Había pasado una hora.
La señorita Flitworth rebuscó en su bolsa de trapos.
—¿Qué toca ahora? —dijo la mujer.
¿QUÉ HEMOS PROBADO YA?
—Déjeme ver…, algodón, percal, lino…, ¿qué tal el raso? Aquí tengo un trozo.
Bill Puerta cogió la tela y la pasó suavemente por el filo de la hoja.
La señorita Flitworth buscó en el fondo de la bolsa, y sacó una tira de tejidoblanco.
¿SÍ?
—Seda —dijo ella con voz tenue—. La mejor seda blanca. De la de verdad. Está sin usar.
Se sentó y la miró. Tras unos instantes, él la cogió amablemente de entre sus manos. GRACIAS.
—Bueno, bueno —replicó la mujer, saliendo de su ensueño—. Ya está, ¿no?
Cuando él giró la hoja, el filo rasgó el aire con un uuuhhhmmm. El fuego de la forja estaba casi extinguido, pero la hoja brillaba con luz cortante.
—Afilada con seda —se maravilló la señorita Flitworth—. ¿Quién iba a imaginarlo?
Y AUN ASÍ, SIGUE EMBOTADA.
Bill Puerta observó a su alrededor, escudriñando los oscuros rincones de la forja. Se dirigió rápidamente hacia uno de ellos.
—¿Qué ha encontrado?
TELARAÑAS.
Se oyó un ruido agudo, como el largo gemido de una hormiga torturada.
—¿Está bien ya?
EMBOTADA TODAVÍA.
La mujer vio cómo Bill Puerta salía a zancadas de la forja, y caminó apresuradamente detrás de él. Se dirigía hacia el centro del patio, con la guadaña alzada de borde contra la ligera brisa del amanecer.
El filo dejaba escapar un murmullo.
—Por lo que más quiera, ¿hasta qué punto se puede afilar una hoja?
PUEDE ESTAR MÁS AFILADA.
Mientras, en el gallinero, Cyril, el gallo, se despertó y miró con gesto cansado las traicioneras letras trazadas en tiza sobre la pizarra. Tomó aliento.
—¡Koriquirocoqui!
Bill Puerta observó el horizonte en dirección periferia, y entonces, con gesto especulativo, contempló la colina que se alzaba tras la casa.
Hacia allí se encaminó.
La luz del nuevo día chapoteaba sobre el mundo. La luz del Mundodisco es vieja, lenta y pesada. Rugía sobre la tierra como una carga de la caballería. Algún valle que otro la demoraba unos instantes, las cadenas montañosas la detenían hasta que se derramaba sobre la cima y caía por la otra ladera.
Se movía sobre el mar, se precipitaba contra las playas y aceleraba por las llanuras, acicateada por el látigo del sol.
En el legendario continente oculto de Xxxx, cerca ya de la periferia, hay una colonia perdida de magos que llevan corchos en torno a sus sombreros puntiagudos, y sólo se alimentan de gambas. Allí la luz es todavía salvaje, fresca, recién llegada del espacio. Los magos hacen surf en el hirviente espacio que separa la noche del día.
Si se transportara a uno de los magos a miles de kilómetros de distancia, por delante del amanecer, quizá habría visto, mientras la luz retumbaba por las altas llanuras, a una alta figura que ascendía trabajosamente por una colina situada en el sendero de la mañana.
La figura llegó a la cima un momento antes que la luz, respiró hondo y luego se giró, sonriente.
Llevaba una larga hoja afilada entre los brazos extendidos.
La luz llegó…, golpeó…, se partió…
Aunque el mago tampoco habría prestado mucha atención, porque seguramente estaría demasiado preocupado pensando en la caminata de ocho mil kilómetros que le esperaba si quería volver a casa.
La señorita Flitworth jadeaba colina arriba, avanzando contra corriente de la luz, del nuevo día. Bill Puerta estaba absolutamente inmóvil. Sólo la hoja de la guadaña se movía entre sus dedos, a medida que la giraba en diferentes ángulos contra la luz.
Por último, pareció satisfecho.
Se dio la vuelta y la blandió de manera experimental en el aire.
La señorita Flitworth se puso las manos en las caderas.
—Venga, hombre —bufó—, no se // puede //afilar // nada // con // luz.
Se interrumpió.
Él blandió la hoja de nuevo.
—Cié//lo san//to.
Abajo, en el patio, de la granja, Cyril estiró su cuello pelado para hacer una nueva intentona. Bill Puerta sonrió y movió la hoja en dirección al sonido.
—¡Ko//riqui//roco//qui!
Sólo entonces bajó la guadaña.
AHORA SÍ ESTÁ AFILADA.
Su sonrisa se desvaneció, o al menos se desvaneció hasta donde le era posible.
La señorita Flitworth se dio la vuelta y siguió la dirección de su mirada, hasta llegar a la intersección: una tenue neblina sobre los campos de maíz.
La neblina parecía una pálida túnica gris, vacía, pero que daba la impresión de conservar la forma de quien la había llevado, como si la prenda estuviera tendida y recibiera el soplo de la brisa.
Tembló un instante, y luego desapareció.
—Lo he visto —dijo la señorita Flitworth.
NO ERA ÉL. ERAN ELLOS.
—¿Qué ellos?
SON COMO… —Bill Puerta movió la mano en un gesto vago, inseguro—, COMO CRIADOS. VIGILANTES. AUDITORES. COMO INSPECTORES.
La señorita Flitworth entrecerró los ojos.
—¿Inspectores? ¿Quiere decir algo así como los de hacienda? —dijo.
SUPONGO QUE SÍ…
El rostro de la anciana se iluminó.
—¿Por qué no lo dijo antes?
¿EL QUÉ?
—Mi padre me hizo prometer que jamás ayudaría a los de hacienda. Decía que, sólo con pensar en ellos, le daban ganas de ir a tumbarse un rato. Decía que estaba por un lado la muerte, y por otra los impuestos y que los impuestos eran mucho peores, porque al menos la muerte no te pasaba todos los años. Cuando empezaba con el tema de los de hacienda, nos teníamos que marchar de la habitación. Son unas criaturas espantosas. Siempre andan hurgando por ahí, y preguntándote qué tienes escondido entre la leña, o detrás de las puertas secretas del sótano. Esos canallas siempre se están metiendo donde nadie los llama.
Dejó escapar un bufido despectivo, Bill Puerta estaba impresionado. La señorita Flitworth era capaz de dar a la palabra «hacienda», que tenía dos vocales y un diptongo, toda la precisión tajante de un taco mucho más breve.
—Debió decirnos desde el principio que esa gente lo buscaba —insistió la anciana—. Los de hacienda no son nada populares por estas tierras. En los tiempos de mi padre, a cualquier inspector que viniera a chismorrear por aquí, le atábamos pesas a los pies y lo tirábamos al estanque.
PERO, SEÑORITA FLITWORTH…, EL ESTANQUE NO TIENE MAS QUE UNOS CENTÍMETROS DE PROFUNDIDAD.
—Sí, pero era muy divertido ver cómo lo averiguaban. Debió decírnoslo antes. Todo el mundo creía que tenía usted algo que ver con los… impuestos.
NO. NADA DE IMPUESTOS.
—Vaya, vaya, vaya. No tenía ni idea de que ahí arriba también había inspectores.
SÍ. EN CIERTO MODO.
La mujer se le acercó más.
—¿Cuándo vendrá él?
ESTA NOCHE. NO PUEDO DECIRLO CON PRECISIÓN. HAY DOS PERSONAS VIVIENDO CON EL MISMO TIEMPO. ESO HACE QUE LAS COSAS SEAN MÁS INCIERTAS.
—No sabía que una persona pudiera dar a otra parte de su vida.
PUES ES MUY HABITUAL.
—Pero ¿está seguro de que será esta noche?
SÍ.
—Y esa hoja funcionará, ¿verdad?
NO LO SÉ. HAY UNA POSIBILIDAD CONTRA UN MILLÓN.
—Oh. —La mujer parecía estar meditando acerca de otra cosa—. Así que tiene usted el resto del día libre, ¿no?
¿SÍ?
—Pues ya puede empezar a recoger la cosecha.
¿QUÉ?
—Así tendrá algo que hacer. No sirve de nada que se pase el día preocupado. Además, le estoy pagando seis peniques a la semana, y seis peniques son seis peniques.
La casa de la señora Cake estaba también en Elm Street. Windle llamó a la puerta.
Tras un rato, oyeron una voz apagada:
—¿Hay alguien ahí?
—Un golpe quiere decir «sí» —le explicó Schleppel.
Windle levantó la tapa de la ranura del buzón.
—Perdone…, ¿es la señora Cake?
La puerta se abrió.
La señora Cake no era como la había imaginado Windle. Era corpulenta, pero no en el sentido de la gordura. Sencillamente, estaba construida a una escala un poco superior a la normal. Era el tipo de persona que suele ir por la vida un poco encorvada y con cara de disculpa constante, por si acaso parece amenazadora sin querer. Además, tenía una magnífica mata de pelo que le coronaba la cabeza y le fluía sobre los hombros como una capa. También lucía unas orejas ligeramente puntiagudas y unos dientes que, pese a ser extremadamente blancos y bastante bonitos, reflejaban la luz de una manera algo inquietante. Windle se sorprendió ante la velocidad a la que sus agudizados sentidos de zombi llegaron a una conclusión. Bajó la vista.
Lupine estaba sentado sobre las patas traseras, demasiado emocionado como para siquiera agitar la cola.
—Me parece que no es usted la señora Cake… —señaló Windle.
—Usted busca a mi madre —respondió la alta joven—. ¡Madre! ¡Aquí hay un caballero!
El refunfuñar lejano se convirtió en un refunfuñar cercano, y después la señora Cake surgió desde detrás del costado de su hija como una pequeña luna que saliera de entre las sombras de un planeta.
—¿Qué quiere? —bufó la mujer.
Windle dio un paso atrás. A diferencia de su hija, la señora Cake era bastante bajita, y su cuerpo formaba una circunferencia casi perfecta. Y, también a diferencia de su hija, cuyo porte y movimientos tenían como único objetivo hacerla parecer más menuda, la mujer parecía imponente. La sensación se debía en buena medida a su sombrero. Windle descubriría mas adelante que lo llevaba puesto siempre, con la misma obsesión que un mago. Era un sombrero enorme, negro, y tenía cosas pegadas, como alas de pájaros, fresitas de cera y alfileres ornamentales. Carmen Miranda podría haber llevado un sombrero así al funeral de un continente. La señora Cake viajaba bajo él igual que la cesta viaja bajo el globo. La gente a menudo hablaba directamente con el sombrero.
—¿Señora Cake? —dijo Windle, fascinado.
—Estoy aquí abajo —le reprochó la voz.
Windle bajó la mirada.
—En persona —dijo la señora Cake.
—¿Tengo el placer de hablar con la señora Cake? —preguntó Windle.
—Sí, ya lo sé —respondió la señora Cake.
—Me llamo Windle Poons.
—Eso también lo sé.
—Verá, soy mago…
—De acuerdo, pero antes límpiese los pies.
—¿Puedo pasar?
Windle Poons hizo una pausa. Repasó las últimas frases de la conversación en la ajetreada sala de controles que era su cerebro. Luego sonrió.
—Exacto —dijo la señora Cake.
—¿Por casualidad es usted clarividente?
—Generalmente, unos diez segundos, señor Poons.
Windle titubeó.
—Tiene que hacer la pregunta —se apresuró a decirle la señora Cake—. Hay gente con muy mala idea que no me hace las preguntas cuando ya las he previsto y he dado la respuesta. Eso me provoca migrañas.
—¿Con qué anticipación ve el futuro, señora Cake?
La mujer asintió.
—Bueno, muy bien —dijo, ablandándose un poco. Lo guió por el vestíbulo, hacia la diminuta sala de estar—. Y el hombre del saco puede entrar, pero tendrá que dejar la puerta y meterse en el sótano. No me gusta tener hombres del saco por toda la casa.
—Uauh, hace siglos que no estaba en un sótano como debe ser —dijo Schleppel.
—Hay arañas —dijo la señora Cake.
—¡Estupendo!
—Y usted quiere una taza de té —dijo la señora Cake a Windle— Otra persona habría dicho «Supongo que querrá una taza de té», o bien «¿Quiere usted una taza de té?». Pero aquello era una afirmación.
—Sí, por favor —dijo Windle—. Me vendrá muy bien una taza de té.
—Pues no debería —replicó la señora Cake—. Es muy malo para los dientes.
Windle tuvo que meditar un instante.
—Con dos azucarillos, por favor —pidió.
—No está mal.
—Tiene usted una casa muy agradable, señora Cake —dijo Windle, con el cerebro trabajando a toda velocidad.
La costumbre de la señora Cake de responder a las preguntas antes de que se hubieran terminado de formar en la mente del otro eran una dura prueba incluso para el cerebro más activo.
—Murió hace diez años —replicó la mujer.
—En… —titubeó Windle. Pero la pregunta ya estaba en su laringe—. Espero que el señor Cake se encuentre bien.
—No pasa nada. De vez en cuando hablo con él.
—Cuánto lo lamento…
—De acuerdo, si así se encuentra más cómodo…
—En…, señora Cake, esto empieza a resultarme un poco confuso. ¿Podría usted…, le importaría… desconectar… su precognición?
La mujer asintió.
—Lo lamento. He cogido la costumbre de dejármela puesta —señaló—. Como aquí sólo estamos Ludmilla y yo, y Hombre-Un-Cubo… Es un espíritu —añadió—. Sabía que iba a preguntar eso.
—Sí. Tengo entendido que los mediums suelen tener guías espirituales nativos —asintió Windle.
—¿Ése? Ése no es un guía. Es una especie de espíritu para todo —bufó la señora Cake—. A mí no me van todas esas tonterías de las cartas, las trompetas y los tableros de aguja, ¿sabe? Y el ectoplasma me parece repugnante. No tolero que entre ectoplasma en mi casa. Ni pensarlo. Luego no hay manera de quitarlo de las alfombras, de verdad. No sale ni con vinagre.
—Cielos —dijo Windle Poons.
—Ni los aullidos. Tampoco tolero los aullidos. Ni los juegos con lo sobrenatural. Lo sobrenatural es antinatural. No lo tolero.
—Mmm —empezó Windle con cautela—. Pues hay gente que pensaría que ser medium es un poco…, bueno, ya sabe…, ¿sobrenatural?
—¿Qué? ¿Qué? Los muertos no tienen nada de sobrenatural. Menuda tontería. Todo el mundo muere, tarde o temprano.
—Eso espero, señora Cake.
—Bueno, señor Poons, ¿qué es lo que quiere? He desconectado la precognición, así que tendrá que decírmelo.
—Quiero saber qué está pasando, señora Cake.
Se oyó un golpe amortiguado, procedente de debajo de sus pies y las alegres exclamaciones lejanas de Schleppel.
—¡Oh, uauh! ¡También hay ratas!
—Fui a verlos a ustedes, a los magos, para intentar explicárselo —replicó la señora Cake con gesto remilgado—. Y no me quisieron hacer caso. Ya sabía que no me iban a hacer caso, pero tenía que intentarlo, claro. Si no, no lo habría sabido.
—¿Con quién habló?
—Con un grandullón vestido de rojo, ése que tiene un bigote como si estuviera intentando tragarse un gato.
—Ah, el archicanciller —asintió Windle con toda seguridad.
—También había otro gordo. Uno que andaba como un pato.
—Sí, ¿verdad? Ése debía de ser el decano —rió Windle.
—Me llamaron buena mujer —bufó la señora Cake—. Me dijeron que me metiera en mis asuntos. No sé por qué tengo que ir ayudando a magos que me llaman buena mujer. Yo iba con la mejor de las intenciones.
—La verdad es que los magos no suelen escuchar —suspiró Windle—. En ciento treinta años, yo nunca escuché.
—¿Por qué no?
—Supongo que para no oír las tonterías que yo mismo estaba diciendo. ¿Qué está pasando, señora Cake? Puede usted decírmelo. Soy mago, pero estoy muerto.
—Bueno…
—Schleppel me dijo que todo se debía a no sé qué de la fuerza vital.
—Se está acumulando, sí.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que hay más de la que debería haber. Es un… —Movió las manos en un gesto vago—. ¿Cómo se llama a eso cuando hay cosas en una balanza, pero más en un lado que en otro?
—¿Desequilibrio?
La señora Cake, que tenía aspecto de estar leyendo un guión situado demasiado lejos, asintió.
—Sí, una de esas cosas, un desequilibrio. Mire, a veces sucede pero sólo uno pequeñito, y entonces salen fantasmas, porque la vida ya no está en el cuerpo, aunque tampoco se ha ido. En invierno suele haber menos, se disipa con más rapidez, y vuelve cuando llega la primavera. También hay algunas cosas que la concentran…
Modo, el jardinero de la Universidad, canturreaba una tonadilla mientras empujaba el extraño carrito hacia su pequeña zona privada, entre el edificio de la biblioteca y el de la Magia de Alta Energía.[18] Llevaba una carga de semillas a los montones de abono.
Desde luego, trabajar cerca de los magos era de lo más interesante. En aquellos momentos, todos parecían muy excitados.
Un trabajo en equipo, sí señor, como debía ser. Ellos cuidaban del equilibrio cósmico, de la armonía universal y de la estabilidad de las diferentes dimensiones, y él se encargaba de que no hubiera pulgones en las rosas.
Se oyó un tintineo metálico. Echó un vistazo por encima del montón de semillas.
—¿Otra?
Una brillante cesta de alambre metálico, con sus pequeñas ruedas y todo, estaba en medio del sendero. ¿Se la habrían comprado los magos? La primera le estaba resultando de lo más útil, aunque a ratos le costaba trabajo guiarla; las ruedecitas parecían querer ir en direcciones diferentes. Tendría que cogerle el tranquillo.
Bueno, estupendo, la segunda le vendría muy bien para llevar los paquetitos de semillas. Empujó el nuevo carrito a un lado y oyó, a su espalda, un sonido que, si hubiera tenido que escribirlo, y si hubiera sabido escribir, probablemente se reflejaría sobre el papel en algo así como: glop.
Se dio la vuelta, y vio cómo el montón de abono más grande palpitaba en la oscuridad.
—¡Mira lo que te he traído para merendar! —dijo alegremente.
Entonces, vio que el abono se movía.
—También en algunos lugares… —dijo la señora Cake.
—Pero ¿por qué se está acumulando? —quiso saber Windle Poons.
—Mire, es como si fuera una tormenta. ¿Conoce esa sensación cosquilleante que se tiene antes de que empiece una? Pues eso mismo está pasando ahora.
—Sí, señora Cake, pero… ¿por qué?
—Bueno… Hombre-Un-Cubo dice que nada está muriendo.
—¿Qué?
—Es una tontería, ¿verdad? Según él, hay muchas vidas que se acaban, pero no se van. Se quedan aquí.
—¿Como fantasmas?
—No, no son como fantasmas. Más bien… como charcos. Y cuando se juntan muchos charcos es como si se formara un mar, ¿no? Además, sólo se pueden obtener fantasmas de cosas como las personas. No hay fantasmas de repollos.
Windle Poons se acomodó en la silla. Imaginó con toda claridad un gigantesco estanque de vida, un lago alimentado por un millón de riachuelos que crecían a medida que los seres vivos agotaban su tiempo asignado. La fuerza vital empezaba a ejercer una presión excesiva, empezaba a haber fugas. Se filtraba hacía donde podía.
—¿Cree usted que podría cambiar unas palabritas con Cubo…? —empezó a decir.
Se detuvo en seco al ver una cosa. Se levantó y se dirigió hacia la repisa de la chimenea.
—¿Cuánto tiempo hace que tiene esto, señora Cake? —pregunto con tono apremiante al tiempo que cogía un conocido objeto de cristal.
—¿Eso? Lo compre ayer. Es bonito, ¿verdad?
Windle sacudió la esfera. Era casi idéntica a las que había encontrado bajo los tablones del suelo. Los copitos de nieve se arremolinaban y se posaban sobre una exquisita reproducción en miniatura de los edificios de la Universidad Invisible.
Le recordaba a algo. Bueno, sí, claro, los edificios le recordaban a la Universidad, pero la forma del objeto… le sugería…, le hacía pensar en…
… ¿desayunos?
—¿Por qué está sucediendo esto? —dijo casi para sus adentros—. Estos trastos aparecen por todas partes.
Los magos echaron a correr por el pasillo.
—¿Cómo se puede matar a un fantasma?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¡No es una cuestión que se plantee a menudo!
—Creo que hay que exorcizarlos.
—¿Cómo? ¿Saltando, con carreritas y esas cosas?
El decano había estado preparado para esto.
—Exorcizarlos, no ejercitarlos, archicanciller. No creo que sirviera de gran cosa someter a un fantasma a un…, ejem…, esfuerzo físico.
—Pues claro que no, hombre. Lo que menos necesitamos es que esos fantasmas gocen de buena salud.
En aquel momento, se oyó un grito que helaba la sangre en las venas. Resonó entre los oscuros pilares y arcos, y se apagó de repente.
El archicanciller se detuvo bruscamente. Los magos chocaron contra él.
—¡Ha sonado como un grito que hiela la sangre en las venas! —exclamó—. ¡Seguidme!
Dobló la esquina a toda velocidad.
Hubo un ruido metálico, y un montón de tacos, juramentos y maldiciones.
Algo pequeño, con rayas rojas y amarillas, diminutos colmillos goteantes y tres pares de alas, revoloteó por el rincón y se lanzó en picado contra la cabeza del decano, emitiendo un sonido semejante a la de una sierra mecánica en miniatura.
—¿Alguien sabe qué era eso? —preguntó el tesorero con un hilo de voz.
La cosa revoloteó en torno a los magos durante un instante, y luego desapareció hacia la oscuridad del tejado.
—Me gustaría no tener que oír ese vocabulario —añadió el tesorero.
—Vamos —dijo el decano—. Será mejor que investiguemos a ver qué le ha pasado.
—¿Es imprescindible? —tartamudeó el filósofo equino.
Echaron un vistazo al otro lado de la esquina. El archicanciller estaba sentado en el suelo, frotándose un tobillo.
—¿Quién ha sido el imbécil que ha dejado esto aquí? —rugió.
—¿El qué? —quiso saber el decano.
—Esta jodida cesta de alambre con ruedas —insistió el archicanciller.
Junto a él, una pequeña criatura púrpura en forma de araña se materializó en el aire y corrió rápidamente hacia una grieta en la pared. Los magos no se dieron cuenta.
—¿Qué cesta de alambre con ruedas? —preguntaron todos al unísono.
Ridcully miró a su alrededor.
—Habría jurado… —empezó.
En aquel momento, oyeron otro grito. Ridcully se puso en pie como pudo.
—¡Adelante, camaradas! —exclamó, cojeando heroicamente hacia adelante.
—¿Por qué todo el mundo corre en dirección a un grito que hiela la sangre en las venas? —refunfuñó el filósofo equino—. El sentido común dicta lo contrario.
Al trote, salieron cruzando los claustros al patio cuadrangular. Una forma oscura, redondeada, se alzaba en el centro del antiguo césped. De ella brotaban pequeños jirones de vapor.
—¿Qué es eso?
—No puede ser un montón de abono en medio del césped ¿verdad?
—Menudo se va a poner Modo.
El decano examinó la forma más de cerca.
—Eh…, sobre todo porque…, me parece que eso que asoma por debajo es su pie…
El montón de abono pivotó hacía los magos, con un ruido de glop, glop. Entonces, se movió.
—Bueno, bueno —dijo Ridcully, frotándose las manos con gesto esperanzado—.A ver, muchachos, ¿cuántos de vosotros tenéis un buen hechizo disponible? Los magos se rebuscaron en los bolsillos, todos con expresión avergonzada.
—En ese caso, yo intentaré atraer su atención, mientras el tesorero y el decano sacan a Modo —añadió el archicanciller.
—Ah, bien —respondió el decano con un hilo de voz.
—¿Cómo se puede atraer la atención de un montón de abono? —quiso saber el filósofo equino—. No sabía que tuvieran atención.
Ridcully se quitó el sombrero y dio un paso cauteloso hacia adelante.
—¡Eh, montón de basura! —rugió.
El filósofo equino dejó escapar un gemido y se puso la mano sobre los ojos.
Ridcully agitó el sombrero ante el montón de estiércol.
—¡Porquería biodegradable!
—¿Repugnante vómito verde? —trató de contribuir el conferenciante de runas modernas.
—¡Así se hace! —aprobó el archicanciller—. ¡Hay que poner furioso a este cabrón! (A su espalda, una criatura semejante a una avispa muy furiosa surgió del aire y se alejó zumbando.) El montón se lanzó contra el sombrero.
—¡Estercolero! —insistió Ridcully.
—¡Pero… bueno! —gimió el conferenciante de runas modernas, conmocionado.
El decano y el tesorero avanzaron un paso, cogieron cada uno un pie del jardinero y tiraron con todas sus fuerzas. Modo se deslizó fuera del montón.
—¡Le ha corroído la ropa! —exclamó el decano.
—Pero ¿se encuentra bien?
—Todavía respira —le aseguró el tesorero.
—Y si tiene suerte, habrá perdido el sentido del olfato —asintió el decano.
El montón de estiércol lanzó un bocado al sombrero de Ridcully. Se oyó un glop. La punta del sombrero había desaparecido.
—¡Eh! ¡Que ahí dentro quedaba casi media botella! —rugió Ridcully.
El filósofo equino lo agarró por el brazo.
—¡Vamos, archicanciller!
El montón se giró en redondo y se lanzó hacía el tesorero. Los magos retrocedieron.
—No puede tener inteligencia, ¿verdad? —gimió el pobre hombre.
—No hace más que moverse despacio por ahí, y devorar cosas —dijo el decano.
—Sí, sólo le falta un sombrero puntiagudo para parecer un miembro de la facultad —asintió el archicanciller.
El montón se acercó a ellos.
—Yo a eso no lo llamaría «moverse despacio» —señaló el decano.
Todos miraron al archicanciller, expectantes.
—¡Huyamos!
Pese a la corpulencia media del profesorado de la Universidad, consiguieron una buena velocidad a la hora de atravesar los claustros a la carrera. Se pelearon por el privilegio de cruzar la puerta los primeros, la cerraron de golpe y se apoyaron contra ella. Muy poco después, se oyó un golpe pesado, húmedo, al otro lado.
—De buena hemos escapado —gimió el tesorero.
El decano miró hacia abajo.
—Creo que está atravesando la puerta, archicanciller —dijo con un gemido.
—No seas imbécil, hombre, estamos todos apoyados contra ella.
—No quiero decir que la esté atravesando, sino que la está… atravesando…
El archicanciller olfateó el aire.
—¿Qué es eso que se quema?
—Tus botas, archicanciller —señaló el decano.
Ridcully bajó la vista. Por debajo de la puerta se filtraba un charco de color verde amarillento. La madera empezaba a chamuscarse, las losas del suelo siseaban, y las suelas de cuero de sus botas estaban atravesando un mal momento. El archicanciller se sentía cada vez más bajito.
Se desató los cordones rápidamente, y se apresuró a saltar hacia una baldosa seca.
—¡Tesorero!
—¿Sí, archicanciller?
—¡Dame tus botas!
—¿Qué?
—¡Maldita sea, hombre, que me des tus jodidas botas ahora mismo!
En esta ocasión, una criatura alargada con cuatro pares de alas, dos en cada extremo, y tres ojos, surgió de la nada justo encima de la cabeza de Ridcully, y se posó sobre su sombrero.
—Pero…
—¡Soy tu archicanciller!
—Sí, pero…
—Creo que las bisagras van a ceder —anunció el conferenciante de runas modernas.
Ridcully miró a su alrededor, a la desesperada.
—Nos reagruparemos en la Gran Sala —dijo—. Ahora iniciaremos una… retirada estratégica… hacia las posiciones previamente preparadas.
—¿Quién las ha preparado? —quiso saber el decano.
—Las prepararemos cuando lleguemos a ellas —rugió el archicanciller a través de los dientes apretados—, ¡Tesorero! ¡Tus botas! ¡Ahora mismo!
Llegaron junto a las enormes puertas dobles de la Gran Sala justo en el momento en que la puerta que habían estado protegiendo se medio derrumbaba y medio disolvía. Las puertas de la Gran Sala eran mucho más recias. Cerraron apresuradamente todos los candados y cerrojos.
—Quitad todo lo que haya sobre las mesas y amontonadlas contra la puerta —ordenó Ridcully.
—¡Pero si atraviesa la madera!
Se oyó un gemido procedente del menudo cuerpo de Modo, al que habían dejado apoyado contra una silla. El jardinero abrió los ojos.
—¡Deprisa! —ordenó Ridcully—. ¿Cómo podemos matar a un montón de abono?
—Mmm…, no creo que puedan, señor Ridcully —respondió el jardinero.
—¿Qué tal con fuego? Creo que podría generar una bola de fuego pequeñita —sugirió el decano.
—No, me parece que no serviría de nada. Está muy húmedo —replicó Ridcully.
—¡Está ahí fuera! ¡Ya se abre camino a través de la puerta! ¡Se está comiendo la puerta! —entonó el conferenciante de runas modernas. Los magos retrocedieron poco a poco, hasta quedar contra la otra pared de la habitación.
—Espero que no coma demasiada madera —dijo el conmocionado Modo, que irradiaba una sincera preocupación—. Si se le mete demasiado carbono, será un desastre. Se sobrecalentará demasiado.
—¿Sabes, Modo? Creo que éste es el momento más indicado para una conferencia sobre las sutilezas de la fabricación del abono —señaló el decano.
Los enanos no conocen el significado de la palabra «ironía».
—De acuerdo, muy bien. Ejem, El equilibrio correcto de los ingredientes, distribuidos en capas según la…
—Adiós a la puerta —dijo el conferenciante de runas modernas, apretándose más contra sus colegas.
El montón de muebles empezó a desplazarse lentamente hacia adelante. El archicanciller miró a su alrededor a la desesperada, en busca de cualquier cosa que pudiera servirles de ayuda. En aquel momento, sus ojos tropezaron con una botella muy pesada, situada en una de las alacenas. Era una botella que él conocía muy bien.
—Carbono —dijo—. Eso tiene algo que ver con el carbón, ¿verdad?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —bufó el decano—. No soy alquimista.
El montón de abono salió de entre los restos de los muebles. Echaba vapor por todas partes. El archicanciller contempló con ojos lastimeros la botella de salsa Guau-Guau. La destapó y la olió un largo rato.
—Aquí los cocineros no saben prepararla bien —suspiró—. Pasarán semanas antes de que reciba una nueva remesa de mi casa.
Lanzó la botella hacía el montón de abono que avanzaba hacia ellos. El frasco desapareció en la masa hirviente.
—Las agujas le van muy bien —continuó Modo, detrás del archicanciller—. Le proporcionan el hierro necesario. En cuanto a las cagarrutas de cabra…, bueno, de eso nunca se tiene suficiente. Es lo que aporta las vitaminas, claro. Aunque yo, personalmente, siempre he considerado que una pequeña cantidad de milenrama silvestre…
Los magos aventuraron una mirada por encima de una mesa volcada.
El montón de estiércol había dejado de moverse.
—¿Son cosas mías, o está creciendo? —señaló el filósofo equino.
—Y parece más satisfecho —asintió el decano.
—Huele a rayos —añadió el tesorero.
—En fin —suspiró el archicanciller con tristeza—. Era una botella casi llena de salsa. La abrí hace nada.
—Cuando uno se para a pensarlo, la naturaleza es una cosa maravillosa —dijo el filósofo equino—. Eh, tampoco es para que me miréis de esa manera. Sólo era una afirmación de pasada.
—Hay momentos en que… —empezó Ridcully.
En aquel momento, el montón de abono explotó.
No fue un «bang», ni un «bum». Fue la erupción más húmeda, más corpulenta, en la historia de la flatulencia irreversible. Una oscura llamarada roja ribeteada de negro rugió hasta la altura del techo. Los montoncitos de estiércol salieron disparados por toda la sala, y se fueron a estrellar húmedamente contra las paredes.
Los magos miraron por encima de su barricada, cubierta ahora de hojas de té. Un trozo de repollo aterrizó blandamente sobre la cabeza del decano. El mago observó la pequeña mancha burbujeante sobre las losas del suelo. En su rostro se dibujó una amplia sonrisa.
—Uauh —dijo.
Los otros magos se pusieron lentamente en pie. La resaca de adrenalina lanzó su seductor hechizo. Ellos también sonrieron, y empezaron a darse puñetazos juguetones en los hombros unos a otros.
—¡Traga salsa caliente! —rugió el archicanciller.
