Capítulo 6

El lunes por la mañana, Clarice Starling encontró esta nota de Crawford en su buzón:

CS:

Proceda con el coche de Raspail. En su tiempo libre. Mi oficina le proporcionará un número de tarjeta de crédito para llamadas telefónicas interestatales. Hable conmigo antes de ponerse en contacto con el albacea o de trasladarse a cualquier sitio. Informe el miércoles a las 16.00 horas.

El director ha visto el informe sobre Lecter con su firma. Buen trabajo.

J. C.

SAIC/

Sección 8

Starling estaba de bastante buen humor. Sabía que Crawford le había proporcionado un ratón agotado para que se adiestrase en la caza. Quería que ella lo hiciera bien. Para Starling eso valía mil veces más que cualquier muestra de cortesía.

Raspail había muerto hacía ocho años. ¿Qué prueba podía haber durado en un coche tanto tiempo?

Sabía por experiencia familiar que como los automóviles se deprecian con extraordinaria rapidez, cualquier tribunal de apelación autoriza a los herederos a vender un coche antes de la liquidación de la testamentaria, siempre y cuando el beneficio de la venta quede en depósito y se incluya en el conjunto de los bienes del difunto. Parecía improbable que incluso una herencia tan compleja y disputada como la de Raspail conservase un coche durante tanto tiempo. Se enfrentaba a un problema de tiempo. Contando con el rato de la hora de comer, Starling disponía de una hora y quince minutos libres al día para emplear el teléfono en horas de oficina. Habiendo de entregar su informe a Crawford el miércoles por la tarde, disponía para localizar el coche de un total de tres horas y cuarenta y cinco minutos, distribuidas a lo largo de tres días, eso utilizando sus períodos de estudio y realizando las tareas escolares por la noche.

Tenía buenas notas en la asignatura de métodos de investigación y por otra parte el hecho de tener que asistir a clase le permitiría hacer preguntas sobre cuestiones de tipo general a sus profesores. Durante el almuerzo del lunes, las telefonistas de los juzgados de Baltimore le rogaron que esperase unos instantes y se olvidaron de ella, y eso por tres veces. Durante el período de estudio, logró comunicar con un amable funcionario del juzgado que localizó el expediente de la testamentaría de Raspail.

El funcionario confirmó que se había autorizado la venta de un automóvil e informó a Starling de la marca y número de serie del coche, así como del nombre de un propietario posterior.

El martes, Starling desperdició la mitad de la hora de comer intentando localizar dicho nombre. Le costó el resto de ese rato averiguar que la jefatura de tráfico de Maryland no está equipada para localizar un vehículo por su número de serie sino solamente por la matrícula o el número de registro.

El martes por la tarde, un aguacero obligó a los alumnos a abandonar el campo de tiro. En una aula empañada por el vapor de prendas húmedas y sudor, John Brigham, el ex infante de marina que era el instructor de tiro, decidió probar la fuerza manual de Starling ante toda la clase, obligándola a efectuar en sesenta segundos el mayor número de disparos posibles con una Smith & Wesson modelo 19.

Logró setenta y cuatro con la mano izquierda, sopló para apartar una mecha de pelo que le caía en los ojos y empezó con la derecha mientras otro alumno contaba los disparos. Había adoptado la postura Weaver, piernas algo separadas para un mayor equilibrio, enfoque de visión anterior bien ajustado, visión posterior y objetivo provisional adecuadamente borrosos. Pasado medio minuto, dejó vagar la mente para aliviar el dolor muscular. Involuntariamente, concentró el enfoque de visión en el objetivo de la pared.

Se trataba de un certificado expedido por la Comisión de Comercio Interestatal a nombre de su instructor, John Brigham.

Torciendo los labios, interrogó con disimulo a Brigham, mientras el otro alumno iba contando los chasquidos del revólver.

