Los bordes de la pista de despegue empezaron a desdibujarse y se perdieron de vista. Un destello de sol matinal que brillaba en la bahía de Chesapeake llegó desde el este, cuando el pequeño aeroplano giró a fin de evitar el tráfico aéreo.
Clarice divisó la academia, rodeada por la base naval de Quántico. En el campo de asalto corrían las pequeñas figuras de unos infantes de marina enzarzados en una escaramuza.
Eso era lo que se veía desde arriba. En cierta ocasión, después de unos ejercicios nocturnos de tiro, paseando en la oscuridad por la desierta Hogan’s Alley, paseando para reflexionar, Clarice oyó el rugido de unos aviones que sobrevolaban el terreno y poco después, en el silencio que se produjo a continuación, oyó voces, voces llamándose unas a otras en la negrura del cielo; eran paracaidistas que después de haber saltado se llamaban en la oscuridad. Y se preguntó qué sensación produciría estar aguardando a que se encendiese junto a la puerta del avión la señal luminosa que indicaba que había que saltar, qué debía sentirse al lanzarse al clamoroso vacío de la noche.
Quizá fuese la misma sensación que experimentaba ella ahora.
Abrió el expediente. Que se supiera, Bill lo había hecho cinco veces. Al menos cinco veces, en los últimos diez meses. Bill había secuestrado a una mujer joven, la había asesinado y le había arrancado la piel. (La mirada de Starling recorrió veloz los protocolos de las autopsias buscando las pruebas de histamina libre para confirmar que las había matado antes de hacerles lo otro.)
Una vez concluida la tarea, arrojaba los cadáveres a un río. Todas las víctimas habían sido descubiertas en un río diferente, flotando aguas abajo en un punto no lejano al cruce de una carretera nacional o una autopista, y todas ellas en distintos Estados de la Unión. Para nadie era un secreto que Buffalo Bill era aficionado a viajar.
Y eso era todo lo que la justicia sabía, absolutamente todo, salvo que poseía como mínimo un arma de fuego.
Un arma que tenía seis estrías y espiral hacia la izquierda, posiblemente un revólver, un Colt o una imitación.
Las marcas de las balas recuperadas indicaban que prefería emplear proyectiles especiales del 38 en la recámara de un arma de calibre 357.
Los ríos eliminaban las huellas dactilares así como cualquier resto de fibras o cabellos. Era casi seguro que se trataba de un hombre y de raza blanca; blanco, porque los asesinos reincidentes suelen matar dentro de su propio grupo étnico y todas las víctimas eran blancas; varón, porque las asesinas reincidentes son prácticamente desconocidas en nuestro tiempo.
Dos comentaristas de sendos periódicos de tirada nacional habían usado como titular un verso de «Buffalo Bill», el breve y macabro poema de E. E. Cummings: … le gusta a usted su chiquillo de ojos azules Señor Muerte.
Alguien, tal vez Crawford, había pegado la cita en la guarda del expediente.
No se veía relación entre el lugar en que Bill secuestraba a las jóvenes y el punto en que las arrojaba al río.
En los casos en que los cadáveres fueron hallados con la suficiente rapidez para determinar con precisión la hora de la muerte, la policía había averiguado otro dato relativo al asesino: Bill las mantenía con vida cierto tiempo. Esas víctimas no habían muerto sino una semana a diez días después de haber sido secuestradas. Lo cual significaba que Buffalo Bill tenía forzosamente que disponer de un lugar donde ocultarlas y de un lugar donde poder trabajar clandestinamente. Lo cual a su vez significaba que ni era nómada ni andaba de aquí para allá a la deriva. Era más bien una araña tramposa.
Que tenía una guarida. En algún sitio.
Eso era lo que más horrorizaba al público; que las tuviese prisioneras una semana o más, sabiendo que iba a matarlas.
Dos murieron ahorcadas; tres a tiros. No había señales de violación ni abusos físicos previos a la muerte y los protocolos de las autopsias no contenían pruebas de desfiguración «específicamente genital», si bien los patólogos observaban que en los cadáveres más deteriorados tal circunstancia sería prácticamente imposible de determinar.