—¡Chúpate esa, basura fermentada!
—¿Qué te parece esa patada en el culo? —gritó alegremente el decano.
—No creo que el presente de indicativo sea el tiempo verbal correcto en este caso. Además, no estoy seguro de que se pueda afirmar que un montón de abono tenga… —empezó el filósofo equino.
Pero la marea de excitación iba contra él.
—¡Ese montón no volverá a meterse con unos magos! —exclamó el decano, que se estaba dejando llevar por la emoción—. Somos los mejores, somos los más duros y…
—Modo dice que hay tres más como éste —intervino el tesorero.
Todos se quedaron en silencio.
—Podríamos ir a buscar nuestros cayados, ¿no? —sugirió el decano.
El archicanciller rozó con la punta de la bota un trozo de estiércol.
—Las cosas muertas están cobrando vida —murmuró—. Eso no me gusta. ¿Qué pasará después? ¿Echarán a andar las estatuas?
Los magos alzaron la vista hacia las estatuas de archicancilleres muertos que adornaban todo el perímetro de la Gran Sala y, de hecho, buena parte de los pasillos de la Universidad. La Universidad existía desde hacía miles de años, el promedio de vida de un archicanciller en el ejercicio de sus funciones era de once meses, de manera que había muchas estatuas.
—La verdad, preferiría que no hubieras dicho eso —suspiró el conferenciante de runas modernas.
—No era más que una idea —replicó Ridcully—. Venga, tenemos que echar un vistazo a esos otros montones de estiércol.
—¡Sí! —gritó el decano, en las garras de una emoción nada propia de un mago—, ¡Somos duros! ¡Sí! ¿Somos duros?
El archicanciller arqueó las cejas, y se volvió hacia el resto de los magos.
—¿Somos duros? —preguntó.
—Eh…, yo me siento razonablemente duro —dijo el conferenciante de runas modernas.
—Yo también creo que me siento muy duro —asintió el tesorero—. Me parece que es porque no llevo botas —añadió.
—Bueno, si todo el mundo es duro, yo también —concedió el filósofo equino.
El archicanciller se volvió hacia el decano.
—Sí —dijo—. Parece que todos somos duros.
—¡Yeee! —gritó el decano.
—¿Yeee qué?
—No, no es un yeee qué, es un simple yeee —le explicó el filósofo equino que estaba detrás de él—. Es una exclamación popular, típica de las calles, con referencias a los grupos de estructura militar y matices relativos a rituales masculinos.
—¿Qué? ¿Como «bravo»?
—Supongo que sí —reconoció el filósofo equino de mala gana.
Ridcully estaba satisfecho. Ankh-Morpork nunca había ofrecido buenas perspectivas de caza. Hasta aquel momento, no había creído que fuera posible divertirse tanto en su propia Universidad.
—¡Bien! —exclamó—. ¡Vamos a por esos montones!
—¡Yeee!
—¡Yeee!
—¡Yeee!
—Ye-ye.
Ridcully suspiró.
—¿Tesorero?
—¿Sí, archicanciller?
—Intenta captar el espíritu, ¿vale?
Las nubes se estaban acumulando sobre las montañas. Bill Puerta recorrió el primer prado una y otra vez, esgrimiendo una de las guadañas normales de la granja. La más afilada había quedado almacenada temporalmente al fondo del granero, para resguardarla de cualquier ráfaga de brisa que pudiera embotarla. Algunos de los peones de la señorita Flitworth caminaban tras él, atando los haces de paja y amontonándolos. La señorita Flitworth nunca había tenido más de un empleado fijo, como no tardó en descubrir Bill Puerta. Contrataba a más ayudantes según los iba necesitando. Así ahorraba unos peniques.
—Nunca había visto a nadie que cortara el maíz con una guadaña —dijo uno de los peones—. Se suele hacer con la hoz.
Se detuvieron para tomar el almuerzo a la sombra del seto. Bill Puerta nunca había prestado demasiada atención a los nombres y caras de las personas, sólo lo imprescindible para su trabajo. El maíz se extendía por la ladera de la colina. Era una marea de tallos individuales, y a los ojos de un tallo otro tallo podía ser un tallo impresionante, con una docena de particularidades divertidas y distintivas que lo diferenciaran de todos los otros tallos. Pero, para el segador, todos los tallos eran… simples tallos.
Ahora empezaba a reconocer las pequeñas diferencias.
Había un William Spigot, y un Gabby Wheels, y un Duque Botommley. Todos era viejos, al menos por lo que Bill Puerta podía advertir, con la piel como cuero. En el pueblo también había hombres y mujeres jóvenes, pero, al llegar a cierta edad, todos pasaban directamente a ser viejos, sin atravesar ningún estadio intermedio. Y, luego, seguían siendo viejos durante un largo tiempo. La señorita Flitworth había dicho que, antes de poder inaugurar un cementerio por aquella zona tendría que golpear a alguien en la cabeza con la pala.
William Spigot era el que cantaba mientras trabajaba, comenzando con un largo gemido nasal que indicaba que estaba a punto de perpetrar una tonada popular. Gabby Wheels nunca decía nada; según Spigot, por eso lo llamaban Gabby[19]. Bill Puerta no había llegado a comprender la lógica de tal afirmación, pero a los demás les parecía muy evidente. Y Duque Bottomley había recibido su nombre de unos padres con grandes aspiraciones pero una idea bastante simplista sobre la estructura de clases: sus hermanos se llamaban Hidalgo, Conde y Rey.
Ahora estaban todos sentados en una hilera a la sombra del seto, aplazando el momento en que tendrían que empezar a trabajar de nuevo. Al final de la hilera se oyó un sonido gorgoteante.
—Pues no ha sido mal verano —dijo Spigot—. Y hay buen tiempo cuando empieza la cosecha, para variar.
—No durará mucho —replicó Duque—. Anoche vi una araña que tejía la tela hacia atrás. Señal segura de que va a haber una tormenta de las buenas.
—No entiendo cómo lo saben las arañas.
Gabby Wheels pasó una gran jarra de barro a Bill Puerta. Algo lo salpicó.
¿QUÉ ES ESTO?
—Zumo de manzana —dijo Spigot.
Los demás se echaron a reír.
AH —asintió Bill Puerta—, UN LICOR DESTILADO FUERTE, ENTREGADO HUMORÍSTICAMENTE A UN RECIÉN LLEGADO QUE NO LO SOSPECHA, PARA ASÍ CONSEGUIR DIVERSIONES CUANDO ÉSTE, DE MANERA INVOLUNTARIA SE EMBRIAGA.
—Vaya —dijo Spigot.
Bill Puerta bebió un largo trago.
—Y también vi que las golondrinas volaban muy bajas —insistió Duque—. Además, las perdices se vuelven a los bosques. Y hay muchas culebras grandes por ahí. Y…
—No creo que ninguno de esos bichos tenga la menor idea de meteorología —replicó Spigot—. Me apuesto lo que sea a que eres tú el que se lo va diciendo. ¿A que sí, chicos? Se acerca una buena tormenta, señora Araña, así que empieza a hacer lo que manda el saber popular.
Bill Puerta bebió otro trago.
¿CUÁL ES EL NOMBRE DEL HERRERO DEL PUEBLO?
—¿Te refieres a Ned Simnel? —respondió Spigot—. Ahora está muy ocupado, es la época de la cosecha.
TENGO TRABAJO PARA ÉL.
Bill Puerta se levantó y echó a andar hacia la puerta de la valla.
—¿Bill?
Se detuvo.
¿SÍ?
—Si te vas, deja aquí el coñac.
La forja del pueblo era un lugar oscuro y agobiantemente caluroso. Pero Bill Puerta tenía muy buena vista.
Algo se movió entre un complicado amasijo de metal. Resultó ser la mitad inferior de un hombre. La parte superior de su cuerpo se encontraba tras la maquinaria, y de allí surgía de cuando en cuando un gruñido.
Cuando Bill Puerta se aproximó a la máquina, una mano salió disparada.
—Dame una Gripley tres octavos.
Bill miró a su alrededor. En la forja había una inmensa variedad de herramientas dispersas.
—Vamos, vamos —insistió la voz que surgía de la maquinaria.
Bill Puerta eligió una pieza metálica al azar, y la colocó en la mano. Ésta se cerró y se la llevó hacia el interior. Se oyó un ruido tintineante, seguido por otro gruñido.
—He dicho una Gripley. Esto no es una… —Se escuchó el sonido chirriante del metal al ceder— Ay mi dedo, mi dedo, mi dedo, me has hecho… —Otro «clang»—. Arrrgh, eso ha sido mi cabeza. Mira lo que has hecho. Y el muelle del retén se ha vuelto a soltar del muñón del armazón, ¿te das cuenta de lo que has hecho?
LO LAMENTO.
Hubo una pausa.
¿Eres tú, joven Egbert?.
NO. SOY YO, EL VIEJO BILL PUERTA.
Hubo otra larga serie de golpes y chasquidos mientras la mitad superior del ser humano se desenredaba de la maquinaria. Al final, resultó que pertenecía a un hombre joven, con el pelo negro y rizado el rostro negro, la camisa negra y un delantal negro. Se pasó un trapo por la cara, dejando una mancha rosada, y parpadeó para quitarse el sudor de los ojos.
—¿Quién es usted?
¿EL BUENO DE BILL PUERTA? ¿EL QUE TRABAJA PARA LA SEÑORITA FLITWORTH?
—Ah, sí, ¿el tipo del incendio? Ya, el héroe del día, según tengo entendido. Chóquela.
Extendió la mano de dedos negros. Bill Puerta lo miró, sin comprender.
LO LAMENTO. TODAVÍA NO SÉ, QUÉ ES UNA GRIPLEY TRES OCTAVOS.
—Me refiero a su mano, señor Puerta.
Bill Puerta titubeó, y luego puso la mano sobre la palma del joven. Los ojos circundados de grasa negra titubearon un instante mientras el cerebro arrinconaba las sensaciones del tacto. Luego el herrero sonrió.
—Me llamo Simnel. ¿Qué le parece?
ES UN BUEN NOMBRE.
—No, me refiero a la máquina. Ingeniosa, ¿verdad?
Bill Puerta la examinó con educada incomprensión. A primera vista, parecía un molino de viento portátil pegado a un gigantesco insecto; a segunda vista, una máquina de tortura ambulante para una inquisición interesada en pasar más tiempo al aire libre. Tenía misteriosos brazos articulados, situados en ángulos diferentes. También había correas y largos muelles. El trasto iba montado sobre unas ruedas metálicas cubiertas de púas.
—Bueno, claro, así quieta no parece gran cosa —se apresuró a explicarle Simnel—. Hace falta un caballo para tirar de ella. Al menos por ahora. Tengo un par de ideas innovadoras en ese sentido —añadió con tono soñador.
¿QUÉ ES ESTE TRASTO?
Simnel lo miró, algo ofendido.
—Yo prefiero el término «maquinaria» —indicó—. Revolucionará los métodos agrícolas, ya verá, nos llevará directos al Siglo del Murciélago Frugívoro. Mi familia ha trabajado en esta forja desde hace trescientos años, pero su seguro servidor, Ned Simnel, no tiene intención de pasarse el resto de su vida clavando tiras de metal torcido a las patas de los caballos. Eso se lo garantizo.
Bill lo miró sin expresión. Luego se inclinó para echar un vistazo debajo de la máquina. Había una docena de hoces atornilladas a una gran rueda horizontal. Unos ingeniosos artefactos derivaban la energía de las ruedas, a través de una serie de poleas, hacia una serie de brazos metálicos que podían girar.
Empezó a experimentar una espantosa sensación con respecto al trasto que tenía delante. Pero, aun así, tenía que hacer la pregunta.
—Bueno, el corazón de la maquinaria es esta serie de levas —explicó Simnel, agradecido por el interés—. Recibe energía gracias a esta polea, y las levas mueven los brazos giratorios…, esas cosas de allí…, y el rastrillo, que funciona con el mismo mecanismo, baja cuando el portillo de entrada encaja con esa ranura; por supuesto, al mismo tiempo los dos cojinetes metálicos van girando, y las hojas emplumadas recogen la paja mientras el grano, merced a la gravedad, baja por el conducto de filtrado y cae en la tolva. Es el colmo de la sencillez.
¿Y LA GRIPLEY TRES OCTAVOS?
—Ah, gracias por recordármelo.
Simnel rebuscó entre los trastos dispersos por el suelo, y eligió un pequeño objeto grafilado. Lo atornilló a una pieza sobresaliente del mecanismo.
—Tiene una función muy importante. Detiene el movimiento elíptico de la leva, y se desliza gradualmente por el eje central y encaja en el rebajo de la pestaña; su fallo puede llegar a tener resultados desastrosos, como sin duda puede usted imaginar.
Simnel retrocedió un paso y se limpió las manos con el trapo, con lo que sólo consiguió engrasárselas un poquito más.
—La voy a llamar Cosechadora Combinada —dijo.
Bill Puerta se sintió muy viejo. Bueno, en realidad era muy viejo. Pero nunca se había sentido como si lo fuera. En algún lugar de las sombras de su alma, creía saber, sin necesidad de que el herrero se lo explicara, cuál era el objetivo de la Cosechadora Combinada.
OH.
—Esta tarde la probaremos en el campo grande del viejo Peedbury. Parece muy prometedora, aunque esté mal que lo diga yo. Señor Puerta, está usted viendo el futuro.
SÍ.
Puerta pasó la mano por la estructura metálica.
¿Y LA COSECHA?
—¿Mmmm? ¿Sí?
¿QUÉ OPINARÁ DE ESTO? ¿LO SABRÁ?
Simnel arrugó la nariz.
—¿Saberlo? ¿Qué tiene que saber? El maíz no es más que maíz.
Y SEIS PENIQUES SON SEIS PENIQUES.
—Exacto. —Simnel titubeó un instante—. ¿Para qué me buscaba usted?
La alta figura pasó un dedo desconsolado por el mecanismo engrasado.
—¿Señor Puerta?
¿CÓMO? OH. SÍ. QUIERO QUE ME HAGA UN TRABAJO…
Salió de la forja y regresó casi al instante con un objeto envuelto en seda. Lo desenvolvió cuidadosamente.
Había fabricado un mango nuevo para la guadaña. No era un mango recto, como los típicos de las montañas, sino de doble curva, como los que se usaban en las llanuras.
—¿Quiere que la enderece? ¿Un nuevo mango de madera? ¿Que sustituya la hoja?
Bill Puerta sacudió la cabeza.
QUIERO QUE LA MATE.
—¿Que la mate?
SÍ. POR COMPLETO. QUE DESTRUYA HASTA EL ULTIMO PEDAZO. QUE QUEDE COMPLETAMENTE MUERTA.
—Es una buena guadaña —señaló Simnel—. Da pena. La ha mantenido bien afilada…
¡NO LA TOQUE!
Simnel se lamió el dedo.
—Qué cosas —protestó—. Habría jurado que no la he tocado. ¡Si tenía la mano a varios centímetros! Bueno, en fin, que está muy afilada. La blandió en el aire. —Sí. Mu//y afi//la//da.
Se detuvo. Se metió el dedo meñique en la oreja y se rascó.
—¿Está seguro? —insistió.
Bill Puerta repitió su petición con solemnidad. Simnel se encogió de hombros.
—Bueno, de acuerdo, supongo que puedo fundirla, y luego quemar el mango —asintió.
SÍ.
—En fin, como quiera. Al fin y al cabo es su guadaña, tiene derecho a hacer lo que quiera con ella. Y claro, ahora es tecnología anticuada. Está de más.
ME TEMO QUE TIENE RAZÓN.
Símnel movió un pulgar grasiento en dirección a la Cosechadora Combinada. Bill Puerta sabía que no era más que un montón de metal y lona, y que por tanto no podía mirar a hurtadillas. Pero le estaba mirando a hurtadillas. Y más aún, lo hacía con presunción gélida, metálica.
—¿Por qué no le pide a la señorita Flitworth que le compre una de éstas, señor Puerta? Es lo ideal para una granja de un solo hombre, como la suya. Ya me lo imagino a usted ahí arriba, con el viento en el rostro, las correas moviéndose, los brazos oscilando…
NO.
—Venga, hombre. Esa mujer se lo puede permitir. Se dice que tiene cajas llenas de tesoros, de los viejos tiempos.
¡NO!
—Eh…
Simnel titubeó. El último «NO» contenía una amenaza mucho más segura que el crujir de una fina capa de hielo en un río muy profundo. Indicaba que seguir por el mismo camino sería la mayor estupidez que podía cometer Simnel.
—Bueno, usted sabrá qué es lo que más le conviene —consiguió responder.
SÍ.
—Entonces, no quiere más que eso…, oh, bueno, dejémoslo en un cuarto de penique por lo de la guadaña —parloteó Simnel—. Mire, lo siento, pero es que gasto mucho carbón, ¿sabe?, y los enanos no hacen más que subir el precio de…
TENGA. HAY QUE HACERLO PARA ESTA NOCHE.
Simnel no discutió. Discutir haría que Bill Puerta se quedara más tiempo en la forja, y el hombre empezaba a tener muchas ganas de que se fuera.
—Bien, bien.
¿HA COMPRENDIDO?
—Claro, claro.
HASTA PRONTO —dijo Bill Puerta con solemnidad. Se marchó.
Simnel cerró las puertas tras él, y se apoyó contra ellas. Uff. Era un tipo agradable, desde luego, todo el mundo contaba maravillas de él…, pero, tras un par de minutos en su compañía, uno empezaba a sentir pinchazos por todo el cuerpo. Algo así como si alguien caminara sobre tu tumba, y eso que ni siquiera la habían excavado todavía.
Atravesó el sucio local, llenó la tetera y la colocó en un rincón la forja. Cogió una llave y empezó a hacer los últimos ajustes en la Cosechadora Combinada. Entonces, vio la guadaña apoyada contra la pared.
Se dirigió hacia ella de puntillas, hasta que se dio cuenta de que caminar de puntillas era una actitud de lo más idiota. Aquel trasto no estaba vivo. No podía oír. Sólo parecía afilado.
Alzó la llave, y se sintió culpable. El señor Puerta había dicho…, bueno, el señor Puerta había dicho cosas muy extrañas, había elegido palabras completamente inadecuadas para hablar de un simple instrumento agrícola. Pero él no podía poner ninguna objeción.
Simnel bajó la llave con fuerza.
No hubo resistencia. Pero, otra vez, el herrero habría jurado que la llave se partía en dos, como si estuviera hecha de pan, a varios centímetros del filo de la hoja.
Se preguntó para sus adentros si algo podía estar tan afilado como para poseer, no un simple filo, sino la misma esencia del filo, un campo general de filo que se extendía más allá de los átomos del metal.
—¡Mier//da pu//ta!
Luego cayó en la cuenta de que eran ideas un tanto supersticiosas para un hombre que sabía cómo biselar una Gripley tres-octavos. Con un juego de poleas, uno sabía a qué atenerse. O funcionaba, o no funcionaba. Desde luego, no planteaba extraños misterios.
Contempló con orgullo la Cosechadora Combinada. Sí, cierto, hacía falta un caballo que tirase de ella. Eso lo estropeaba un poco. Los caballos eran cosa del ayer. El mañana pertenecía a la Cosechadora Combinada y a sus descendientes, que harían del mundo un lugar mejor y más limpio. Ahora lo único que necesitaba era una manera de sacar al caballo de la ecuación. Había probado con mecanismos de relojería, pero no le proporcionaban la potencia necesaria. Quizá si trataba de dar cuerda a…
A su espalda, el agua de la tetera hirvió, se salió y apagó el fuego.
Simnel la buscó a ciegas entre el vapor. Eso era lo malo, eso era lo que pasaba siempre. Uno intentaba pensar con lógica y sensatez, pero siempre sucedía alguna tontería que lo distraía.
La señora Cake corrió las cortinas.
—¿Quién es Hombre-un-Cubo? —quiso saber Windle.
La mujer encendió un par de velas y se sentó.
—Perteneció a una de esas tribus de salvajes paganos, de las tribus de Howandalandia —explicó brevemente.
—Vaya nombre tan raro, Hombre-Un-Cubo —señaló Windle.
—Pues no es su nombre completo —replicó la señora Cake de mala gana—. Bueno, ahora tenemos que cogernos de las manos. —lo miró con gesto especulativo—. Pero vamos a necesitar a alguien más.
—Si quiere, llamo a Schleppel —ofreció Windle.
—Ni hablar, no pienso tolerar que un hombre del saco se meta bajo mi mesa y esté todo el rato intentando mirarme las bragas —bufó la anciana—. ¡Ludmilla! —exclamó.
Un momento más tarde, la cortina de cuentas que daba a la cocina se apartó a un lado, y entró la joven que había abierto la puerta a Windle.
—¿Sí, madre?
—Siéntate, niña. Necesitamos a alguien más para esta sesión.
—Sí, madre.
La chica sonrió a Windle.
—Ésta es Ludmilla —explicó con tono brusco la señora Cake.
—Encantado, señorita —respondió él.
Ludmilla le dirigió una sonrisa brillante, cristalina, de esas que desde hace tiempo han convertido en un arte las personas acostumbradas a no dejar salir a la luz sus sentimientos.
—Ya nos conocemos —añadió Windle.
Han pasado casi veinticuatro horas desde la última luna llena, pensó. Todos los síntomas han desaparecido casi por completo. Casi. Vaya, vaya, vaya…
—Es mi vergüenza —suspiró la señora Cake.
—Sigue con lo tuyo, madre —respondió Ludmilla sin rencor.
—Unamos las manos.
Se sentaron en la penumbra. Entonces, Windle notó que la señora Cake apartaba la mano.
—Se me olvidaba el vaso —dijo.
—Pensaba que no creía usted en los tableros de ouija y en esas cosas, señora Cake… —empezó Windle.
Se oyó un sonido gorgoteante que procedía del aparador. La señora Cake puso un vaso lleno sobre el mantel, y volvió a sentarse.
—Y no creo —bufó.
De nuevo, se hizo el silencio. Windle, nervioso, carraspeó para aclararse la garganta.
—De acuerdo, Hombre-Un-Cubo —dijo tras una larga pausa la señora Cake—. Sabemos que estás ahí.
El vaso se movió. El líquido ambarino que contenía se agitó suavemente.
saludos, rostro pálido, desde los felices terrenos de caza… —gorjeó una voz incorpórea.
—Déjate de tonterías —refunfuñó la señora Cake—. Todo el mundo sabe que te atropello un carro en la calle Melaza porque ibas borracho perdido, Hombre-Un-Cubo.
no es culpa mía. no es culpa mía. ¿acaso tengo yo la culpa de que mi bisabuelo se viniera a vivir aquí? por lógica, a mí me tendría que haber matado un puma a mordiscos, o un mamut gigante, o algo por el estilo, se me ha negado mi derecho de muerte.
—El señor Poons, aquí presente, quiere hacerte una pregunta, Hombre-Un-Cubo —siguió la señora Cake.
ella es feliz aquí, y espera el momento en que se reúnan —replicó el espíritu.
—¿Quién? —se sorprendió Windle.
Aquello pareció desconcertar a Hombre-Un-Cubo. Por lo general, la gente se daba satisfecha con esa respuesta, sin pedir más explicaciones.
¿quién le gustaría que fuera? —preguntó con cautela—, ¿qué, me puedo beber eso ya?
—Aún no, Hombre-Un-Cubo —respondió la señora Cake.
pues buena falta me hace, aquí estamos de lo más apretados.
—¿Quiénes? —se apresuró a intervenir Windle—. ¿Te refieres a los espíritus?
los hay a cientos —le aseguró la voz de Hombre-Un-Cubo.
Windle pareció decepcionado.
—¿Sólo cientos? —protestó—. Pues no me parecen demasiados.
—Es que no hay mucha gente que se convierta en fantasma al morir —le explicó la señora Cake—. Para ser un espíritu, uno tiene que tener asuntos inacabados de suma importancia, o una venganza pendiente, o un objetivo cósmico en el que sólo se es un peón…
o una sed terrible —le recordó Hombre-Un-Cubo.
—¿Está oyendo eso? —bufó la anciana.
yo quería permanecer en el mundo espirituoso, o al menos en el divino y la cerveza.
—Bueno, ¿y qué sucede con la fuerza vital si las cosas dejan de vivir? —quiso saber Windle—. ¿Es eso lo que está causando todos estos problemas?
—Díselo al caballero —ordenó la señora Cake, al ver que Hombre-Un-Cubo no parecía muy dispuesto a responder.
¿de qué problemas hablas?
—De cosas que se desatornillan. De trajes que van por ahí corriendo solos. Todo el mundo se siente más vivo. Ese tipo de cosas.
¿eso? eso no es nada, mira, la fuerza vital se filtra por donde puede, lo que cuentas no tiene nada de preocupante, te lo digo yo.
Windle puso la mano sobre el vaso.
—Pero hay algo que sí debería preocuparme, ¿verdad? —señaló con tono rotundo—. Es relativo a esos pequeños objetos de cristal.
no quiero decirlo.
—Díselo.
Era la voz de Ludmilla, profunda, pero atractiva a su manera. Lupine no le quitaba los ojos de encima. Windle se permitió una sonrisa. Esa era una de las ventajas de estar muerto: uno veía toda una serie de cosas que los vivos pasaban por alto.
Hombre-Un-Cubo habló con voz chillona, petulante.
¿y si se lo digo, qué hará con la información, eh? esto me puede meter en un buen lío.
—Bueno, entonces…, ¿puedes decirme si lo adivino? —sugirió Windle.
sssí… a lo mejor.
—No tienes que decir nada —colaboró la señora Windle—. Mira, da dos golpes para decir sí, y uno para decir no, como en los viejos tiempos.
bueno, vaaale.
—Adelante, señor Poons —susurró Ludmilla.
La chica tenía una de esas voces que Windle hubiera deseado acariciar.
Carraspeó de nuevo.
—Creo —empezó—, o sea, me parece que son una especie de huevos. Se me ocurrió…, ¿por qué un desayuno? Y entonces pensé… huevos. Toc.
—Oh. Bueno, ya, era una tontería.
perdona, para decir sí, ¿era un golpe o dos?
—¡Dos! —rugió la médium.
Toc. Toc.
—Ah. —Windle respiró hondo—. Y cuando se abren, ¿sale con ruedas?
sí eran dos golpes, ¿verdad?
—¡Sí!
Toc. Toc.
—Ya lo sabía. ¡Ya lo sabía! ¡Debajo de los tablones del suelo de mi dormitorio, encontré una esfera que había intentado abrirse sin tener sitio suficiente! —cloqueó alegremente Windle. Entonces, frunció el ceño—. Pero ¿qué sale de ellas?
Mustrum Ridcully entró apresuradamente en su estudio y cogió el cayado de mago de la panoplia que colgaba sobre la chimenea. Se lamió el dedo y, con suavidad, tocó la punta del cayado. Se produjo una pequeña chispa octarina, acompañada por un tenue olor a lata engrasada.
Echó a andar hacia la puerta.
Entonces, se detuvo y se dio la vuelta muy despacio, porque su cerebro había tenido el tiempo necesario para analizar el desordenado contenido del estudio, y dar con la nota incongruente.
—¿Qué demonios hace eso aquí? —dijo.
Le dio un golpecito con la punta del cayado. El objeto tintineó y rodó unos centímetros.
Se parecía en cierto modo, aunque sin excesos, a los trastos que llevaban las criadas, cargados con balletas, toallas limpias y todas esas cosas que siempre llevan las criadas. Ridcully tomó nota mental de avisar al ama de llaves. Luego se olvidó del tema.
—Estos jodidos trastos de alambre con ruedas están por todas partes —refunfuñó.
Cuando pronunció la palabra «jodidos», algo semejante a un moscardón con unos colmillos como los de un gato, apareció en el aire, revoloteó como loco hasta habituarse al nuevo entorno y luego salió volando tras el desprevenido archicanciller.
Las palabras de los magos tienen poder. Y los tacos tienen poder. Y, con toda la fuerza vital que se estaba cristalizando prácticamente en el aire, tenía que encontrar puntos para filtrarse como fuera.
ciudades —dijo Hombre-Un-Cubo—. creo que son huevos de ciudades.
Los magos superiores volvieron a reunirse en la Gran Sala. Hasta el filósofo equino empezaba a estar emocionado. Se consideraba de mala educación utilizar la magia contra sus camaradas magos, y usarla contra los civiles era poco deportivo. De cuando en cuando les iba de maravilla soltarse el pelo un ratito.
El archicanciller los supervisó.
—Decano, ¿por qué tienes la cara llena de rayas de pintura? —quiso saber.
—Es camuflaje, archicanciller.
—Ah, camuflaje.
—Yeee, archicanciller.
—Oh, bueno. Lo único que importa es que te sientas satisfecho contigo mismo.
Se deslizaron hacia la zona del patio que había sido el pequeño territorio privado de Modo. Al menos se deslizaron la mayor parte de ellos. El decano avanzaba con una serie de saltitos y giros, se apretaba de cuando en cuando contra una pared y exclamaba «¡Vamos, vamos, vamos!» entre dientes.
Se quedó muy deprimido cuando vieron que el resto de los montones seguían allí donde Modo los había levantado. El jardinero, que los había seguido de puntillas y en dos ocasiones había estado a punto de ser atropellado por el decano, los examinó durante unos instantes.
—Están disimulando —rugió el decano—. ¡Yo digo que los hagamos pedazos!
—Ni siquiera están calientes todavía —señaló Modo—. El que me atacó debía de ser el más viejo.
—Entonces, ¿quieres decir que no tenemos nada contra lo que luchar? —quiso saber el archicanciller.
Bajo sus pies, el suelo tembló. Y escucharon un tenue sonido tintineante que parecía provenir de los claustros del profesorado. Ridcully frunció el ceño.
—Alguien está dejando por todas partes esas malditas cosas, esas cestas de alambre —dijo—. Esta noche había una en mi estudio.
—Sí —asintió el filósofo equino—. También había uno en mi dormitorio. Abrí el armario, y allí estaba uno de esos trastos.
—¿En tu armario? ¿Para qué lo habías guardado allí? —quiso saber Ridcully.
—Yo no lo guardé. Ya te lo he dicho. Seguro que han sido los estudiantes. Así son las bromitas que gastan. Una vez me pusieron un cepillo en la cama.
—Yo he tropezado con uno hace un rato —dijo el archicanciller—. Pero, cuando me di la vuelta para buscarlo, alguien se lo había llevado.
Volvió a oírse el tintineo, esta vez más cerca.
—Vaya, vaya, sin duda tenemos aquí a Dick el Listo…, a ver, joven, te queremos ver la cara… —gruñó Ridcully, dándose palmaditas en la mano con el cayado, en un gesto preñado de sentido.
Los magos dieron un paso hacia atrás, hasta quedar apoyados contra la pared. El conductor fantasma del carrito ya estaba casi encima de ellos. Con un rugido, Ridcully saltó de su escondrijo.
—Ajá, mi joven…, ¡mierda puta!
—A mí no me intentes tomar el pelo —refunfuñó la señora Cake—. Las ciudades no están vivas. Ya sé lo que se suele decir, pero no es en el sentido literal.
Windle Poons hizo girar entre sus manos una de las bolas llenas de copitos de nieve.
—Debe de estar poniendo miles de huevos como éstos —suspiró—. Pero no sobrevivirán todos, claro. Si no fuera así, estaríamos hasta el cuello de ciudades.
—¿Quiere decir que estas bolitas se abren y de ellas salen lugares grandes? —se sorprendió Ludmilla.
directamente, no. primero viene un estadio de movilidad.
—Algo que tenga ruedas —asintió Windle.
exacto, veo que ya lo sabes.
—Creo que lo sabía —replicó el anciano—, pero no lo comprendía. Después de la etapa de movilidad, ¿qué viene?
ni idea.
Windle se levantó.
—En ese caso, es hora de que lo averigüemos —anunció. Miró de reojo a Ludmilla y a Lupine. Ah. Sí. Bueno, ¿por qué no? Sí puedes ayudar a alguien en tu paso por este mundo, pensó Windle, entonces tu vida, o lo que sea, no habrá sido en vano. Encorvó los hombros y permitió que su voz sonara un poco cascada.
—Pero mis piernas ya no son las que eran —gorjeo—. Si alguien pudiera ayudarme, me haría un gran favor. ¿Le importaría acompañarme hasta la Universidad, señorita?
—Ludmilla no sale mucho de casa, su salud… —se apresuró a responder la señora Cake.
—Mi salud es perfecta —la interrumpió la joven—. Madre, ya sabes que ha pasado un día entero desde la última luna lle…
—¡Ludmilla!
—Bueno, pero ha pasado un día.