—¿Cómo se localiza la matrícula…

… sesenta y cinco sesenta y seis sesenta y siete sesenta y ocho…

—… de un coche cuando sólo se tiene el número de serie…

… setenta y ocho setenta y nueve ochenta ochenta y uno…

—… y la marca? El número de registro se desconoce.

… ochenta y nueve noventa. Tiempo.

—Muy bien. Atentos todos. Quiero que tomen nota de esto. La fuerza de la mano es factor primordial en un tiroteo. Me figuro que algunos caballeros estarán algo preocupados de que les haga salir a continuación. Su preocupación está justificada; el resultado de Starling con ambas manos es muy superior a la media. ¿Y por qué? Porque trabaja. Practica apretando las bolas de goma a las que todos ustedes tienen acceso. La mayoría de ustedes no saben apretar nada más duro que sus… —con la constante cautela que empleaba para vigilar el incontrolable vocabulario de sus días en la marina, intentó esbozar una educada sonrisa—… espinillas —dijo por fin—. Y Starling, usted no se confíe; puede hacer más. Quiero que esa mano izquierda logre noventa disparos antes de que termine el curso.

»Pónganse todos por parejas y a repetir el ejercicio, ahora mismo. Usted no, Starling, acérquese. ¿Qué otros datos tiene del coche?

—Sólo el número de serie y la marca, nada más. Un propietario anterior, de hace cinco años.

—Muy bien. Escuche. La equivocación que comete la mayoría de la gente es tratar de localizar la matrícula saltando de un propietario a otro. Y se hacen un lío porque generalmente aparecen distintos estados. No se crea, es un error que comete hasta la policía. Y matrícula y número de registro son los únicos datos que posee el ordenador. Estamos acostumbrados a usar el número de registro o la matrícula, pero no el número de serie del vehículo.

Los chasquidos de los revólveres de prácticas con su empuñadura azul resonaban de tal forma en el aula que Brigham tenía que hablarle al oído.

—Hay un método muy fácil. R. L. Polk S. A., la editorial que publica las guías comerciales y profesionales de las ciudades, edita asimismo una lista de matrículas de automóviles clasificados por la marca y número de serie consecutivo. Es la única manera. Son los que publican los anuncios de venta de automóviles de ocasión.

¿Cómo se le ocurrió preguntarme eso a mí?

—He visto su certificado de la CCI y he supuesto que habría localizado un montón de vehículos. Gracias.

—Nada de eso. Me lo voy a cobrar. Trabaje esa mano izquierda hasta el nivel a que debe llegar y abochornemos a esos blandengues.

Instalada de nuevo en la cabina telefónica durante el período de estudio, a Clarice le temblaban de tal modo las manos que las notas apenas si resultaban legibles. El coche de Raspail era un Ford. Había un taller Ford no lejos de la Universidad de Virginia que durante años había tenido la paciencia de reparar en lo posible el viejo Pinto de Clarice. Ahora, con idéntica paciencia, el encargado consultó sus listas Polk. Regresó al teléfono con el nombre y dirección de la última persona que había registrado el coche de Benjamín Raspail.

Clarice está de suerte. Clarice tiene la sartén por el mango. Basta de tonterías y llama a este hombre a su casa. Veamos, veamos, Number Nine Ditch, Arkansas. Jack Crawford no me dejará ir en la vida, pero al menos puedo confirmarle quién se ha llevado el gato al agua.

No contestaban; probó por segunda vez con idéntico resultado. El teléfono sonaba lejano y de un modo extraño, con una doble llamada, como si se tratase de una línea colectiva. Lo intentó de nuevo por la noche y no obtuvo respuesta.

El miércoles a la hora de comer, un hombre contestó a la llamada de Starling.

—Aquí WPOQ, Radio Carroza.

—Oiga, quisiera hablar con…

—No me interesan los revestimientos de aluminio ni quiero vivir en un parque de caravanas en Florida. ¿Qué otra cosa puede ofrecerme?

