—Su amigo Miggs ha muerto —anunció Crawford—. ¿Me informó usted de todo, Starling?
El rostro cansado de Crawford se mostraba tan sensible a cualquier indicio como la golilla encrespada de un búho, e igualmente exento de piedad.
—¿Cómo? —Se sentía aturdida y había de dominar esa sensación.
—Se engulló la lengua poco antes del amanecer. Chilton opina que fue Lecter quien lo indujo a suicidarse. El enfermero de noche oyó a Lecter hablando en voz baja con Miggs. Lecter sabía muchas cosas de Miggs. Estuvo hablándole un rato, pero el enfermero no logró oír lo que Lecter decía. Luego Miggs estuvo llorando un rato y de pronto se calló. ¿Me lo ha dicho usted todo, Starling?
—Sí, señor. Entre el informe y mis notas, está todo, casi al pie de la letra.
—Chilton me telefoneó para quejarse de usted… —Crawford aguardó y pareció complacido al ver que ella no preguntaba el porqué—. Le dije que su conducta me parecía satisfactoria. Chilton está intentando impedir que se lleve a cabo una investigación de derechos civiles.
—¿Es necesario que la haya?
—Claro; si la familia de Miggs la solicita, sí. La Secretaría de Derechos Civiles tendrá que realizar más o menos unas ocho mil investigaciones este año. Seguro que están encantados de añadir la de Miggs a esa lista. —Crawford la observó con atención—. ¿Se encuentra bien?
—Estoy desorientada. No sé cómo reaccionar.
—No tiene que reaccionar de ninguna manera. Lecter lo hizo por pura diversión. Sabe que no pueden hacerle nada, de modo que adelante, a entretenerse un rato. Lo único que puede ocurrirle es que Chilton lo deje sin libros y sin retrete y durante una temporada se quede sin postre. —Crawford cruzó las manos sobre el estómago y se entregó a la tarea de comparar sus dos pulgares—. Lecter le preguntó por mí, ¿verdad?
—Me preguntó si tenía mucho trabajo. Le dije que sí.
—¿Nada más? ¿No omitió usted nada personal para impedir que yo lo viera?
—No. Dijo que era usted un estoico, pero lo puse.
—Cierto. ¿Nada más?
—No. Le aseguro que no omití nada. No estará imaginando que me dediqué a cotillear a cambio de que accediera a hablar conmigo, ¿verdad?
—No.
—Mire, no sé nada de su vida personal, señor Crawford, pero aunque supiera algo, no hablaría de ello. De todos modos, si tiene dudas al respecto, prefiero que lo aclaremos ahora mismo.
—No tengo la menor duda. Pasemos al punto siguiente.
—Ha dicho que pensaba que había algo que…
—El siguiente punto, Starling.
—La pista de Lecter referente al coche de Raspail no nos lleva a ningún sitio. El coche fue prensado hace cuatro meses en Number Nine Ditch, Arkansas, para ser vendido como chatarra. Si pudiese volver a hablar con Lecter, es posible que me dijera algo más.
—¿Ha agotado la pista?
—Sí.
—¿Por qué supone que el coche que acostumbraba a usar Raspail era el único que poseía?
—Es el único registro, su dueño era soltero y supuse…
—¡Ajá! Un momento —el dedo índice de Crawford señaló hacia un axioma invisible que, suspendido en el aire, los separaba a ambos—. Supuso. Usted supuso, Starling. Mire. —Crawford tomó un bloc de notas y escribió suponer. Eran varios los profesores que empleaban este juego de palabras inventado por Crawford, pero Starling no dio a entender que ya lo conocía.
Crawford empezó a garabatear.
—En una investigación, suponer = presumir; presumir = hacer el mamarracho; ergo, suponer = hacer el mamarracho. —Se apoyó satisfecho en el respaldo—. Raspail coleccionaba coches, ¿lo sabía?
—No. ¿Todavía están en poder de la testamentaría?
—Lo ignoro. ¿Se siente usted capaz de averiguarlo?
—Sí.
—¿Por dónde empezaría?
—Por el albacea.
—Era un abogado de Baltimore, un chino, creo recordar —dijo Crawford.
—Everett Yow —declaró Starling—. Sale en la guía telefónica de Baltimore.
—¿Se le ha ocurrido que para indagar el paradero del coche va a hacerle falta un pequeño detalle denominado mandato judicial?
A veces, a Starling el tono de Crawford le hacía pensar en la oruga sabelotodo de Lewis Carroll.
Sin embargo, no se atrevió a devolverle la pelota con la misma fuerza.
—Dado que Raspail ha muerto y sobre su persona no pesa ninguna sospecha, si su albacea nos autoriza a investigar el paradero del coche, la indagación es válida y sus frutos se convierten en pruebas de convicción admisibles en otras cuestiones de derecho —recitó.
—Exactamente —corroboró Crawford—. Haremos una cosa: advertiré a la jefatura de Baltimore de su llegada. Irá usted el sábado, Starling, durante su tiempo libre. Vaya a palpar el fruto, si es que hay alguno.
Con un pequeño esfuerzo, Crawford procuró y consiguió no mirar a Clarice cuando ésta se iba. Se inclinó hacia la papelera y ahorquillando los dedos cogió una arrugada cuartilla de un grueso papel de carta malva. La depositó encima de su mesa y la alisó. Hacía referencia a su mujer y en una elegante caligrafía decía:
Oh escuelas pendencieras que indagáis qué fuego
incendiará este mundo, ¿no tuvisteis ninguna
la cordura de aspirar a la innegable certeza
de que pudiera serlo esta fiebre que la consume?
Siento mucho lo de Bella, Jack.
Hannibal Lecter