Capítulo 10

Clarice Starling se apoyó en una mesa de dados del casino del FBI y procuró prestar atención a una conferencia cuyo tema era el bloqueo del dinero procedente del juego. Hacía treinta y seis horas que la policía de Baltimore le había tomado declaración (por medio de un funcionario que encendía un cigarrillo con la colilla del anterior: «Mire a ver si puede abrir esa ventana, si le molesta el humo») y autorizado a abandonar la jefatura después de recordarle que el homicidio no es delito federal.

Los telediarios de la noche del domingo mostraron la trifulca de Starling con las cámaras de televisión y ella tuvo la certeza de haber metido la pata. A lo largo de todas esas horas, ni una sola palabra de Crawford ni de la delegación de Baltimore. Era como si hubiese arrojado su informe a un pozo.

El casino en el cual se encontraba era de pequeñas dimensiones; había funcionado en el remolque de un camión hasta que el FBI lo clausuró y lo instaló en la academia para usarlo en las clases de prácticas. La reducida habitación se hallaba atestada de policías procedentes de diversas demarcaciones; Starling había declinado con una sonrisa la silla que le ofrecieron dos miembros de los Texas Rangers y un detective de Scotland Yard.

Sus compañeros de curso estaban en el otro extremo del pasillo, en el edificio de la academia, inspeccionando en busca de pelos la moqueta, de auténtico motel, que alfombraba el «Dormitorio escena de un crimen pasional» y espolvoreando el mobiliario de la «Reproducción de sucursal bancaria» con objeto de encontrar huellas digitales. Starling había hecho tantas prácticas de este tipo de peritaje forense que recibió la orden de asistir a la mencionada conferencia, la cual formaba parte de un ciclo impartido por diversos especialistas invitados.

Se preguntaba si no había otra razón para que la hubiesen segregado de la clase: ¿no sería que a la gente, antes de darle el golpe de gracia, la aíslan?

Starling apoyó los codos en la línea de paso de la mesa y trató de concentrarse en las diversas formas de blanquear los beneficios procedentes del juego. Sin embargo, lo que le vino a la mente fue el pensamiento de lo mucho que detesta el FBI que sus agentes aparezcan en televisión, como no sea para una conferencia de prensa.

El doctor Hannibal Lecter era tema predilecto de los medios de comunicación y la policía de Baltimore había suministrado prontamente el nombre de Starling a los informadores. Por enésima vez revivió las imágenes que habían difundido los telediarios vespertinos del domingo. En uno salía «Starling del FBI» golpeando con el manubrio la puerta del garaje cuando el cámara trataba de escabullirse hacia el interior. En otro, «la agente federal Starling» se encaraba con el ayudante con el manubrio en la mano.

La cadena rival, WPIK, que no había podido filmar la escena, divulgó un comunicado anunciando la interposición de una querella por «daños personales» contra «Starling del FBI», ya que al cámara se le habían introducido en los ojos partículas de suciedad y herrumbre causadas por el golpe que Starling propinó a la puerta con el manubrio.

Jonetta Johrison, de WPIK, reveló en su programa de difusión nacional que Starling había descubierto los restos del crimen en el garaje «gracias a su estrecha y siniestra relación con un hombre al que los altos cargos policiales califican de ¡monstruo!». Evidentemente, WPIK disponía de un contacto dentro del hospital.

¡LA NOVIA DE FRANKENSTEIN!, pregonaban los titulares de La Actualidad Nacional desde los quioscos de los supermercados.

El FBI no efectuó ningún comunicado oficial, aunque Starling estaba segura de que de puertas adentro los comentarios abundaban.

A la hora del desayuno, uno de sus condiscípulos, un joven que abusaba de la loción Carioe para después del afeitado, aludió a Starling llamándola «Melvin Pelvis», estúpido juego de palabras basado en el nombre de Melvin Purvis, carroñero mayor de la administración Hoover en los años treinta. La réplica de Ardelia Mapp hizo que el fanfarrón palideciese y se levantase de la mesa dejando el desayuno intacto.

Starling se hallaba en un curioso estado en el que no cabían las sorpresas. Llevaba un día y una noche notándose como suspendida en el sonoro silencio que rodea a los buzos. Y tenía la intención de defenderse, siempre y cuando se le presentase la oportunidad.