Todos los cuerpos fueron hallados desnudos. En dos casos, en la cuneta de una carretera próxima a la vivienda de las víctimas, se encontraron prendas de vestir, rasgadas en la espalda, como las que se usan para ataviar a los muertos.
Starling consiguió examinar todas las fotografías. Los cadáveres que aparecen en el agua son los que físicamente presentan un aspecto más repulsivo. Poseen, además, un especial patetismo, frecuente en las víctimas de homicidios cometidos al aire libre. Las indignidades sufridas por la víctima, así como la exposición a los elementos naturales y a las miradas fortuitas, indignan al investigador, si es que la profesión que ejerce no ha agotado ya su capacidad de indignación.
En los homicidios perpetrados en locales cerrados, no es insólito que las desagradables costumbres personales de la víctima, así como las víctimas de la propia víctima —esposas maltratadas, niños violados—, provoquen la furtiva sensación de que al muerto le estaba bien empleado, y en muchos casos es así.
Pero a ninguna de éstas le estaba bien empleado. A estas pobres, que aparecían tendidas a la orilla de un río ribeteado de basuras, entre botellas de aceite arrojadas por la borda y bolsas de bocadillos que forman la cochambre de nuestra vida cotidiana, les faltaba hasta la piel.
Las halladas en invierno conservaban básicamente la cara. Starling tuvo que acordarse de que no enseñaban los dientes por obra del dolor, sino que era el proceso de alimentación de peces y tortugas lo que había provocado esa expresión. Bill arrancaba la piel de los torsos, pero casi siempre dejaba las extremidades intactas.
No hubieran resultado tan espantosas de contemplar, pensó Starling, si en la cabina de ese avión no hiciese tanto calor y si ese maldito aeroplano, por culpa de una hélice que agarraba el aire con mayor eficacia que la otra, no diese tantas guiñadas, y si aquel sol condenado no pegase con tanta fuerza en las desvencijadas ventanillas y la estuviese apuñalando como un dolor de cabeza.
Es posible capturarle. Starling se aferró a este pensamiento para ayudarse a seguir sentada, con la mente desbordante de tan horrenda información, en esa cabina de avión que cada vez se hacía más pequeña. Ella podía contribuir a detenerlo. Entonces podrían meter ese expediente de tapas lisas, ligeramente pegajosas, en un cajón y echar la llave.
Clarice se quedó contemplando la nuca de Crawford. Si quería detener a Buffalo Bill, se hallaba en compañía de las personas adecuadas. Crawford había dirigido las investigaciones que habían permitido capturar a tres asesinos reincidentes. Aunque no sin bajas. Will Graham, el sabueso más sagaz de la jauría de Crawford, era una leyenda en la academia; también era actualmente un borracho que vagaba por Florida con una cara imposible de mirar, según decían.
Tal vez Crawford notó la mirada de Starling fija en su nuca porque se levantó del asiento del copiloto. El piloto accionó el mando de equilibrado mientras Crawford iba a sentarse junto a Clarice y se abrochaba el cinturón. Cuando se quitó las gafas de sol y se puso las bifocales, ella tuvo la sensación de que volvía a ser él.
Miró a Clarice, miró el expediente, volvió a mirarla a ella y una expresión apenas perceptible le cruzó por la cara y desapareció. Un tipo menos introvertido que Crawford hubiese manifestado compasión.
—Tengo calor, ¿y usted? —dijo Crawford—. Bobby, aquí hace un calor inaguantable —añadió levantando la voz para el piloto.
Bobby tocó un botón y entró aire frío. En el aire húmedo de la cabina se formaron algunos cristales de nieve que fueron a depositarse en el cabello de Starling.
Y entonces Jack Crawford, con los ojos acerados como una límpida mañana invernal, se aprestó para la caza.
Abrió el expediente en un punto donde había un mapa de los Estados Unidos centrales y orientales. En él aparecían señalados los lugares donde se habían encontrado los cadáveres; un conjunto de puntos dispersos, tan retorcidos y mudos como la constelación de Orión.