—Con los tiempos que corren, una joven no está segura en las calles —insistió la señora Cake.
—Pero el maravilloso perro del señor Poons asustaría hasta al criminal más peligroso —susurró la joven.
Como si le hubieran dado el pie de entrada, Lupine lanzó un ladrido de corroboración, con ojos suplicantes. La señora Cake lo examinó con mirada crítica.
—Desde luego, es un animal muy obediente —reconoció de mala gana.
—Entonces, estamos de acuerdo —se apresuró a decir Ludmilla—. Iré a buscar mi chal.
Lupine se dejó caer rodando por el suelo. Windle le dio una patadita de advertencia.
—Sé bueno —dijo.
Se oyó un carraspeo irónico que provenía de Hombre-Un-Cubo.
—De acuerdo, de acuerdo —suspiró la señora Cake. Cogió un puñado de cerillas de la cómoda, encendió una rascándola contra su uña con gesto distraído, y la dejó caer en el vaso de whisky. El alcohol ardió con una llamarada azul y, en algún lugar del mundo espiritual, el espectro de un wisky doble duró lo justo y suficiente.
Mientras Windle Poons salía de la casa, le pareció oír una voz espectral que canturreaba de manera desafinada.
El carrito se detuvo. Giró de un lado a otro, cómo si observara atentamente a los magos. Luego giró en redondo y se alejo a toda velocidad.
—¡Que no escape! —rugió el archicanciller.
Apuntó con su cayado y lanzó una bola de fuego que convirtió toda una pequeña zona de baldosas en algo amarillo y burbujeante. El carrito, que se movía a toda velocidad, recibió una violenta sacudida, pero no se detuvo, aunque una de sus ruedas parecía desviada.
—¡Es de las Dimensiones Mazmorra! —aulló el decano—. ¡A por la cesta!
El archicanciller le puso una mano en el hombro para calmarlo.
—No seas imbécil. Las Cosas de las Dimensiones Mazmorra tienen muchos más tentáculos y de todo eso. No parecen hechas.
Se volvieron al oír el sonido de otro carrito. Traqueteaba despreocupadamente por un camino lateral, y se detuvo cuando vió, o cuando percibió de alguna manera, a los magos congregados. Les ofreció una pasable representación de un carrito que finge que alguien lo ha dejado ahí por casualidad.
El tesorero se acercó cautelosamente a él.
—Deja de fingir —le espetó—. Te hemos visto, sabemos que puedes moverte.
—Eso —corroboró el decano.
El carrito se hizo el desentendido.
—No puede estar pensando —dijo tras una larga pausa el conferenciante de runas modernas—. Ahí no hay sitio para un cerebro.
—¿Quién ha dicho que estuviera pensando? —bufó el archicanciller—. Lo único que hace es moverse. Para eso no hace falta cerebro. Hasta las gambas se mueven.
Pasó los dedos por la estructura metálica.
—Ya que lo mencionas, las gambas son seres bastante inteli… —empezó el filósofo equino.
—Cállate —ordenó Ridcully—. Mmm. Pero ¿es un objeto hecho?
—Es de alambre —le señaló el filósofo equino—. Y el alambre tiene que haberlo hecho alguien. Además, están las ruedas. No hay casi ninguna cosa en la naturaleza que disponga de ruedas.
—Es que, si lo miras de cerca, parece…
—… todo de una pieza —terminó el conferenciante de runas modernas, que se había arrodillado trabajosamente para examinar mejor el objeto—. Como si fuera una unidad. Fabricada de un tirón Es como una máquina criada por alguien. ¡Pero eso es ridículo!
—Puede. ¿No hay una especie de cuco, en las Montañas del Carnero que construye relojes para anidar en ellos? —señaló el tesorero.
—Si, pero eso no es mas que un ritual de apareamiento —le explicó el conferenciante de runas modernas alegremente—. Además, nunca dan la hora exacta.
El carrito dio un salto para intentar escapar por un hueco entre los magos, y lo habría conseguido si no fuera porque el hueco estaba ocupado por el tesorero, que lanzó un grito y se derrumbó sobre la cesta. El carrito no se detuvo, sino que siguió traqueteando hacia adelante, hacia las puertas de salida del recinto.
El decano levantó el cayado. El archicanciller lo agarró por el brazo.
—Podrías darle al tesorero —dijo.
—¡Sólo una bola de fuego pequeñita!
—Es toda una tentación, pero no. ¡Vamos! ¡A por él!
—¡Yeee!
—Como quieras.
Los magos se lanzaron a la persecución. Tras ellos, sin que nadie los hubiera visto todavía, una bandada de juramentos del archicanciller revoloteaban y zumbaban. Y Windle Poons guiaba a un pequeño grupo hacia la biblioteca.
El bibliotecario de la Universidad Invisible arrastró los nudillos apresuradamente por el suelo, mientras la puerta temblaba ante los tremendos golpes.
—¡Sé que estás ahí! —le llegó la voz de Windle Poons—. ¡Tienes que dejarnos entrar! ¡Es de una importancia vital.
—Oook
—¿No vas a abrir la puerta?
—¡Oook!
—En ese caso, no me dejas elección…
Los viejos bloques de cemento se movieron lentamente a un lado. El mortero empezó a desmoronarse. En aquel momento, parte de la pared se derrumbó hacia el interior de la biblioteca, y Windle Poons apareció ante un agujero que tenía la forma de Windle Poons. El polvo lo hizo toser.
—Siento haber tenido que hacer eso —dijo—. Ya sé que solo servirá para espolear los prejuicios populares.
El bibliotecario aterrizó sobre sus hombros. Para sorpresa del orangután, al mago no le importó demasiado. Un simio de ciento cincuenta kilos suele surtir un efecto reseñable sobre la movilidad de una persona, pero Windle se lo llevó puesto como si fuera un cuello de pieles.
—Creo que buscamos la sección de Historia Antigua —dijo-Oye, ¿te importaría dejar de intentar retorcerme la cabeza?
El bibliotecario miró a su alrededor, enloquecido. Aquella técnica nunca le había fallado.
Sus fosas nasales se movían, agitadas.
El bibliotecario no había sido siempre un orangután. Una biblioteca mágica es un lugar de trabajo muy peligroso, y él se había visto transformado en simio como resultado de una explosión de magia. Como ser humano, siempre fue bastante inofensivo, pero ahora la mayor parte de la gente se había acostumbrado tanto a su nueva forma que pocos lo recordaban. A pesar de todo, con el cambio había recibido la llave de todo un manojo de sentidos y recuerdos raciales. De ellos, uno de los más profundos, más fundamentales, más aferrados a los huesos, tenía relación con las formas. Se retrotraía al amanecer de la consciencia. En la mente evolucionada del simio, las formas con hocicos, colmillos y cuatro patas estaban archivadas bajo el epígrafe Malas Noticias.
Un lobo muy grande acababa de cruzar el agujero de la pared, seguido por una joven bastante atractiva. Los receptores de señales del bibliotecario se sobrecargaron temporalmente.
—Además —siguió Windle—, lo más probable es que yo pudiera hacerte un nudo con los brazos.
—¡Eeek!
—No es un lobo vulgar y corriente. Te lo digo yo.
—¿Oook?
Windle bajó la voz.
—Y puede que, en el sentido más estricto de la palabra, ella no sea una mujer corriente —añadió.
El bibliotecario miró a Ludmilla. Sus fosas nasales temblaron de nuevo. Frunció el ceño.
—¿Oook?
—De acuerdo, de acuerdo, puede que no me haya explicado demasiado bien. Anda, sé buen muchacho, suéltame de una vez.
El bibliotecario soltó a su presa con suma cautela, y se dejó caer al suelo, siempre manteniendo a Windle entre Lupine y él.
Windle se sacudió de la túnica los restos de cemento.
—Tenemos que investigar todo lo posible acerca de las vidas de las ciudades —dijo—. Concretamente, necesito saber qué…
Se oyó un tenue sonido tintineante.
Una cesta de alambre dio la vuelta tranquilamente a la inmensa mole de la estantería más cercana. Iba llena de libros. Se detuvo en cuanto se dio cuenta de que la habían visto, y trató de fingir que en su vida había sido capaz de moverse por su cuenta.
—La etapa de movilidad —se atragantó Windle Poons.
La cesta de alambre trató de retroceder centímetro a centímetro, todavía fingiendo que no se movía. Lupine lanzó un gruñido grave.
—¿A esto se refería Hombre-Un-Cubo? —quiso saber Ludmilla.
El carrito desapareció. El bibliotecario rugió y salió corriendo tras ella.
—Oh, sí. Algo que parezca útil a la gente —asintió Windle, que de pronto se sentía histéricamente alegre—. Así funciona, seguro. Primero, es algo que quieres conservar y colocar en cualquier parte. Miles de esos objetos no conseguirán las condiciones adecuadas, pero no importará, porque habrá millones. Y luego, el siguiente estadio será algo que resulte útil, que pueda llegar a cualquier parte, sin que nadie piense que se ha movido solo. ¡Pero no es el momento adecuado para que suceda esto!
—¿Cómo puede estar viva una ciudad? —insistió Ludmilla—. ¡Están hechas de cosas muertas!
—Igual que la gente. Créeme, te lo digo yo. Lo sé muy bien. Pero me parece que tienes razón. Esto no debería estar sucediendo. Se debe a toda la fuerza vital que rezuma por ahí. Está…, está alterando el equilibrio. Transforma algo que no es realmente real en una realidad. Y sucede demasiado pronto, y demasiado deprisa…
El bibliotecario lanzó un chillido de rabia. El carrito salió rápidamente de entre otra hilera de estanterías. Sus ruedas eran un borrón de movimiento mientras se precipitaba hacia el agujero de la pared. El bibliotecario se había agarrado firmemente a él con una mano, y ondeaba tras el carrito como una bandera muy gorda.
El lobo saltó.
—¡Lupine! —gritó Windle.
Pero, desde el día en que el primer cavernícola lanzó la primera rodaja de tronco por la ladera de una colina, los miembros de la especie canina han sentido la apremiante necesidad racial de perseguir cualquier cosa que vaya sobre ruedas. Lupine ya estaba lanzando furiosas dentelladas al carrito.
Sus mandíbulas se cerraron sobre una rueda. Se oyó un aullido, un grito del bibliotecario, y luego simio, lobo y cesta de alambre fueron a estrellarse contra la pared.
—¡Ay, pobrecito mío! ¡Mírelo!
Ludmilla cruzó apresuradamente la sala y se arrodilló junto al lobo caído.
—¡Mire, le ha pasado por encima de las patas!
—Y probablemente haya perdido un par de dientes —replicó Windle.
Ayudó al bibliotecario a levantarse. Había un brillo rojizo en los ojos del simio. Aquel carrito le había intentado robar sus libros. Ningún mago podría pedir mejor prueba de que aquellos trastos carecían de cerebro.
Se agachó y arrancó las ruedas de la cesta de alambre.
—Olé —aplaudió Windle.
—¿Oook?
—No, no es «con leche» —replicó el mago.
Lupine había apoyado la cabeza en el regazo de Ludmilla, que se la estaba acariciando. Había perdido un diente, y tenía el pelaje hecho un desastre. Abrió un ojo y clavó en Windle una mirada amarillenta, conspiradora, mientras recibía más caricias en las orejas. He aquí un perro con suerte, pensó el anciano. Dentro de nada, abusará de ella: alzará una pata y gemirá.
—Bien —asintió Windle—. Ahora, bibliotecario, creo que ibas a ayudarnos…
—Pobre perro, qué valiente —suspiró Ludmilla.
Lupine alzó una pata y gimió.
Con la aullante carga que era el tesorero, la otra cesta de alambre no podía alcanzar la velocidad de su difunta camarada. Además, iba cojeando de una rueda. Se tambaleaba con impotencia de un lado a otro, y casi se cayó al cruzar las puertas, inclinada hacia un lado.
—¡Estoy seguro de que acertaría! ¡Estoy seguro de que acertaría! —gritaba el decano.
—¡Ni se te ocurra! ¡Podrías darle al tesorero! —rugió Ridcully—. ¡Hasta podría dañar las propiedades de la Universidad!
Pero el desacostumbrado rugido de la testosterona no permitía oír al decano. Una rugiente bola de fuego verde se estrelló contra el carrito lisiado. Las ruedas salieron disparadas por el aire.
Ridcully respiró hondo.
—¡Maldito…! —gritó.
La palabra que siguió era completamente desconocida para aquellos magos que no habían recibido su robusta crianza rural, y por tanto lo ignoraban todo sobre las costumbres de apareamiento de los animales. Pero esa palabra cobró existencia a pocos centímetros del rostro del archicanciller: era gorda, redonda, negra y brillante, con un entrecejo aterrador. Proyectó contra él una lengua insectil, y salió volando para reunirse con el pequeño enjambre de tacos, juramentos y maldiciones.
—¿Qué demonios era eso?
Una cosa más pequeña apareció junto a su oreja.
Ridcully se quitó el sombrero bruscamente.
—¡Mierda! —El enjambre se incrementó en una unidad—, ¡Me acaba de picar algo!
Un escuadrón de Maldiciones recién nacidas emprendieron un valiente vuelo hacia la libertad. Ridcully trató de aplastarlas a sombrerazos.
—¡Fuera de aquí, jo…! —empezó.
—¡No lo digas! —aulló el filósofo equino—, ¡Cállate!
La gente nunca le decía al archicanciller que se callara. Callarse era algo que siempre había visto hacer a los demás. La sorpresa lo dejó callado.
—Es que —se apresuró a explicar el filósofo equino—, cada vez que dices un taco, aparece un bicho de ésos. ¡Salen del aire cosas con alas!
—¡Mierda puta! —exclamó el archicanciller.
Pop. Pop.
El tesorero se desembarazó como pudo de los restos del carrito de alambre. Encontró su sombrero puntiagudo, le quitó el polvo, se lo puso, frunció el ceño, se lo volvió a quitar y sacó una ruedecita del interior. Al parecer, sus colegas no le prestaban demasiada atención.
—¡Pero si llevo toda la vida haciéndolo! —oyó decir al archicanciller—. No hay nada de malo en una buena maldición, hace que la sangre circule mejor. Cuidado, decano, uno de esos jo…
—¿No puedes decir otra cosa? —gritó el filósofo equino para hacerse oír por encima del zumbido y el revoloteo del enjambre.
—¿Como qué?
—Como…, oh, no sé…, como…, cáspita.
—¿Cáspita?
—Sí, o quizá jolín.
—¿Jolín? ¿Quieres que diga jolín?
El tesorero se arrastró hasta el grupo de magos. Ponerse a discutir sobre detalles sin importancia en momentos de emergencia dimensional era una de las costumbres típicas de sus colegas.
—La señora Whitlow, el ama de llaves, siempre dice «canastos» cuando se le cae algo —contribuyó.
El archicanciller se volvió hacia él.
—Puede que diga «canastos» —gruñó—. Pero lo que en realidad quiere decir es mier…
Los magos se agacharon. Ridcully consiguió morderse la lengua a tiempo.
—Oh, caray —dijo, deprimido.
Las maldiciones se posaron cariñosamente sobre su sombrero.
—Les gustas-señaló el decano.
—Eres su papá —asintió el conferenciante de runas modernas. Ridcully bufó.
—Hijos de… míos, a ver si dejáis de decir gi… tonterías a costa de vuestro archicanciller, y me hacéis el pu… el inmenso favor concentraros en averiguar qué está sucediendo —dijo.
Los magos contemplaron el aire con gesto expectante. No brotó nada.
—Lo estás haciendo muy bien —lo felicitó el conferenciante de runas modernas—. Sigue así.
—Canastos, canastos, canastos —repitió el archicanciller— Jolín, jolín, jolín. Caray, caray, caray. —Sacudió la cabeza—. Es inútil. Esto no me ayuda a descargar mis emociones.
—Pero al menos sirve para descargar el aire —señaló el tesorero.
Por primera vez, advirtieron su presencia.
Contemplaron los restos del carrito.
—Cosas que corren por ahí —dijo Ridcully—. Cosas que cobran vida.
Alzaron la vista al oír un sonido chirriante que era cada vez más familiar.
Otras dos cestas sobre ruedas traquetearon por la plaza que se extendía ante las puertas de la verja. Una estaba llena de fruta. La otra estaba medio llena de fruta y medio llena de una niña que gritaba sin cesar.
Los magos se quedaron mirándola boquiabiertos. Una riada de gente corría tras los carritos. A la cabeza, con una ventaja de pocos pasos, iba una mujer, desesperada y decidida. Pasó como una exhalación ante la Universidad.
El archicanciller consiguió atrapar a un hombre corpulento que corría esforzadamente en las últimas filas de la multitud.
—¿Qué ha pasado?
—¡Yo sólo estaba cargando unos melocotones en esa cesta, pero de repente se me escapó!
—¿Y la niña?
—Ni idea. Esa mujer tenía una cesta igual, y me compró unos melocotones, y luego…
Todos se giraron a la vez. Una cesta salió traqueteando por un callejón, los vio, se dio la vuelta rápidamente y escapó de la plaza.
—Pero ¿por qué? —insistió Ridcully.
—Bueno, son unos trastos muy útiles para guardar cosas —replicó el hombre—. Y yo tengo que transportar los melocotones. Se magullan con nada.
—Todos van en la misma dirección —señaló el conferenciante de runas modernas—. ¿Os habíais dado cuenta?
—¡A por ellos! —rugió el decano.
Los demás magos, demasiado asombrados como para discutir, corrieron tras él.
—No… —empezó Ridcully.
Se dio cuenta de que era inútil. Y estaba perdiendo la iniciativa. Con sumo cuidado, formuló mentalmente el grito de combate más suave en la historia de las batallas.
—¡Cáspita, atrapemos a esas cestas malas! —chilló.
Y echó a correr tras el decano.
Bill Puerta trabajó durante toda la larga tarde calurosa, a la cabeza de una hilera de agravilladores y hacinadores.
Hasta que se oyó un grito, y los hombres corrieron hacia el seto que separaba los prados.
El campo grande de Iago Peedbury estaba justo al otro lado. Los peones de su granja empujaban la Cosechadora Combinada, montada sobre ruedas, a través de la puerta de la valla.
Bill fue a reunirse con todos los espectadores apoyados en el seto. A lo lejos se divisaba la figura de Simnel, que daba instrucciones sin cesar. Obligaron a retroceder a un caballo aterrorizado hasta que se colocó entre las dos varas sobresalientes. El herrero trepó hasta el pequeño asiento de metal en el centro de la máquina, y se hizo con las riendas del caballo.
El animal echó a andar. Los brazos articulados se desplegaron. Las sábanas de lona empezaron a girar, y probablemente el eje de la artesa estaba funcionando, pero eso no importó mucho, porque alguna otra cosa hizo «clonk», y la máquina se detuvo.
Entre la multitud de hombres que miraban desde el seto se empezaron a elevar gritos de «¡Llévatela a casa y ordéñala!», «¡A ver cuanto te da por ella el chatarrero!», «¡Ponle un caballo más y así tendrás una pareja!», y otras expresiones típicas del humor popular. Simnel se apeó, mantuvo una conversación en susurros con Peedbury y con sus hombres, y luego desapareció unos instantes en el interior de la máquina.
—¡Nunca volará!
—¡Ha perdido tornillos por el camino!
En esta ocasión, la Cosechadora Combinada avanzó varios metros antes de que uno de los trozos de lona giratoria se rasgara y se enredara en los ejes. Para entonces, algunos de los ancianos sentados en el seto estaban ya doblados de risa.
—¡Hierro viejo, se vende a granel!
—¡Tráete la de repuesto, ésta no va!
Simnel se apeó de nuevo. Le llegaron los silbidos lejanos mientras desataba la lona rasgada y la sustituía por una nueva. No hizo caso.
Sin apartar la mirada de la escena que tenía lugar en el prado contiguo, Bill Puerta se sacó del bolsillo una piedra de afilar y empezó a trabajar en su guadaña con lentitud, con deliberación.
Aparte del tintineo lejano de las herramientas del herrero, el chip-chip de la piedra contra el metal era lo único que se oía en el aire pesado de la tarde.
Simnel se subió de nuevo a la cosechadora, e hizo un gesto de asentimiento en dirección al hombre que sujetaba el caballo.
—¡Allá vamos otra vez!
—¡Apuestas!, ¿qué se romperá ahora?
—¡Dale duro, a ver si avanzas tres metros…!
Los gritos se apagaron. Media docena de pares de ojos contemplaron el movimiento de la Cosechadora Combinada prado arriba, la miraron fijamente mientras airaba en el promontorio, la observaron volver hasta el lugar donde había empezado. Pasó traqueteando junto a ellos, con su movimiento oscilante. Al llegar al final del prado, se volvió con un movimiento limpio. Regresó de nuevo.
—No llegará a gustar —dijo alguien tras un rato con tono sombrío—. Aquí nadie la va a querer, os lo digo yo.
—Claro que no. ¿Para qué sirve un cacharro como ése? —asintió otro.
—Y que lo digas, no es más que un reloj grande. No puede hacer nada más que subir y bajar por el prado…
—… muy deprisa…
—… cortando el maíz y separando el grano…
—Ya ha hecho tres hileras.
—¡Joder!
—¡Casi no se ve como se mueven las piezas! ¿A ti qué te parece, Bill? ¿Bill?
Miraron a su alrededor.
Bill Puerta iba ya por la segunda fila, pero estaba acelerando.
La señorita Flitworth entreabrió la puerta.
—¿Sí? —preguntó con tono de sospecha.
—Se trata de Bill Puerta, señorita Flitworth. Lo traemos a casa.
La mujer abrió más la puerta.
—¿Qué le ha pasado?
Los dos hombres entraron como pudieron, tratando de sostener una figura que medía treinta centímetros más que ellos. La figura alzó la cabeza y dirigió una mirada turbia a la señorita Flitworth.
—No sabemos qué le dio —dijo Duque Bottomley.
—Este tipo es un demonio para el trabajo —añadió William Spigot—. Desde luego, se gana lo que le paga usted, señorita Flitworth.
—Pues será el primero que lo haga —replicó la mujer con amargura.
—Iba por el prado como un loco, intentando derrotar a esa máquina de Ned Simnel. Tuvimos que ponernos cuatro de nosotros a atar los haces. Además, casi ganó.
—Déjenlo en el sofá. —Le dijimos que se estaba esforzando demasiado, con tanto sol…
Duque inclinó el cuello para echar un vistazo hacia la cocina por si veía joyas y tesoros sobresaliendo de los cajones. La señorita Flitworth se interpuso en la trayectoria de su mirada.
—Estoy segura, estoy segura. Gracias. Bueno, supongo que los esperan en casa.
—Si hay algo que podamos hacer…
—Sí, ya sé dónde encontrarlos. Y además, no me pagan el alquiler desde hace cinco años. Adiós, señor Spigot.
Los acompañó hasta la puerta y se la cerró en las narices. Luego se dio la vuelta.
—¿Qué demonios ha estado haciendo, oh gran señor Bill Puerta?
ESTOY CANSADO, Y ESO NO SE DETENÍA.
Bill Puerta se llevó las manos al cráneo.
ADEMÁS, SPIGOT ME DIO EN UN GESTO HUMORÍSTICO UNA BEBIDA DE ZUMO DE MANZANA FERMENTADO PORQUE HACÍA MUCHO CALOR, Y AHORA ME ENCUENTRO ENFERMO.
—No es de extrañar. Lo prepara en su cabaña de los bosques. Manzanas es lo que menos pone.
HASTA AHORA NUNCA ME HABÍA SENTIDO ENFERMO. NI TAMPOCO CANSADO.
—Son cosas de estar vivo.
¿CÓMO LO SOPORTAN LOS HUMANOS?
—En parte, gracias al zumo de manzana fermentado.
Bill Puerta siguió sentado, y contempló el suelo con gesto sombrío.
PERO ACABAMOS EL PRADO —dijo. En su voz había un matiz triunfal—. YA ESTÁ HAZADO EN PILARES. APILADO EN HACES.
Volvió a sujetarse el cráneo.
ARRRGH
La señorita Flitworth desapareció en dirección al fregadero. Se oyó el crujido de la bomba de agua. Regresó con un paño húmedo y vaso de agua.
¡HAY UN TRITÓN DENTRO!
Eso demuestra que está fresca[20] —replicó la señorita Flitworth al tiempo que sacaba al anfibio y lo soltaba sobre las baldosas. El animal se escabulló rápidamente hacia una ranura. Bill Puerta trató de incorporarse.
AHORA CASI COMPRENDO POR QUÉ ALGUNAS PERSONAS DESEAN MORIR —dijo—. HABÍA OÍDO HABLAR DEL DOLOR Y EL SUFRIMIENTO, PERO HASTA AHORA NO HABÍA ENTENDIDO PLENAMENTE A QUÉ SE REFERÍAN.
La señorita Flitworth echó un vistazo a través de la ventana polvorienta. Las nubes que se habían estado acumulando toda la tarde sobre las colinas eran ahora de color gris, con un amenazador tinte amarillento. El calor presionaba como un torno.
—Se avecina una gran tormenta.
¿ESTROPEARÁ MI COSECHA?
—No. Luego se seca.
¿CÓMO ESTA LA NIÑA?
Bill Puerta abrió la mano. La señorita Flitworth arqueó las cejas. Allí estaba el reloj de cristal dorado, con la burbuja de encima casi vacía. Pero parpadeaba, un instante estaba allí, y al otro no.
—¿Cómo es que lo tiene usted? ¡Si está arriba! La niña lo tiene tan agarrado como… —titubeó—. Como alguien que agarra algo muy fuerte.
TODAVÍA SIGUE ARRIBA. PERO TAMBIÉN ESTÁ AQUÍ. Y EN TODAS PARTES. AL FIN Y AL CABO, NO ES MÁS QUE UNA METÁFORA.
—Pues lo que la niña tiene en la mano parece muy real.
EL HECHO DE QUE ALGO SEA UNA METÁFORA NO QUIERE DECIR QUE NO SEA REAL.
La señorita Flitworth era consciente de que la voz de Bill Puerta resonaba como si hubiera un eco, como si las palabras fueran pronunciadas por dos personas a la vez, casi en sincronía, pero no del todo.
—¿Cuánto le queda?
ES CUESTIÓN DE HORAS.
—¿Y la guadaña?
LE DI INSTRUCCIONES MUY CONCRETAS AL HERRERO.
La mujer frunció el ceño,
—No digo que el joven Simnel sea mal muchacho, pero… ¿está usted seguro de que lo hará? Pedir a un hombre que destruya una herramienta como ésa es…, bueno, es pedir demasiado.
NO TUVE ELECCIÓN. EL PEQUEÑO HORNO QUE HAY AQUÍ NO ERA SUFICIENTE.
—Era una guadaña muy afilada.
ME TEMO QUE NO TODO LO AFILADA QUE HACÍA FALTA.
—¿Y nadie intentó nunca eso con usted?
HAY UN DICHO: NO TE LO PUEDES LLEVAR CONTIGO.
—Sí.
¿CUÁNTA GENTE SE LO HA CREÍDO DE VERDAD?
—Recuerdo que una vez leí algo sobre esos reyes paganos —respondió la señorita Flitworth, titubeante—. Gente del desierto, ya sabe. Los que construían pirámides y metían tantas cosas dentro. Hasta barcos y todo. Hasta chicas con pantalones transparentes, y cacharros de cocina y todo. No me irá a decir que eso está bien.
NUNCA HE ESTADO MUY SEGURO ACERCA DE LO QUE ES EL BIEN —respondió Bill Puerta—. NO ESTOY SEGURO DE QUE EXISTA ESO DEL BIEN. O EL MAL. SOLO HAY ZONAS INTERMEDIAS.
—No, lo que está bien está bien, y lo que está mal está mal —replicó la señorita Flitworth—. A mí me educaron para conocer la diferencia.
LA EDUCÓ UN CONTRABANDISTA.
—¿Un qué?
UNA PERSONA QUE HACE CONTRABANDO.
—¿Y eso qué tiene de malo?
ME LIMITO A SEÑALAR QUE ALGUNAS PERSONAS PODRÍAN TENER UNA OPINIÓN DIFERENTE.
—¡Ésas no cuentan!
PERO…
En algún punto de la colina cayó un rayo. El trueno consiguiente retumbó sobre la casa. Unos cuantos ladrillos de la chimenea se derrumbaron. Entonces, las ventanas temblaron ante una temible sacudida.
Bill Puerta recorrió la sala a zancadas, y abrió la puerta de golpe. Piedras de granizo, del tamaño de huevos de gallina, rebotaron contra ella y se colaron en la cocina.
OH. TEATRO.
—¡Oh, demonios!
La señorita Flitworth se coló por debajo del brazo de Bill Puerta.
—¿Y de dónde sale ese viento?
¿DEL CIELO? —sugirió Bill Puerta, sorprendido ante el repentino nerviosismo.
—¡Vamos!
La mujer corrió hacia la cocina como un torbellino, y rebuscó en un cajón hasta dar con un farol y un fajo de cerillas.
PERO USTED DIJO QUE SE SECARÍA…
—Con una tormenta normal, sí, pero con esta barbaridad… ¡se estropeará! ¡Mañana por la mañana nos la encontraremos dispersa por toda la colina!
Consiguió encender el farol y volvió corriendo. Bill puerta miró hacia el exterior, hacia la tormenta. Vio cómo el vendaval arrastraba algunas pajas.
¿ESTROPEARSE? ¿MI COSECHA? —Se irguió en toda su altura—. ¡Y UNA MIERDA!
El trueno retumbó también sobre el tejado de la herrería. Ned Simnel hizo funcionar los fuelles de la forja hasta que el corazón de los tizones fue de color blanco, con apenas un atisbo de amarillo.
Había sido un día excelente. La Cosechadora Combinada había funcionado aún mejor de lo que se había atrevido a esperar; el viejo Peedbury se empeñó en quedársela para poder hacer otro prado al día siguiente, así que la había dejado allí, no sin antes cubrirla con una lona alquitranada. Mañana enseñaría a uno de los hombres a manejarla, y así él podría dedicarse a trabajar en un nuevo modelo, con grandes mejoras. El éxito estaba garantizado. No cabía duda de que había abierto las puertas del futuro.
Aparte de eso, estaba el asunto de la guadaña. Se dirigió hacia la pared donde la había colgado. Eso sí que era todo un misterio. Se trataba de la mejor herramienta de su clase que había visto en su vida. Ni siquiera había manera de embotar la hoja. Su filo se extendía más allá del filo en sí. Y le habían ordenado que la destruyera. Aquello carecía de lógica. Ned Simnel creía firmemente en la lógica, sobre todo en cierta lógica especializada.
A lo mejor Bill Puerta sólo pretendía librarse de ella, y eso era perfectamente comprensible; porque, incluso tal como estaba ahora, colgada inocentemente de la pared, parecía irradiar filo. Había una sutil aura violácea en torno a la hoja, causada por las corrientes de aire de la habitación que arrastraban a desafortunadas moléculas de aire hacia una muerte segura.
Ned Simnel la cogió con sumo cuidado.
El tal Bill Puerta era un tipo de lo más extraño. Había dicho que quería estar completamente seguro de que la guadaña quedaba muerta. Como si fuera posible matar a una cosa.
Además, ¿cómo iba alguien a destruir aquel objeto? Oh, sí, el mango se podía quemar, era posible calcinar al metal si ponía en ello auténtico empeño, y al final no quedaría más que un montoncito de polvo y cenizas. Eso era lo que quería el cliente.
Pero, por otra parte, también era de suponer que se podía destruir la guadaña con sólo separar la hoja del mango…, al fin y al cabo, después de hacer eso, lo que quedaría no sería una guadaña. Sólo serían…, bueno, trozos. Sí, claro, con esos trozos se podía fabricar una guadaña, pero también se podría fabricar una guadaña a partir del polvo y las cenizas. Sólo hacía falta saber cómo.
Ned Simnel quedó bastante satisfecho con esta argumentación.
Además, al fin y al cabo, Bill Puerta no le había pedido ninguna prueba de que la herramienta estaba… eh… muerta.
Calculó la distancia con suma cautela y, después, blandió la guadaña para cortar un trozo del yunque. Increíble.
Filo total.
Se rindió. Aquello no era justo. No se le podía pedir a una persona como él que destruyera semejante herramienta. Era una obra de arte. Aún más. Era un prodigio de la técnica.
Se dirigió hacia el otro extremo de la habitación, donde había un montón de leña, y tiró la guadaña al otro lado, para que quedara oculta tras los troncos. Se oyó un quejido breve, punzante.
Y no haría nada incorrecto. Al día siguiente, sin ir más lejos, devolvería a Bill su cuarto de penique.