El conferenciante, mientras disertaba, hizo girar la rueda de la ruleta, pero no dejó caer la bola. Starling estaba convencida de que aquel hombre no había tocado bola en su vida. El conferenciante estaba diciendo algo:

«Clarice Starling». ¿Por qué diría «Clarice Starling»? Soy yo.

—Sí —contestó. El conferenciante señaló con la barbilla a la puerta situada detrás de Starling. Ahí llegaba.

Acobardada, vislumbró su destino en el momento en que se daba media vuelta para afrontarlo. Sin embargo, no vio más que a Brigham, el instructor de tiro, que asomaba la cabeza y señalaba hacia ella. Cuando ella le vio, él le indicó con gestos que se acercase.

Durante unos instantes pensó que la expulsaban, pero luego, al recapacitar, comprendió que a Brigham no se le encomendaría tal misión.

—A toda mecha, Starling. ¿Dónde tiene su equipo de campaña?

—En mi habitación, pabellón C.

Starling tuvo casi que correr para no distanciarse de él. Brigham llevaba el estuche para tomar huellas dactilares, el grande, el de intendencia, no el pequeño que empleaban en clase de prácticas, así como una bolsa no muy grande de lona.

—Va a acompañar a Jack Crawford. Llévese algo para pasar la noche fuera de la academia. A lo mejor no le hace falta, pero llévelo de todos modos.

—¿Dónde?

—Se ha encontrado un cadáver en el río Elk, Virginia occidental; hoy al amanecer; unos cazadores de patos. Las circunstancias indican que se trata de una víctima de Buffalo Bill. En este momento, la policía lo está sacando del río. Pero se trata de una comarca muy aislada y Crawford no se fía de la competencia de esa gente. —Brigham se detuvo en la puerta del pabellón C—. Necesita contar con alguien capaz de efectuar un examen pericial de un cadáver, entre otras cosas. Usted era de los primeros en el laboratorio… Se siente capacitada, ¿verdad?

—Por supuesto; déjeme verificar el material.

Brigham abrió el estuche y lo sostuvo mientras Starling levantaba las bandejas. Estaban las finas agujas hipodérmicas y los frascos, pero faltaba la máquina de fotografiar.

—Necesito una Polaroid, la CU-5, señor Brigham, con sus pilas correspondientes y varios rollos.

—¿De intendencia? No hay problema.

Le entregó la pequeña bolsa de lona y cuando ella la sopesó comprendió por qué era Brigham el que había ido a buscarla.

—Todavía no le han asignado armamento de servicio, ¿verdad?

—No.

—Le va a hacer falta el equipo completo. Aquí dentro está el material que hemos empleado en el campo de tiro. La misma Smith modelo K que ha usado en los entrenamientos, pero con el mecanismo limpio. Esta noche dispárela unas cuantas veces en su habitación. Estaré esperándola con un coche en la salida trasera del pabellón C dentro de diez minutos justos, con la máquina de fotografiar. Escuche, en la Piragua Azul no hay aseos, de modo que le aconsejo que vaya al lavabo mientras tenga uno a mano. Andando, Starling.

Clarice quiso hacerle una pregunta, pero Brigham ya salía.

Tiene que tratarse de Buffalo Bill para que vaya Crawford en persona. ¿Qué demonios debe ser la Piragua Azul? Pero cuando preparas una bolsa, has de concentrarte en lo que metes en la bolsa. Starling hizo el equipaje con rapidez y eficacia.

—¿Está…?

—Está muy bien colocada —dijo Brigham interrumpiéndola cuando ella subía al coche—. La culata abulta un poco, si se observa con cuidado la chaqueta, pero de momento vale. —Llevaba el chato revólver bajo la americana en una pistolera adherida a las costillas y un cargador colgado del cinturón al otro costado.

Brigham conducía exactamente a la velocidad límite mientras se dirigía al aeródromo de Quántico. En determinado momento carraspeó.

—Una de las ventajas de salir de servicio, Starling, es que no hay politiqueos.

—¿No?

—Actuó correctamente al impedir la entrada a aquel garaje de Baltimore. ¿Le preocupa lo de la televisión?

—¿Ha de preocuparme?

—Lo que voy a decirle, que quede entre nosotros, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Brigham devolvió el saludo de un infante de marina que dirigía el tráfico.

