Capítulo 2

El doctor Frederick Chilton, cincuenta y ocho años, director del Hospital Estatal de Baltimore para la Demencia Criminal, tiene una mesa de trabajo larga y amplia sobre la cual no aparece ningún objeto duro o punzante. Algunos miembros del personal la llaman «el foso». Otros miembros del personal ignoran el significado de la palabra foso. El doctor Chilton permaneció sentado detrás de su mesa cuando Clarice Starling entró en su despacho.

—Por aquí ya ha pasado un sinfín de detectives, pero no recuerdo a ninguno tan atractivo —dijo Chilton sin levantarse.

Starling supo sin pensar conscientemente en ello que el brillo de la mano que le tendía el director era lanolina de atusarse el cabello. Y se desprendió del apretón antes de que él lo hiciera.

Señorita Sterling, ¿verdad?

Starling, doctor, con a. Gracias por dedicarme unos minutos de su tiempo.

—De modo que el FBI está abriendo sus puertas a las chicas, como todo el mundo, ja, ja, ja. —A tal observación agregó la sonrisa de fumador que empleaba para separar sus frases.

—El FBI progresa, doctor Chilton. Sin duda alguna.

—¿Va a quedarse en Baltimore algunos días? ¿Sabe una cosa? Aquí hay tantas oportunidades de divertirse como en Washington o Nueva York, siempre y cuando se conozca la ciudad.

Ella desvió la mirada para ahorrarse la sonrisa del doctor y supo de inmediato que él había captado su desagrado.

—Estoy segura de que es una ciudad magnífica, pero mis instrucciones son ver al doctor Lecter y regresar esta misma tarde.

—¿Hay algún sitio en Washington al que pueda telefonearla por si, dentro de unos días, claro está, fuera conveniente una entrevista complementaria?

—Por supuesto. Qué amabilidad la suya al pensar en ello. Este proyecto lo lleva Jack Crawford; siempre puede ponerse en contacto conmigo a través de su oficina.

—Ya —replicó Chilton. Sus mejillas, al motearse de rosa, desentonaron con la improbable tonalidad caoba de su acicalado peinado—. Enséñeme su identificación, haga el favor. —Permitió que Clarice permaneciese de pie mientras él examinaba con toda calma su documento de identificación. Luego se lo devolvió y se puso de pie—. Esto no nos ocupará mucho rato. Venga conmigo.

—Me dijeron que me daría usted instrucciones, doctor Chilton —dijo Starling.

—Puedo dárselas mientras nos dirigimos hacia allí. —Salió de detrás de la mesa echando una mirada a su reloj de pulsera—. Tengo una comida dentro de media hora.

Maldita sea, hubiera tenido que interpretarle mejor y más de prisa. Tal vez no sea un completo cretino. A lo mejor sabe algo útil. Qué poco me habría costado dirigirle una mínima sonrisa zalamera, a pesar de lo mal que se me da fingir.

—Doctor Chilton, soy yo la que tengo una entrevista con usted en este momento. Se concertó según su conveniencia, cuando pudiese usted dedicarme cierto tiempo. Es posible que durante la entrevista surjan cosas… podría ser que tuviese que comentar con usted las reacciones de Lecter.

—La verdad es que lo dudo, lo dudo mucho. Ah, por cierto, tengo que hacer una llamada telefónica antes de ir para allá. Espéreme en la oficina de recepción.

—Quisiera dejar aquí el abrigo y el paraguas.

—Ahí afuera —dijo Chilton—. Déselos a Alan; es el que está en recepción. Él se los guardará.

Alan vestía la especie de pijama que se distribuía a los reclusos en el momento de ingresar. Estaba limpiando ceniceros con el faldón de la camisa.

Ahuecó la mejilla con la lengua mientras cogía el abrigo de Starling.

—Gracias —le dijo ella.

—No hay de qué. ¿Caga con mucha frecuencia? —le preguntó Alan.

—¿Cómo dice?

—¿Le sale laaaaaargo?

—Mire, ya lo colgaré yo misma.

—No tiene usted nada que le estorbe la vista, puede inclinarse para observar cómo sale y ver cómo cambia de color al entrar en contacto con el aire… ¿Lo ha hecho alguna vez? ¿No le da la impresión de tener un largo rabo marrón? —No había forma de que soltase el abrigo.

—El doctor Chilton quiere que vaya inmediatamente a su despacho —dijo Starling.