La Muerte de las Ratas se materializó tras el montón de leña de la forja, y caminó con paso cansino hasta el patético montoncito de piel que había sido la rata que se interpuso en el camino de la guadaña.
Su espíritu estaba de pie junto a él. Parecía deprimido, y no le hizo mucha gracia su llegada.
—¿Kiiik? ¿Kiiik?
KIIIK —explicó la Muerte de las Ratas.
—¿Kiiik?
KIIIK —confirmó la Muerte de las Ratas.
—¿[Vibración de bigotes] [Movimiento de nariz]?
La Muerte de las Ratas asintió con la cabeza.
KIIIK.
La rata pareció abatida. La Muerte de las Ratas le puso en el hombro una zarpa de huesos, no exenta de bondad.
KIIIK
La rata asintió con tristeza. Había vivido bien en la forja. En los dominios de Ned, nadie hacía limpieza nunca, y el herrero era probablemente el campeón mundial en la especialidad de olvidarse bocadillos a medias. Al final, el espíritu del animal se encogió de hombros y echó a andar tras la figura de la túnica oscura. Tampoco tenía mucho donde elegir.
La gente corría precipitadamente por las calles. Muchos transeúntes iban en persecución de carritos. Muchos carritos iban llenos con todo el surtido de cosas para cuyo transporte la gente los había considerado útiles: leña, niños, compras…
Y ya no se escabullían, sino que avanzaban a ciegas, todas en la misma dirección.
Una manera posible de detener a los carritos era volcarlos, para que quedaran ruedas arriba, sacudiéndose inútilmente. Los magos vieron a buen número de entusiastas tratando de destrozarlos, pero aquellos trastos eran prácticamente indestructibles…, se doblaban, pero no se rompían. Y, aunque tan sólo les quedara una rueda entera, intentaban valientemente seguir su camino.
—¡Mirad ése de allá! —rugió el archicanciller—. ¡Lleva toda mi colada! ¡Mi propia colada! ¡Cáspita con ese carrito malo!
Se abrió camino a empujones entre la multitud y metió el cayado entre las ruedas del carrito, haciendo que cayera de lado.
—¡No hay manera de apuntar con tanto civil por medio! —se quejó el decano.
—¡Debe de haber cientos de carritos! —exclamó el conferenciante de runas modernas—. ¡Son como bichajos![21] Aparta de mí, so…, so…, ¡so cesta!
Derribó con su cayado a un molesto carrito.
La marea de cestas sobre ruedas estaba inundando toda la ciudad. Pese a su resistencia, los humanos fueron cayendo presa del agotamiento, o atropellados por las ruedas zigzagueantes. Solo los magos consiguieron mantener el ritmo, gritándose unos a otros y atacando al enjambre plateado con sus bastones. No era que la magia no funcionase. Todo lo contrario, iba bastante bien. Un buen hechizo podía convertir uno de los carritos en un millar de complicados puzzles de alambre. Pero ¿de qué servía eso? Al momento siguiente, dos carritos ocupaban el lugar de su congénere caído.
En torno al decano, los carritos aplastados formaban un montón de desperdicios metálicos.
—Le está cogiendo el tranquillo, ¿no te parece? —dijo el filósofo equino mientras el tesorero y él conseguían volcar una cesta más,
—Desde luego, grita muchos «Yeee» —asintió el tesorero.
El decano no recordaba haber sido tan feliz en toda su vida. Se había pasado sesenta años obedeciendo las reglas autoimpuestas del mundo de la magia… y, de pronto, se lo estaba pasando de maravilla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que, en lo más profundo de su ser, lo que siempre había deseado era destrozar cosas.
El fuego brotaba de la punta de su cayado. Asas y trozos de ruedas que giraban de forma patética caían tintineando a su alrededor. Y lo mejor de todo era que los blancos no parecían tener fin. Una segunda oleada de carritos, esta vez aún más apretados, trataba de avanzar por encima de los que todavía seguían en contacto con el suelo. No les servía de nada, pero, aun así, lo intentaban. Y lo intentaban con desesperación, porque una tercera oleada de carritos trepaba ya por encima de ellos, aplastándolos. Aunque quizá la palabra «intentar» no fuera la más apropiada. Sugería una especie de esfuerzo consciente, una posibilidad de que a lo mejor existía un estado de «no intentar». Pero el movimiento implacable de los objetos, la manera en que se aplastaban unos a otros en su precipitación, tenía un algo que sugería que las cestas de alambre eran tan capaces de decidir en aquel asunto como el agua de decidir si quería o no discurrir cuesta abajo.
—¡Yeee! —gritaba el decano.
La magia en estado puro se estrellaba contra los retorcidos trozos de metal. Llovían ruedas.
—¡Toma taumaturgia, jo…! —empezó el decano.
—¡No digas tacos! ¡No digas tacos! —se apresuró a interrumpirlo Ridcully, gritando para hacerse oír por encima del ruido.
Apartó de un manotazo a un Hijo de Puta que orbitaba en torno a su sombrero.
—¡No sabemos en qué se podrían convertir! —añadió.
—¡Caray! —rugió el decano.
—Es inútil. Tanto daría que estuviéramos conteniendo una marea —suspiró el filósofo equino—. Yo voto por que volvamos a la Universidad y preparemos unos cuantos hechizos. De los duros.
—Buena idea —asintió Ridcully. Contempló unos instantes el muro de alambres retorcidos, que avanzaba sin cesar—, ¿Se te ocurre cómo? —añadió.
—¡Yeeee! ¡Bribones! —gritó el decano.
Volvió a apuntar con su cayado. El bastón emitió un ruidito patético que, si hubiera que escribirlo, se reflejaría en el papel como un pffft. Una débil chispa cayó de la punta y se estrelló contra los guijarros del suelo.
Windle Poons cerró de golpe otro libro. El bibliotecario cerró los ojos como si le doliera,
—¡Nada! Volcanes, maremotos, ira de los dioses, magos ineptos…, no quiero saber cómo han sido asesinadas otras ciudades. Lo que necesito es saber cómo acabaron…
El bibliotecario amontonó otra pila de libros sobre la mesa de lectura.
Windle estaba dándose cuenta de que otra de las ventajas de estar muerto era el dominio de los idiomas. Podía percibir el sentido de las palabras, aunque no supiera qué significaban realmente. Desde luego, estar muerto no era como quedarse dormido. Era como despertar.
Echó un vistazo hacia el otro lado de la biblioteca, donde Ludmilla estaba vendando la pata de Lupine.
—¿Bibliotecario? —susurró.
—¿Oook?
—Tú también sufriste un cambio de especie…, mira, es hablar por hablar, pero… imagina que te encuentras con una pareja que… bueno, supongamos que hay un lobo que se convierte en lobo-hombre cuando hay luna llena, y una mujer que se convierte en mujer-lobo con la luna llena…, ya sabes, que se aproximan a la misma forma pero desde puntos diferentes… Y van y se conocen. ¿Qué les dirías? ¿Dejarías que se aclararan solos?
—Oook —respondió el bibliotecario al instante.
—Es tentador.
—Oook.
—Eso no le haría ninguna gracia a la señora Cake.
—Eeek Oook.
—Tienes razón. Podrías haberlo dicho de una manera menos ruda, pero tienes razón. Todo el mundo tiene derecho a aclarar su vida sin intromisiones.
Suspiró y pasó la página. Abrió los ojos de par en par.
—La ciudad de Kahn Li —dijo—, ¿Habías oído hablar de ella? ¿Qué libro es éste? El Grimorio Increíble Pero Cierto de Stripfettle, Aquí dice… «carritos»…, nadie supo de dónde habían salido,…, tan útiles que se contrató a muchos hombres para reunir una manada y llevarlos a la ciudad… De repente, una marea de criaturas…, los hombres las siguieron y contemplaron…, había una nueva ciudad más allá de los muros, una ciudad como hecha por comerciantes, donde los carritos entraban…
Pasó la página.
—Parece decir que… Aún no lo he comprendido bien, se dijo. Cubo-Un-Hombre piensa que estamos hablando del nacimiento de ciudades. Pero no es así. Una ciudad es algo vivo. Imaginemos que la contempla un gran gigante de vida lenta, como un Pino Contador. Vería edificios que crecen. Vería asaltantes que son repelidos. Vería incendios que se apagan. Vería que la ciudad estaba viva, pero no percibiría a la gente, porque las personas se moverían demasiado deprisa. La vida de una ciudad, la vida que la hace funcionar, no es ninguna fuerza misteriosa. La vida de una ciudad es la gente.
Pasó las páginas con gesto distraído, sin mirarlas realmente…
Así que tenemos las ciudades, criaturas grandes, sedentarias, que crecen en determinado lugar y apenas se mueven en miles años. Se reproducen enviando a la gente a colonizar nuevas tierras. Pero ellas, en sí, se quedan donde están. Están vivas, si, pero sólo de la misma manera que está viva una medusa. O una verdura moderadamente inteligente. Al fin y al cabo, a Ankh-Morpork la llamamos la Gran Pera…
Y cuando hay cosas vivientes muy grandes y lentas, también hay siempre cosas pequeñas y rápidas que se las comen…
Windle Poons sentía cómo chisporroteaban las células de su cerebro. Se hacían conexiones. Las ideas viajaban como ráfagas por senderos nuevos. ¿Había pensado de verdad, así, cuando estaba vivo? Lo dudaba mucho. En aquellos tiempos él no era más que un montón de reacciones complejas relacionadas con toda una variedad de terminaciones nerviosas. Tenía en la cabeza todo desordenado, desde ociosas consideraciones con respecto a la siguiente comida a distraídos recuerdos que se interponían entre él y la posibilidad de pensar bien.
Eso crecía dentro de la ciudad, donde estaba cálido y protegido. Luego rompía la cáscara, salía de la ciudad, y construía…, construía algo, no una ciudad de verdad, sino una ciudad falsa… que se llevaba a la gente, la vida, del anfitrión…
La palabra más adecuada era depredador.
El decano se quedó mirando su cayado con gesto incrédulo. Lo sacudió y apuntó de nuevo.
Esta vez, el sonido escrito habría sido algo así como pfut.
Alzó la vista. Una ondulante oleada de carritos, una marea que llegaba hasta la altura de los tejados, se iba a lanzar contra él.
—Oh…, jopelines —dijo. Se protegió la cabeza con las manos.
Alguien lo agarró por la parte trasera de la túnica y tiró de él en el momento en que caían los carritos.
—¡Vamos! —exclamó Ridcully, apremiante—. ¡Si corremos, les sacaremos ventaja!
—¡Me he quedado sin magia! ¡Me he quedado sin magia! —gemía el decano.
—Te quedarás sin otras muchas cosas si no empiezas a correr —replicó el archicanciller.
Trataron de mantenerse juntos a medida que avanzaban, sin dejar de chocar unos contra otros. Así, los magos emprendieron la fuga a pocos metros por delante de los carritos. Había auténticas riadas de aquellos trastos, cubrían ya toda la ciudad y los alrededores.
—¿Sabéis a que me recuerda esto? —dijo Ridcully mientras luchaban por abrirse paso.
—¿A qué? —jadeó el filósofo equino.
—Al viaje de los salmones.
—¿Al qué?
—En el Ankh no, claro —explicó Ridcully—. No creo que un salmón pudiera avanzar contra corriente en nuestro río…
—A menos que caminara —señaló el filósofo equino.
—…pero en otros ríos los he visto, forman auténticos enjambres —insistió el archicanciller—. Luchan por ir contra la corriente. El río entero parece una masa de plata.
—Qué bien, qué bien —asintió el filósofo equino—. ¿Y para qué lo hacen?
—Bueno…, es algo relativo a la procreación.
El filósofo equino hizo una mueca.
—Qué asco. ¡Y pensar que luego nos bebemos ese agua!
—Bueno, ya estamos en terreno despejado, ahora tendremos que rodearlos —dijo Ridcully—. Busquemos un hueco entre sus filas y…
—No creo que lo encontremos —le informó el conferenciante de runas modernas.
En todas las direcciones se extendía un muro de carretillas que avanzaba, chirriaba, se debatía.
—¡Vienen a por nosotros! ¡Vienen a por nosotros! —aulló el tesorero.
El decano le arrancó el cayado de entre las manos.
—¡Oye, que es mío!
El decano lo apartó de un empujón, y le voló las ruedas al carrito que tenía más cerca.
—¡Es mi cayado!
Los magos cerraron filas espalda contra espalda, rodeados por un anillo de metal que se estrechaba cada vez más.
—Su lugar no está en esta ciudad —dijo el conferenciante de runas modernas.
—Entiendo lo que quieres decir —asintió Ridcully—. Son… de fuera.
—Supongo que nadie llevará encima un hechizo de vuelo… —sugirió el filósofo equino.
El decano, con los dientes apretados, apuntó y fundió una cesta.
—Oye, que me estás gastando el cayado.
—Cállate, tesorero —bufó el archicanciller—. Y tú, decano, no iremos a ninguna parte destruyéndolos de uno en uno. ¿Verdad, muchachos? Queremos causar todo el daño posible al conjunto esos trastos. Recordad…, ráfagas salvajes, incontroladas…
Los carritos avanzaron.
AY. AY.
La señorita Flitworth se movía titubeante entre la húmeda penumbra de la noche. Los pedruscos de granizo crujían bajo sus pies. El trueno retumbó en el cielo.
—Caen fuerte, ¿eh? —dijo.
Y RESUENAN.
Bill Puerta se apoderó de un haz arrastrado por el viento, y lo amontonó junto a los demás. La señorita Flitworth llegó junto a él, doblada por la carga de un enorme haz de maíz.[22] Los dos trabajaron con rapidez, recorriendo el campo en zigzag para recuperar la cosecha antes de que el viento y el granizo se la llevaran toda. Aquello no era una tormenta normal. Era la guerra.
—¡De un momento a otro van a caer chuzos de punta! —gritó la señorita Flitworth por encima del ruido de los elementos—. ¡No tendremos tiempo de llevarlo todo al granero! ¡Vaya a buscar una lona alquitranada, o una tela impermeable, o algo así! ¡Con eso tendrá que bastar por esta noche!
Bill Puerta asintió, y echó a correr a través de la chapoteante oscuridad, hacia los edificios de la granja. Los rayos empezaron a brillar, tan próximos unos a otros y tan cercanos a los prados que el aire chisporroteaba y un aura de brillo se movía por la parte superior del seto.
Y allí estaba la Muerte.
Vio la figura erguida ante él. Era una forma esquelética, acuclillada, dispuesta a saltar, con la túnica negra ondeando al viento.
Una tensión desconocida se apoderó de él. Trataba de obligarlo a huir corriendo, y al mismo tiempo lo mantenía pegado al suelo. Invadía su mente y se quedaba allí, inmóvil, bloqueando todos los pensamientos excepto la pequeña voz interior que le decía, con toda tranquilidad: ASÍ QUE ESTO ES EL TERROR…
Entonces, la Muerte desapareció mientras el brillo de los relámpagos se desvanecía para reaparecer con energías renovadas sobre la colina más cercana.
En aquel momento, la tranquila voz interior añadió: PERO ¿POR QUÉ NO SE MUEVE?
Bill Puerta se obligó a inclinarse un centímetro hacia adelante. La cosa agazapada no hizo ningún movimiento en respuesta.
Sólo entonces comprendió que la cosa que había al otro lado del seto no era más que un montaje de costillas, fémures y vértebras cubierto por una túnica si se lo miraba desde una perspectiva… pero si ésta cambiaba ligeramente, resultaba ser un complejo constructo de brazos desplegables, tolvas y levas, semicubierto por una lona alquitranada que ahora el viento le estaba arrancando.
Lo que tenía delante era la Cosechadora Combinada.
En el rostro de Bill Puerta se dibujó una sonrisa espantosa. En su mente se formaron pensamientos nada propios de Bill Puerta. Dio un paso hacia adelante.
La muralla de carritos rodeó a los magos.
La última ráfaga de un cayado abrió un agujero de metal fundido, que rápidamente se repobló con más carritos.
Ridcully se volvió hacia sus colegas magos. Todos tenían los rostros congestionados, las túnicas rasgadas, y algunos disparos demasiado entusiastas habían provocado la aparición de chamuscaduras en barbas y sombreros.
—¿A nadie le queda ni un hechizo? —preguntó. Todos pensaron febrilmente.
—Creo que yo me acuerdo de uno —señaló el tesorero, titubeante.
—Pues adelante, hombre. En momentos como éste, vale la pena probar cualquier cosa.
El tesorero extendió una mano. Cerró los ojos. Murmuró unas pocas sílabas entre dientes.
Hubo un breve relámpago de luz octarina, y luego…
—Oh —dijo el archicanciller—, ¿Esto es todo?
—El Ramo Sorpresa de Eringyas —asintió el tesorero, con los ojos brillantes—. No sé por qué, pero es el que mejor se me ha dado siempre. Supongo que tengo un don para esto.
Ridcully se quedó mirando el enorme ramo de flores que el tesorero sostenía ahora en la mano.
—Quizá sea sólo una opinión mía, pero no parece lo más útil en este momento —señaló.
El tesorero vio el muro de carritos que se aproximaba. Su sonrisa se desvaneció.
—No, creo que no.
—¿A alguien más se le ocurre alguna idea? —insistió.
No recibió respuesta.
—Pero son unas rosas muy bonitas-apuntó el decano.
—Esto sí que es velocidad —dijo la señorita Flitworth al ver llegar a Bill Puerta junto al montón de haces, arrastrando la lona alquitranada detrás de él.
SÍ, ¿VERDAD? —murmuró él como de pasada.
La mujer lo ayudó a extender la tela por encima del montón, y a sujetar las esquinas con piedras. El viento la agitó y trató de arrancársela de las manos. Tanto habría dado que intentara arrancar una montaña de cuajo.
La lluvia barrió los prados, entre los jirones de niebla que brillaban con descargas eléctricas azuladas.
—En mi vida había visto una noche igual —se sorprendió la señorita Flitworth.
Se escuchó el retumbar de otro trueno. Una serie de luces parpadearon en el horizonte.
La mujer agarró a Bill Puerta por el brazo.
—¿No hay una… figura… en la colina? —dijo—. Me ha parecido ver una… forma.
NO, NO ES MÁS QUE UN ENGENDRO MECÁNICO.
Hubo otro relámpago.
—¿A caballo? —señaló la señorita Flitworth.
Una tercera ráfaga de luz surcó el cielo. Y, esta vez, no quedó ninguna duda. Había una figura montada a caballo en la colina más cercana. Una figura encapuchada. Que sostenía una guadaña con tanto orgullo como si fuera una lanza.
POSES. —Bill Puerta se volvió hacia la señorita Flitworth—. POSES. YO NUNCA HICE UNA COSA SEMEJANTE. ¿DE QUÉ SIRVE? ¿QUÉ SENTIDO TIENE?
Abrió la palma de la mano. En ella apareció el cronómetro de oro.
—¿Cuánto tiempo le queda?
PUEDE QUE UNA HORA. QUIZÁ SÓLO UNOS MINUTOS.
—¡Pues vamos!
Bill Puerta se quedó donde estaba, contemplando el cronómetro.
—¡He dicho que vamos!
NO SERVIRÁ DE NADA. ME EQUIVOQUÉ AL PENSAR QUE HABÍA UNA POSIBILIDAD. NO LA HAY. DE ALGUNAS COSAS NO SE PUEDE ESCAPAR. NO SE PUEDE VIVIR ETERNAMENTE.
—¿Por qué no?
Bill Puerta pareció sorprendido.
¿QUÉ QUIERE DECIR?
—¿Por qué no se puede vivir eternamente?
—NO LO SÉ. ¿SABIDURÍA CÓSMICA?
—¿Y qué sabrá de esto la sabiduría cósmica? Vamos, ¿viene o no?
La figura de la colina no se había movido.
La lluvia había convertido el polvo del suelo en un fino lodo. Resbalaron colina abajo, y recorrieron apresuradamente el patio que llevaba hacia la casa.
DEBÍ PREPARARME MÁS. TENÍA PLANES…
—Pero estaba la cosecha.
SÍ.
—¿Hay manera de que pongamos barricadas contra las puertas, o algo así?
¿SABE USTED LO QUE ESTÁ DICIENDO?
—¡Bueno, pues piense algo! ¿Con usted nunca funcionó nada?
NO —respondió Bill Puerta, no sin cierto orgullo.
La señorita Flitworth echó un vistazo por la ventana, y luego se pegó a la pared en un gesto teatral.
—¡Él se ha ido!
ESO —la corrigió Bill Puerta—. AÚN TARDARÁ UN TIEMPO EN SER UN «ÉL».
—Eso se ha ido. Puede estar en cualquier parte.
PUEDE LLEGAR A TRAVÉS DE LA PARED.
La mujer dio un paso hacia adelanto, y se lo quedó mirando.
DE ACUERDO —asintió—. COJA A LA NIÑA. CREO QUE DEBEMOS MARCHARNOS.
Entonces, se le ocurrió una idea. Pareció animarse un poco.
NOS QUEDA ALGO DE TIEMPO. ¿QUÉ HORA ES?
—¿Cómo quiere que lo sepa? Se pasa usted el día parando los relojes.
PERO ¿AÚN NO ES MEDIANOCHE?
—No. no creo que pasen de las once y cuarto.
EN ESE CASO, AÚN DISPONEMOS DE TRES CUARTOS DE HORA.
—¿Por qué está tan seguro?
POR EL TEATRO, SEÑORITA FLITWORTH. LA CLASE DE MUERTE QUE SE PONE A POSAR ANTE EL HORIZONTE Y SE HACE ILUMINAR POR RELÁMPAGOS —dijo Bill Puerta con tono de desaprobación— NO SE PRESENTA A LAS ONCE Y VEINTICINCO SI PUEDE APARECER A MEDIANOCHE.
La mujer asintió, pálida como una sábana, y subió al piso de arriba. Regresó un par de minutos más tarde, con Sal envuelta en una manta.
—Todavía está dormida —dijo.
ESO NO ES DORMIR.
La lluvia había cesado, pero la tormenta retumbaba aún sobre las colinas. El aire chisporroteaba, todavía parecía caliente como un horno.
Bill Puerta abrió la marcha. Pasaron junto al gallinero, donde Cyril y su envejecido harén estaban acurrucados en la oscuridad, intentando ocupar todos los mismos escasos centímetros de palo.
En torno a la chimenea de la granja se divisaba una clara nube de brillo verdoso.
—A eso lo llamamos Fuegos Engreídos —explicó la señorita Flitworth—. Son un presagio.
¿UN PRESAGIO DE QUÉ?
—¿Cómo? Ah, ni idea. Un presagio, sin más, supongo. Un presagio como otro cualquiera. ¿Adónde vamos?
AL PUEBLO.
—¿Para estar cerca de la guadaña?
SI.
Desapareció hacia el interior del granero. Salió unos momentos más tarde, tirando de las riendas de Binky, que ya estaba ensillado. Montó, se inclinó hacia un lado e izó a la anciana y a la niña dormida. Las sentó en el caballo, delante de él.
SI ME EQUIVOCO —añadió—, ESTE CABALLO LA LLEVARÁ A DONDE USTED QUIERA.
—¡No quiero ir a ningún sitio que no sea mi casa!
A DONDE QUIERA.
Binky empezó a trotar cuando llegaron al camino que conducía al pueblo. El viento soplaba entre las hojas de los árboles, que se inclinaban hacia el sendero. De cuando en cuando un rayo volvía a hendir el cielo.
La señorita Flitworth contempló la colina que se alzaba más allá de la granja.
—Bill…
LO SÉ.
—… está ahí otra vez…
LO SÉ.
—¿Por qué no nos persigue?
ESTAREMOS A SALVO HASTA QUE SE ACABE LA ARENA.
—Cuando se acabe la arena, ¿usted morirá?
NO. CUANDO SE ACABE LA ARENA, DEBERÍA MORIR. ESTARÉ EN EL ESPACIO QUE SEPARA LA VIDA DE LA OTRA VIDA.
—Bill, me dio la sensación de que la cosa que montaba… al principio parecía un caballo, aunque muy flaco, pero luego…
ES UN CORCEL ESQUELETO. IMPRESIONANTE, PERO POCO PRÁCTICO. YO TAMBIÉN TUVE UNO, PERO SIEMPRE SE LE CAÍA LA CABEZA.
—Ande o no ande, caballo vivo.
JA. JA. MUY DIVERTIDO, SEÑORITA FLITWORTH.
—Creo que ya va siendo hora de que deje de llamarme «señorita Flitworth» —dijo la señorita Flitworth.
¿RENATA?
La mujer se sobresaltó.
—¿Cómo ha sabido mi nombre? Ah. Seguramente lo ha visto escrito, ¿no?
GRABADO.
—¿En uno de esos relojes de arena?
SÍ.
—¿Todo el mundo tiene uno?
SÍ.
—Así que usted sabe cuánto me queda…
SÍ.
—Debe de sentirse muy extraño sabiendo… las cosas que sabe…
NO ME PREGUNTE NADA.
—Eso no es justo, no me parece bien. Si supiéramos cuándo vamos a morir, los seres humanos viviríamos mejor la vida.
SI LOS SERES HUMANOS SUPIERAN CUÁNDO VAN A MORIR, SEGURAMENTE NO VIVIRÍAN.
—Ah, qué metafórico. ¿Y usted qué sabe, Bill Puerta?
TODO.
Binky subió al trote por una de las escasas calles del pueblo, y llegó a los guijarros de la plaza. No había nadie en la calle. En las ciudades como Ankh-Morpork, la medianoche no era más que una hora tardía de la velada, porque la noche no existía, al menos en sentido cívico. Sólo había largas veladas que desembocaban en amaneceres. Pero, aquí, la gente regulaba su vida según cosas como la puesta del sol y el canto de gallos con problemas de pronunciación. Aquí la medianoche era una medianoche en serio.
Aunque la tormenta seguía soplando sobre las colinas, la plaza estaba en silencio. El tictac del reloj de la torre, que nadie advertía durante el día, ahora parecía resonar entre los edificios.
Cuando se acercaron, algo zumbó en lo más profundo de su interior lleno de telarañas. La aguja de los minutos se movió con un sonoro «clonk», y se detuvo bruscamente en el 9. En la esfera del reloj se abrió una trampilla, y salieron dos figuritas mecánicas con pinta de sentirse muy importantes. Fingiendo que les costaba gran esfuerzo, golpearon una campanilla.
Ting-ting-ting.
Las figuras se alinearon de nuevo y regresaron al interior del reloj.
—Han estado ahí desde siempre, desde que yo era niña —explicó la señorita Flitworth—. Las hizo el tatarabuelo del señor Simnel. ¿Sabe una cosa? Siempre me he preguntado qué hacían cuando no estaban dando campanadas. Llegué a pensar que ahí dentro tenían una casita, o algo así.
NO CREO. NO SON MÁS QUE OBJETOS. NO ESTÁN VIVOS.
—Mmm. Bueno, llevan ahí cientos de años. Quizá la vida sea algo que se adquiere con el tiempo.
SÍ.
Aguardaron en un silencio turbado sólo por el golpeteo regular de la manecilla minutera, que avanzaba en la noche.
—Ha…, ha sido muy agradable contar con usted, Bill Puerta.
Él no respondió.
—Me ha ayudado mucho con la cosecha y todo eso.
FUE… INTERESANTE.
—No hice bien al entretenerlo tanto, sólo por un poco de maíz.
NO. LA COSECHA ES IMPORTANTE.
Bill Puerta abrió la mano. Allí apareció el cronómetro.
—Aún no me explico cómo hace eso.
NO ES DIFÍCIL.
El siseo de la arena subió de volumen hasta que pareció llenar la Plaza.
—¿Quiere decir unas últimas palabras?
SI. NO QUIERO IRME.
—Bueno. Al menos ha sido breve.
Bill Puerta se sorprendió al ver que la mujer intentaba cogerle la mano. Más arriba, las agujas de la medianoche se reunieron. La maquinaria del reloj chirrió. La puertecita se abrió. Los autómatas salieron al exterior. Se detuvieron con un respingo mecánico a ambos lados de la campana de las horas, se inclinaron el uno hacia el otro y alzaron sus respectivos martillos.
Dong.
En aquel momento, se oyó el ruido del trote de un caballo.
La señorita Flitworth se encontró con que todo lo que veía por el rabillo de los ojos se había llenado de puntitos púrpuras y azules como los que quedan después de ver algo muy brillante, pero sin haber visto algo muy brillante.
Si giraba la cabeza rápidamente y miraba de soslayo, alcanzaba a ver pequeñas formas vestidas de gris, suspendidas en torno a las paredes.
Los inspectores, pensó. Han venido a asegurarse de que todo se hace según lo previsto.
—¿Bill? —titubeó.
Él cerró la mano sobre el cronómetro de oro.
AHORA COMIENZA TODO.
El ruido de los cascos de caballo se aproximó más, resonó entre los edificios tras ellos.
RECUERDE. USTED NO CORRE PELIGRO.
Bill Puerta dio un paso hacia la oscuridad. Luego reapareció un instante. PROBABLEMENTE —añadió.
Se retiró de nuevo hacia la penumbra.
La señorita Flitworth se sentó en los peldaños del reloj, y acunó el cuerpo de la niña sobre sus rodillas.
—¿Bill? —aventuró.
Una figura entró a caballo en la plaza.
Desde luego, era un caballo esqueleto. Cuando la criatura trotaba, en sus huesos chisporroteaban llamaradas azules. La señorita Flitworth se encontró preguntándose si se trataría de un esqueleto de verdad, animado de no sabía qué manera, algo que en otros tiempos estuvo en el interior de un caballo, o de un ser esqueleto por derecho propio. Era un hilo de pensamiento ridículo en aquellos momentos, pero siempre sería mejor que enfrentarse a la aterradora realidad de lo que se aproximaba.
¿Lo cepillaría, o le sacaría brillo?
El jinete desmontó. Era mucho más alto de lo que había sido Bill Puerta, pero la oscuridad de su túnica ocultaba todos los detalles. Sostenía entre las manos algo que no era exactamente una guadaña. Quizá hubiera sido una guadaña en su pasado más remoto, de la misma manera que hasta el instrumento quirúrgico mejor diseñado tiene un palo por antepasado. Aquella guadaña se había alejado mucho de cualquier herramienta que hubiera rozado un tallo de maíz.
La figura se acercó a la señorita Flitworth con la guadaña sobre el hombro, y se detuvo.
¿Dónde está Él?
—No sé de quién me habla —bufó la anciana—. Además, joven, yo que usted daría mejor de comer a ese caballo.
A la figura pareció costarle lo suyo digerir aquella información, pero por último logró llegar a una conclusión. Alzó la guadaña y bajó la vista hacia la niña.
Lo encontraré —dijo—. Pero, antes…
Se puso rígido.
Una voz dijo a su espalda:
SUELTA LA GUADAÑA Y DATE LA VUELTA MUY DESPACIO.
Dentro de la ciudad, pensó Windle. En algún lugar de la ciudad. Las ciudades crecen llenas de gente, pero también están llenas de comercio, y de tiendas, y de religiones, y de…
Qué tonterías estoy pensando, se dijo. No son más que cosas. No están vivas.
Quizá la vida sea algo que se adquiere con el tiempo. Parásitos y depredadores, pero no como esos que afectan a los animales y a las plantas. Eran una especie de forma de vida grande, más lenta, metafórica, que se alimentaba de las ciudades. E incubaba dentro de ellas, como esos…, ¿cómo se llamaban? Ahora recordaba, tal como lo podía recordar cualquier cosa, haber leído cuando era estudiante acerca de las criaturas que depositaban sus huevos dentro de otras criaturas. Después de aquello, durante meses se había negado a comer tortillas o caviar, sólo por si acaso.
Y luego, los huevos… tendrían el mismo aspecto que la ciudad, al menos en términos generales, para que los ciudadanos se los llevaran a casa. Como los huevos del cuco.
¿Cuántas ciudades habrían muerto en el pasado? Asfixiadas, acorraladas por los parásitos, de la misma manera que las estrellas de mar podían cercar un arrecife de coral. Las ciudades originales quedaban vacías, huecas, perdían el espíritu que las había animado.
Se levantó.
—¿A dónde han ido todos, bibliotecario?
—Oook oook.
—Muy propio de ellos. Yo también habría hecho lo mismo Actuar precipitadamente, sin pensar. Que los dioses los bendigan y los ayuden, si les queda tiempo con sus eternas riñas familiares.
Entonces pensó…, bueno, y ahora, ¿qué? Ya he meditado ¿qué voy a hacer?
Actuar precipitadamente, claro. Pero sin prisas.