—El hecho de que Jack se la lleve hoy con él demuestra que tiene en usted una confianza innegable —dijo—. E indudablemente ha decidido obrar así digamos que por si alguien de la oficina de Responsabilidad Profesional estuviese hecho un basilisco y tuviese el nombre de Starling subrayado en rojo, ¿comprende lo que quiero decir?

—Hmmmm.

—Crawford es un individuo de excepcional rectitud. Ha dejado muy claro, donde interesaba que quedase claro, que era vital que usted impidiese la entrada a aquel garaje. La envió a esa misión desnuda, es decir, sin ninguno de los símbolos visibles de autoridad, y eso también lo ha dicho, recalcando además que la capacidad de respuesta de la policía de Baltimore fue notoriamente lenta. Por otra parte, hoy Crawford necesita un colaborador y hubiese tenido que esperar una hora a que Jimmy Price le buscase a alguien del laboratorio. De modo que, ya ve, le ha tocado a usted, Starling. Tenga en cuenta que este tipo de misión no se trata precisamente de unas vacaciones, y aunque tampoco sea un castigo, si alguien de fuera de la sección quisiera interpretarlo como tal, encajaría. Mire, Crawford es un tipo muy hábil, de gran sutileza, pero no es propenso a explicar las cosas; por eso lo estoy haciendo yo… Si va a trabajar con Crawford, ha de saber en qué situación se encuentra Jack. ¿La conoce?

—Pues no.

—Aparte de Buffalo Bill, tiene muchos problemas. Su mujer, Bella, está gravísima. Es una enferma… en fase terminal. La tiene en casa. Si no fuese por Buffalo Bill, Jack hubiese pedido unas semanas de permiso.

—No sabía nada.

—Es un tema que no se comenta. No le diga que se ha enterado ni que lo siente ni nada por el estilo; no le sirve de nada… eran muy felices.

—Me alegro de que me lo haya dicho.

Al llegar al aeródromo, Brigham se animó.

—Al finalizar el curso de tiro, tengo proyectadas un par de clases bastante importantes, Starling. Procure no faltar —concluyó tomando un atajo entre dos hangares.

—No faltaré.

—Escuche, lo que yo enseño en clase es algo que usted probablemente nunca va a necesitar. Al menos así lo espero. Pero tiene aptitudes, Starling. Si ha de disparar, sabe cómo hacerlo. Haga los ejercicios.

—De acuerdo.

—No la meta jamás en el bolso.

—Entiendo.

—Dispárela unas cuantas veces en su cuarto. Apuntálese bien para encontrarla en seguida.

—Así lo haré.

Un venerable Beechcraft bimotor aguardaba en la pista del aeródromo de Quántico con los faros encendidos y la puerta abierta. Una de las hélices giraba y al hacerlo afeitaba la hierba que crecía junto al asfalto.

—Eso no será la Piragua Azul, ¿verdad?

—Pues sí.

—Es pequeño y viejo.

—Viejo sí lo es —replicó Brigham regocijado—. Lo capturó la DEA, la oficina antinarcóticos, hace mucho tiempo en Florida, una vez que se quedó atrapado en los Glades. Pero mecánicamente es una maravilla.

»Confío que Gramm y Rudman no descubran que lo usamos; a nosotros sólo se nos permite viajar en autobús. —Se detuvo junto al aeroplano y sacó el equipaje de Starling del asiento trasero. Tras cierta confusión de manos, logró entregarle sus cosas a la muchacha y darle un apretón.

Y luego, involuntariamente, Brigham dijo:

—Que Dios la bendiga, Starling. —Estas palabras sonaron un tanto extrañas en sus labios de infante de marina. No supo de dónde procedían y notó que le ardía la cara.

—Gracias… muchas gracias, señor Brigham.

Crawford se hallaba en el asiento del copiloto, en mangas de camisa y con gafas de sol. Se volvió hacia Starling cuando oyó que el piloto cerraba la puerta.

Ella, que a causa de las gafas oscuras no podía verle los ojos, tuvo la impresión de no conocerle. Crawford aparecía pálido y duro, como una raíz arrancada de cuajo por una excavadora.

—Tome asiento y lea —fue todo lo que le dijo. En el asiento situado detrás de Crawford había un voluminoso expediente. La tapa decía: BUFFALO BILL.

Starling lo apretó contra su pecho cuando la Piragua Azul renqueando estremecida empezaba a rodar por la pista.