—No, eso no es cierto —replicó el doctor Chilton desde detrás—. Cuelga el abrigo en el armario, Alan, y no lo saques mientras estemos fuera. Ahora mismo. Antes tenía una secretaria mañana y tarde, pero la reducción de personal me ha privado de ese lujo. La chica que la ha hecho pasar a usted viene tres horas al día a ocuparse de la mecanografía, y aparte tengo a Alan. ¿Qué se ha hecho de las secretarias, señorita Starling? —Las gafas del director le lanzaron un destello—. ¿Va armada?

—No, no llevo armas.

—¿Tiene la bondad de enseñarme el bolso y la cartera?

—Ya ha examinado mis documentos de identidad.

—Que afirman que es usted estudiante. Déjeme ver sus cosas, haga el favor.

Clarice Starling se acobardó cuando la primera de las gruesas puertas de acero se cerró con ruido a sus espaldas y el pestillo quedó sólidamente trabado. Chilton iba delante, a pocos pasos de distancia, recorriendo el pasillo verde del sanatorio en un ambiente de formol y portazos distantes. Starling, que estaba enfadada consigo misma por haber permitido que Chilton metiese la mano en su bolso y su cartera, tuvo que apresurarse a dominar la ira para poder concentrarse. Ya estaba. Notó la sólida base de su autodominio, como un firme lecho de grava bajo una corriente de aguas turbulentas.

—Lecter nos causa considerables molestias —dijo Chilton dirigiéndose a ella por encima del hombro—. Uno de los enfermeros dedica como mínimo diez minutos al día a quitar las grapas de las publicaciones que recibe. Hace algún tiempo, intentamos anular o al menos reducir sus suscripciones, pero nos denunció y el juez falló a favor suyo. Antes el volumen de su correspondencia personal era enorme. Afortunadamente, desde que su caso ha perdido actualidad, ha disminuido. Hubo una época en que parecía que cualquier estudiantillo que estuviese redactando una tesina de psicología tuviese que hacer referencia a Lecter. Las revistas especializadas todavía publican sus trabajos, pero es por el valor de reclamo que ejerce su firma.

—El artículo sobre adicción quirúrgica que escribió para la Revista de Psiquiatría Clínica me pareció excelente —replicó Starling.

—¿Ah, sí? Mire, nosotros también hemos intentado estudiar a Lecter. Comprendimos que el hecho de tenerle aquí nos brindaba la oportunidad de realizar un trabajo realmente excepcional. Es tan raro conseguir a uno vivo…

—¿Un qué?

—Un auténtico sociópata, que evidentemente es lo que es. Pero es un hombre impenetrable, demasiado complejo para analizarlo mediante un test corriente. Y además, no puede ni figurarse cómo nos odia. De mí piensa que soy su verdugo. Su Crawford es muy listo, ¿no le parece?, al emplearla a usted para abordar a Lecter.

—¿Qué quiere decir, doctor Chilton?

—Una mujer joven y atractiva, para «ponerle cachondo»; creo que ahora se dice así, ¿no? No creo que Lecter haya visto a una mujer en varios años. Todo lo más habrá vislumbrado a alguna de las mujeres de la limpieza. En general, procuramos que aquí no entren mujeres. No causan más que problemas.

A tomar por el culo, Chilton.

—Soy licenciada con matrícula de honor por la Universidad de Virginia, doctor. No recuerdo ninguna asignatura que tuviese algo que ver con las artes de la seducción.

—Entonces será usted capaz de recordar estas normas: No meta la mano por entre los barrotes. No toque los barrotes. No le pase nada que no sea papel blando. Nada de plumas ni lápices. Él dispone casi siempre de sus propios rotuladores, de punta de fieltro. Los papeles que tenga que pasarle no pueden llevar grapas, clips ni alfileres de ninguna clase. Cualquier objeto ha de entregársele empleando exclusivamente la bandeja deslizante que se usa para servirle la comida. Cualquier objeto ha de recuperarse exclusivamente mediante la bandeja deslizante. Sin excepción. No acepte nada que quiera darle a través de la reja. ¿Entendido?

—Entendido.

Habían traspuesto otras dos puertas y dejado a sus espaldas la luz natural. Atrás quedaban las salas en las que los reclusos estaban autorizados a mezclarse. Las luces del corredor estaban protegidas por gruesas rejillas, como las luces de la sala de máquinas de un barco. El doctor Chilton se detuvo bajo una de ellas. Al detenerse sus pasos, Starling oyó al otro lado de la pared el roto gemido de una voz enronquecida de gritar.