Crawford se sacó una pluma del bolsillo y señaló el punto más reciente, el objetivo al cual se dirigían.
—El río Elk, a unos nueve o diez kilómetros al sur de la A79 —declaró—. Esta vez tenemos suerte. El cadáver ha quedado atrapado en un palangre; es un hilo de pescar del que penden varios anzuelos. Creen que no llevaba mucho tiempo en el agua. En este momento deben estar trasladándolo a Potter, la población que es cabeza de partido. Quiero averiguar inmediatamente la identidad para poder localizar a los posibles testigos del secuestro. Enviaremos las huellas a todo el país tan pronto como dispongamos de ellas. —Crawford ladeó la cabeza para mirar a Starling por la parte inferior de sus lentes—. Jimmy Price dice que es capaz de efectuar un examen pericial completo de un cadáver que aparece en el agua.
—Un examen completo no lo he hecho nunca —replicó Starling—. Pero he tomado las huellas dactilares de las manos que recibe el señor Price, y muchas eran de ahogados.
Los que nunca han trabajado a las órdenes de Jimmy Price le consideran un cascarrabias encantador. Pero como todos los cascarrabias, en realidad, es un viejo mezquino. Jimmy Price es el supervisor del departamento de Huellas Latentes del laboratorio de Washington. Starling había hecho prácticas de peritaje forense con él.
—Ese Jimmy —dijo Crawford con afecto—. ¿Cuál es el mote que le han puesto a su sección?
—A los que trabajan en ella se les conoce por el nombre de «parias del laboratorio», aunque hay quien prefiere «Igor», que es lo que lleva escrito el delantal de hule que te entregan al entrar.
—Eso es.
—Te dicen que finjas que estás haciendo la disección de una rana.
—Ya…
—Y luego te traen un paquete de la morgue. Y todos se te quedan contemplando, algunos hasta sacrifican el irse a tomar café, con la esperanza de que vomites. Sé tomar todas las huellas de un cadáver. Incluso…
—Estupendo. Empecemos. La primera víctima conocida fue descubierta en el río Blackwater, en Missouri, a las afueras de Lone Jack, en junio pasado. Era la chica Bimmel, cuya desaparición había sido denunciada en Belvedere, Ohio, el quince de abril, dos meses antes. No averiguamos gran cosa del cadáver; hicieron falta tres meses más para identificarla. A la siguiente la secuestró en Chicago la tercera semana de abril. Fue hallada en el Wabash, en el centro de Lafayette, Indiana, justo diez días después del secuestro, de modo que pudimos deducir perfectamente lo que le había ocurrido. Después tenemos a una mujer blanca, de veinte y pocos años, arrojada al Rolling Fork cerca de la 165, a unos cincuenta kilómetros al sur de Louisville, Kentucky. No ha podido ser identificada. Y luego la Varner, raptada en Evansville, Indiana, y arrojada al Embarras justo debajo de la Nacional 70 en el este de Illinois.
»Después se traslada al sur y arroja un nuevo cadáver al río Conasauga, un poco más abajo de Damascus, Georgia, no lejos de la Nacional 75; era la chica Kittridge, de Pittsburgh; aquí tiene la foto del día de su graduación. Este sujeto tiene una suerte infernal; no hay ni un solo testigo de sus secuestros. A excepción de que arroja todos los cadáveres cerca de una carretera o autopista, no hemos sido capaces de descubrir ningún rasgo en común.
—Si desde los lugares donde arroja los cadáveres recorremos hacia atrás las carreteras más transitadas, ¿convergen en algún punto?
—No.
—¿Y si… partimos de la hipótesis… de que arroja un cadáver y efectúa un secuestro en el mismo viaje? —preguntó Starling, evitando deliberadamente utilizar suponer, palabra prohibida—. Tendría que deshacerse primero del cadáver, ¿no?, por si el secuestro de la siguiente víctima le crease problemas. Porque si le detuvieran en el momento del secuestro y no llevase ya un cadáver en el coche, no podía denunciársele más que por agresión y después, entre recursos y apelaciones, la condena quedaría en nada. O sea, ¿por qué no probamos a trazar unos vectores que unan cada punto de secuestro con el lugar donde ha arrojado a su anterior víctima? Ya lo ha hecho, ¿verdad?
