Everett Yow iba sentado al volante de un Buick negro que llevaba un adhesivo de la Universidad De Paul en el cristal trasero. Su peso, según advirtió Clarice Starling mientras le seguía hacia las afueras de Baltimore bajo la lluvia, imprimía al vehículo una ligera inclinación hacia la izquierda. Era casi de noche; el día que Starling había dedicado a la investigación tocaba a su fin y no disponía de otro. De modo que trató de aliviar su impaciencia golpeando el volante al ritmo del limpiaparabrisas, mientras el tráfico reptaba por la Nacional 301.
Yow era inteligente, obeso y tenía problemas respiratorios. Starling calculó que tendría alrededor de sesenta años. Hasta el momento se había mostrado complaciente. El día desperdiciado no era culpa suya; de regreso a última hora de la tarde de un viaje de negocios que le había retenido en Chicago toda la semana, el abogado de Baltimore había ido directamente desde el aeropuerto a su despacho para recibir a Starling.
El Packard antiguo de Raspail, le explicó Yow, se hallaba guardado en un almacén desde bastante tiempo antes de producirse la muerte de su propietario. El coche nunca había tenido permiso de circulación y por lo tanto no se usaba. Yow lo había visto en una ocasión, enfundado en el mencionado almacén; fue cuando tuvo que confirmar la existencia del automóvil para incluirlo en el inventario de la herencia, que confeccionó poco después del asesinato de su cliente. Si la agente Starling, puntualizó, accedía a «revelar de inmediato y con franqueza» cualquier descubrimiento que pudiese resultar perjudicial para los intereses de su difunto cliente, no tenía inconveniente en mostrarle el automóvil. En tal caso se podría prescindir del mandato judicial y evitar así el engorro del consabido papeleo.
Starling disfrutaba por un día del uso de un Plymouth del parque del FBI, dotado de teléfono directo con la central, y disponía asimismo de una nueva tarjeta de identificación expedida por Crawford. Decía simplemente INVESTIGADORA FEDERAL, y caducaba, lo advirtió de inmediato, al cabo de una semana.
El destino al que se dirigían era Mudanzas y Guardamuebles Desunión, situado a unos seis o siete kilómetros de la ciudad. Mientras avanzaba reptando con el tráfico, Starling usó el teléfono a fin de recabar la mayor información posible acerca de la empresa a cuyos almacenes se dirigían. Para cuando divisó el elevado rótulo naranja —GUARDAMUEBLES DESUNIÓN - LAS LLAVES LAS GUARDA USTED—, había averiguado unos cuantos datos de interés.
Desunión poseía una licencia de fletes y transportes de la Comisión de Comercio Interestatal expedida a nombre de Bernard Gary. Tres años antes, un tribunal federal había estado a punto de condenar a Gary por transporte interestatal de objetos robados y la licencia se hallaba pendiente de revisión.
Al llegar al rótulo, Yow giró y mostró sus llaves a un joven de uniforme y cara cuajada de granos que vigilaba la entrada. El vigilante anotó ambas matrículas, abrió la verja y con gesto de impaciencia, como si tuviese cosas más importantes que hacer, les indicó que pasasen.
Desunión es un lugar desolado y barrido por el viento. Al igual que el vuelo de los domingos desde La Guardia a Juárez, el vuelo de los divorcios, se trata de una industria de servicios destinada al insensato movimiento browniano que afecta a nuestra población; la mayor parte de su cifra de negocios procede del almacenamiento de la división de pertenencias que provoca el divorcio. Sus dependencias están llenas de tresillos, juegos de desayuno, colchones manchados, juguetes y fotografías de lo que no funcionó. La opinión de la policía del condado de Baltimore es que esos depósitos ocultan también sustanciosas retribuciones procedentes de los tribunales que entienden los casos de quiebra fraudulenta.
Su aspecto recuerda el de unas instalaciones militares: más de una hectárea de edificaciones apaisadas, divididas, mediante tabiques a prueba de incendios, en almacenes del tamaño de un garaje individual holgado, cada uno de ellos cerrado con una cortina de hierro enrollable. El alquiler es razonable y hay enseres que llevan allí varios años. Los sistemas de seguridad son eficaces. Todo el recinto está rodeado por una doble valla de gran altura patrullada por perros que la vigilan las veinticuatro horas del día.