El centro del montón de carritos ya no estaba a la vista. Sucedía algo. Un claro brillo azulado pendía sobre la enorme pirámide de metal retorcido, y de cuando en cuando brillaban relámpagos en el interior de la pila. Los carritos se estrellaban contra sus compañeros como asteroides consolidando el núcleo de un nuevo planeta, pero algunos de los recién llegados hicieron algo completamente diferente. Se encaminaron hacia los túneles que se habían abierto en la estructura, y desaparecieron en dirección a su brillante corazón.
Entonces, hubo un movimiento en la cúspide de la montaña, y algo se abrió camino hacia arriba entre los restos de metal retorcido. Era un asta deslumbrante, que sostenía un globo de unos dos metros de diámetro. Durante un par de minutos, no hizo gran cosa, y luego, mientras la brisa lo secaba, se abrió.
De su interior brotó una cascada de objetos blancos, que el viento se encargo de dispersar por todo Ankh-Morpork para que llegaran a manos de la multitud expectante.
Uno de ellos descendió en un suave zigzag sobre los tejados, y fue a aterrizar a los pies de Windle Poons en el momento en que salía de la biblioteca.
Aún estaba húmedo, y tenía escritas unas letras. O más bien un intento de letras. Se parecía a las extrañas inscripciones orgánicas en las bolas de copos de nieve, palabras trazadas por alguien para quien las palabras significaban bien poco:
Windle llegó a las puertas de la universidad. La gente pasaba a toda velocidad.
Windle conocía bien a sus conciudadanos. Irían a ver lo que fuera sin dudarlo un instante. En cuanto les ponían delante algo escrito con más de un signo de exclamación, se volvían locos.
Tuvo la sensación de que alguien lo miraba, y se volvió. Un carrito lo espiaba desde un callejón. El trasto se dio media vuelta y salió huyendo.
—¿Qué está pasando, señor Poons? —preguntó Ludmilla.
La expresión de los transeúntes tenía algo de irreal. Todos parecían aguardar algo con expectación.
No hacía falta ser mago para darse cuenta de que allí pasaba algo malo. Y los sentidos de Windle zumbaban como un motor.
Lupine saltó para atrapar una hoja de papel arrastrada por el viento, y se la entregó.
Windle sacudió la cabeza con tristeza. Cinco signos de exclamación, síntoma seguro de una mente enferma. Y, entonces, oyó la música. Lupine se sentó sobre las patas traseras y empezó a aullar.
En el sótano situado bajo la casa de la señora Cake, Schleppel, el hombre del saco, se interrumpió a la mitad de su tercera rata, y escuchó.
Cuando terminó de comer, se dirigió hacia la puerta.
El conde Arthur Winkings Noserastu estaba trabajando en la cripta.
Si por él hubiera sido, habría vivido, o revivido, o novivido, o lo que quiera que fuera aquello, sin una cripta. Pero había que tener una cripta. Doreen se había mostrado intransigente al respecto. La cripta era imprescindible. Según ella, daba buen tooono al lugar. Había que tener una cripta y una bóveda; si no, el resto de la sociedad vampírica los miraría por encima de los dientes.
Cuando te metías en lo del vampirismo, nadie se molestaba en explicarte aquellas cosas. Nadie te decía que te tendrías que construir tu propia cripta, comprada por piezas en los Almacenes Hágalo Usted Mismo de Tizón el Troll.
Aquello no les pasaba a la mayoría de los vampiros, reflexionó Arthur. No les pasaba a los vampiros decentes. Sin ir más lejos, ahí estaba el conde Yugular. Ni hablar, un ricachón elegante como aquél haría que alguien se la construyera. Cuando los aldeanos se decidieran a prender fuego a su castillo, no iría el conde en persona a quitar el puente levadizo. Ni hablar. Él diría «Igor (por ejemplo), Igor, levanta el puente».
Ja. Ellos habían puesto un anuncio hacía ya meses en la oficina de colocación del señor Keeble. Cama, tres comidas al día, no era necesaria joroba propia. Y ni siquiera un candidato. Para que luego fuera la gente diciendo por ahí que había paro. Se te helaba la sangre.
Cogió otro trozo de madera, hizo una mueca, y desplegó el metro para tomar medidas.
A Arthur le dolía la espalda de tanto cavar para hacer el foso. Otra de las cosas que no tenían que preocupar al vampiro de alta raigambre. El foso se daba por supuesto en un vampiro profesional. Peor todavía, porque los demás vampiros no tenían una casa que daba a una de las calles más ruidosas de Ankh-Morpork, con la anciana señora Pivey a un lado, quejándose constantemente, y al otro una familia de trolls con los que Doreen no se hablaba, y por tanto no acababan con un foso que simplemente cruzaba el patio trasero.
Arthur, que aún no se había acostumbrado, se caía constantemente.
Y también estaba la cuestión de morder en el cuello a hermosas jóvenes. Mejor dicho, no estaba la cuestión. Arthur siempre se mostraba dispuesto a escuchar el punto de vista de los demás, pero por su parte estaba casi seguro de que en el tema del vampirismo intervenían hermosas jóvenes, pese a lo que dijera Doreen. Hermosas jóvenes con negliyés transparentes, Arthur no sabia muy bien qué era una negliyé transparente, pero había leído algo sobre ellas, y quería ver una antes de morir…, o lo que fuera…
Además, los otros vampiros no se encontraban de repente con esposas que hablaban con erres dobles. Más que nada porque el vampiro típico ya nacía hablando así.
Arthur suspiró.
Ser un vendedor mayorista de fruta y verduras, de clase media baja, con una enfermedad de clase alta, no era vida, ni medio vida, ni otra vida, ni nada.
Y entonces, la música se filtró por el agujero de la pared que él acababa de abrir para colocar una ventana con barrotes.
—Aaay —exclamó—, ¿Doreen?
Reg Shoe dio un sonoro golpe en su podio portátil.
—¡… y que quede claro, no nos quedaremos tumbados, no dejaremos que crezca la hierba sobre nuestras cabezas! —gritó—, ¡Ya conocéis todos nuestro plan de siete puntos para la Igualdad de Oportunidades con los Vivos! ¡Venga, quiero oíros gritarlo!
El viento sacudió las hierbecillas secas del cementerio. La única criatura que parecía prestar atención a Reg era un cuervo solitario.
Reg Shoe se encogió de hombros y bajó la voz.
—Por lo menos, podríais intentarlo, hacer un esfuerzo —dijo, dirigiéndose al otro mundo en general—. Aquí estoy yo, gastándome los dedos hasta el hueso… —flexionó las manos para demostrarlo—. ¿Y oigo siquiera una palabra de agradecimiento?
Hizo una pausa por si acaso.
El cuervo, que era uno de los de talla súper, uno de los animales gordos que infestaban los tejados de la Universidad, inclinó la cabeza hacia un lado y dirigió a Reg Shoe una mirada pensativa.
—La verdad —suspiró Reg—, a veces me entran ganas de rendirme…
El cuervo carraspeó.
Reg Shoe se dio media vuelta.
—Si dijerais una palabra —insistió—, aunque sólo fuera una maldita palabra…
Entonces, oyó la música.
Ludmilla se arriesgó a quitarse las manos de los oídos.
—¡Es espantoso! ¿Qué es eso, señor Poons?
Windle trató de ajustarse los restos del sombrero sobre las orejas.
—Ni idea —tuvo que reconocer—. Podría ser música. Si nunca hubieras oído música.
Desde luego, no eran notas. Eran sonidos amontonados que quizá tuvieran intención de ser notas, conjuntados igual que uno podría dibujar un mapa de un país que nunca ha visto.
Nip. Yñíp. Tuonk.
—Viene de fuera de la ciudad —insistió Ludmilla—, Y todo el mundo… va… hacia… allí… No es posible que les guste, ¿verdad?
—Parece imposible-respondió Windle.
—Sí, pero… ¿recuerda el problema que tuvimos el año pasado con la plaga de ratas? Vino un hombre que decía que tenía una flauta especial, para tocar una música que sólo oían los bichos…
—Es verdad, pero aquello era un fraude, no era más que el Increíble Maurice y sus Ratas Domesticadas…
—Imagine que hubiera sido cierto.
Windle sacudió la cabeza.
—¿Música para atraer a los humanos? ¿Se refiere a eso? No, no puede ser cierto. A nosotros no nos atrae. Es más bien todo lo contrario.
—Sí, pero usted no es del todo… humano —replicó Ludmilla—. Y…
Se interrumpió y se puso colorada.
Windle le dio unas palmaditas en el hombro.
—Muy cierto. Muy cierto —fue lo único que se le ocurrió decir.
—Usted lo sabe, ¿verdad? —preguntó la joven, sin atreverse a levantar la vista.
—Sí. Y, para ser sincero, tampoco me parece que sea algo para avergonzarse. No sé si eso te sirve de ayuda…
—¡Mi madre me dijo que, si alguien se enterase, sería espantoso!
—Supongo que depende de quién sea ese alguien —replicó Windle, que miraba a Lupine de reojo.
—¿Por qué me observa así su perro? —quiso saber Ludmilla.
—Es muy inteligente.
Windle se rebuscó en el bolsillo, se sacó un par de puñados de tierra, y por fin consiguió dar con su diario. Faltaban veinte días para la siguiente luna llena. Iba a ser de lo más interesante.
Los escombros metálicos que formaban la pirámide empezaron a desmoronarse. Los carritos zumbaban en torno a ella, y una gran multitud de ciudadanos de Ankh-Morpork observaba formando un gran círculo, tratando de echar un vistazo hacia el interior. La música antimusical invadía el aire.
—Ahí está el señor Escurridizo —señaló Ludmilla mientras se abrían paso a través de la pasiva multitud.
—¿Qué anda vendiendo esta vez?
—Me parece que no vende nada, señor Poons.
—¿Tan mal están las cosas? Entonces, creo que el asunto es muy grave.
Una luz azulada brillaba desde el interior de un agujero del montón. Los trocitos de carritos rotos tintineaban contra el suelo como hojas de un árbol metálico.
Windle se inclinó, repentinamente tenso, y cogió un sombrero puntiagudo. Estaba desgarrado, le habían pasado por encima muchos carritos, pero aún era reconocible como el objeto que, por derecho, debería encontrarse sobre la cabeza de alguien muy concreto.
—Ahí dentro hay magos —dijo.
La luz arrancaba reflejos plateados del metal. Se movía como si fuera aceite. Windle extendió la mano. Una gran chispa consideró que los dedos eran una buena toma de tierra.
—Mmm —dijo—. Y hay mucho potencial…
Entonces, oyó los gritos de los vampiros.
—¡Eeeeh, señor Poons!
Se dio la vuelta. Los Noserastu se estaban acercando a ellos.
—Nosotros…, es decirr, nosotrros habrríamos querrido venirr antes, perro…
—… yo no encontraba el maldito cuello de la camisa —refunfuñó Arthur, sofocado y jadeante.
Llevaba un sombrero copa plegable, que cumplía con creces lo de plegable, pero dejaba mucho que desear como sombrero de copa, de manera que el vampiro parecía contemplar el mundo desde debajo de una concertina.
—Ah, hola —saludó Windle.
La dedicación de los Winkings al vampirismo militante era fascinante y aterradora.
—Hónrrenos prresentando a esta adorrable joven —dijo Doreen, sonriendo a Ludmilla.
—¿Cómo dice? —se disculpó Windle,
—¿Perrdón?
—Doreen…, es decir, la condesa quiere saber quién es la chica —contribuyó Arthur con voz cansada.
—He entendido perfectamente lo que he dicho —bufó con un acento más típico de los nacidos y criados en Ankh-Morpork que de la nobleza transilvana—. La verdad, si te dejara campar por tu cuenta, aquí no habría clases…
—Me llamo Ludmilla —la interrumpió la joven.
—Encantada —replicó la condesa Noserastu con elegancia, al tiempo que extendía una mano que habría sido delgada y pálida si no fuera rosada y regordeta—. Siemprre es un placerr conocer a sangrre joven. Sí alguna vez pasa por nuestrra casa, no deje de visitarrnos, tenemos un perrro prrecioso.
Ludmilla se volvió a Windle Poons.
—No lo llevo escrito en la cara, ¿verdad? —preguntó.
—No, es que esta gente es muy especial —le aclaró Windle amablemente.
—Ya me parecía a mí —asintió la chica—. No conozco a casi nadie que lleve capa de gala todo el día.
—Lo de la capa es imprescindible —le explicó el conde Arthur—. Por las alas, ya sabe. Mire…
Extendió la capa con gesto teatral. Se oyó el ruido seco de una implosión, y un pequeño murciélago regordete apareció en el aire. Miró hacia abajo, lanzó un chillido furioso, y se estampó de bruces contra el suelo. Doreen lo recogió por las patas y le sacudió el polvo.
—A mí lo que me molesta es tener que dormir toda la noche con la ventana abierta —dijo sin demasiada precisión—. ¿Por qué no para de una vez esa música? Me está dando dolor de cabeza.
Se oyó otro Ummmff. Arthur reapareció cabeza abajo, y volvió a caer de bruces.
—Lo malo es la caída, ya se sabe —suspiró Doreen—. Tiene que tomar carrerilla, necesita espacio. Si no se lanza desde una altura de un piso, por lo menos, no coge velocidad.
—No cojo velocidad —asintió Arthur mientras intentaba ponerse en pie.
—Disculpen —intervino Windle—. ¿No les afecta esta música?
—La verdad es que hace que me rechinen los dientes —asintió el conde—. Y eso no es bueno para un vampiro, salta a la vista.
—El señor Poons opina que afecta a la gente —explicó Ludmilla— —¿Hace que les chirríen los dientes?
Windle observó a la multitud. Nadie parecía fijarse en los miembros de Volver a Empezar.
—Parece como si esperasen algo —dijo Doreen—. Esperrasen, quierro decirr.
—Es aterrador —replicó Ludmilla.
—Lo aterrador no tiene nada de malo —bufó Doreen—. Nosotros somos aterradores.
—El señor Poons quiere entrar en ese montón de hierro —siguió la chica.
—Buena idea. Dígales que paren esa condenada música —asintió Arthur.
—¡Pero podría morir! —exclamó Ludmilla. Windle juntó las manos y se las frotó.
—Ah —sonrió—. En eso, tenemos ventaja.
Caminó hacia el brillo. Nunca había visto una luz tan brillante. Parecía emanar de todas partes, perseguía hasta a la última sombra y la erradicaba sin piedad. Era mucho más brillante que la luz del sol, sin parecerse a ella en absoluto…; tenía un filo azulado que cortaba la vista como un cuchillo.
—¿Se encuentra bien, conde? —se interesó.
—Sí, sí —asintió Arthur.
Lupine gruñó.
Ludmilla tiró de una maraña de metal.
—Miren, debajo de esto hay algo. Parece como si fuera… mármol. Mármol de color naranja. —Pasó un dedo por la superficie—. Pero está caliente. El mármol no debería estar caliente, ¿verdad?
—No puede ser mármol. Ni en todo el mundo habría tanto mármol…, márrmol —replicó Doreen—. Nosotros intentamos comprar mármol para la cripta. —Saboreó el sonido de la palabra y asintió para sí misma—. La cripta, sí. A esos enanos habrría que matarrlos, hay que verr lo que cobran. Son una verrgüenza.
—Me parece que esto no lo ha construido ningún enano —señaló Windle.
Se arrodilló como pudo y examinó el suelo.
—Ya me imagino que no, son unos pequeños vagos. Querían casi setenta dólares por hacernos nuestra cripta. ¿Verdad que sí, Arthur?
—Casi setenta dólares —dijo Arthur.
—Me parece que esto no lo ha construido nadie —siguió Windle en voz baja.
Grietas. Debería haber grietas, pensó. Bordes, y esas cosas, en las zonas donde una losa se junta con otra. No debería ser todo de una sola pieza. Ni tener un tacto ligeramente pegajoso.
—Así que Arthur la ha construido él mismo.
—La he construido yo mismo.
Ah. Allí había un borde. Bueno, quizá no fuera exactamente un borde. El mármol se hacía más claro, como una ventana que diera a otro espacio, también brillantemente iluminado. Y allí dentro había cosas, de perfiles confusos y aspecto fundido. Pero no podían haber entrado por ningún lado.
El parloteo de los Winkings lo acompañó mientras se deslizaba hacia adelante.
—… en realidad es más bien una criptita. Pero ahora tiene su propia mazmorra en casa, aunque hay que salir al vestíbulo para cerrar bien la puerta…
La finura y la distinción se podían reflejar en muchas cosas, pensó Windle. Para algunas personas, consistían en no ser un vampiro. Para otras, en un par de murciélagos de yeso en la pared.
Pasó los dedos por encima de la sustancia clara. Allí, el mundo se componía de rectángulos. Había rincones, y a ambos lados del pasillo había paneles también claros. Y la no-música sonaba sin cesar.
No podía estar vivo, ¿verdad? La vida era… más redondeada.
—¿A ti qué te parece, Lupine? —preguntó.
Lupine ladró.
—Mmm. No es mucha ayuda.
Ludmilla se arrodilló y puso una mano sobre el hombro de Windle.
—¿Qué quiere decir con eso de que no lo ha construido nadie? —quiso saber.
Windle se rascó la cabeza.
—No estoy seguro…, pero me parece que quizá… sea algo… segregado.
—¿Segregado? ¿Qué lo ha segregado?
Los dos alzaron la vista. Un carrito salió chirriando por un pasillo lateral, y derrapó para meterse por otro tras atravesar una sala cuadrangular.
—¿Ellos? —se sorprendió Ludmilla—. No, creo que no. Son más bien criados. Como las hormigas, O quizá las abejas de una colmena.
—¿Cuál es la miel?
—No estoy seguro, pero me parece que aún no está madura. Tengo la sensación de que esto aún no ha terminado. Que nadie toque nada.
Echaron a andar hacia adelante. El pasillo se abría para dar paso a una amplia zona iluminada, con techo en forma de cúpula. Varios tramos de escaleras subían y bajaban hacia diferentes niveles. Había una fuente y una serie de macetas de plantas, que parecían demasiado saludables como para ser de verdad.
—¿No es bonito? —suspiró Doreen—. Uno no deja de tener la sensación de que aquí debería haber gente —señaló Ludmilla—. Mucha gente.
—Al menos, debería haber magos —murmuró Windle Poons—, Media docena de magos no desaparecen así como así.
Los cinco procuraron caminar aún más cerca unos de otros. Por un pasillo como el que acababan de recorrer habría cabido una pareja de elefantes paseando hombro con hombro.
—¿No cree que sería buena idea volver al exterior? —sugirió Doreen.
—¿Qué ganaríamos con eso? —replicó Windle.
—Bueno, estaríamos fuera de aquí.
Windle se dio la vuelta y contó. De la zona de la cúpula salían, en forma de radios, cinco pasillos equidistantes.
—Y seguramente hay otro tanto arriba y abajo —meditó en voz alta.
—Todo esto está muy limpio —comentó Doreen, nerviosa—. ¿A que está limpio, Arthur?
—Está muy limpio.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó de pronto Ludmilla.
—¿Qué ruido?
—Ese ruido. Como si alguien chupara algo.
Arthur miró a su alrededor. Por primera vez, parecía interesado.
—Yo no he sido.
—Son las escaleras —señaló Windle.
—No sea tonto, señor Poons. Las escaleras no chupan nada.
Windle bajó la vista.
—Éstas sí.
Eran negras, como un río que discurriera por una pendiente. A medida que la sustancia oscura brotaba del suelo en un flujo constante, se iba doblando para formar algo semejante a peldaños, que ascendían por la ladera hasta desaparecer otra vez bajo el suelo, más arriba. Cuando los peldaños brotaban del suelo emitían un sonido rítmico, lento, chop-chop, como el de alguien que se hurgara una caries particularmente molesta.
—¿Sabe una cosa? —dijo Ludmilla—. Probablemente, esto es lo más desagradable que he visto en mi vida.
—Yo he visto cosas peores, pero no les anda a la zaga —asintió Windle—. ¿Qué, vamos hacia arriba o hacia abajo?
—¿Qué? ¿Quiere poner los pies ahí?
—No. Pero los magos no están en este piso. Así que, o ponemos los pies ahí, o nos deslizamos por el pasamanos. ¿Han visto bien el pasamanos?
Todos miraron el pasamanos.
—Creo que a nosotros nos va más abajo —comentó Doreen, nerviosa. Descendieron en silencio. Arthur se cayó al saltar cuando las escaleras fueron absorbidas de nuevo por el suelo.
—Por un momento, tuve la horrible sensación de que me iban a arrastrar hacia dentro —dijo en tono apologético mientras lo ayudaban a levantarse. Echó un vistazo a su alrededor.
—Esto es grande —señaló—. Muy espacioso. Yo podría hacer maravillas aquí con un papel pintado de esos que imitan la piedra. Ludmilla se dirigió hacia la pared más cercana.
—Aquí hay más cristal del que había visto en toda mí vida —dijo—. Pero esas zonas despejadas casi parecen tiendas. No sé si tiene mucho sentido, una tienda muy grande llena de tiendas…
—Y aún no está madura —susurró Windle.
—¿Cómo dice?
—Nada, pensaba en voz alta. ¿Alguien alcanza a ver cuál será la mercancía?
Ludmilla se puso una mano sobre los ojos para hacer visera.
—No se ve más que un montón de brillo y colores.
—Si alguien ve a un mago, que me lo diga.
Se oyó un grito.
—O si oye a un mago —añadió Windle.
Lupine se lanzó apresuradamente por un pasillo. Windle lo siguió a toda velocidad.
Había un hombre tendido de espaldas en el suelo. Luchaba a la desesperada contra un par de carritos. Eran más grandes que los que Windle había visto hasta entonces, y tenían un resplandor dorado.
—¡Eh! —gritó.
Los carritos dejaron de intentar descuartizar a la figura yacente, y se volvieron hacia él.
—Oh —añadió al ver que cogían velocidad.
El primero esquivó las mandíbulas de Lupine y chocó contra las rodillas de Windle, derribándolo. Cuando el segundo le pasó por encima, el mago se debatió con energía, agarró el metal por donde pudo, y tiró con todas sus fuerzas. Consiguió arrancar una rueda, y el carrito fue a estrellarse contra la pared.
Se incorporó justo a tiempo para ver a Arthur agarrado al manillar del segundo carrito. Vampiro y carrito giraron juntos, en un loco vals de fuerza centrífuga.
—¡Suelta eso! ¡Suelta eso! —gritó Doreen.
—¡No puedo! ¡No puedo!
—¡Pues haz algo!
Se oyó el «pop» de una implosión. De repente, el carrito ya no enfrentaba sus fuerzas al peso de un vendedor de frutas y verduras al por mayor de mediana edad, sino sólo contra el de un pequeño murciélago histérico. Salió propulsado contra una columna de mármol, rebotó, chocó contra una pared y aterrizó volcado, con las ruedas girando en el aire.
—¡Las ruedas! —gritó Ludmilla—. ¡Hay que arrancarle las ruedas!
—Yo me encargo de eso —replicó Windle—. Ustedes, vayan a ayudar a Reg.
—¿Ese de ahí es Reg? —se sorprendió Doreen.
Windle movió el pulgar para señalar hacia la pared de enfrente. Las palabras «Más vale vivir muerto que mo…» terminaban en un desesperado reguero de pintura.
—En cuanto tiene una pared y un bote de pintura, ya no sabe en qué mundo está —suspiró Doreen.
—Sólo tiene dos para elegir —replicó Windle al tiempo que lanzaba hacia un lado las ruedas del carrito—. Lupine, vigila por si acaso vienen más.
Las ruedas habían sido afiladas, como las de unos patines para pista de hielo. Windle notaba las piernas magulladas. ¿Y cómo demonios funcionaba la curación?
Ayudaron a Reg Shoe a sentarse en el suelo.
—¿Qué está pasando? —dijo—. No venía nadie, así que bajé aquí a ver de dónde salía la música y, lo siguiente que supe fue que esas ruedas…
El conde Arthur recuperó su forma aproximadamente humana, miró a su alrededor con orgullo y, cuando se dio cuenta de que nadie le prestaba atención, se encorvó.
—Estos parecían mucho más duros que los otros —señaló Ludmilla—. Más grandes, más agresivos, y estaban llenos de bordes afilados.
—Soldados —dijo Windle—. Ya habíamos visto a las obreras. Y ahora, a los soldados. Son como las hormigas.
—Cuando era pequeño, tenía una granja de hormigas —intervino Arthur, que se había dado un buen golpe contra el suelo y, por unos momentos, tenía problemas para aclararse con la realidad.
—Un momento, un momento —se sobresaltó Ludmilla—. Yo sé algo sobre las hormigas. Tenemos muchas en el patio de casa. Si hay obreras y soldados, también tiene que haber una…
—Lo sé, lo sé —asintió Windle.
—… aunque la verdad, no sé por qué decían que era una granja. Nunca las vi labrar un campo…
Ludmilla se apoyó contra la pared.
—Seguramente está cerca de aquí —dijo con un hilo de voz.
—Eso mismo pienso yo —corroboró Windle.
—¿Sabe por casualidad que aspecto tendrá?
—… lo único que hace falta es un par de trozos de cristal y unas cuantas hormigas…
—No lo sé, no tengo ni idea. Pero seguro que los magos están cerca.
—La verdad, no entiendo por qué se preocupa por ellos —bufó Doreen—. Al fin y al cabo, ellos fueron los que lo enterraron vivo, sólo porque estaba muerto.
Windle alzó la vista al oír el sonido de unas ruedas. Una docena de cestas guerreras doblaron la esquina y se agruparon en formación.
—Pensaban que era lo más conveniente —dijo Windle—, son cosas que pasan. Es increíble la cantidad de decisiones que parecen correctas en su momento.
La nueva Muerte se irguió.
—¿O?
AH.
EH…
Bill Puerta retrocedió un paso, se dio media vuelta y echó a correr.
Como bien había tenido ocasión de saber él, aquello no era más que aplazar lo inevitable. Pero, al fin y al cabo, en eso consistía la vida.
Ninguno de sus encargos había intentado escapar de él después de muerto. Muchos habían hecho la prueba estando aún vivos, a menudo con métodos de lo más ingeniosos. Pero la reacción normal de un espíritu que se ve repentinamente transportado de un mundo al otro era quedarse en el mismo lugar, conservando algunas esperanzas. Al fin y al cabo, ¿para qué huir? No sabías hacia dónde.
En cambio, el fantasma de Bill Puerta sabía muy bien hacia dónde correr.
La herreria de Ned Simnel estaba cerrada durante la noche, aunque aquello no representaba ningún problema. El espíritu de Bill Puerta, ni vivo ni muerto, atravesó sin titubeos la pared.
El fuego era un brillo apenas visible que se iba asentando en la forja. La herrería estaba llena de una cálida oscuridad.
De lo que no estaba llena era del fantasma de una guadaña.
Bill Puerta miró a su alrededor, desesperado.
¿KIIIK?
Había una diminuta figura, vestida con una túnica oscura, sentada en una viga sobre él. Le hacía frenéticos gestos para señalarle un rincón de la herrería.
Vio un mango oscuro que sobresalía de entre el montón de leña. Trató de cogerlo, con dedos que ahora eran tan insustanciales como una sombra.
—¡DIJO QUE LA DESTRUIRÍA!
La Muerte de las Ratas se encogió de hombros, en gesto comprensivo.
La nueva Muerte atravesó la pared, sujetando la guadaña con ambas manos.
Avanzó hacia Bill Puerta.
Se oyeron una serie de crujidos. Las túnicas grises poblaban ahora la herrería.
Bill Puerta sonrió, aterrado.
La nueva Muerte se detuvo y adoptó una pose teatral ante el brillo de la forja.
Blandió la guadaña.
Casi perdió el equilibrio
— ¡Eh, no tenías que agacharte!
Bill Puerta volvió a lanzarse contra la pared, y cruzó la plaza a toda velocidad, con el cráneo bajo y los pies espectrales deslizándose sin sonido sobre los guijarros. Llegó junto a las dos figuras que aguardaban bajo el reloj.
—¡AL CABALLO! ¡DEPRISA!
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¡NO HA FUNCIONADO!
La señorita Flitworth lo miró aterrada, pero puso a la niña inconsciente sobre el lomo de Binky, y montó tras ella. Después Bill Puerta dio una palmada en el flanco del animal. Al menos en esta ocasión sí hubo contacto… Binky existía en todos los mundos.
—¡VETE!
No se molestó en mirar a su alrededor, sino que echó a correr camino arriba,hacia la granja. ¡Un arma! ¡Algo que pudiera esgrimir! La única arma del mundo no-muerto estaba en manos de la nueva Muerte Mientras corría, Bill puerta se dio cuenta de que sonaba un cliqueteo tenue, agudo. Bajó la vista. La Muerte de las Ratas se mantenía a su ritmo. Incluso le dirigió un «KIIIK» alentador. Atravesó la entrada de la granja, y se escudó contra la pared. Se oía el retumbar lejano de la tormenta. Aparte de eso, todo era silencio. Se relajó un poco. Después avanzó con toda cautela junto a la pared, hacia la parte trasera de la granja.
Divisó el brillo de algo metálico. Allí, apoyada contra el muro, donde la habían dejado los hombres del pueblo cuando lo llevaron de vuelta a casa, estaba su guadaña. No la que había preparado con tanto esmero, sino la que utilizó para la cosecha. El filo que tenía se lo habían dado una vulgar piedra de moler y la caricia de las espigas, pero era una forma familiar, y trató de cogerla. Su mano la atravesó sin problemas.
—Cuanto más corres, más te acercas.
La nueva Muerte salió de entra las sombras, sin ninguna prisa.
— Tu deberías saberlo bien —añadió.
Bill Puerta se irguió.
— Esto va a ser divertido.
La nueva Muerte avanzó.
¿DIVERTIDO?
La nueva Muerte avanzó. Bill Puerta retrocedió.
— Sí. Recolectar a una Muerte es como recolectar un billón de vidas inferiores.
¿VIDAS INFERIORES? ¡ESTO NO ES UN JUEGO!
La nueva Muerte titubeó.
— ¿Qué es un juego?
Bill Puerta sintió una chispita de esperanza.
SI QUIERES, TE LO ENSEÑO…
La punta del mango de la guadaña le golpeó bajo la mandíbula y lo derribó contra la pared. Se deslizó contra ella y cayó al suelo.
— Detectamos un truco. No te vamos a escuchar. El segador no escucha a la cosecha.
Bill Puerta trató de levantarse.
El mango de la guadaña lo golpeó de nuevo.
— No cometeremos los mismos errores.
Bill Puerta alzó la vista. La nueva Muerte tenía en la mano el reloj de oro. La parte superior estaba vacía. En torno a ellos dos, el paisaje cambió, se hizo más rojo, empezó a adoptar la apariencia irreal de la realidad vista desde el otro lado.
— Se le ha acabado el Tiempo, señor Bill Puerta.
La nueva Muerte se levantó la capucha.
Allí no había rostro alguno. Ni siquiera un cráneo. Los jirones de humo serpenteaban entre la túnica y una corona dorada.
Bill Puerta se incorporó sobre los codos.
¿UNA CORONA? —su voz temblaba de rabia—. ¡YO NUNCA LLEVÉ CORONA!
— Tú nunca quisiste gobernar.
La Muerte alzó la guadaña.
Y, en aquel momento, tanto la vieja Muerte como la nueva se dieron cuenta de que, en realidad, el siseo del tiempo al transcurrir no se había interrumpido.
La nueva Muerte titubeó, y volvió a sacar el reloj dorado.
Lo sacudió.
Bill Puerta miró hacia el rostro vacío, bajo la corona. Allí había una expresión de asombro, aunque no existieran rasgos que la mostraran. La expresión pendía del aire, por su cuenta.
Vio cómo giraba la corona.
La señorita Flitworth estaba con las manos extendidas, un poco separadas, y los ojos fuertemente cerrados. Entre sus manos, suspendido en el aire, se veía el tenue perfil de un cronómetro de vida, cuya arena se derramaba como un torrente.
Las Muertes consiguieron distinguir a duras penas el nombre grabado en el cristal con caligrafía sinuosa: Renata Flitworth.
La expresión sin rasgos de la nueva Muerte se transformó en un gesto de asombro infinito. Se volvió hacia Bill Puerta.
— ¿Para ti?
Pero Bill Puerta ya se estaba levantando, se erguía como la rabia de los reyes. Buscó algo que tenía a su espalda mientras gruñía, vivía con tiempo prestado.
Sus manos se cerraron en torno a la guadaña de la cosecha.