Starling oyó un fuerte deje de las colinas de Arkansas en la voz de aquel hombre. Pero no estaba para consideraciones lingüísticas; andaba escasa de tiempo.

—Mire, si pudiera ayudarme le estaría muy agradecida. Estoy intentando localizar al señor Lomax Bardwell. Me llamo Clarice Starling.

—Es una tal Starling no sé cuántos —gritó el hombre dirigiéndose a todo su entorno doméstico—. ¿Qué quiere usted de Bardwell?

—Pertenezco a la oficina regional centro-sur de la sección de devoluciones de Ford. Le ha correspondido una revisión de garantía de su LTD gratuita, a cargo de la empresa.

—Está usted hablando con Bardwell. Por la hora de llamar pensaba que quería venderme alguna cosa. Es tarde para cualquier reparación. Me hace falta un coche nuevo. Yo y mi señora estábamos en Little Rock, saliendo del Southland Mall, ¿sabe?

—Sí, señor.

—Miro hacia atrás y veo que el motor empieza a perder aceite. Había aceite en toda la calzada. En eso aparece un camión Orkin, ¿sabe de esos que llevan una hormigonera encima? Pues se metió en el aceite y patinó.

—¡Virgen santísima!

—Chocó contra la plataforma de un fotomatón haciendo añicos el vidrio de la cabina. El tío del fotomatón salió dando tumbos y de lo más atontado. Tuve que apartarle de la calle.

—No me diga. ¿Y qué le ocurrió?

—¿Qué le ocurrió a quién?

—Al coche.

—Le dije a Buddy Sipper, el dueño del taller de desguace, que se lo daba por cincuenta dólares si se encargaba de recogerlo. Supongo que lo habrá desmontado.

—¿Podría darme el número de teléfono de ese taller, señor Bardwell?

—¿Para qué quiere hablar con Sipper? Si a alguien le toca cobrar algo, ese alguien soy yo.

—Indudablemente, señor Bardwell. Pero mire, yo hasta las cinco de la tarde hago lo que me dicen, y lo que me han dicho es que encuentre ese coche. ¿Puede darme ese teléfono, por favor?

—Ahora no tengo la agenda a mano. No sé dónde la habrán metido. Ya sabe usted lo que son los nietos. De todos modos, pregunte en información. El nombre del taller es Sipper Salvage.

—Muy agradecida, señor Bardwell. El taller confirmó que el coche había sido desguazado y prensado para ser vendido como chatarra. El encargado buscó en los archivos el número de serie del vehículo y se lo llevó a Starling.

Mierda, mierda, pensó Starling, no sin emplear mentalmente un cierto deje de Arkansas. Callejón sin salida.

Menuda tarjeta de san Valentín.

Starling apoyó la cabeza en la fría caja de monedas de la cabina telefónica. Ardelia Mapp, con los libros en la cadera, llamó a la puerta de la cabina y le dio una naranjada.

—Gracias, Ardelia. Todavía tengo que hacer una llamada más. Si me da tiempo, iré a encontrarme contigo en la cafetería, ¿de acuerdo?

—Tenía la esperanza de que abandonases ese horrendo acento —replicó Mapp—. Estudiar ayuda, ¿sabes? Yo ya no uso la pintoresca jerigonza de mi pueblo. Como vayas por ahí pronunciando de ese modo y comiéndote las palabras, la gente va a decir que masticas con el culo, muchacha.

Mapp cerró la puerta de la cabina. Starling decidió que había que intentar sacarle más información a Lecter.

Pensó que si concertaba otra entrevista con él, seguramente Jack Crawford la autorizaría a volver al psiquiátrico. Marcó, pues, el número del doctor Chilton pero no pasó de su secretaria.

—El doctor Chilton se encuentra en estos momentos con el forense y el adjunto del fiscal del distrito —contestó la joven—. Ya ha hablado con su superior y no tiene nada que decirle a usted. Buenas tardes.