Un montón de hojas secas mezcladas con vasos de papel y otras basuras aparecían arremolinadas ante la puerta del almacén de Raspail, el número 31. Dos recios candados aseguraban la puerta por ambos lados. La aldaba del de la izquierda ostentaba un lacre. Everett Yow se inclinó con pesadez sobre el sello. Starling sostenía el paraguas y una linterna. Oscurecía.
—Por lo visto no se ha abierto desde que estuve aquí la última vez, hace cinco años —comentó el abogado—. Fíjese, éste es el último sello notarial que hice poner. La verdad es que entonces no tenía ni idea de que los parientes se pelearían con tanto encono y alargarían la testamentaría tantos años.
Yow sostuvo el paraguas y la linterna mientras Starling tomaba una fotografía del candado y del sello.
—El señor Raspail tenía en la ciudad un pequeño estudio, en el cual vivía y que utilizaba asimismo como despacho, que clausuré para evitar el pago del alquiler —añadió—. Los muebles los traje aquí y los deposité junto al coche y otras pertenencias que el señor Raspail guardaba en este almacén. Trajimos un piano vertical, libros, música y una cama, creo.
Yow probó una llave.
—Es posible que las cerraduras estén heladas. Ésta al menos va muy dura.
Le costaba mucho esfuerzo inclinarse y respirar al mismo tiempo. Cuando trató de agacharse, las rodillas le crujieron.
Starling se alegró de ver que los candados eran de la marca American Standards, modelo grande cromado. Parecían inexpugnables pero sabía que con un tornillo de metal y un martillo de orejas se hacían saltar fácilmente los cilindros de latón; su padre, cuando era niña, le había enseñado cómo operan los ladrones. El problema sería encontrar el martillo y el tornillo; echó de menos los trastos que acumulaba en el maletero de su Pinto.
Rebuscó en el bolso hasta encontrar el aerosol descongelante que usaba para las cerraduras del Pinto.
—¿No quiere descansar un momento en el coche, señor Yow? Métase, no vaya a coger frío; entretanto probaré yo. Llévese el paraguas; no me hace falta, ahora sólo llovizna.
Starling acercó el Plymouth del FBI a la puerta a fin de alumbrarse con los faros del vehículo. Extrajo del motor la varilla para medir el nivel de aceite, engrasó las cerraduras de los candados y a continuación las vaporizó con el anticongelante para fluidificar el lubricante. Desde el interior del coche, el señor Yow sonrió asintiendo con complacidos gestos de cabeza. Starling estaba encantada de que Yow fuese un hombre inteligente; podría realizar su tarea sin enemistarse con él.
Se había hecho de noche. A la luz de los potentes faros del Plymouth, Clarice se sentía desprotegida y la correa del ventilador —el motor funcionaba en vacío— le chirriaba en los oídos. Mientras el motor estuviese en marcha, mejor cerrar con llave las portezuelas del coche. El señor Yow parecía inofensivo, pero no quería correr el riesgo de acabar aplastada contra la puerta.
El candado saltó como una rana y le quedó en la mano abierto, pesado, grasiento. El segundo, al llevar engrasado más rato, costó menos.
La puerta se negaba a subir. Starling tiró del asidero con todas sus fuerzas, hasta que sus ojos aparecieron unas brillantes lucecitas que bailoteaban frenéticas. Yow salió a ayudarla, pero entre lo pequeño e insuficiente que era el asidero y la dificultad que le causaba la hernia, de poco valió su ayuda.
—Podríamos volver la semana que viene con mi hijo o con algún operario —sugirió Yow—. Quisiera ir a casa cuanto antes.
Starling tenía serias dudas de que le permitiesen volver a ese lugar; a Crawford le sería mucho más fácil coger el teléfono y poner el asunto en manos de la delegación del FBI en Baltimore.
—No se preocupe, señor Yow. Me daré prisa. ¿Tiene un gato en el coche?
Starling introdujo el gato debajo del asidero de la puerta y se montó con todo su peso encima de la llave que hacía las veces de manubrio. La puerta emitió un crujido portentoso y subió un par de centímetros, curvándose en el centro hacia el exterior. Subió luego un poco más, y otro poco más, hasta que Clarice pudo introducir la rueda de recambio en la ranura a fin de sujetarla mientras trasladaba los dos gatos, el del señor Yow y el de su coche, a ambos lados de la puerta, junto a los raíles por los que se deslizaba la cortina.