La Muerte coronada vio acercarse el objeto y alzó su propia arma, pero seguramente no había nada en el mundo capaz de detener la gastada hoja cuando rasgó el aire, con un filo que iba más allá de toda definición de filo, proporcionado por la rabia y la venganza. Atravesó el metal sin aminorar la marcha.
NADA DE CORONAS —dijo Bill Puerta, mirando fijamente el humo—. NADA DE CORONAS. SOLO LA COSECHA.
La túnica se plegó en torno a su hoja. Se escuchó un aullido agudo, que subió de tono hasta quedar más allá del umbral de audición. Una columna negra, como el negativo de un relámpago, brotó del suelo y desapareció entre las nubes tormentosas.
La Muerte aguardó un instante. Luego, con suma cautela, dio una patadita a la túnica que había quedado en el suelo. La corona, ligeramente deformada, rodó unos centímetros antes de evaporarse.
OH —dijo, despectivo—. TEATRO.
Se acordó de la señorita Flitworth y, con suma gentileza, le juntó las manos. La imagen del reloj de arena desapareció. La neblina azul y violácea que veían por el rabillo del ojo se desvaneció al volver la realidad pura, sólida.
Abajo, en el pueblo, el reloj terminó de dar las campanadas de la medianoche.
La anciana estaba temblando. La Muerte chasqueó los dedos ante sus ojos.
¿SEÑORITA FLITWORTH? ¿RENATA?
—No… no sabía qué hacer, y usted dijo que no era difícil, y…
La Muerte entró en el granero. Cuando salió, llevaba puesta la túnica negra.
La mujer todavía seguía allí de pie.
—No sabia que hacer —repitió, aunque posiblemente no hablaba con él—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha acabado ya todo?
PROBABLEMENTE, NO.
Tras la hilera de guerreras aparecieron más carritos. Parecían las pequeñas obreras plateadas, aunque de cuando en cuando se divisaba entre ellas el brillo dorado de una soldado.
—Deberíamos retirarnos hacia las escaleras —señaló Doreen.
—Creo que eso es lo que quieren que hagamos —replicó Windle.
—Por mí, perfecto. Además, me da la sensación de que, con esas ruedas, no podrán subir por las escaleras, ¿verdad?
—Y no podemos luchar contra ellas a muerte —corroboró Ludmilla.
Lupine se mantenía cerca de ella, con los amarillentos ojos clavados en las ruedas, que avanzaban lentamente.
—Ya me gustaría tener ocasión —suspiró Windle.
Llegaron hasta las escaleras móviles. El mago alzó la vista. En la cima de los peldaños había toda una marea de carritos, pero el camino de descenso al piso inferior parecía despejado.
—¿No podríamos buscar otra manera de subir? —preguntó Ludmilla, esperanzada.
Se subieron rápidamente a la escalera móvil. Tras ellos, los carritos avanzaron para impedir que retrocedieran.
Los magos se encontraban en el piso inferior. Estaban tan quietos entre las macetas de plantas y las fuentes, que Windle pasó junto a ellos dando por supuesto que eran una especie de estatuas, o muebles un tanto esotéricos.
El archicanciller lucía una nariz roja postiza y tenía en las manos unos cuantos globos. Junto a él, el tesorero hacía juegos malabares con una serie de pelotas de colores, pero como una máquina, con los ojos inexpresivos clavados en la nada.
El filósofo equino se encontraba un poco alejado de ellos, y llevaba un cartel en el pecho y otro a la espalda. La escritura de los carteles en el pecho y otro a la espalda. La escritura de los carteles aún no había madurado del todo, pero Windle se hubiera apostado su otra vida a que, tarde o temprano, acabaría por decir algo así como ¡¡¡¡VENTAS!!!!
El resto de los magos se encontraban en un grupo, muy juntos, como muñecos a los que no se hubiera dado cuerda. Cada uno llevaba una chapa rectangular prendida en la túnica. La ya familiar escritura de aspecto orgánico crecía en una palabra que se asemejaba a:
Aunque el motivo era un auténtico misterio. Desde luego, los magos no parecían nada seguros.
Windle chasqueó los dedos ante los ojos claros del decano. No obtuvo respuesta.
—No está muerto —señaló Reg.
—Sólo descansa —asintió Windle—. Está desconectado.
Reg dio un empujoncito al decano. El mago se balanceó hacia delante, luego hacia atrás, hasta volver a detenerse en su equilibrio precario.
—Pues así no vamos a poder sacarlos —señaló Arthur—. No podemos con todos. ¿No puede despertarlos?
—Hay que quemar una pluma debajo de su nariz —aportó Doreen.
—No creo que sirva de nada —respondió Windle.
Su afirmación se basaba en el hecho de que los magos tenían a Reg Shoe casi debajo de las narices, y cualquiera cuyo sentido del olfato no registrara la presencia del señor Shoe no iba a reaccionar ante el mero olor de una pluma quemada. Ni ante un yunque que le cayera en la cabeza, ya puestos.
—Señor Poons —intervino Ludmilla.
—Una vez conocí a un gólem que tenía el mismo aspecto —dijo Reg Shoe—. Era igualito que éste. Un tipo grandullón, hecho de arcilla. Así son los gólems, ya sabe. Sólo hay que escribirles una palabra sagrada especial, y se ponen en marcha.
—¿Cómo «seguridad»?
—Es posible.
Windle miró al decano.
—No —suspiró tras un rato—. No hay tanta arcilla en el mundo —miró a su alrededor—. Lo que deberíamos hacer es localizar la fuente de esa condenada música.
—¿Se refiere usted al lugar donde están escondidos los músicos?
—La verdad, no creo que haya ningún músico.
—Tiene que haber músicos, hermanos —señaló Reg—. Por eso se llama «música».
—Para empezar, esto no se parece a ninguna música que yo haya oído, y para seguir, siempre he creído que había que encender lámparas de aceite o velas para producir luz… Aquí no hay nada de eso, y aun así, todo está iluminado y brillante —replicó Windle.
—¿Señor Poons? —insistió Ludmilla al tiempo que le daba un codazo.
—¿Sí?
—Ahí vuelven los carritos.
Los trastos metálicos bloqueaban los cinco pasillos que salían del espacio central.
—No hay escaleras de bajada —susurró Windle.
—Quizá eso…, ella esté dentro de una de esas zonas acristaladas —replicó Ludmilla—. Las… tiendas.
—No parece probable. Tienen aspecto de estar sin acabar. Además, algo va mal…
Lupine dejó escapar un gruñido. Los primeros carritos tenían púas brillantes, pero no parecían a punto de lanzar un ataque.
—Deben haber visto lo que hicimos con los otros —señaló Arthur.
—Sí, pero ¿cómo? Eso fue en el piso de arriba —dijo Windle.
—Bueno, a lo mejor hablan unos con otros…
—¿Cómo pueden hablar? ¿Cómo pueden pensar? En un montón de alambre no hay cerebro —gimió Ludmilla.
—Ya que lo mencionas, las hormigas y las abejas no piensan —señaló Windle—
Están controladas por…
Miró hacia arriba. Todos miraron hacia arriba
—¡Viene de algún lugar del techo! —exclamó—. ¡Tenemos que comprobarlo ahora mismo!
—No hay más que paneles de luz —replicó Ludmilla.
—¡Alguna otra cosa! ¡Buscad alguna otra cosa de donde pueda venir!
—¡Pero si viene de todas partes!
—No sé qué está pensando hacer —dijo Doreen al tiempo que cogía una maceta con una planta y la blandía a modo de garrote—. Pero más vale que lo haga deprisa.
—¿Qué será esa cosa redonda y negra de ahí arriba? —señaló Arthur.
—¿Dónde?
—Ahí.
—De acuerdo, Reg y yo lo ayudaremos a subir, vamos…
—¿A mí? ¡Pero si no soporto las alturas!
—¿No se podría transformar en murciélago?
—¡Sí, pero en un murciélago muy nervioso!
—Deje de quejarse, Venga…, un pie aquí, ahora esa mano ahí, ponga el pie en el hombro de Reg…
—Y no me lo traspase —pidió Reg.
—¡Esto no me gusta! —gimió Arthur mientras lo levantaban. Doreen apartó la vista de los carritos que se acercaban.
—¡Arrthurr! ¡Nobless obligg!
—¿Qué es eso? ¿Alguna especie de código vampiro? —quiso saber Reg.
—Creo que quiere decir algo así como «un conde ha de hacer lo que ha de hacer» —explicó Windle.
—¡Conde! ¡Ja! —gruñó Arthur, que se bamboleaba peligrosamente—. ¡Nunca debí hacer caso de aquel abogado! ¡Tendría que haber imaginado que de un sobre marrón alargado no puede salir nada bueno! ¡Y además, no llego a ese jodido trasto!
—¿Por qué no salta? —sugirió Windle.
—¿Por qué no se muere?
—No puedo.
—¡Y yo no puedo saltar!
—Entonces, vuele. Transfórmese en murciélago y emprenda el vuelo.
—¡Es imposible, no tengo sitio para coger velocidad!
—Podrían propulsarlo hacia arriba —señaló Ludmilla—. Ya saben, como si fuera un avioncito de papel.
—¡Y un cuerno! ¡Soy un conde!
—Pero si acaba de decir que no quería ser conde —señaló Windle con voz suave.
—En tierra no quiero ser conde, pero si se trata de que me lancen como si fuera un frisbee…
—¡Arthur! ¡Haz lo que dice el señor Poons!
—No veo por qué…
—¡Arthur!
Como murciélago, Arthur era sorprendentemente pesado. Windle lo sujetó por las orejas, como si fuera una bola de bolera un tanto deforme, y trató de apuntar:
—¡Recuerde que soy una especie en peligro de extinción! —graznó el conde.
Fue un lanzamiento certero. Arthur revoloteó hasta el disco del techo, y se aferró a él con las garras.
—¿Puede moverlo?
—¡No!
—Pues agárrese fuerte y transfórmese
—¡No!
—¡Arthur! —gritó Doreen, al tiempo que intentaba detener el avance de un carrito con su improvisado garrote.
—Oh, de acuerdo, de acuerdo. Por un instante, vieron a Arthur Winkings aferrado desesperadamente al techo, y luego se desplomó sobre Windle y Reg, con el disco apretado contra el pecho.
La música se interrumpió bruscamente. Un montón de tuberías rosadas brotaron del agujero que había quedado sobre ellos y se enredaron en Arthur, haciendo que pareciera un mal plato de espaguetis con albóndigas. Las fuentes parecieron manar al revés durante un momento, y luego se secaron.
Los carritos se detuvieron. Los de las últimas filas tropezaron contra los de delante, y se escuchó un coro de patéticos tintineos.
Del agujero seguían brotando tuberías semejantes a entrañas. Windle cogió un puñado del suelo. Eran de un desagradable color rosa y estaban pegajosas.
—¿Qué opina que son? —preguntó Ludmilla.
—Opino —respondió Windle— que lo mejor que podemos hacer es marcharnos de aquí ahora mismo.
El suelo tembló. De las fuentes empezaron a brotar ráfagas de vapor.
—O antes todavía —añadió Windle.
Se oyó un gemido. Era el archicanciller. El decano se derrumbó hacia delante. Los otros magos permanecieron erguidos, pero a duras penas.
—Se están recuperando —dijo Ludmilla—. Pero no creo que se las arreglen con las escaleras.
—No creo que nadie deba siquiera intentar arreglar esas escaleras —replicó Windle—. Mírelas.
Las escaleras móviles no se movían. Los peldaños negros brillaban a la luz sin sombras.
—Ya entiendo lo que quiere decir —asintió la chica—. Preferiría intentar andar sobre arenas movedizas.
—Probablemente, sería más seguro —corroboró Windle.
—¿No cree que puede haber una rampa? Los carritos tienen que subir y bajar…
—Buena idea.
Ludmilla echó un vistazo a los carritos. Se movían sin rumbo fijo.
—Pues creo que tengo otra aún mejor… —dijo
Y cogió el mango de uno que pasaba cerca de ella.
El carrito se debatió un instante, y luego, al carecer de instrucciones que le ordenaran lo contrario, se detuvo con docilidad.
—Los que puedan caminar, que caminen; a los demás, los llevaremos. Venga abuelo.
La última frase iba dirigida al tesorero, a quien consiguieron convencer para que se subiera al carrito. El anciano dejó escapar un débil «yee», y luego volvió a cerrar los ojos.
A golpe de fuerza bruta, pusieron al decano sobre él.[23]
—¿Y ahora, por dónde? —quiso saber Doreen.
—Si hay una rampa, tiene que estar al final de un pasillo —indicó Ludmilla—. Vamos.
Arthur bajó la vista hacia las nieblas que se enroscaban en torno a sus pies.
—Me gustaría saber cómo lo consiguen —dijo—. Es casi imposible hacerse con una sustancia que haga esto. Lo intentamos, ya saben, para que nuestra cripta quedara más… bueno, más críptica, pero lo único que logramos fue llenarlo todo de humo y quemar las cortinas…
—Venga, Arthur. Nos vamos.
—No hemos causado demasiados daños, ¿verdad? A lo mejor deberíamos dejar una nota…
—Si, si quieren puedo escribir algo en la pared —se ofreció Reg. Cogió por el mango una carretilla obrera que pasaba junto a él y, con cierta satisfacción, la golpeó contra una columna hasta que se le cayeron las ruedas.
Windle observó al presidente del club Volver a Empezar, que se dirigía hacia el pasillo más cercano, empujando un carrito cargado con un amplio surtido de magos.
—Vaya, vaya, vaya —dijo—. Así de sencillo. Eso era lo único que teníamos que hacer. Sobraba tanto teatro.
Pareció que iba a dar un paso adelante, pero entonces se detuvo.
Las entrañas rosadas estaban avanzando por el suelo, y ya se le habían aferrado con fuerza a las piernas.
Muchas baldosas del suelo saltaron por los aires. Las escaleras se derrumbaron en pedazos, dejando al descubierto el tejido oscuro, de bordes serrados, y por encima de todo, vivo, que las había alimentado. Los muros empezaron a palpitar y se precipitaron hacia delante. El mármol se agrietó y salió a la luz la sustancia púrpura y rosada que yacía debajo.
Por supuesto, pensó una pequeña parte tranquila en la mente de Windle, nada de esto es realmente real. Los edificios no están realmente vivos. No es más que una metáfora… lo que pasa es que, en estos momentos, las metáforas son como velas en una fábrica de fuegos artificiales.
Ya que estamos en ello, ¿qué clase de criatura es la reina? Como la reina de las abejas, sólo que en este caso ella es también la colmena. Como un frígano, que, si no me equivoco, construye su concha con trocitos de piedra y otras cosas para camuflarse. O como un nautilo, que pone cosas en su concha para hacerla más grande. Y, a juzgar por la manera en que se hace pedazos el suelo, como un monstruo muy, muy furioso.
Quisiera saber cómo se pueden defender las ciudades de este tipo de cosas.
Por lo general, la evolución de las criaturas las dota con algunas defensas contra los depredadores. Veneno, aguijones, espinas y otras cosas.
Así que, ahora, lo más probable es que la defensa sea yo. Windle Espina Poons.
Lo menos que puedo hacer es asegurarme de que los demás se pongan a salvo fuera. Le haré saber que estoy aquí…
Se agachó, cogió un puñado de entrañas palpitantes, y tiró de ellas.
El grito de rabia de la Reina se pudo oír hasta en la Universidad.
El viento arrastraba las nubes de tormenta hacia la colina. Se arremolinaron muy deprisa, hasta formar una mole imponente. Los relámpagos brillaban en su corazón.
AQUÍ HAY DEMASIADA VIDA —dijo la Muerte—. AUNQUE NO ME QUEJO, CLARO. ¿DÓNDE ESTA LA NIÑA?
—La he vuelto a poner en la cama. Ahora está durmiendo. Durmiendo con normalidad.
Un relámpago cayó en la colina, acompañado por su correspondiente trueno. Casi al unísono se oyó un ruido chirriante, no demasiado lejos.
La Muerte suspiró.
AH. MAS TEATRO.
Caminó alrededor del granero, para ver bien los prados oscuros. La señorita Flitworth lo seguía pisándole los talones, utilizándole como escudo contra cualquier terror que pudiera andar suelto.
Un brillo azul chisporroteó tras un seto lejano. Se estaba moviendo.
—¿Qué es eso?
ERA LA COSECHADORA COMBINADA
—¿Era? ¿Y ahora qué es?
La Muerte miró a los vigilantes.
UN DESASTRE
La Cosechadora recorrió los prados húmedos, con los brazos de tela girando en el aire; los pistones se movían en medio de un nimbo de electricidad azulada. Las varas para el caballo se agitaban inútilmente.
—¿Puede funcionar así? ¡Ayer tenían que ponerle un caballo!
AHORA NO LO NECESITA.
Miró a su alrededor, observando a los vigilantes grises. Ahora formaban varias hileras.
—¡Binky todavía está en el patio! ¡Vamos!
NO.
La Cosechadora Combinada aceleró hacia ellos. El chip-chip de sus hojas silbantes se convirtió en un largo gemido.
—¿Está enfadada porque usted le robó la lona alquitranada?
NO FUE LO ÚNICO QUE LE ROBÉ.
La Muerte sonrió a los vigilantes. Levantó la guadaña, le dio varias vueltas en las manos y, cuando estuvo seguro de que todos la miraban fijamente, la dejó caer contra el suelo.
Entonces, se cruzó de brazos.
La señorita Flitworth se acercó más a él.
—¿Qué diantre hace?
TEATRO.
La Cosechadora llegó a la puerta del patio, y la atravesó en medio de una nube de serrín.
—¿Seguro que no nos pasará nada?
La Muerte asintió.
—Ah. Qué bien.
Las ruedas de la Cosechadora eran un borrón en movimiento.
PROBABLEMENTE.
Y entonces…
… dentro de la maquinaria, algo hizo «clonk».
Al momento siguiente, la Cosechadora se seguía moviendo, pero en varios pedazos. De sus ejes brotaba un surtidor de chispas. Unos cuantos brazos y husos se las arreglaron para continuar unidos, sacudiéndose como locos mientras se apartaban girando de la confusión que se movía cada vez más despacio. El aro de hojas afiladas se soltó de los restos de la máquina y se alejó rodando hacia los prados.
Se oyó un tintineo, un estampido y, por último, un boing aislado, que es el equivalente audible al famoso par de botas echando humo.
Y después, el silencio.
La Muerte se inclinó con tranquilidad y recogió un fragmento de aspecto complicado que había llegado rodando hasta sus pies. Estaba doblado hasta formar un ángulo recto.
La señorita Flitworth arriesgó un vistazo desde detrás de él.
—¿Qué ha pasado?
CREO QUE LA LEVA ELÍPTICA QUE SE DESLIZA GRADUALMENTE POR EL EJE CENTRAL HA QUEDADO ATORADA EN EL REBAJO DE LA PESTAÑA, CON CONSECUENCIAS DESASTROSAS.
La Muerte miró desafiante a los vigilantes grises. Uno a uno, empezaron a desaparecer.
Recogió la guadaña.
AHORA TENGO QUE IRME —dijo.
La señorita Flitworth lo miró, horrorizada.
—¿Qué? ¿Así, como si tal cosa?
EXACTAMENTE, TENGO MUCHO TRABAJO POR DELANTE.
—¿Y no volveré a verlo? Es decir…
OH, SÍ. MUY PRONTO —buscó las palabras más adecuadas, pero tuvo que rendirse—. ES UNA PROMESA.
La Muerte se arremangó los faldones de la túnica y rebuscó algo en el bolsillo del mono de Bill Puerta, que todavía llevaba debajo.
CUANDO EL SEÑOR SIMNEL VENGA A RECOGER LOS RESTOS MAÑANA POR LA MAÑANA, SEGURAMENTE BUSCARÁ ESTO —dijo.
Puso un objeto pequeño y biselado en la mano de la anciana.
—¿Qué es?
UNA GRIPLEY TRES OCTAVOS.
La Muerte echó a andar hacia su caballo, pero entonces recordó algo.
ADEMÁS, ME DEBE UN CUARTO DE PENIQUE.
Ridcully abrió un ojo. Estaba rodeado de gente. Había luces y gritos excitados. Muchas personas intentaban hablar a la vez.
Tenía la sensación de estar sentado en un cochecito de niño verdaderamente incómodo, mientras muchos insectos extraños zumbaban a su alrededor.
Alcanzó a oír al decano quejándose, y escuchó también unos gemidos que sólo podían provenir del tesorero, mezclados con la voz de una mujer joven. Alguien estaba cuidando de la gente, pero a él no le prestaban la menor atención. Bueno, pues si había cuidados de por medio, él no se iba a perder su ración.
Lanzó una tos estruendosa.
—Podríais intentar —dijo al cruel mundo en general— obligarme a beber algo de coñac, ¿no?
Sobre su cabeza apareció una aparición que sostenía una lámpara y lo iluminaba con ella. Era una cara de la talla cinco con una piel de la talla catorce.
—¿Oook? —dijo con preocupación.
—Ah, eres tú —dijo Ridcully.
Trató de levantarse a toda velocidad, por si el bibliotecario intentaba hacerle el boca a boca.
Tenía el cerebro algodonoso, poblado de recuerdos confusos. Recordaba, sí, una pared metálica, y luego lo vio todo rosa, y luego… música. Una música interminable, diseñada específicamente para transformar el cerebro de cualquier ser vivo en queso batido.
Se dio la vuelta. Detrás de él había un edificio, rodeado por una multitud de personas. La construcción era cuadrangular, y parecía aferrarse al suelo de una manera extraña, casi animal. Daba la sensación de que, si uno pudiera levantar un ala del edificio, oiría el pop-pop-pop de las ventosas al soltarse. De allí salía luz, y el vapor se filtraba por debajo de las puertas.
—¡Ridcully está despierto!
Aparecieron más rostros. No es la Noche de Todos los Muertos, pensó, así que lo que llevan no son máscaras. Oh, mierda.
Tras la gente, oyó la voz del decano.
—Voto porque preparemos el Reorganizador Sísmico de Herpetty y lo echemos por la puerta. Se acabarían todos los problemas.
—¡No! ¡Estamos demasiado cerca de los muros de la ciudad! Lo único que tenemos que hacer es soltar La Atractiva Punta de Quondo en el lugar adecuado…
—¿Y qué tal la Sorpresa Incendiaria de Sumpjumper? —aquella era la voz del tesorero—.Quemarlo puede ser la mejor solución…
—¿Ah, sí? ¿Ah, sí? ¿Y que sabes tú de tácticas militares, a ver? ¡Si ni siquiera gritas bien el «yee»!
Ridcully se agarró a los lados del carrito.
—¿A alguien le importa decirme qué co…, qué córcholis esta pasando? —bufó.
Ludmilla se abrió camino entre los miembros del club Volver a Empezar.
—¡Tiene que detenerlos, archicanciller! —exclamó—. ¡Están hablando de destruir la gran tienda!
En la mente de Ridcully se asentaron más recuerdos desagradables.
—Buena idea —dijo.
—¡Pero es que el señor Poons todavía está dentro!
Ridcully trató de enfocar la vista en el edificio que brillaba.
—¿Quién, Windle Poons, el muerto?
—Arthur entró volando cuando nos dimos cuenta de que no nos había seguido. ¡Dice que Windle estaba peleando contra algo que salía de las paredes! ¡Vimos un montón de carritos, pero no nos hicieron nada! ¡Windle consiguió que nos dejaran salir!
—¿Quién, Windle Poons, el muerto?
—¡No puede hacer magia para volar ese lugar en pedazos mientras uno de sus magos esté dentro!
—¿Quién, Windle Poons, el muerto?
—¡Sí!
—Pero está muerto —señaló Ridcully—. Está muerto, ¿verdad? Nos lo dijo él.
—¡Ja! —bufó alguien a quien Ridcully habría querido ver con más pie—. Muy típico. Eso es vitalismo puro y duro, así de claro. Apuesto en que no dudarían en ir a salvarle la vida si estuviera vivo.
—Pero él quería…, no deseaba…, dijo que… —tartamudeó Ridcully. Había muchas circunstancias que lo superaban, pero a las personas como Mustrum Ridcully eso no les resultaba preocupante en absoluto. Ridcully tenía una mente sencilla. Esto no quiere decir que fuera estúpido. Quiere decir que sólo podía analizar debidamente las cosas una vez las había despojado de todas esas cosas complicadas que se interponían en su camino.
Se concentraba en un solo hecho importante. Alguien que, al menos técnicamente, era un mago, estaba en apuros. Eso lo podía entender. Eso provocaba reacciones en él. La cuestión de si ese alguien estaba vivo o muerto podía esperar.
En cambio, otro aspecto menor de la situación lo seguía molestando.
—¿Arthur… entró… volando…?
—Hola.
Ridcully giró la cabeza. Parpadeó.
—Vaya, bonitos dientes —dijo.
—Gracias —sonrió Arthur Winkings.
—¿Son suyos?
—Oh, sí.
—Sorprendente. Bueno, supongo que se los cepilla con regularidad.
—¿Sí?
—Por la higiene. Es lo más importante.
—Bueno, ¿y qué va a hacer usted? —lo apremió Ludmilla.
—Bueno, claro, iremos a sacarlo de ahí —respondió Ridcully.
Aquella chica tenía algo raro. Sentía la necesidad apremiante de darle unas palmaditas en la cabeza.
—Conseguiremos un poco de magia e iremos a sacarla —añadió—. Sí. ¡Decano!
—¡Yee!
—Vamos a entrar ahí para sacar a Windle.
—¡Yee!
—¿Qué? —se sobresaltó el filósofo equino—. ¡Tú te has vuelto loco!
Ridcully trató de adoptar una pose lo más digna posible en sus circunstancias.
—Recuerda que soy tu archicanciller —le espetó.
—¡Entonces tú te has vuelto loco, archicanciller! —chilló el filósofo equino. Consiguió bajar un poco la voz—. Además, está no-muerto. No entiendo cómo se puede salvar a un no-muerto. Es una especie de contradicción.
—Una dicotomía —contribuyó el tesorero.
—No, no creo que haya que recurrir a la cirugía.
—Por cierto, ¿no lo habíamos enterrado? —intervino el conferenciante de runas modernas.
—Pues ahora volveremos a enterrarlo —bufó el archicanciller—. Probablemente sea uno de esos milagros de la existencia.
—Como los escabeches —aportó alegremente el tesorero.
Hasta los miembros del club Volver a Empezar lo miraron sin comprender.
—Los preparan en algunas zonas de Howandalandia —insistió el tesorero—. Hacen jarras muy grandes, enormes, de escabeches especiales, y luego las entierran durante meses para que fermenten bien. Así consiguen que tenga un picor delicioso que…
—Oiga —susurró Ludmilla a Ridcully—, ¿los magos siempre se comportan así?
—El filósofo equino es un ejemplar de lo más característico —asintió Ridcully—. Tiene la misma capacidad de comprender la realidad que un recortable de cartón. Es el orgullo de nuestro equipo. —se frotó las manos—. Muy bien, muchachos. ¿Voluntarios?
—¡Yee! ¡Yee! —gritó el decano, que ahora se encontraba en un mundo diferente.
—No estaría cumpliendo con mi deber si no ayudase a un hermano —dijo Reg Shoe.
—Oook.
—¿Tú? A ti no te podemos llevar —replicó el decano, mirando fijamente al bibliotecario—. No sabes nada sobre la guerra de guerrillas.
—¡Oook! —dijo el bibliotecario.
Acompañó la exclamación con un gesto sorprendentemente claro, que indicaba que, por otra parte, lo que él no supiera sobre la guerra de orangutanes se podría escribir en un espacio diminuto, como por ejemplo los restos aplastados del decano.
—Bastará con que seamos cuatro —asintió el archicanciller.
—Pero si nunca le he oído decir «yee» —refunfuñó el decano.
Se quitó el sombrero, cosa que un mago no suele hacer a menos que quiera sacar algo de dentro, y se lo tendió al tesorero. Luego se arrancó una tira del dobladillo de la túnica, lo alzó entre las manos con gesto teatral, y se lo anudó alrededor de la frente.
—Es parte del carácter distintivo del personaje —explicó en respuesta a la penetrante pregunta no formulada—. Esto es lo que hacen los guerreros del Continente Contrapeso antes de entrar en combate. Y también hay que gritar… —Trató de recordar algo que había leído hacía tiempo—. Eh…, bonsai. Sí. ¡Bonsai!
—Creía que eso significaba algo que cortar árboles en pedacitos para hacerlos más pequeños —apuntó el filósofo equino. El decano titubeó. En realidad, él tampoco estaba demasiado seguro. Pero un buen mago nunca deja que la inseguridad se interponga en su camino.
—No, estoy seguro, es bonsai —replicó. Meditó la cuestión unos momentos más, y luego se animó—. Porque es parte de la técnica de la emboscada. Ya sabes…, emboscada, bosque, árboles. Sí. Cuando uno piensa bien, es lógico.
—Oye, pero aquí no puedes gritar bonsai —señaló el conferenciante de runas modernas—. Aquí tenemos unos referentes culturales diferentes. No serviría de nada. Nadie te entendería.
—Ya me encargaré yo de eso —le aseguró el decano.
Vio que Ludmilla lo miraba con la boca abierta.
—Es charla de magos —le explicó.
—¿De verdad? —replicó Ludmilla—. Nunca lo habría imaginado.
El archicanciller había conseguido salir del carrito, y lo estaba empujando adelante y atrás, a modo de experimento. Por lo general, una idea nueva tardaba mucho tiempo en acomodarse en el cerebro de Ridcully, pero el archicanciller sabía instintivamente que un carrito de alambre con cuatro ruedas puede resultar muy útil.
—¿Vamos ya, o pensamos quedarnos aquí toda la noche poniéndonos vendas en la cabeza?
—¡Yee! —gritó el decano.
—¿Yee? —se sorprendió Reg Shoe.
—¡Oook!
—¿Eso ha sido un yee? —preguntó el decano con desconfianza.
—Oook.
—Bueno…, entonces, vamos.
La Muerte se sentó en la cima de una montaña. No era una montaña particularmente alta, ni escarpada, ni siniestra. Las brujas no celebraban aquelarres desnudas allí; por lo general, las brujas del Mundodisco eran reacias a la idea de quitarse más ropa de la absolutamente imprescindible para lo que estuvieran haciendo. Allí no había espectros. Ningún hombrecillo desnudo se sentaba en la cumbre para impartir sabiduría, porque lo primero que aprende un hombre verdaderamente sabio es que sentarse en la cima de las montañas no sólo provoca hemorroides, sino hemorroides congeladas.
De cuando en cuando, alguien escalaba la cima de la montaña y añadía una piedra o dos al montón de la cumbre, para demostrar que no hay nada realmente estúpido que el ser humano no pueda hacer.
La Muerte se sentó en el montón de piedras y se dedicó a pasar una por la hoja de su guadaña, con movimientos lentos, deliberados.
Hubo una agitación en el aire. Aparecieron tres sirvientes grises.
Uno dijo: ¿Crees que has vencido?
Uno dijo: ¿Crees que has ganado?
La Muerte dio una vuelta a la piedra que tenía en la mano para buscar la superficie más apropiada, y la deslizó por la hoja de la guadaña con un movimiento largo.
Uno dijo: Informaremos a Azrael.
Uno dijo: Al fin y al cabo, no eres más que una pequeña Muerte.
La Muerte alzó la hoja para examinarla a la luz de la luna, le dio varias vueltas entre los dedos, se concentró en los juegos de la luz sobre los brillantes puntos metálicos del filo.
Luego, con gesto rápido, se levantó. Los sirvientes retrocedieron a toda prisa.
Extendió un brazo con la velocidad de una serpiente, y agarró una túnica. Levantó la capucha vacía hasta que estuvo a la altura de sus órbitas oculares.
¿SABES POR QUÉ EL PRISIONERO DE LA TORRE CONTEMPLA EL VUELO DE LOS PAJAROS? —preguntó.
Eso dijo: Quítame las manos de enci…, oops…
Una llamarada azul brilló un instante.
La Muerte bajó la mano y miró a su alrededor, a los dos sirvientes restantes.
Uno dijo: Esto no ha terminado.
Y desaparecieron.
La Muerte se sacudió una partícula de ceniza de la túnica, y luego plantó firmemente los pies en la cima de la montaña. Alzó la guadaña sobre su cabeza con ambas manos, e invocó a todas las Muertes menores que se habían generado en su ausencia.
Tras unos momentos, empezaron a fluir hacia la montaña, como una tenue oleada negra.
Fluían como un río de mercurio oscuro, uniéndose.
Aquello duró largo rato. Luego terminó.
