deme los nombres del inspector de Potter y del sargento de la policía estatal.

Starling los buscó en un bloc de notas y los leyó a la luz de un bolígrafo-linterna que sujetó entre los dientes.

—Perfecto —declaró Crawford—. Siempre que envíe una orden urgente y de alcance nacional, mencione los nombres de los policías que han proporcionado la información. Oír sus nombres les torna más receptivos a la orden y además la fama les ayuda a recordar que tienen que llamarnos si descubren alguna cosa. ¿Qué le dice a usted la quemadura de la pierna?

—Depende si es posterior a la muerte.

—¿En caso de que lo fuera?

—Pues que Buffalo Bill posee un camión cerrado, una camioneta o un coche familiar. Un vehículo largo.

—¿Por qué?

—Porque la quemadura cruza la pantorrilla transversalmente.

Se hallaban en la Décima y Pennsylvania, ante la nueva sede del FBI, a la cual nadie se refiere nunca con el nombre de Edificio J. Edgar Hoover.

—Jeff, puedes dejarme aquí —dijo Crawford—. Aquí mismo, no bajes al aparcamiento. No hace falta que bajes del coche, pero ábreme el maletero. Starling, venga a enseñármelo.

Salió con Crawford y mientras éste recogía el datafax y su cartera ella explicó:

—Metió el cadáver en un vehículo del tamaño suficiente para que el cuerpo quedase tendido de espaldas —dijo Starling—. Es la única forma de que la pantorrilla quedase en el suelo sobre el tubo de escape. En un maletero como el de este coche, el cuerpo quedaría encogido y tumbado de lado y…

—Sí. Yo también lo veo así —replicó Crawford. Comprendió entonces que la había hecho bajar para poder hablar con ella a solas.

—Cuando le dije a ese policía que era mejor no hablar de ciertas cosas delante de una mujer, se molestó usted, ¿verdad?

—Pues sí.

—Era una pura cortina de humo. Quería hablar con él a solas.

—Lo sé.

—De acuerdo. —Crawford cerró el maletero de golpe y se dio la vuelta para alejarse. Starling no podía desaprovechar la ocasión.

—Tiene una cierta importancia, señor Crawford.

Él regresaba hacia ella, cargado con el fax y la cartera, y dedicándole toda su atención.

—Esos policías saben quién es usted y el cargo que ocupa —le dijo—. Y le observan fijándose en cómo actúa. —De pie en la acera, alzó los hombros elevando al mismo tiempo las palmas de las manos, decepcionada. Ya estaba dicho; era la verdad.

—Entendido y anotado, Starling. Ahora a trabajar con ese insecto.

—A la orden. Clarice le vio alejarse; era un hombre ya maduro, cargado de equipaje, con la ropa arrugada del viaje y los puños de la camisa rozados del barro de la orilla del río, que regresaba a su casa, a lo que allí le esperaba.

En aquel momento, Clarice hubiera matado por él. Ése era uno de los grandes talentos de Crawford.