Alternando con ambos gatos, consiguió que la puerta subiese unos cuarenta y cinco centímetros, punto en el que quedó trabada sin que gatos ni fuerza alguna lograsen que subiera ni un centímetro más.
El señor Yow se acercó a Clarice y miró con ella por debajo de la puerta, Su obesidad sólo le permitía inclinarse unos segundos.
—Huele como si hubiese ratones —comentó—. Me aseguraron que empleaban raticida. Creo que hasta está especificado en el contrato. Aquí prácticamente ignoramos lo que son los ratones, eso es lo que me dijeron, textualmente. Pero los oigo perfectamente, ¿usted no?
—Sí, yo también —contestó Starling. Con ayuda de la linterna vio una serie de cajas de cartón y un gran neumático de banda blanca asomando bajo el borde de una cubierta de tela. El neumático estaba pinchado.
Hizo retroceder al Plymouth hasta que los faros iluminaron la abertura de la puerta y cogió una de las alfombrillas de goma del vehículo.
—¿Va a entrar ahí dentro, agente Starling?
—He de echar un vistazo, señor Yow.
El abogado sacó un pañuelo de bolsillo.
—¿Me permite que le sugiera que se ate las perneras del pantalón a los tobillos? Se lo digo para evitar la intrusión de roedores.
—Gracias, señor Yow. Es una excelente idea. Señor Yow, si se baja la puerta, ja, ja, ja, o sucede cualquier otra cosa, ¿tendría usted la bondad de llamar a este número? Es nuestra delegación de Baltimore. Saben que estoy aquí con usted y si no tienen noticias mías dentro de un rato, se alarmarían, ¿me explico?
—Ciertamente, con absoluta claridad. —Le entregó la llave del Packard.
Después de atarse las perneras del pantalón a los tobillos con el pañuelo del señor Yow y el suyo, Starling colocó sobre el suelo mojado la alfombrilla de goma, justo delante de la puerta, y se tumbó boca arriba; llevaba en la mano unas bolsas de plástico destinadas a recoger pruebas, que al mismo tiempo protegían el objetivo de su cámara fotográfica. Una tenue llovizna le caía en la cara y el olor a moho y a ratones era insoportable. Y en aquel momento a Starling se le ocurrió, para colmo del absurdo, una frase en latín.
El primer día de curso, en la clase de medicina forense, el profesor había escrito en la pizarra la famosa máxima del médico romano: Primum non nocere. Lo primero no perjudicar.
Seguro que no pronunció estas palabras en un garaje húmedo e infestado de malditos ratones.
Y de pronto, la voz de su padre, dirigiéndose a ella con la mano apoyada en el hombro de su hermano: «Si no sabes jugar sin dar chillidos, Clarice, te quedarás toda la tarde en casa sin salir».
Starling se abrochó el botón del cuello de la blusa, encogió los hombros y se deslizó por debajo de la puerta.
Se hallaba debajo del maletero del Packard, que estaba aparcado a la izquierda del almacén, casi rozando la pared. A la derecha, numerosas cajas de cartón apiladas hasta gran altura ocupaban el espacio que quedaba junto al coche. Tendida boca arriba, Starling avanzó como pudo hasta el estrecho hueco que separaba al coche de las cajas. Enfocó la linterna hacia arriba, iluminando la muralla de cartón. Una multitud de arañas había salvado la angosta abertura con sus telas. Redondas la mayoría, las telas aparecían moteadas de diminutos cadáveres resecos.
Bueno, la única peligrosa es la araña parda reclusa, pero ésa sólo teje en los rincones, se dijo Starling. Las otras, todo lo más que producen son ronchas.
Junto al guardabarros trasero había espacio para ponerse de pie. Serpenteó hasta lograr salir de debajo del coche; la cara le quedó a muy poca distancia del neumático adornado con una ancha banda blanca. Ésta aparecía punteada por una franja de moho reseco. Leía perfectamente las palabras grabadas en el caucho: GOODYEAR DOUBLE EAGLE. Procurando no golpearse la cabeza y protegiéndose la cara con la mano para desgarrar las telarañas, se puso de pie en el angosto hueco. ¿Sería ésa la sensación que producía llevar velo?
La voz de Yow en el exterior.