—Lecter no sale jamás de su celda sin ir atado con correas y provisto de bozal —afirmó Chilton—. Le voy a enseñar por qué. Durante el primer año de reclusión, fue un verdadero modelo de buena conducta. Las medidas de seguridad que le rodeaban tendieron a relajarse ligeramente; eso ocurrió durante la administración anterior, como usted comprenderá. La tarde del 8 de julio de 1976, Lecter se quejó de un dolor en el pecho y fue conducido a la enfermería. Allí le quitaron las correas para poder hacerle con mayor facilidad un electrocardiograma. Cuando la enfermera se inclinó sobre él, le hizo esto. —Chilton entregó a Clarice una fotografía con las esquinas dobladas—. Los médicos consiguieron salvarle uno de los ojos. Durante todo ese rato Lecter estuvo conectado a los monitores. Le fracturó la mandíbula para arrancarle la lengua. El pulso no le subió de ochenta y cinco ni siquiera cuando se la tragó.

Starling no sabía qué era peor, si la fotografía o la atención de Chilton al observarle a ella el rostro con ojos movedizos y avarientos. Le recordó a un pollo sediento sorbiéndole a picotazos las lágrimas de las mejillas.

—Lo tengo aquí dentro —dijo Chilton pulsando un botón situado junto a unas sólidas puertas de vidrio de seguridad. Un corpulento enfermero les hizo entrar en la sala.

Starling tomó una inflexible decisión y en cuanto hubieron cruzado la puerta se detuvo.

—Doctor Chilton, necesitamos imprescindiblemente el resultado de este test. Si el doctor Lecter le considera a usted su enemigo, si verdaderamente tiene esa manía, tal como usted acaba de decir, creo que si me presentara sola nuestras posibilidades de éxito aumentarían. ¿Qué opina usted?

La mejilla de Chilton se crispó.

—Por mí no hay inconveniente. Hubiera podido sugerírmelo en mi despacho. La habría hecho acompañar por un enfermero y me hubiera ahorrado esta pérdida de tiempo.

—Es lo que habría hecho si usted me hubiese dado sus instrucciones allí.

—No creo que volvamos a vernos, señorita Starling. Barney, cuando la señorita haya terminado con Lecter, llame para que la acompañen a la salida.

Chilton se marchó sin dignarse volver a mirarla. Y ahora sólo quedaba el corpulento e impasible enfermero, el silencioso reloj de pared a sus espaldas y el armario de tela metálica que contenía el aerosol irritante, las correas, el bozal y la pistola cargada con sedante. En un estante había un artefacto compuesto por una larga manguera con el extremo en forma de U para acorralar al violento contra la pared.

El enfermero la miraba.

—¿Le ha advertido el doctor Chilton que no toque los barrotes?

Tenía una voz aguda y a la vez ronca. A ella le recordó a Aldo Ray.

—Sí, me lo ha dicho.

—De acuerdo. Está al final de todo; es la última celda de la derecha. Avance por el centro del pasillo y no haga caso de nada. Puede llevarle la correspondencia; así empieza con buen pie —el enfermero parecía regocijado—. La pone en la bandeja y la empuja para que se deslice. Si la bandeja está dentro, o tira usted de ella por la cuerda o que se la mande él. Él no llega al punto en que se detiene la bandeja, en la parte exterior de la reja.

El enfermero le entregó dos revistas, con las páginas sueltas y a medio salir, tres periódicos y varias cartas abiertas.

El pasillo, de unos treinta metros de largo, tenía celdas a ambos lados. Algunas eran celdas de manicomio, de paredes acolchadas, provistas de una mirilla, alargada y estrecha como una aspillera, en el centro de la puerta. Otras eran celdas de cárcel corrientes, con una reja de barrotes que daba al corredor. Clarice Starling era consciente de que había figuras dentro de las celdas, pero trató de no mirarlas. Había recorrido más o menos la distancia, cuando una voz dijo: «Te huelo el coño». No dio muestras de haberlo oído y siguió caminando.

En la última celda las luces estaban encendidas. Se desvió hacia la izquierda del pasillo con objeto de ver el interior al acercarse, sabiendo que sus tacones la anunciaban.