—Es una buena idea, Starling, pero a él también se le ha ocurrido. Si verdaderamente hace ambas cosas en un solo viaje, es decir, arroja un cadáver y secuestra a una nueva víctima, no hace más que zigzaguear. Hemos efectuado diversas simulaciones con el ordenador, primero imaginando que viaja por carretera hacia el oeste, luego hacia el este, y también hemos realizado varias combinaciones con las fechas más aproximadas que podemos atribuir a los secuestros y a los días en que arroja los cadáveres. Mete usted todos esos datos en el ordenador y no sale más que humo. Lo único que nos dice ese artefacto es que vive en el este, que su ciclo no coincide con el de la luna y que ninguna de las fechas convencionales de las ciudades se corresponden. Total, nimiedades. Nada, Starling, ese individuo nos tiene completamente despistados.
—Le considera usted demasiado minucioso para ser un suicida.
Crawford asintió con un gesto de cabeza.
—Efectivamente; demasiado minucioso. Ha descubierto la forma de establecer una relación significativa y está dispuesto a emplearla una y otra vez. No tengo la menor esperanza de que se trate de un suicida.
Crawford pasó al piloto un vaso de agua que sirvió de un termo. Dio otro vaso a Starling y él se preparó un Alka-Seltzer.
El estómago de Clarice dio un vuelco; el avión iniciaba el descenso.
—Un par de cosas más, Starling. Busco en usted a una experta de primera categoría, pero necesito algo más.
»Usted habla poco, cosa que me parece muy bien; yo tampoco soy excesivamente locuaz. Pero, por favor, no crea que ha de contar con un hecho nuevo y demostrado para expresar una opinión o una hipótesis. En el caso que tenemos entre manos, todas las preguntas son válidas. Usted verá cosas que es probable que a mí se me escapen, y quiero saber cuáles son. Es posible que tenga usted un talento especial para esta profesión y ahora tenemos una oportunidad de oro para comprobarlo.
Mientras le escuchaba, con el estómago en la garganta y mostrando una adecuada expresión de interés por sus palabras, Starling se preguntó cuánto tiempo hacía que Crawford sabía que la utilizaría a ella para intervenir en este caso y de qué modo había preparado las cosas para que ella anhelase contar con esa oportunidad.
Crawford era un superior, marrullero y habituado a dar coba como todos los superiores, y nada más.
—Va a pensar usted en él no diré constantemente pero sí con mucha frecuencia, va a ver los lugares donde actúa, va a intuir muchas cosas de él —siguió diciendo Crawford—. Por inimaginable que parezca, habrá cosas de él que no le repugnarán. Y de pronto, con un poco de suerte, de toda esa información habrá algo que quizá le extrañe, algo que le llamará la atención. Siempre que algo le llame la atención, avíseme, Starling.
»Escuche bien lo que voy a decirle: un crimen de por sí es ya bastante confuso sin la investigación que ha de llevarse a cabo. Procure por todos los medios que el rebaño de policías que intervienen no aumente su confusión. Fíese exclusivamente de sus ojos. Escúchese a sí misma. Mantenga el crimen aislado de cuanto ocurre a su alrededor. No trate de imponer a este individuo ningún modelo de conducta o simetría preconcebida. Permanezca receptiva y deje que él se revele tal como es.
»Una última cosa: una investigación de este tipo es como un zoológico. Afecta a un sinfín de demarcaciones, algunas de las cuales están dirigidas por verdaderos inútiles. Hemos de llevarnos bien con todos ellos para que no obstaculicen nuestro trabajo. Nos dirigimos a Potter, Virginia occidental. No sé cómo va a ser la gente que allí encontremos. Lo mismo puede ser que sean muy correctos como que nos reciban con abierta hostilidad.
El piloto levantó uno de sus auriculares y por encima del hombro dijo:
—Vamos a aterrizar, Jack. ¿Te quedas ahí atrás?
—Sí —contestó Crawford—. Se acabó la escuela, Starling.