—¿Está bien, señorita Starling?
—Muy bien —repuso. Al sonido de su voz se produjeron ciertos escurrimientos y dentro del piano hubo algo que correteó por encima de las notas más agudas. Desde el exterior, los faros del coche le iluminaban las piernas hasta las pantorrillas.
—Veo que ha encontrado el piano, agente Starling —gritó el señor Yow.
—Esto no lo he hecho yo.
—Oh.
El Packard era un automóvil grande, alto y de alargada carrocería. Un sedán de 1938, según el inventario de Yow. Estaba cubierto con una alfombra, colocada con la lana hacia abajo. La recorrió con la linterna.
—¿Cubrió usted el coche con esta alfombra, señor Yow?
—Lo encontré tal cual y no lo destapé —contestó Yow por debajo de la puerta—. No soporto una alfombra polvorienta. Raspail lo dejó así. Yo simplemente comprobé que el vehículo estuviese aquí. Los operarios de la mudanza colocaron el piano contra la pared, lo taparon, amontonaron más cajas junto al coche y se marcharon. Me cobraban por horas. Las cajas contienen casi todas partituras y libros.
La alfombra era gruesa y pesada y cuando Clarice tiró de ella una nube de polvo se arremolinó en el haz de luz de la linterna. Clarice estornudó dos veces. Poniéndose de puntillas, logró doblar la alfombra hasta la mitad del techo del alto y vetusto vehículo. Las cortinillas de las ventanas traseras del coche estaban echadas. La manecilla de la puerta estaba cubierta de polvo. Tuvo que inclinarse hacia delante sobre unas cajas para alcanzarla. Tocando sólo el extremo de la manecilla, intentó empujarla hacia abajo. Cerrada con llave. La puerta trasera carecía de cerradura. Tendría que trasladar bastantes cajas para llegar hasta la puerta delantera, y había poquísimo espacio donde ponerlas. Entre la cortinilla y el panel donde encajaba el cristal trasero divisó un hueco.
Starling se inclinó sobre unas cajas, acercó la cara al cristal y enfocó la linterna por el resquicio. No vio más que su propio reflejo hasta que ahuecó la mano para cubrir la luz. Un rayo de luz, difusa a causa del polvo acumulado en el cristal, recorrió el asiento. En él había un álbum abierto. La pobreza de la luz palidecía los colores, pero Clarice vio varias tarjetas de san Valentín engomadas en las páginas. Viejas tarjetas de san Valentín bordeadas de puntillas y recubiertas de pelusa.
—Muchas gracias, doctor Lecter.
Al pronunciar estas palabras, su aliento levantó el polvo de la ventanilla y empañó el cristal. Como no quería limpiarlo frotándolo, tuvo que esperar a que se desempañase. La luz siguió avanzando y reveló una manta de viaje, que yacía arrugada en el suelo del coche, y después el polvoriento centelleo de un par de zapatos de cuero negro, de etiqueta, de caballero. Encima de los zapatos, calcetines negros y encima de los calcetines unos pantalones de esmoquin que enfundaban unas piernas.
Nadie ha abierto esa puerta desde hace cinco años… Tranquila muchacha, tranquila, no te pongas nerviosa.
—¿Señor Yow? Oiga, señor Yow.
—Sí, dígame, agente Starling.
—Señor Yow, parece que dentro de este coche hay alguien sentado.
—¡Dios mío! ¿No será mejor que salga, señorita Starling?
—Todavía no, señor Yow. Lo único que le pido es que tenga la bondad de esperar un momento, por favor.
Ahora lo importante es pensar. Ahora pensar es más importante que todas las chorradas que le cuentes a la almohada durante el resto de tu vida. Tranquila y a hacer las cosas como Dios manda. Primero, no hay que destruir ninguna prueba. Segundo, necesito ayuda. Pero lo que no quiero hacer es gritar que viene el lobo. Si organizo un alboroto en la delegación de Baltimore y hago venir a la policía sin motivo, la he cagado. Veo una cosa que parecen piernas. El señor Yow no me hubiese traído aquí si hubiese sabido que en el coche había un fiambre. Sonrió. «Fiambre» era una bravata. Nadie ha estado aquí desde la última visita del señor Yow. Perfecto. Eso significa que las cajas se depositaron después de lo que hay dentro del coche. Lo cual significa que puedo mover las cajas sin destruir ninguna prueba de importancia.