La Muerte bajó la guadaña, y se examinó a sí mismo. Sí, allí estaba todo. Volvía a ser la Muerte, que reunía en sí a todas las muertes del mundo. A excepción de…
Por un momento, titubeó. Tenía una pequeña zona vacía, le faltaba un fragmento, algo que no acababa de identificar.
No conseguía saber a ciencia cierta qué era.
Se encogió de hombros. Tarde o temprano, acabaría por averiguarlo. Y, entretanto, tenía mucho trabajo por delante…
Montó a caballo y se alejó.
Muy lejos, en su madriguera bajo el granero, la Muerte de las Ratas se fue soltando poco a poco de la viga a la que se había aferrado con todas sus fuerzas.
Windle Poons pisó con energía un tentáculo que había salido serpenteando de entre las losas del suelo y avanzaba hacia él rodeado de vapor. Una baldosa de mármol se resquebrajó y le lanzó una lluvia de fragmentos. Windle dio una patada contra la pared.
Probablemente, comprendió, ya no había ninguna salida, y aunque la hubiera él no podría encontrarla. Además, ahora se encontraba en el interior de la cosa. Y la cosa estaba hundiendo sus paredes hacia el interior, intentando atraparlo. Lo mínimo que pensaba hacer era provocarle una grave indigestión.
Echó a correr hacia un orificio que antes había sido la entrada de un ancho pasillo, y se precipitó por él a toda velocidad, justo antes de que se cerrara de golpe. Un fuego plateado chisporroteó en las paredes. Allí había tanta vida que era imposible contenerla.
Todavía quedaban unos cuantos carritos que se movían como locos por el suelo tembloroso. Estaban tan perdidos como Windle.
El mago se dirigió hacia otro lugar que probablemente fuera un pasillo, aunque en los ciento treinta años que había pasado vivo no se había encontrado con ningún pasillo que palpitara y rezumara tanto.
Otro tentáculo salió proyectado de una pared y le puso la zancadilla.
Por supuesto, no podían matarlo. Pero sí podían dejarlo sin cuerpo. Como Hombre-Un-Cubo. Eso sí que sería un destino peor que la muerte.
Se levantó como pudo. El techo cayó sobre él, aplastándolo contra el suelo.
Windle apretó los dientes y se deslizó hacia delante a toda velocidad. Estaba bañado en una nube de vapor.
Resbaló de nuevo, adelantó los brazos para apoyarse.
Sentía que estaba perdiendo el control. Tenía que hacer funcionar demasiadas cosas a la vez. Al cuerno con el plexo solar, ya tenía bastante con mantener en marcha el corazón y los pulmones…
—¡Bosques!
—¿Qué demonios quieres decir?
—¡Bosques! ¿Entiendes? ¡Yee!
—¡Oook!
Windle alzó la vista. Lo veía todo nebuloso.
Ah. Evidentemente, también estaba perdiendo el control del cerebro.
De entre la nube de vapor surgió un carrito, con unas figuras oscuras agarradas a sus costados. Un brazo peludo y un brazo que apenas era ya un brazo se extendieron hacia él, lo izaron enérgicamente lo metieron en la cesta del carrito. Las cuatro pequeñas ruedas derraparon por el suelo, el carrito rebotó contra la pared, consiguió recuperar el equilibrio y siguió avanzando.
Windle apenas era consciente de las voces.
—Tu turno, decano. No creas, ya sé que te morías de impaciencia.
Ese era el archicanciller.
—¡Yeee!
—¿Lo vas a matar por completo? Me parece que no nos gustaría tenerlo por el club Volver a Empezar. No tiene pinta de ser muy gregario.
Ese era Reg Shoe.
—¡Oook!
Ése era el bibliotecario.
—No te preocupes, Windle. Por lo visto, el decano va a hacer algo militar —le explico Ridcully.
—¡Yeee! ¡Bonsai!
—Ay, dioses.
Windle vio pasar la mano del decano, que sostenía algo brillante.
—¿Qué vas a utilizar? —quiso saber Ridcully, mientras el carrito traqueteaba en medio del vapor—. ¿El Reorganizador Sísmico de Herpetty, la Atractiva Punta de Quondo o la Sorpresa Incendiaria de Sumpjumper?
—Yeee —replicó el decano con satisfacción.
—¿Qué? ¿Los tres a la vez?
—¡Yeee!
—Eso es pasarse un poco, ¿no, decano? Ah, por cierto, si vuelves a decir “yeee” una vez más, me encargaré personalmente de expulsarte de la Universidad, perseguirte hasta la periferia del mundo con los mejores demonios que pueda conjurar la taumaturgia, hacerte pedazos muy, muy pequeños, picarlos, convertirlos en una mezcla semejante al steak tartare y echarte de comer a los perros.
—Y… —El decano advirtió la mirada de Ridcully—. Bueno. Bueno. Oh, vamos, archicanciller, ¿de qué sirve dominar el equilibrio cósmico y conocer los secretos del destino si no puedes hacer explotar nada? ¡Por favor! Ya tengo los hechizos preparados. Ya sabes cómo fastidia el inventario si no los usas cuando ya los tienes listos…
El carrito giró bruscamente y derrapó tembloroso sobre dos ruedas.
—Bueeeeno, de acuerdo —concedió Ridcully—. Si tanto significa para ti…
—Y… perdona.
El decano empezó a murmurar algo apresuradamente entre dientes, y luego dejó escapar un grito.
—¡Me he quedado ciego!
—No, es que la venda bonsai se te ha caído sobre los ojos, decano.
Windle gimió.
—¿Cómo te encuentras, hermano Poons?
Los maltratados rasgos de Reg Shoe se interpusieron en la visión de Windle.
—Bueno, ya sabes —replicó el mago—. Podría estar mejor, podría estar peor.
El carrito rebotó contra la pared y se giró para seguir avanzando en otra dirección.
—¿Cómo van esos hechizos, decano? —preguntó Ridcully con los dientes apretados—. Me está costando lo indecible controlar este trasto.
El decano murmuró unas palabras más y, después, agitó una mano en gesto teatral. Las llamas octarinas brotaron de la punta de sus dedos, y fueron a estrellarse contra un punto concreto de las nieblas.
—¡Yeeejuu! —graznó.
—¿Decano?
—¿Sí, archicanciller?
—Ese comentario que te hice antes, ya sabes, sobre la palabra que empiezapor «Y»…
—¿Sí?
—Desde luego, incluía también lo de «yeeejuu».
El decano agachó la cabeza.
—Oh. Sí, archicanciller.
—Además, ¿por qué no ha estallado todo?
—Le he puesto un poco de retraso, archicanciller. Me pareció que sería mejor que saliéramos de aquí antes de que funcionaran los hechizos.
—Bien pensado.
—Pronto te sacaremos de aquí, Windle —lo tranquilizó Reg Shoe—. Nosotros no abandonamos a los nuestros así como así. Esto es…
En aquel momento, el suelo entró en erupción delante de ellos.
Y después, detrás de ellos.
La cosa que surgió de entre las losas destrozadas no tenía forma alguna, o quizá tenía muchas formas a la vez. Se retorcía, furiosa, lanzando sus tuberías contra el grupo del carrito.
El trasto se detuvo bruscamente.
—¿Te queda algo de magia, decano?
—Eh…, no, archicanciller.
—¿Y los hechizos que acabas de lanzar funcionarán…?
—En cualquier momento, archicanciller.
—Así que…, sea lo que sea lo que va a pasar… ¿nos va a pasar a nosotros?
—Sí, archicanciller.
Ridcully dio unas palmaditas a Windle en la cabeza.
—Oye, lo siento —dijo.
Windle se dio la vuelta torpemente para echar un vistazo hacia el pasillo.
Había algo detrás de la reina. Por su aspecto, era una puerta de dormitorio vulgar y corriente, que avanzaba a pasitos cortos, como si alguien la estuviera empujando con cuidado para quedar siempre detrás de ella.
—¿Qué es eso? —se sorprendió Reg.
Windle se incorporó tanto como le fue posible.
—¡Schleppel!
—Anda ya… —gruñó Reg.
—¡Es Schleppel! —gritó Windle—. ¡Schleppel! ¡Somos nosotros! ¿Puedes ayudarnos a salir de aquí?
La puerta se detuvo. Luego la tiraron a un lado.
Schleppel se irguió en toda su estatura.
—Hola, señor Poons. Hola, Reg —dijo.
Todos contemplaron la forma peluda que llenaba el pasillo casi por completo.
—Eh…, Schleppel…, mira…, ¿podrías abrirnos paso? —tartamudeó Windle.
—Encantado, señor Poons. Por un amigo, se hace lo que sea.
Una mano del tamaño de un carrito se abrió camino en medio del vapor y fue a estrellarse contra la obstrucción, destrozándola con increíble facilidad.
—¡Eh, mírenme todos! —exclamó Schleppel alegremente—. ¡Tenían razón! ¡Un hombre del saco necesita una puerta tanto como un pez una bicicleta! Que se entere todo el mundo, a partir de ahora…
—Ahora, ¿nos podrías dejar pasar, por favor?
—Claro. Claro. ¡Uauh!
Schleppel dio otro manotazo a la reina.
El carrito salió disparado hacia delante.
—¡Y será mejor que vengas con nosotros! —añadió Windle a gritos, al ver que Schleppel desaparecía de nuevo entre la niebla.
—No, no será mejor —replicó el archicanciller mientras se alejaban a toda velocidad—. Créeme, te lo digo yo. ¿Qué era eso?
—Es un hombre del saco —explicó Windle.
—¡Pensaba que siempre estaban en los armarios! —contestó Ridcully a gritos.
—Pues ahora ha salido del armario —intervino Reg Shoe con tono orgulloso—. Se ha encontrado a sí mismo.
—Mientras nosotros podamos perderlo…
—¡No podemos dejarlo atrás!
—¡Claro que podemos! ¡Claro que podemos! —le espetó Ridcully.
A sus espaldas se oyó un ruido semejante a una erupción de gas en un pantano. Todo pareció bañarse en una luz verdosa.
—¡Los hechizos han empezado a funcionar! —gritó el decano— ¡Vámonos, deprisa!
El carrito salió zumbando por la entrada y salió hacia el frío de la noche, con las ruedas chirriando.
—¡Yeee! —gritó Ridcully, mientras la gente se apartaba precipitadamente de su paso.
—Entonces, ¿yo también puedo decirlo? —se apresuró a preguntar el decano.
—Bueno, de acuerdo. Pero sólo una vez. Todo el mundo puede decirlo una vez.
—¡Yeee!
—¡Yeee! —repitió Reg Shoe.
—¡Oook!
—¡Yeee! —gritó Windle Poons.
—¡Yeee! —gritó Schleppel.
(En la oscuridad de la noche, en la zona donde había menos gente, la escuálida forma del señor Ixolite, el último banshee vivo del mundo, se deslizó hacia el edificio tembloroso y, tímidamente, deslizó una nota por debajo de la puerta.
Decia: OOOOeeeOOOeeeOOOeee.)
Por último, el carrito se detuvo. Nadie se atrevió a darse la vuelta.
—Estas detrás de nosotros, ¿verdad? —preguntó Reg con vos pausada.
—Y tanto que sí, señor Shoe —replicó Schleppel alegremente.
—Supongo que deberíamos empezar a preocuparnos cuando esté delante de nosotros —apuntó Ridcully—. ¿O es peor ahora, porque sabemos que está detrás?
—¡Ja! ¡Se acabaron los armarios y los sótanos para este hombre del saco! —exclamó Schleppel.
—Pues es una pena, porque en la Universidad tenemos unos sótanos enormes —se apresuró a señalar Windle Poons.
Schleppel se quedó en silencio un instante.
—¿Cómo de enormes? —quiso saber al final.
—Gigantescos.
—¿Sí? ¿Con ratas?
—Ratas y muchas cosas más. Están llenos de demonios que se nos han escapado, allí hay de todo. Están infestados, te lo digo yo.
—¿Qué diantres haces? —siseó Ridcully—. ¡Lo estás invitando a nuestros sótanos!
—¿Preferiríais tenerlo debajo de la cama? —murmuró Windle—. ¿O caminando detrás de ti?
Ridcully asintió apresuradamente.
—Ufff, sí, esas ratas son bárbaras, no hay manera de controlarlas —dijo en voz alta—. Las hay que miden…, cáspita, medio metro, ¿verdad, decano?
—Un metro —replicó el decano—. Como mínimo.
—Y son gordísimas —corroboró Windle.
Schleppel meditó un instante.
—Bueno, de acuerdo —dijo al final de mala gana—. A lo mejor voy a echarles un vistazo.
La gigantesca tienda explotó e implosionó al mismo tiempo, cosa que es casi imposible de lograr sin un enorme presupuesto para efectos especiales, o tres hechizos contradictorios lanzados a la vez. Dio la impresión de que una vasta nube se expandía, pero, al mismo tiempo, se disipaba tan rápidamente que parecía encogerse hasta formar un punto. Los muros se combaron y fueron absorbidos hacia el interior. La tierra arrancada de los campos giró en una loca espiral hacia el vértice. Se oyó una violenta ráfaga de antimúsica, que murió casi al instante.
Luego no quedó nada más que un prado embarrado.
Y, flotando en el cielo de la madrugada, aparecieron miles de cosas semejantes a blancos copos de nieve. Se deslizaron silenciosamente por el aire, y fueron a caer sobre la multitud.
—No estará dispersando semillas, ¿verdad? —se asustó Reg Shoe.
Windle atrapó uno de los copos de nieve. Era un rudimentario rectángulo, desigual y lleno de manchas. Con un cierto esfuerzo de la imaginación, era posible distinguir las palabras:
—No —respondió Windle—. Creo que no.
Se recostó y sonrió. Nunca era demasiado tarde para disfrutar de la vida.
Mientras nadie miraba, el último carrito superviviente del Mundodisco se alejó traqueteando tristemente en la noche, solitario y perdido.[24]
—¡Kiriquirokorico!
En la cocina, la señorita Flitworth se sentó.
Alcanzaba a oír en el exterior los desesperados movimientos ajetreados de Ned Simnel y su aprendiz, que estaban recogiendo los maltratados restos de la Cosechadora Combinada. Había otro montón de gente que, en teoría, los ayudaban, pero que en realidad estaban aprovechando la ocasión para echar un vistazo por los alrededores. La anciana les había preparado un té.
Ahora tenía la barbilla apoyada entre las manos, con la vista clavada en la nada.
Alguien llamó a la puerta. Spigot asomó su rostro sonrosado.
—Por favor, señorita Flitworth…
—¿Mmm?
—Por favor, señorita Flitworth… ¡hay un esqueleto de caballo en el granero! ¡Se está comiendo el heno!
—¿Qué?
—¡Pero se le cae todo por entre los huesos!
—¿De verdad? Entonces, nos lo quedaremos. Al menos, será barato de alimentar.
Spigot se quedó allí unos instantes, dando vueltas al sombrero entre las manos.
—¿Se encuentra bien, señorita Flitworth?
—¿Se encuentra bien, señor Poons?
Windle tenía la vista clavada en la nada.
—¿Windle? —insistió Reg Shoe.
—¿Mmm?
—El archicanciller le acaba de preguntar si quiere beber alguna cosa.
—Quiere un vaso de agua destilada —intervino la señora Cake.
—¿Cómo, sólo agua? —se sorprendió Ridcully.
—Eso es lo que quiere —le aseguró la señora Cake.
—Un vaso de agua destilada, por favor —pidió Windle.
La señora Cake no cabía en sí de orgullo. Al menos, las zonas de la mujer que estaban a la vista no cabían en sí de orgullo. Eran las que quedaban entre el sombrero y su bolso de mano, que era una especie de contrapeso para el sombrero, y tan grande que, cuando se sentaba y se lo ponía sobre el regazo, tenía que levantar las manos para coger las asas. Al enterarse de que habían invitado a su hija a la Universidad, ella también había acudido. La señora Cake siempre daba por supuesto que una invitación a Ludmilla era por extensión una invitación a la madre de Ludmilla. Hay madres como ella por todas partes y, al parecer, la cosa no tiene remedio.
Los miembros del club Volver a Empezar estaban siendo agasajados por los magos, y todos trataban de poner cara de estar pasándoselo muy bien. Era una de esas reuniones problemáticas, plagadas de largos silencios, carraspeos esporádicos y gente diciendo de cuando en cuando: «vaya, qué bien que nos hayamos reunido».
—Por un momento parecía que no estabas en este mundo, Windle —dijo Ridcully.
—Es que estoy algo cansado, archicanciller.
—Creía que los zombis no dormíais.
—Aun así, estoy cansado.
—¿Seguro que no quieres probar otra vez con lo del entierro y todo eso? Te garantizo que lo haríamos con todas las de la ley.
—Te lo agradezco, pero no, muchas gracias. Me parece que no estoy hecho para la no-vida. —Windle miró de reojo a Reg Shoe—. Lo siento, de verdad. No entiendo cómo te las arreglas tú.
Sonrió con gesto apologético.
—Tienes todo el derecho a estar vivo o muerto, a hacer lo que elijas —replicó Reg con severidad.
—Hombre-Un-Cubo dice que la gente ya vuelve a morir con normalidad —intervino la señora Cake—. Así que probablemente tenga usted una cita pronto.
Windle miró a su alrededor.
—Ha sacado a pasear a su perro —dijo la señora Cake.
—¿Dónde está Ludmilla? —preguntó.
Windle esbozó una sonrisa cansada. Las premoniciones de la señora Cake podían llegar a ser agotadoras.
—Me gustaría mucho saber que alguien cuida de Lupine cuando yo… me vaya —dijo—. Oiga, ¿le importaría llevárselo a su casa?
—Bueno… —titubeó la señora Cake.
—¡Pero si es…! —empezó Reg Shoe.
Se interrumpió al ver la expresión de Windle.
—La verdad, reconozco que es tranquilizador tener un perro así en casa —siguió la anciana—. Siempre estoy preocupada por ahí.
—Pero si su hija es… —empezó de nuevo Reg Shoe.
—Cállate, Reg —zanjó Doreen.
—Entonces, todo arreglado —suspiró Windle—. ¿Tiene por casualidad unos pantalones?
—¿Qué?
—¿Hay pantalones en su casa?
—Bueno…, supongo que quedarán algunos del difunto señor Cake, pero… ¿por qué…?
—Lo siento —dijo Windle—. No sé en qué estaba pensando. La mitad de las veces no sé lo que digo.
—Ah —exclamó Reg, animado—. Ya entiendo. Lo que dices es que cuando él…
Doreen le pegó un codazo con toda su alma.
—Oh —se sobresaltó Reg Shoe—. Perdón. No me hagan caso. Perdería hasta la cabeza si no la llevara cosida.
Windle se echó hacia atrás, y cerró los ojos. De cuando en cuando, escuchaba fragmentos de la conversación. Oyó a Arthur Winkings preguntar al archicanciller quién les decoraba el edificio, y dónde compraba la Universidad las frutas y verduras. Oyó gimotear al tesorero acerca del precio de exterminar a todas las maldiciones que se las habían arreglado para sobrevivir a los últimos cambios, y que ahora se alojaban en la oscuridad del tejado. Y, si agudizaba su ahora perfecto oído, alcanzaba incluso a oír los grititos alegres de Schleppel en los sótanos lejanos.
No lo necesitaban. Por fin. El mundo no necesitaba a Windle Poons.
Se levantó silenciosamente y caminó hacia la puerta.
—Voy a dar un paseo —dijo—. Puede que tarde en volver.
Ridcully le dirigió un asentimiento distraído, y siguió concentrado en las explicaciones de Arthur sobre lo mucho que cambiaría la Gran Sala con sólo poner un papel pintado que imitara la madera de pino.
Windle cerró la puerta a su espalda, y se apoyó contra el grueso muro frío.
—¿Estás ahí, Hombre-Un-Cubo? —preguntó en voz baja.
— ¿Cómo lo ha sabido?
—Por que siempre andas cerca.
— ¡je, je, menudos líos ha causado usted por aquí! ¿sabe lo que pasará la próxima luna llena?
—Sí, lo sé. Y tengo la sensación de que ellos también lo sospechan.
— pero él se convertirá en hombre lobo.
—Sí. Y ella en mujer lobo.
— cierto, pero… ¿qué clase de relación pueden tener dos personas que sólo se ven una semana de cada cuatro?
—Tendrán tantas oportunidades de ser felices como la mayor parte de las personas. La vida no es perfecta. Hombre-Un-Cubo.
— ¡a mí me lo cuenta!
—Oye, ¿puedo hacerte una pregunta personal? —pidió Windle—. Mira, tengo que saberlo…
— uff
—Venga, hombre…, al fin y al cabo, vuelves a tener el plano astral para ti solo.
—bueno, adelante.
—¿Por qué te llaman Hombre…?
— ¿nada más que eso? creí que ya se lo habría imaginado, con listo que es uste. en mi tribu, la tradición es poner como nombre a los niños la primera cosa que la madre ve cuando sale de la tienda del parto. es la abreviatura de Un-Hombre-Echando-Un-Cubo-De-Agua-A-Dos-Perros.
—Qué mala suerte —lo compadeció Windle.
— no es tan grave — replicó Hombre-Un-Cubo—.el que sí tuvo mala pata fue mi hermano gemelo. él sí que es digno de compasión, para ponerle su nombre, mi madre miró diez segundos antes.
Windle Poons meditó un instante.
—No me lo digas, déjame adivinar —pidió—. ¿Se llama Dos-Perros-Peleando?
— ¿Dos-Perro-Peleando?¿Dos-Perros-Peleando? — rió Hombre-Un— Cubo —. ufff, mi hermano habría dado el brazo derecho por llamarse Dos-Perros-Peleando.
La historia de Windle Poons llegó a su final realmente mucho más adelante, si por «historia» entendemos todo lo que hizo o puso en marcha. En el pueblo de las Montañas del Carnero donde se baila la auténtica danza Morris, por ejemplo, creen firmemente que nadie ha muerto del todo hasta que mueren las ondulaciones que ha provocado en este mundo: hasta que se para el reloj al que dio cuerda, hasta que fermenta el vino que preparó, hasta que se recoge la cosecha que plantó. Según ellos, los años de la vida en sí no son más que el núcleo de la existencia real.
Mientras caminaba por las calles envueltas en la bruma, dirigiéndose a una cita que tenía concertada desde que nació, Windle tuvo la sensación de que podía predecir ese último acontecimiento.
Tendría lugar dentro de unas semanas, cuando volviera a brillar la luna llena. Seria una especie de codicilo o añadido a la vida de Windle Poons, que nació en el año del Triángulo Significativo, en el siglo de los Tres Piojos (él siempre había preferido el calendario antiguo, con sus viejos nombres, a todos aquellos números de ahora), y murió en el año de la Serpiente Especulativa, en el siglo del Murciélago Frugívoro, más o menos.
Habría dos figuras corriendo por los páramos bajo la luna. No del todo lobos, no del todo humanos. Con un poco de suerte, tendrían lo mejor de ambos mundos. No sólo sentirían, también sabrían.
Siempre es mejor tener dos mundos.
La Muerte se había sentado en su oscuro estudio, con el rostro entre las manos.
De cuando en cuando se mecía adelante y atrás en su silla.
Albert le llevó una taza de té, y volvió a salir en diplomático silencio.
Sólo quedaba un cronómetro de vida sobre el escritorio de la Muerte.
Lo miró.
Se meció. Se meció. Se meció. Se meció.
Afuera, en el vestíbulo, el gran reloj seguía con su tictac, matando al tiempo.
La Muerte tamborileó los dedos esqueléticos sobre la arañada madera del escritorio. Ante él tenía un montón de libros, con las páginas llenas de marcadores improvisados. Eran las vidas de algunos de los mejores amantes del Mundodisco.[25] Sus experiencias, bastante repetitivas, no le habían ayudado en absoluto.
Se levantó, se dirigió hacia la ventana y contempló sus oscuros dominios, al tiempo que se retorcía las manos a la espalda.
Luego cogió el reloj de arena y salió a zancadas de la habitación.
Binky aguardaba en la atmósfera espesa y cálida de los establos. La Muerte lo ensilló rápidamente, lo sacó al patio, montó y cabalgó hacia la noche, hacia la lejana joya brillante que era el Mundodisco.
Al ponerse el sol, tocó tierra silenciosamente en el patio de la granja.
Entró a través de una pared.
Llegó junto a las escaleras.
Alzó el reloj de arena y observó el paso inexorable del Tiempo.
Entonces, se detuvo. Había algo que tenía que saber. Bill Puerta había sentido curiosidad sobre las cosas, y él recordaba haber sido Bill Puerta. Podía ver sus emociones dispuestas ordenadamente como una colección de mariposas, clavadas en corchos, a través de un cristal.
Bill Puerta estaba muerto… o, al menos, su breve existencia había terminado. ¿Cómo era aquella frase? Los años de la vida en sí no son más que el núcleo de la existencia real. Bill Puerta estaba muerto, pero había dejado ecos, resonancias. Y además, el recuerdo de Bill Puerta tenía sus derechos.
La Muerte siempre se había preguntado por qué la gente tenía la manía de poner flores sobre las tumbas. A él le parecía una estupidez. Al fin y al cabo, los muertos se habían ido a donde no podía llegarles el aroma de las rosas. En cambio, ahora…, no era que lo comprendiera, claro, pero al menos tenía la sensación de que el hecho tenía un algo comprensible.
En la acortinada negrura de la salita de la señorita Flitworth, una forma más oscura aún se movió en la oscuridad, y se dirigió hacia los tres cofres cuidadosamente situados sobre el tocador.
La Muerte abrió uno de los pequeños. Estaba lleno de monedas de oro. Tenían aspecto de no haber sido tocadas en muchos años. Luego abrió el otro cofre pequeño. También estaba lleno de oro.
Había esperado más de la señorita Flitworth, aunque seguramente ni el propio Bill Puerta habría sabido decir el qué.
Probó con el cofre grande.
Allí había una capa de papel fino. Bajo el papel encontró algo de un tejido sedoso blanco, una especie de velo al que los años habían vuelto amarillento y quebradizo. Lo miró sin comprender, y lo apartó a un lado. También vio unos zapatos blancos. Le parecieron de lo menos práctico para el trabajo de la granja. No le extrañó en absoluto que estuvieran allí guardados.
Había más papel; un montón de cartas atadas con una cinta. Las puso encima del velo. Nunca había aprendido nada observando lo que los humanos se decían unos a otros: para ellos, el lenguaje no era más que una manera de ocultar lo que pensaban.
Y entonces lo encontró, justo al fondo, una caja más pequeña. La sacó del cofre y le dio vueltas entre las manos. Después abrió el diminuto cerrojo y levantó la tapa.
Una maquinaria chirrió.
La melodía no era demasiado buena. La Muerte había oído toda la música que se había escrito, y casi toda ella era mejor que aquella melodía. Era del tipo plinquiti-plonquiti, con un sencillo ritmo un-dos-tres.
En la caja de música, sobre las ruedecillas del ajetreado mecanismo, dos bailarines de madera se sacudían en una parodia de vals.
La Muerte los miró hasta que a la maquinaria se le acabó la cuerda. Luego leyó la inscripción.
Había sido un regalo.
Junto a él, el cronómetro vertía sus granos de arena en la burbuja inferior. No le hizo caso.
Volvió a dar cuerda a la caja de música. Dos figuras, girando a través del tiempo. Y, cuando la música se acababa, lo único que hacía falta era volver a girar la llave.
Cuando la cuerda se agotó de nuevo, se quedó sentado, en el silencio y la oscuridad. Por fin, tomó una decisión.
Sólo le quedaban segundos. Los segundos habían significado mucho para Bill Puerta, porque disponía de una cantidad limitada de ellos. Pero para la Muerte, que nunca había tenido ninguno, no significaban nada.
Salió de la casa durmiente, montó y se alejó a lomos de su caballo.
El viaje duró sólo un instante, aunque la simple luz habría tardado trescientos millones de años en recorrer la misma distancia. Pero la Muerte viaja por un espacio donde el Tiempo nunca ha existido. La luz cree que viaja más deprisa que nada, pero se equivoca. Por muy rápido que vaya la luz, siempre se encuentra con que la oscuridad ha llegado antes y la está esperando.
Tuvo compañía durante el viaje: galaxias, estrellas, jirones de materia brillante que giraban y formaban espirales en torno a su lejano objetivo.
La Muerte, a lomos de su pálido caballo, se movía por la oscuridad como una burbuja por un río.
Y todos los ríos fluyen hacia un lugar concreto.
Entonces, bajo él, apareció una llanura. Allí la distancia tenía tan poco significado como el Tiempo, pero daba la sensación de ser enorme. Quizá la llanura estuviera a un kilómetro, o quizá a un millón de kilómetros. Había valles alargados y riachuelos que discurrían por ella.
Se acercó. Y aterrizó.
Desmontó en silencio absoluto. Luego clavó una rodilla en tierra.
La perspectiva cambia. El paisaje lleno de surcos se aleja en pendiente en las inmensas distancias, se curva por los bordes, se convierte en la yema de un dedo.
Azrael alzó el dedo hacia un rostro que llenaba el cielo, iluminado por el brillo tenue de las galaxias moribundas.
Hay mil millones de Muertes, pero no son más que aspectos de una sola Muerte: Azrael, el Gran Atractor, la Muerte de los Universos, el principio y el fin del Tiempo.
La mayor parte del universo está compuesto de materia oscura, y sólo Azrael sabe qué es.
Unos ojos tan inmensos que una supernova en ellos no sería más que la sugerencia de un brillo en el iris, se giraron lentamente y se concentraron en la diminuta figura situada en las llanuras planetarias de su dedo. A un lado de Azrael, el Gran Reloj pendía del centro de toda una telaraña de dimensiones. Las estrellas se reflejaban en las pupilas de Azrael.
La Muerte del Mundodisco se levantó.
SEÑOR, VENGO A PEDIR…
Tres de los sirvientes del olvido cobraron existencia junto a él.
Uno dijo: No escuches. Está acusado de interferencia.
Uno dijo: Y de mortícidio.
Uno dijo: Y de orgullo. Y de vivir con intención de sobrevivir.
Uno dijo: Y de aliarse con el caos para enfrentarse al orden.
Azrael arqueó una ceja.
Los sirvientes se apartaron de la Muerte, expectantes.
SEÑOR, SABEMOS QUE NO HAY OTRO ORDEN, SÓLO AQUEL QUE CREAMOS…
La expresión de Azrael no cambió.
NO HAY MÁS ESPERANZA QUE NOSOTROS. NO HAY MÁS PIEDAD QUE NOSOTROS. NO HAY JUSTICIA. SÓLO NOSOTROS.
El rostro sombrío, triste, llenó el cielo.
TODAS LAS COSAS QUE SON, SON NUESTRAS. PERO TIENEN QUE IMPORTARNOS. PORQUE, SI NO NOS IMPORTA NADA, NO EXISTIMOS. Y SI NOSOTROS NO EXISTIMOS, NO QUEDA NADA MÁS QUE EL OLVIDO, EL FIN CIEGO.
Y HASTA EL OLVIDO TIENE QUE LLEGAR A SU FIN ALGÚN DÍA. SEÑOR, ¿ME DARÁS UN POCO DE TIEMPO, SÓLO UN POCO? POR EL EQUILIBRIO CORRECTO DE LAS COSAS. PARA DEVOLVER LO QUE UNA VEZ FUE ENTREGADO. POR LOS PRISIONEROS Y POR EL VUELO DE LOS PÁJAROS.
La Muerte dio un paso hacia atrás.
Era imposible leer expresión alguna en los rasgos de Azrael.
La Muerte miró de reojo a los sirvientes.
SEÑOR, ¿QUÉ PUEDE ESPERAR LA COSECHA, SI NO IMPORTARLE AL SEGADOR?
Aguardó.
¿SEÑOR? —insistió la Muerte.
En el tiempo que tardó en responder, varias galaxias se desplegaron, giraron en torno a Azrael como serpentinas de papel, chocaron y desaparecieron. Y, entonces, Azrael dijo:
Y otro inmenso dedo se extendió en la oscuridad, hacia el Reloj. Se oyeron tenues gritos de rabia emitidos por los sirvientes, seguidos por gritos de horror, seguidos por tres breves llamaradas azules.
Todos los relojes del Multiverso, incluso los relojes sin manecillas de la Muerte, no eran más que simples reflejos del Reloj. Reflejos fieles del Reloj. Decían al universo en qué momento del tiempo se encontraba, pero el Reloj se lo explicaba al mismísimo Tiempo. Era la causa esencial, de donde brotaba todo el tiempo.
Y el Reloj era tal que la manecilla grande sólo daba la vuelta una vez.
