Excitada, agotada, Clarice Starling salió del edificio a fuerza de voluntad. Algunas de las cosas que Lecter había dicho de ella eran ciertas y otras solamente despertaban ecos de verdad. Durante unos instantes le había parecido tener suelta en la mente una conciencia ajena que derribaba objetos de las estanterías como un oso dentro de una caravana.
Le indignaba lo que había dicho de su madre y había de sofocar aquella cólera. Se trataba de un asunto de trabajo.
Se sentó en su viejo Pinto, aparcado frente al hospital al otro lado de la calle, y respiró profunda y repetidamente. Cuando las ventanillas se empañaron, se sintió protegida de la acera por una cierta intimidad.
Raspail. Recordaba ese apellido. Era un paciente de Lecter y también una de sus víctimas. Solamente había dispuesto de una noche para familiarizarse con el material informativo del caso del psiquiatra. El expediente era enorme y Raspail una de las numerosas víctimas. Tenía que leer con atención los detalles del suceso.
Starling quería actuar de inmediato, pero sabía que aquella urgencia era producto de su propia fabricación.
Hacía años que el caso Raspail había quedado cerrado. No había nadie en peligro. Tenía tiempo. Más le valdría informarse y asesorarse bien antes de pasar a la acción.
Crawford podía relevarla de ese cargo para confiárselo a otra persona. Tendría que correr ese riesgo.
Intentó llamarle por teléfono desde una cabina, pero descubrió que el jefe estaba solicitando el presupuesto para el Departamento de Justicia ante la Subcomisión Parlamentaria de Asignaciones.
Hubiera podido pedir los detalles del caso a la sección de homicidios de la jefatura de policía de Baltimore, pero como el asesinato no es un crimen federal, sabía que se lo arrebatarían de inmediato. Ni hablar.
Regresó, pues, a Quántico, a Ciencias del Comportamiento, con sus hogareñas cortinas a cuadros marrones y sus archivos grises repletos de horror. Pasó allí la tarde entera, hasta que se hizo de noche, hasta después de marcharse la última secretaria, estudiando a fondo el microfilme de Lecter. El rebelde y decrépito proyector, resplandeciente como una calabaza iluminada, proyectaba palabras y negativos de imágenes sobre el rostro absorto de Clarice.
Raspail, Benjamín René, varón, de raza blanca, 46 años, primer flautista de la Orquesta Filarmónica de Baltimore. Era un paciente del consultorio psiquiátrico del doctor Hannibal Lecter.
El 22 de marzo de 1975 no acudió a la actuación que aquel día tenía programada la orquesta. El 25 del mismo mes se descubrió su cadáver, sentado en un banco de una pequeña iglesia rural próxima a Falls Church, Virginia, sin más prendas de vestir que una pajarita blanca y una chaqueta de frac. La autopsia reveló que Raspail tenía el corazón perforado y que le faltaban el timo y el páncreas.
Clarice Starling, que desde su infancia sabía de chacinería más de lo que hubiera querido, no tuvo dificultad en identificar los órganos extraídos; eran los que vulgarmente se conocen con el nombre de mollejas.
Homicidios de Baltimore afirmó que dichas glándulas figuraron en el menú de una cena que Lecter ofreció al presidente y al director de la Filarmónica de Baltimore la noche siguiente a la desaparición de Raspail.
El doctor Hannibal Lecter declaró no saber nada de esas cuestiones. El presidente y el director de la Filarmónica declararon que no lograban recordar los platos que se sirvieron en la cena de Lecter, si bien éste era famoso por la excelencia de su mesa y había colaborado con numerosos artículos en diversas revistas gastronómicas.
El presidente de la Filarmónica tuvo posteriormente que ser tratado de anorexia y problemas relacionados con la dependencia del alcohol en un sanatorio de Basilea.
Según la policía de Baltimore, Raspail era la novena víctima conocida de Lecter.
Raspail murió ab intestato, y los pleitos entablados por los parientes por causa de la herencia fueron seguidos por la prensa durante varios meses, mientras el caso suscitó el interés del público.
Los parientes de Raspail también se asociaron con las familias de otras víctimas y pacientes de Lecter en la interposición de una demanda, que fue fallada a su favor, para conseguir que los archivos y las cintas del extraviado psiquiatra fuesen destruidos. Basaron su argumentación en que los archivos debían contener documentación sobre un sinfín de embarazosos secretos que su dueño podía algún día divulgar.
El tribunal designó al abogado de Raspail, Everett Yow, como albacea testamentario de la herencia.
Starling tendría, pues, que ponerse en contacto con el abogado para llegar hasta el coche. Era posible que el letrado quisiese proteger la memoria de Raspail y, si ella le comunicaba su deseo con la suficiente antelación, tal vez destruyese pruebas a fin de salvar el honor de su difunto cliente.
Clarice prefería actuar sin pérdida de tiempo, y necesitaba consejo y autorización. Estaba sola en Ciencias del Comportamiento; tenía la sección entera a su disposición. Se dirigió al Rolodex y halló el teléfono particular de Crawford.
No oyó sonar ni una vez el teléfono, pero de pronto escuchó la voz de Crawford, apagada y tranquila.
—Jack Crawford.
—Soy Clarice Starling. Espero no haberle interrumpido la cena… —Tuvo que continuar en silencio—. Lecter me ha dicho una cosa sobre el caso Raspail y estoy en la oficina buscando pistas. Me ha dicho que había algo en el coche de Raspail. Tendría que ponerme en contacto con el abogado de Raspail y como mañana es sábado y no hay clase, quería preguntarle si…
—Starling, ¿tiene la más vaga idea de lo que le dije que hiciera con la información que obtuviese de Lecter?
La voz de Crawford rezumaba una absoluta y temible placidez.
—Que le diese un informe a las nueve en punto de la mañana del domingo.
—Pues haga eso, Starling. Haga exactamente eso.
—Sí, señor.
La señal de interrupción de la comunicación le aguijoneó el oído. El furor le traspasó a la cara e hizo que los ojos le ardieran.
—Me cago en tu madre —dijo—. Cabrón, más que cabrón, hijo de puta. Que se te corra Miggs encima, y ya veremos si te gusta.
Recién duchada y abrigada con el batín de la academia del FBI, Starling trabajaba en el segundo borrador de su informe cuando llegó de la biblioteca su compañera de habitación, Ardelia Mapp. El rostro ancho, tostado y eminentemente saludable de Mapp fue para Clarice una de las visiones más agradables de aquel día.
Ardelia Mapp advirtió la fatiga del rostro de su amiga.
—¿Qué has hecho hoy todo el día, muchacha? —Ardelia Mapp siempre hacía las preguntas como si las respuestas no importasen.
—Halagar a un chalado para que se corriese encima de mí.
—Ojalá tuviese tiempo para dedicarme a la vida social. No sé cómo te las arreglas, y para colmo sin faltar jamás a clase.
Starling descubrió que se estaba riendo a carcajadas. Ardelia Mapp se rio también con ella, pero sólo en proporción a la gracia del trillado chistecito. Starling no paraba; se oía a sí misma desde lejos, riéndose sin cesar. A través de las lágrimas de Starling, Mapp parecía inusitadamente vieja y su sonrisa tenía una sombra de tristeza.