—Señor Yow…
—Sí. ¿Hemos de llamar a la policía o es usted capaz de resolverlo sola, agente Starling?
—Esto tengo que averiguarlo. Tenga la bondad de esperar un momento, por favor.
El problema de trasladar las cajas era tan enloquecedor como ordenar el cubo de Rubik. Intentó trabajar sujetando la linterna bajo el brazo, se le cayó dos veces y finalmente la colocó encima del coche. La única solución era poner las cajas detrás y meter debajo del coche las que contenían libros, que eran más pequeñas.
Una grapa o una astilla le aguijoneó la yema de un pulgar.
Ahora, por la polvorienta ventanilla del pasajero de delante, ya podía ver el compartimento del chófer. Entre el enorme volante y el cambio de marchas había una telaraña. La mampara que separaba el compartimento delantero del de detrás estaba cerrada.
Lamentó no haber pensado en engrasar la llave del Packard antes de entrar en el almacén, pero cuando la introdujo en la cerradura, funcionó.
El hueco era tan angosto que la portezuela no se abrió más de un tercio. Al abrirse, chocó contra las cajas con un apagado estruendo que hizo huir a los ratones y arrancó nuevas notas al piano. Del coche salió un viciado olor a podredumbre y producto químico que trasladó la memoria de Clarice a un lugar que no fue capaz de identificar.
Se inclinó hacia el interior del coche, corrió la mampara que separaba el compartimento del chófer y enfocó la linterna a los asientos traseros. Una camisa de etiqueta con botonadura de brillantes fue lo primero que encontró la luz, que subió rápidamente desde la pechera hasta la cara, no había cara, y bajó de nuevo, arrancando destellos a los botones y deslizándose por unas solapas de raso, hasta la cintura de unos pantalones cuya bragueta estaba abierta; a continuación subió otra vez hallando una corbata de lazo, primorosamente anudada, y el cuello de la camisa, del cual emergía el muñón blanquecino del cuello de un maniquí. Pero encima del cuello había otra cosa que reflejaba muy poca luz.
Algo de tela; en el lugar correspondiente a la cabeza, una caperuza negra, de gran tamaño, como si cubriese la jaula de un loro. Terciopelo, pensó Starling. Descansaba en un anaquel de madera chapada que sobresalía de la repisa de los paquetes prolongándose por encima del cuello del maniquí.
Starling tomó varias fotografías desde el asiento delantero, accionando el flash y cerrando los ojos para protegerse del brillo cegador del destello. Salió luego del coche. De pie en la oscuridad, empapada y cubierta de telarañas, reflexionó sobre lo que debía hacer.
Lo que no iba a hacer era llamar al agente especial que estaba al mando de la delegación de Baltimore para que contemplase un maniquí con la bragueta abierta y un álbum de tarjetas de san Valentín.
Una vez que hubo decidido entrar en la parte trasera para quitar la caperuza de aquella cosa, no quiso demorarse ni pensar demasiado en ello. Alargando el brazo por la mampara del chófer, levantó el seguro de la puerta trasera y movió algunas cajas para poder abrirla. Todas esas operaciones le llevaron lo que le pareció mucho tiempo. Cuando abrió la puerta, el olor del compartimento trasero del coche se hizo mucho más intenso. Se inclinó hacia dentro, levantó con cuidado el álbum cogiéndolo por las esquinas, lo introdujo en una bolsa de plástico que había dejado en el techo del coche y abrió otra bolsa de plástico que dispuso sobre el asiento.
Los muelles del automóvil gimieron cuando Clarice subió al coche, y la figura se tambaleó un poco cuando ella se sentó a su lado. La mano derecha, enfundada en un guante blanco, resbaló del muslo y quedó apoyada en el asiento. Clarice tocó el guante con el dedo. La mano que había dentro era dura. Con cierta cautela arrugó el guante hacia abajo, dejando al descubierto la muñeca.
La muñeca era de un material sintético blanco. Dentro de los pantalones había un bulto que por un instante le recordó tontamente ciertos episodios ocurridos durante la época del instituto.
De debajo del asiento llegaba el apagado sonido de unos tenues arañazos.
Delicada como una caricia, la mano de Clarice palpaba la caperuza. El tejido se deslizaba con suavidad sobre algo duro y liso. Cuando palpó la bola de la punta, supo de qué se trataba. Supo que era una vasija de vidrio de laboratorio, de gran tamaño, de las que se emplean para conservar muestras, y supo también lo que contenía. Llena de horror pero con muy pocas dudas, quitó la caperuza de un tirón.
La cabeza que había en el interior del frasco había sido cercenada limpiamente justo por debajo del mentón.
Aparecía de frente y tenía los ojos lechosos, quemados por efecto del alcohol que durante tanto tiempo la había conservado. Tenía la boca abierta y la lengua, que asomaba ligeramente, de un inequívoco gris. Con el paso de los años, el alcohol se había evaporado hasta el punto de que la cabeza descansaba en el fondo de la vasija y la coronilla emergía de la superficie del líquido a través de una capa de putrefacción.
Formando un ángulo improbable con el cuerpo, miraba seria y estúpidamente a Starling. Pese al juego de luces y sombras que producía la linterna en sus facciones, aparecía necia, inerte, muerta.
En ese momento, Starling analizó sus sentimientos. Estaba satisfecha. Se sentía alborozada. Se preguntó si tal reacción no sería vergonzosa. Lo cierto era que en ese momento, sentada en el interior de un vetusto automóvil con una cabeza y algunos ratones, podía pensar con claridad y eso la llenaba de orgullo.
—Bueno, Toto —murmuró—, ya hemos salido de Kansas para nunca más volver. —Siempre había querido pronunciar estas palabras en una situación difícil, pero en cuanto lo hubo hecho le sonaron a falso y se alegró de que nadie la hubiese oído. A trabajar. Había mucho que hacer.
Se apoyó en el respaldo con cuidado y miró a su alrededor. Éste era el entorno de alguien, alguien que deliberadamente lo había elegido y creado, alguien cuya mente estaba a mil años luz del tráfico que serpenteaba por la Nacional 301.
Unas flores secas pendían desmayadas de la pareja de floreros de cristal tallado que adornaban los montantes del lujoso vehículo. La mesita plegable se hallaba abierta y cubierta por un tapete de lino. Encima había una botella de licor, las facetas de cuyo cristal brillaban todavía a través del polvo. Una araña había tejido su tela entre la botella y el bajo candelabro que aparecía junto a ella.
Intentó imaginarse a Lecter, o a otra persona, sentado en este lugar con su actual compañero, tomando una copa y enseñándole las tarjetas de san Valentín. ¿Y qué más? Actuando con sumo cuidado, procurando mover lo menos posible al maniquí, lo registró en busca de cualquier dato que permitiese identificarlo. No había nada. En un bolsillo de la americana encontró los pedazos de tela que sobraron de poner a la medida el dobladillo de los pantalones; el traje de etiqueta debía ser nuevo cuando vistieron con él al maniquí.
Starling palpó el bulto de los pantalones. Demasiado duro, hasta para el instituto, pensó. Abrió la bragueta con los dedos y enfocó la linterna, descubriendo un consolador de madera pulida y taraceada. Y de buen tamaño, chaval. Se preguntó si no sería una depravada.
Con suma precaución dio la vuelta a la vasija y examinó los lados y la nuca de la cabeza a fin de averiguar si había heridas. Ninguna visible. En el vidrio aparecía grabado el nombre de una fábrica de material de laboratorio.
Al examinar nuevamente la cara, pensó que había aprendido algo que le serviría toda la vida. Contemplar deliberadamente esa cara, cuya lengua cambiaba de color en el punto en que rozaba el vidrio, no era tan horrendo como soñar con Miggs engulléndose la suya. Pensó que se sentía capaz de mirar cualquier cosa, siempre y cuando tuviese algo positivo que hacer respecto de lo que miraba. Starling era joven.
En los diez segundos posteriores a que la unidad móvil de la WPIK-TV se detuviese, Jonetta Johrison se puso los pendientes, empolvó su hermosísima cara negra y estudió la situación. Sintonizando la frecuencia de la emisora de radio de la policía del condado de Baltimore, ella y su equipo de telenoticias habían llegado a Desunión anticipándose a los coches patrulla.
Lo único que aparecía ante los faros de la furgoneta era Clarice Starling de pie ante la puerta del garaje, con su linterna, su tarjeta de identificación plastificada y el pelo empapado, adherido a la cabeza a causa de la llovizna.
Jonetta Johrison se envanecía de ser capaz de detectar a un novato en cuanto veía una cara. Bajó del vehículo seguida de su equipo y se acercó a Starling. Los focos se encendieron.
El señor Yow estaba tan hundido en el interior del Buick que por la ventanilla sólo se divisaba su sombrero.
—Jonetta Johrison, telenoticias de WPIK. ¿Ha informado de un homicidio?
Starling no tenía demasiado aspecto de agente de la ley y lo sabía.
—Soy agente federal. Esto es la escena de un crimen. Tengo el deber de prohibir todo acceso hasta que la jefatura de Baltimore…
El ayudante del cámara había agarrado la parte inferior de la puerta del almacén e intentaba elevarla.
—¡Quieto! —ordenó Starling—. Estoy hablando con usted, señor. Deje la puerta. Haga el favor de apartarse de ahí. Hablo en serio. Tenga la bondad de colaborar. —Anheló disponer de un uniforme, una insignia, cualquier cosa.
—Déjalo, Harry —dijo la presentadora—. Agente, tenga la seguridad de que estamos dispuestos a cooperar en todo lo que haga falta. Pero, con franqueza, este equipo cuesta mucho dinero y sólo quiero saber si merece la pena que permanezcamos aquí hasta que llegue la policía. ¿Puede decirme si ahí dentro hay un cadáver? Las cámaras están desconectadas; se lo pregunto en plan confidencial. Dígamelo y nos quedaremos. Nos portaremos bien, se lo prometo. ¿Qué me dice?
—Yo de usted me quedaría —repuso Starling.
—Gracias. Le estoy muy agradecida —replicó Jonetta Johnson—. Mire, tengo cierta información sobre Guardamuebles Desunión que podría serle de utilidad. ¿Le importa encender la linterna para alumbrar el bloc de notas? A ver si lo encuentro; debe estar por aquí.
—La unidad móvil de WEYE acaba de cruzar la verja, Joney —anunció Harry.
—A ver si lo encuentro. Ah, aquí está, agente. Hace dos años hubo un escándalo; fue cuando denunciaron a esta empresa por transportar y almacenar… eran fuegos artificiales, ¿no es cierto? —Jonetta Johnson miró nuevamente por encima del hombro de Starling.
Starling se dio la vuelta y descubrió al cámara tumbado boca arriba, con la cabeza y los hombros metidos ya en el garaje, y al ayudante agachado, listo para pasarle la minifilmadora por debajo de la puerta.
—¡Eh! —gritó Starling. Se dejó caer de rodillas sobre el mojado pavimento y agarró al cámara por la camisa—. Ahí dentro no se puede entrar. Ya se lo he dicho. Ya le he dicho que no se podía entrar.
Mientras ella pronunciaba estas palabras, los dos hombres no dejaron de hablarle, con persuasión, amablemente: «No tocaremos nada. Somos profesionales, se lo aseguro. No hay por qué preocuparse. Al fin y al cabo la policía nos dejará entrar. Ya lo verá, encanto».
Lo que la indignó fue la repulsiva hipocresía del engaño. Agarró uno de los gatos que sujetaban la puerta, y accionó el manubrio. Con un estridente chirrido, la puerta descendió cinco centímetros. Volvió a accionar el manubrio. La puerta rozaba al cámara en el pecho. Al ver que así y todo el individuo no salía, Starling sacó el manubrio y con él en la mano se le acercó. Había llegado un segundo equipo de televisión y a la luz de sus focos Starling golpeó la puerta con todas sus fuerzas descargando sobre el cámara una lluvia de polvo y herrumbre.
—Atento a lo que le digo —amenazó—. No me hace caso, ¿verdad? Salga de ahí. Ahora mismo. De lo contrario lo voy a arrestar por obstaculizar la labor de la justicia.
—Tranquila —le dijo el ayudante poniéndole la mano encima.
Ella se dio media vuelta. Detrás de los focos se oían preguntas a gritos y sirenas que llegaban.
—Quítame las manos de encima y lárgate, chorizo.
Pisó el tobillo del cámara y con el manubrio colgándole de la mano se encaró con el ayudante. No levantó el manubrio. Menos mal. Su aspecto era ya bastante deplorable para aparecer tal cual en televisión.