La segunda manecilla chirriaba por un camino circular que hasta la luz habría tardado días en recorrer; perseguía eternamente a los minutos, las horas, los días, los meses, los años, los siglos, las eras. Pero el Universo sólo daba la vuelta una vez.
Al menos hasta que alguien diera cuerda al reloj.
Y la Muerte volvió a casa con un puñado de Tiempo a su disposición.
La campanilla de una tienda tintineó.
Druto Pole, florista, miró por encima de un centro de floribunda Sra. Ducha. Había alguien entre los jarrones de flores. Las plantas tenían un aspecto ligeramente brumoso, poco claro; de hecho, más tarde, Druto nunca estuvo seguro de quién había entrado en su tienda, ni de cómo había sonado exactamente su voz.
Se deslizó hacia adelante, frotándose las manos.
—¿En qué puedo serv…?
FLORES.
Druto sólo titubeó un instante.
—Y el, eh…, ¿el objetivo de éstas…?
UNA DAMA.
—¿Tiene alguna prefe…?
LIRIOS.
—¿Sí? ¿Seguro que los lirios son lo…?
ME GUSTAN LOS LIRIOS.
—Mmm…, los lirios son un tanto sombríos…
ME GUSTA LO SOMB…
La figura titubeó.
¿QUÉ ME RECOMIENDA?
Druto entró con suavidad en la rutina habitual.
—Las rosas siempre son bien recibidas —dijo—. O las orquídeas. Últimamente, muchos caballeros me han dicho que algunas de las damas prefieren una sola orquídea a un ramo entero de rosas.
DÉME MUCHAS.
—¿Orquídeas o rosas?
DE LAS DOS.
Los dedos de Druto se retorcieron sinuosamente, como anguilas en una balsa de aceite.
—Quizá esté usted interesado en estos maravillosos ramos de Nervousa gloriosa…
PONGA MUCHOS.
—Y si el señor quiere estirar un poquito el presupuesto, ¿puedo sugerirle que incluya un solo ejemplar de estos escasísimos especímenes…?
SÍ.
—¿Y tal vez…?
SÍ. DE TODO. CON UN LAZO.
Cuando la campanilla de la puerta sonó para anunciar que el cliente se marchaba, Druto miró las monedas que tenía en la mano. Muchas de ellas estaban oxidadas, todas eran muy raras, y una o dos parecían de oro.
—Mmm —dijo—, esto es más que suficiente…
De pronto, oyó un susurro suave.
En torno a él, por toda la tienda, los pétalos de las flores caían como una lluvia.
¿Y ÉSTOS?
—Eso es nuestro Surtido De Luxe —dijo la señorita de la tienda de bombones.
Era un establecimiento tan sofisticado que allí no se vendían sólo dulces, sino también confituras, a menudo en forma de frasquitos envueltos en oro, que causaban agujeros aún más dolorosos en las cuentas bancarias que en los dientes.
El cliente alto, sombrío, eligió una caja que debía de medir casi un metro cuadrado. Sobre la tapa, que parecía un cojín de seda, se veían un par de gatitos bizcos más allá de toda esperanza, metidos en una bota.
¿POR QUÉ ESTA ACOLCHADA ESTA CAJA? ¿ES PARA SENTARSE? ¿QUIZÁ LOS BOMBONES TIENEN SABOR A GATO?
La última pregunta fue formulada en un tono decididamente amenazador, o mejor dicho, más amenazador aún que las anteriores.
—Ehhh, no. Eso es nuestro Surtido Supremo.
El cliente lo apartó a un lado.
NO.
La dependienta miró a ambos lados, y luego abrió un cajón situado bajo el mostrador, al tiempo que bajaba la voz hasta transformarla en un susurro confidencial.
—Por supuesto —dijo—, para esas ocasiones tan especiales…
Era una caja bastante pequeña. Además, era absolutamente negra, a excepción del nombre de su contenido, escrito en menudas letras blancas. A ningún gatito se le permitiría acercarse ni a un kilómetro de una caja como aquélla, aunque se pusiera todas las cintas rosas del mundo. Para entregar una caja de bombones así, los desconocidos morenos subirían a torres o descenderían a los infiernos.
El desconocido oscuro examinó el nombre.
«HECHIZOS OSCUROS» —leyó—. ME GUSTA.
—Para esos momentos íntimos —insistió la dependienta.
El cliente pareció meditar sobre su afirmación.
SÍ. PARECE LO APROPIADO.
La dependienta sonrió.
—Entonces, ¿se los envuelvo?
SÍ. CON UN LAZO.
—¿Alguna otra cosa, señor?
El cliente pareció espantado.
¿OTRA COSA? ¿TENDRÍA QUE HACER ALGUNA OTRA COSA? ¿HAY OTRA COSA? ¿QUÉ MÁS TENGO QUE HACER?
—¿Qué dice, señor?
ES UN REGALO PARA UNA DAMA.
La dependienta se quedó un poco desconcertada por el repentino giro en el flujo de la conversación. Nadó hacia un tópico de confianza.
—Bueno, ya sabe lo que se dice, que los diamantes son los mejores amigos de una chica —dijo con animación.
¿DIAMANTES? OH. DIAMANTES. ¿NADA MÁS?
Brillaban como fragmentos de luz de estrellas sobre el terciopelo negro del cielo.
—Éste —dijo el vendedor— es un ejemplar excelente, ¿no le parece? Fíjese en el fuego, en el excepcional…
¿ES AMISTOSO?
El vendedor titubeó. Él entendía de «quilates», de «brillo adamantino», de «aguas», de «tallas», y de «fuego», pero nunca se le había pedido que juzgara las gemas en términos de afabilidad.
—¿Bastante simpático? —aventuró.
NO.
Los dedos del vendedor eligieron otro trozo de luz congelada.
—Éste —dijo, con voz que volvía a ser segura— viene de las famosas minas de Cañascortas. Fíjese bien en la exquisitez de…
Se dio cuenta de que una mirada penetrante le estaba taladrando la nuca.
—Pero, he de reconocerlo, nunca ha sido considerado muy amistoso —terminó con poca convicción.
El sombrío cliente examinó el establecimiento con gesto de desaprobación. En la penumbra, tras barrotes a prueba de Trolls, las gemas brillaban como los ojos de los dragones en el fondo de una cueva.
¿ALGUNO DE ÉSTOS ES AMISTOSO? —preguntó.
—Señor, puedo asegurarle sin dudarlo ni un momento que nunca hemos basado nuestra política de adquisiciones en la amistosidad de las piedras con que tratamos —le informó el vendedor.
Estaba incómodo, se daba cuenta de que algo iba muy mal, y de que él sabía en lo más profundo de su mente qué era lo que no encajaba, pero que su mente no iba a permitirle bajo ningún concepto que lo supiera. Y aquello le estaba poniendo los nervios de punta.
¿DÓNDE ESTÁ EL DIAMANTE MÁS GRANDE DEL MUNDO?
—¿El más grande? Eso es fácil. Es la Lágrima de Offler, y se encuentra en el santuario interior del Enjoyado Templo Maldito Perdido de Offler el Dios Cocodrilo, en lo más profundo de las selvas de Howandalandia. Pesa ochocientos cincuenta quilates y, señor, adelantándome a su próxima pregunta, le garantizo que yo, personalmente, me iría a la cama con él.
Una de las grandes ventajas de trabajar como sacerdote en el Enjoyado Templo Maldito Perdido de Offler el Dios Cocodrilo era que uno volvía a casa temprano la mayor parte de las tardes. Esto se debía sobre todo a que era un templo perdido. La mayor parte de los fieles nunca encontraban el camino. Y ésos eran los afortunados.
Por tradición, sólo había dos personas que tuvieran acceso al santuario interior. Eran el Sumo Sacerdote y el otro sacerdote, el que no era sumo.
Llevaban allí muchos años, y se turnaban en el puesto del sumo. Era un trabajo con pocas exigencias, ya que la mayor parte de los fíeles en potencia acababan empalados, aplastados, envenenados o triturados por las trampas automáticas, antes de que consiguieran siquiera acercarse a la cajita con el dibujo de un termómetro que había en la sacristía.[26]
Estaban jugando al Porque junto al altar principal, a la sombra misma de la estatua cubierta de Gemas de Offler En Persona, cuando oyeron el crujido lejano de la puerta de entrada.
El Sumo Sacerdote ni siquiera se molestó en levantar la vista.
—Vaya —dijo—. Ahí viene otro candidato para la gran piedra rodante.
Se oyó un golpe terrible, el sonido de algo rodando y un chirrido contra el suelo. Al final, otro golpe.
—Ya está —siguió el Sumo Sacerdote—. Bueno, ¿cómo iban las apuestas?
—Dos guijarros —le informó el sacerdote no sumo.
—Bieeen. —El Sumo Sacerdote examinó sus cartas—. Vale, veo tus dos guij…
Oyeron el sonido tenue de unas pisadas.
—Aquel tipo del látigo, el de la semana pasada, llegó hasta la estaca gigante —dijo el sacerdote no sumo.
Se escuchó un sonido como el que habría podido emitir la cisterna de un retrete muy viejo. El ruido de las pisadas se interrumpió. El Sumo Sacerdote sonrió.
—Bieeen —dijo—. Veo tus dos guijarros y apuesto otros dos más.
El sacerdote no sumo mostró sus cartas.
—Doble Porque —dijo.
El Sumo Sacerdote las examinó con desconfianza. El sacerdote no sumo consultó un trozo de papel.
—Ahora ya me debes trescientos mil novecientos sesenta y cuatro guijarros —le informó.
Se oyó el sonido de unas pisadas. Los sacerdotes se miraron.
—Hacía tiempo que no llegaba ninguno al pasillo de los dardos envenenados —señaló el Sumo Sacerdote.
—Van cinco a que lo consigue.
—Hecho. Oyeron el débil tintineo de las puntas metálicas chocando contra la piedra.
—Casi me da vergüenza quedarme con tus guijarros.
Se oyeron de nuevo las pisadas.
—Muy bien, pero aún queda… —Un crujido, un chapuzón en el agua— Queda el tanque de los cocodrilos.
Se oyeron pisadas.
—Nadie ha pasado nunca del temible guardián de los portales…
Los sacerdotes se miraron, espantados.
—Oye —dijo el que no era sumo con un hilo de voz—, no creerás que es…
—¿Aquí? Anda ya. Estamos en medio de una selva, no te olvides. —El Sumo Sacerdote trató de esbozar una sonrisa—. No hay manera de que…
Las pisadas se acercaron más.
Los sacerdotes se aferraron el uno al otro, en el paroxismo del terror.
—¡La señora Cake!
Las puertas explotaron hacia dentro. Un viento sombrío azotó la habitación, apagando las velas y dispersando las cartas como si fueran copos de nieve moteados.
Los sacerdotes oyeron el tintineo de un diamante muy grande al ser extraído de su órbita ocular.
GRACIAS.
Un rato más tarde, cuando les pareció que ya no iba a suceder nada más, el sacerdote que no era sumo buscó a tientas una caja de yescas y, tras varios intentos fallidos, consiguió encender una vela.
Los dos sacerdotes alzaron la vista entre las sombras, hacia la estatua. Un agujero negro se abría donde antes había habido un diamante muy grande.
Pasaron unos momentos más. Luego el Sumo Sacerdote suspiró.
—Bueno, míralo por el lado bueno. Aparte de nosotros, ¿quién lo va a saber?
—Claro. No se me había ocurrido. Oye, ¿me dejas ser Sumo Sacerdote mañana?
—No te toca hasta el jueves.
—Anda…
El Sumo Sacerdote se encogió de hombros y se quitó el sombrero de Sumo Sacerdote.
—La verdad, esto me deprime —dijo, mirando de soslayo la desvalijada estatua—. Hay gente que no sabe comportarse en un templo.
La Muerte cruzó el mundo y aterrizó una vez más en el patio de la granja. El sol brillaba en el horizonte cuando llamó a la puerta de la cocina.
La señorita Flitworth le abrió, secándose las manos con el delantal.
Entrecerró los ojos miopes para ver al visitante, y luego dio un paso hacia atrás.
—¿Bill Puerta? Me ha dado un buen susto…
LE HE TRAÍDO UNAS FLORES.
Ella contempló los tallos secos, muertos.
Y TAMBIÉN UN SURTIDO DE BOMBONES, DE LOS QUE LES GUSTAN A LAS DAMAS.
La mujer miró la caja negra.
Y AQUÍ TIENE UN DIAMANTE PARA QUE SE HAGA AMIGO SUYO.
La piedra brillaba con los últimos rayos del sol. Por fin, la señorita Flitworth consiguió recuperar la voz.
—Bill Puerta, ¿qué demonios pretende?
QUIERO LLEVARLA LEJOS DE TODO ESTO.
—¿Sí? ¿Adónde?
La Muerte no había hecho tantos planes.
¿ADÓNDE QUIERE IR?
—Esta noche no pienso ir a ningún sitio más que al baile —replicó la señorita Flitworth con firmeza.
Desde luego, aquello tampoco entraba en los planes de la Muerte.
¿QUÉ BAILE ES ÉSE?
—El baile de la cosecha, ya sabe. Es la tradición. Se celebra cuando ya se ha recogido la cosecha, es una fiesta de acción de gracias.
¿DE GRACIAS A QUIÉN?
—Ni idea. A nadie en concreto, supongo. Debe de ser un agradecimiento en general.
HABÍA PENSADO EN LLEVARLA A VER MARAVILLAS. LAS MEJORES CIUDADES. LO QUE USTED QUISIERA.
—¿Lo que yo quisiera?
SÍ.
—Entonces, Bill Puerta, iremos al baile. Voy todos los años. La gente espera verme. Ya sabe.
SÍ, SEÑORITA FLITWORTH.
Extendió el brazo y le tocó la mano.
—¿Cómo? ¿Ya? Aún no estoy preparada…
MIRE.
La anciana contempló lo que llevaba puesto de repente.
—Este vestido no es mío. Es todo brillante.
La Muerte suspiró. Los grandes amantes a lo largo de la historia, nunca se habían tropezado con la señorita Flitworth. Incluso el mismísimo Enano Casavieja habría renunciado a su escalera.
SON DIAMANTES. EL RESCATE DE UN REY EN DIAMANTES.
—¿De qué rey?
DE CUALQUIER REY.
—Bah.
Binky trotaba con tranquilidad por el camino que llevaba al pueblo. Tras las distancias del infinito, era un alivio encontrarse en un simple sendero polvoriento.
Sentada de lado tras la Muerte, la señorita Flitworth exploraba los crujientes contenidos de la caja de Hechizos Oscuros.
—Vaya —refunfuñó—, alguien se ha comido todas las trufas de ron. —Se oyó el crujido de más papel—. Y también las de la segunda capa. Me molesta muchísimo que la gente empiece a comerse los bombones de la segunda capa antes de que se acaben los de la primera. Sé que había trufas de ron porque lo pone en la cara de dentro de la tapa. A ver, ¿ha sido usted, Bill Puerta?
LO SIENTO, SEÑORITA FLITWORTH.
—Este diamante grande es un poco pesado. Aunque es bonito —añadió, rezongante—. ¿De dónde lo ha sacado?
DE ALGUIEN QUE PENSABA QUE ERA LA LÁGRIMA DE UN DIOS.
—¿Es la lágrima de un dios?
NO. LOS DIOSES NUNCA LLORAN. NO ES MÁS QUE UN TROZO DE CARBÓN QUE HA SIDO SOMETIDO A UNA GRAN PRESIÓN Y ALTAS TEMPERATURAS.
—Dentro de cada pedazo de carbón hay un diamante escondido, ¿no?
ASÍ ES, SEÑORITA FLITWORTH.
Durante un rato no se oyó más sonido que el de los cascos de Binky.
—Sé lo que está pasando —dijo al final la señorita Flitworth, no sin cierta malicia— Vi cuánta arena. Así que usted ha pensado: «No es mala persona, la vieja, haré que se lo pase bien unas horas y, cuando menos se los espere, será hora de cosecharla». ¿No es eso?
La Muerte no dijo nada.
—Es verdad, ¿a que sí?
NO LE PUEDO OCULTAR NADA, SEÑORITA FLITWORTH.
—Ya. Supongo que debería sentirme adulada, ¿no? Seguro que ha tenido usted montones de citas, en sus tiempos.
MUCHAS MÁS DE LAS QUE PUEDA IMAGINAR, SEÑORITA FLITWORTH.
—Bueno, dadas las circunstancias será mejor que vuelva a llamarme Renata.
Había una hoguera en el prado, más allá de la zona donde se practicaba el tiro con arco. La Muerte divisó algunas figuras que se movían ante ella. Algún que otro chirrido torturado indicaba que alguien estaba afinando un violín.
—Siempre vengo al baile de la cosecha —le informó la señorita Flitworth en tono coloquial—. Aunque no bailo, claro. Por lo general, me encargo de la comida y todo eso.
¿POR QUÉ?
—Bueno, alguien se tiene que encargar de la comida.
QUIERO DECIR QUE POR QUÉ NO BAILA.
—Pues porque soy vieja.
UNO TIENE LA EDAD QUE CREE.
—¡Ja! ¿De verdad? ¿Sí? Ésa es la típica tontería que dice la gente. Todos te dicen, cielos, qué buena cara tienes. Te dicen, aún te queda chispa. Se tocan buenas melodías con un violín viejo. Y todas esas bobadas. Es una estupidez. ¡Como si ser viejo fuera una alegría para nadie! ¡Como si se ganara algo tomándoselo con filosofía! Mi cabeza sabe cómo pensar en joven, pero mis rodillas no tienen ni la menor idea. Ni mi espalda. Ni mis dientes. A ver, intente decirles a mis dientes que tienen la edad que creen, verá de lo que le sirve a usted. O a ellos.
VALE LA PENA INTENTARLO.
Aparecieron más figuras ante la hoguera. La Muerte alcanzó a ver unas cuantas cuerdas llenas de banderines.
—Los mozos del pueblo suelen poner un par de puertas de granero en el suelo y las clavan para hacer una especie de tarima —señaló la señorita Flitworth—. Así todo el mundo puede bailar.
¿BAILES FOLCLÓRICOS? —preguntó la Muerte con tono de cansancio.
—No. Aquí tenemos dignidad, oiga.
PERDONE.
—Eh, es Bill Puerta, ¿no? —preguntó de repente una figura que salía de la oscuridad.
—¡Es el bueno de Bill!
—¡Hola, Bill! La Muerte contempló el círculo de rostros inocentes.
HOLA, AMIGOS MÍOS.
—Se decía que te habías marchado —dijo Duque Bottomley.
Miró a la señorita Flitworth cuando la Muerte la ayudó a bajar del caballo. La voz le falló unos instantes mientras trataba de analizar la situación.
—Esta noche está… chispeante, señorita Flitworth —consiguió decir en tono galante.
El aire olía a hierba húmeda, cálida. La orquesta de aficionados todavía se estaba colocando bajo los toldos.
Había mesas montadas en caballetes, abarrotadas con esa clase de comida que se suele asociar con la palabra «aperitivos»: empanadas de carne como brillantes fortalezas militares, jarras de demoníacas cebollas en escabeche, patatas asadas ahogándose en un océano de colesterol en forma de mantequilla fundida… Algunos de los ancianos del lugar se habían situado ya en los bancos junto a las mesas, y masticaban la comida con estoicismo aunque sin dientes, con aspecto de estar dispuestos a seguir allí toda la noche si fuera necesario.
—Siempre es agradable ver a la gente mayor divirtiéndose —señaló la señorita Flitworth.
La Muerte miró a los comensales. La mayor parte de ellos eran más jóvenes que la señorita Flitworth.
Se oyeron unas risitas procedentes de algún lugar en la aromática oscuridad, más allá de la hoguera.
—Y a los jóvenes —añadió la señorita Flitworth, ecuánime—. Teníamos un dicho relativo a esta época del año. A ver…, era algo así como… «El maíz cortado, las nueces maduras, las faldas arriba…». Y no sé qué más. —Suspiró—. El tiempo vuela, ¿eh?
SÍ.
—¿Sabe una cosa, Bill Puerta?, a lo mejor tenía usted razón en eso del pensar con optimismo. Esta noche me encuentro mucho mejor.
¿SÍ?
La señorita Flitworth contempló la pista de baile con gesto especulativo.
—Cuando era jovencita, bailaba muy bien. Podía bailar hasta tumbar a cualquiera. Durante toda la noche. Hasta que salía el sol.
Alzó los brazos y se quitó las gomas que le sujetaban el pelo en un moño prieto. Sacudió la cabeza para que le cayera sobre los hombros en una cascada blanca.
—Supongo que sabrá usted bailar, Bill Puerta.
DE MARAVILLA, SEÑORITA FLITWORTH.
Bajo el toldo de la orquesta, el primer violín hizo un gesto a sus compañeros músicos, se puso el violín bajo la barbilla y dio unos golpes a los tablones con el pie…
—¡Uuuno! ¡Dooos! ¡Uuun, dooos, tres, cuatro…!
Imaginad un paisaje, con la luz anaranjada de la luna creciente deslizándose por el cielo. Y, abajo, el círculo de luz de una hoguera en la noche.
Sonaron las antiguas melodías conocidas por todo el mundo, los bailes de plaza, las aspas de danzarines, las espirales, movimientos complejos que, si los bailarines hubieran llevado luces, habrían dibujado diagramas intrincados, más allá de la física corriente. Eran el tipo de bailes que hacen gritar cosas extrañas a la gente, sin que luego nadie se sienta en absoluto avergonzado hasta que pasa mucho tiempo.
Cuando hubieron retirado las bajas, los supervivientes se dedicaron a la polka, la mazurka, el foxtrot, el foxgalope y toda una serie de pasos del caballo. Después pasaron a los bailes en que parte de la gente forma un arco y la otra parte danza bajo él (por cierto, es un baile basado en el recuerdo popular de las ejecuciones). Hubo otras danzas, en las que la gente forma un círculo. Estas por lo general se basan en el recuerdo popular de las plagas.
A lo largo de todo aquello, dos figuras bailaron como si no existiera el mañana.
El primer violín tenía la remota conciencia de que, cada vez que se detenía para tomar aliento, una de las figuras se acercaba a él sin dejar de bailar, y le susurraba junto al oído:
CONTINUARÁS, TE LO ASEGURO.
Cuando se detuvo la segunda vez, un diamante tan grande como su puño cayó sobre los tablones junto a él. Otra figura más menuda se apartó del grupo sin dejar de bailar, y le susurró:
—Si no sigues tocando, William Spigot, me encargaré personalmente de que tu vida sea un tormento.
Y regresó a la marea de cuerpos.
El violinista recogió el diamante. Habría servido para pagar el rescate de cinco reyes, de cinco reyes cualesquiera. Se apresuró a ocultarlo con un pie.
—Más energía para tu codo, ¿eh? —dijo el que tocaba el tambor, sonriendo.
—¡Cállate y toca!
Se dio cuenta de que en la punta de sus dedos aparecían melodías que su cerebro nunca había conocido. El tamborilero y el flautista tenían la misma sensación. La música les llegaba de fuera, de alguna parte. No eran ellos los que la tocaban. La música los tocaba a ellos.
ES HORA DE QUE COMIENCE UN NUEVO BAILE.
—Duuurrr ump-da-dum-dum —tarareó el violinista.
El sudor le corría hasta la barbilla. Se vio lanzado a una melodía diferente.
Los bailarines se detuvieron un instante, sin saber muy bien qué pasos debían realizar. Pero una de las parejas se movió con seguridad entre la gente, en un movimiento depredador, con los brazos estirados como el de un galeón asesino. Al llegar al final de la pista, se dieron la vuelta en un revolotear de miembros que pareció desafiar las leyes normales de la anatomía, y emprendieron un avance angular por entre la gente.
—¿Cómo se llama esto?
TANGO.
—¿Y no es ilegal?
CREO QUE NO.
—Sorprendente.
La música cambió.
—¡Esto lo conozco! ¡El baile de las corridas de toros de Quirmish! ¡Ole!
¿«CON LECHE»?
De pronto, un retumbar de sonidos huecos acompañó a la música en su ritmo.
—¿Quién está tocando las maracas?
La Muerte sonrió.
¿MARACAS? YO NO NECESITO… MARACAS.
Y entonces, llegó el ahora. La luna era un fantasma de sí misma cerca del horizonte. En el otro estaba el brillo lejano del día que se aproximaba. Dejaron la pista de baile. Fuera lo que fuera lo que había estado impulsando a la orquesta durante toda la noche, se fue desvaneciendo lentamente, los músicos se miraron unos a otros. Spigot, el violinista, bajó la vista hacia la gema. Todavía la tenía allí.
El tamborilero se masajeó las muñecas para recuperar la circulación de la sangre. Spigot, impotente, miró a los agotados bailarines.
—Bueno… —dijo. Y alzó el violín una vez más.
La señorita Flitworth y su acompañante escucharon de entre la neblina que se deslizaba sobre los prados, a la luz del amanecer. La Muerte reconoció el ritmo lento, insistente. Le hizo pensar en figuritas de madera, que giraban a través del tiempo hasta que se acababa la cuerda.
ÉSE NO LO CONOZCO.
—Es el último vals.
NO CREO QUE EXISTA ESO.
—¿Sabe? —dijo la señorita Flitworth—, llevo toda la noche preguntándome cómo va a suceder. Cómo lo va a hacer usted. Quiero decir, la gente se tiene que morir de algo, ¿no? Pensé que a lo mejor era de agotamiento, pero en mi vida me había encontrado mejor. Me lo he pasado de maravilla, y ni siquiera tengo la respiración acelerada. Ha sido una auténtica delicia, Bill Puerta, y yo…
Se detuvo.
—Yo no estoy respirando, verdad.
No era una pregunta. La mujer alzó una mano, se la puso ante la cara y sopló.
NO.
—Ah, ya. En mi vida me había encontrado mejor…, ¡ja! Bueno…, ¿y cuándo fue?
¿SE ACUERDA CUANDO ME VIO? ME DIJO QUE LE HABÍA DADO UN BUEN SUSTO…
—¿Sí?
LE DI UN SUSTO DE MUERTE.
La señorita Flitworth no pareció oírle. Seguía moviendo la mano ante su rostro, como si se la estuviera viendo por primera vez.
—Veo que ha hecho usted unos cuantos cambios, Bill Puerta —dijo.
NO. ES LA VIDA LA QUE HACE MUCHOS CAMBIOS.
—Es que parezco joven.
A ESO ME REFERÍA.
Chasqueó los dedos. Binky dejó de pastar junto al seto, y trotó hacia ellos. La señorita Flitworth suspiró.
—A veces he pensado…, a menudo he pensado que todo el mundo tenía una especie de edad natural. Hay niños de diez años que se comportan como si tuvieran treinta y cinco. Hay gente que nace ya en la edad madura. Es bonito pensar que siempre he tenido… —Bajó la vista para examinarse—. Oh, pongamos dieciocho años. Toda mi vida. Por dentro.
La Muerte no dijo nada. La ayudó a subir al caballo.
—Cuando se ve lo que hace la vida con la gente, usted no parece tan malo —siguió ella, nerviosa.
La Muerte chasqueó los dientes. Binky echó a andar.
—¿Nunca ha visto a la Vida?
LA VERDAD ES QUE NO.
—Debe de ser una cosa grande, blanca, chispeante. Como una tormenta eléctrica con faldas —sugirió la señorita Flitworth.
NO ME PARECE PROBABLE.
Binky ascendió hacia el cielo de la mañana.
—En fin…, muerte a todos los tiranos —sonrió la señorita Flitworth.
SÍ.
—¿Adónde vamos?
Binky había emprendido el galope, pero el paisaje bajo ellos no se movía.
—Tiene usted un caballo precioso —añadió la señorita Flitworth con voz temblorosa.
SÍ.
—Pero ¿qué hace?
COGER VELOCIDAD.
—¡Si no nos move…!
Desaparecieron.
Reaparecieron.
El paisaje era de nieve y hielo verde entre montañas escarpadas. No eran montañas viejas, erosionadas por el tiempo y por el clima, con suaves laderas nevadas. Eran montañas jóvenes, ceñudas, adolescentes. Ocultaban precipicios secretos y despeñaderos despiadados. Un gritito tirolés fuera de lugar no atraería sólo los ecos alegres de las cabras extraviadas, sino también cincuenta toneladas de nieve por paquete expreso.
El caballo aterrizó en un banco de nieve que, por su apariencia, no debería haber sido capaz de soportar ni una fracción de su peso. La Muerte desmontó y ayudó a bajar a la señorita Flitworth. Echaron a andar sobre la nieve, hasta un sendero cubierto de lodo que se enroscaba a la ladera de la montaña.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó el espíritu de la señorita Flitworth.
NUNCA ME DEDICO A ESPECULAR SOBRE ASUNTOS CÓSMICOS.
—Me refiero a por qué estamos en esta montaña. En esta geografía —le explicó ella con paciencia.
ESTO NO ES GEOGRAFÍA
—¿Y qué es?
HISTORIA.
Doblaron una curva del sendero. Allí había un poni. Estaba cargado de sacos, y se estaba comiendo un arbusto. El sendero terminaba en un muro de nieve sospechosamente limpia.
La Muerte se sacó un reloj de arena de entre los pliegues de la túnica.
AHORA —dijo.
Y entró en la nieve.
Ella lo miró un instante, y se preguntó si también sería capaz de hacer lo mismo. La solidez era un vicio, y costaba mucho dejarlo.
Pero, de pronto, no necesitó hacerlo.
Alguien salió.
La Muerte ajustó las riendas de Binky, y montó. Se detuvo un instante para observar a las dos figuras que se alzaban junto a la avalancha. Se iban esfumando, ya eran casi invisibles, sus voces eran casi tan inaudibles como el aire.
—Y todo lo que me dijo el tipo fue «ALLÁ DONDE VAYÁIS, IRÉIS JUNTOS». Yo le pregunté, ¿adonde? Y él me dijo que no tenía ni idea. ¿Qué ha pasado?
—Rufus…, esto te va a resultar difícil de creer, mi amor…
—¿Y quién era ese enmascarado?
Los dos miraron a su alrededor.
Allí no había nadie.
En el pueblo de las Montañas del Carnero, donde saben de verdad bailar el Morris, sólo lo bailan una vez, al amanecer, el primer día de la primavera. Luego no lo vuelven a bailar en todo el verano. Total, ¿para qué? ¿De qué iba a servir?
Pero en cierto día, cuando las noches se acercan, los bailarines salen de trabajar más temprano y sacan de los desvanes y los baúles el otro traje, el negro, y las otras campanillas. Se dirigen hacia un valle por caminos separados, entre los árboles sin hojas. No hablan. No hay música. Resulta difícil imaginar qué clase de música sería si la hubiera.
Las campanillas no suenan. Están hechas de octihierro, un metal mágico. Pero no son precisamente campanillas silenciosas. El silencio no es más que la ausencia de ruido. Estas campanas emiten lo contrario del ruido, una especie de silencio pesado.
Y, en la fría tarde, mientras la luz se retira del cielo, entre las hojas heladas y el aire húmedo, bailan el otro Morris. Por el equilibrio de las cosas.
Dicen que hay que bailar los dos. Si no, no se puede bailar ninguno.
Windle Poons echó a andar distraídamente sobre el Puente de Latón. En Ankh-Morpork, era esa hora del día en que los habitantes de la noche se iban a la cama, y los habitantes del día empezaban a despertar. Para variar, no se veía a muchos, ni de unos ni de otros.
Windle se había sentido impulsado a ir allí, a aquel lugar, aquella noche, en aquel momento. No era exactamente la misma sensación que percibió cuando supo que iba a morir. Era más bien la percepción de que una rueda dentada encaja en el reloj…, de que las cosas giran, los muelles se tensan, y ahí es donde debes estar…
Se detuvo, y se inclinó sobre la baranda. El agua oscura, o en su defecto el lodo fluido, lamía los pilares de piedra. Había una vieja leyenda…, ¿cómo era? Si tirabas una moneda al Ankh desde el Puente de Latón, tarde o temprano volverías. ¿O era si te tirabas tú al Ankh? Seguramente lo primero. La mayor parte de los ciudadanos, si tiraban una moneda al río, volverían casi con toda seguridad, aunque sólo fuera para buscar la moneda.
Una figura salió de entre la niebla. El mago se puso tenso.
—Buenos días, señor Poons.
Windle se permitió relajarse un poco.
—Ah, hola, sargento Colon. Creía que era otro.
—No, señor, soy yo —dijo el guardia alegremente—. Siempre vuelvo, como la mala moneda.
—Veo que ha transcurrido otra noche sin que nadie intente robar el puente, sargento. Bien hecho.
—Toda precaución es poca, es lo que siempre digo yo.
—Estoy seguro de que los ciudadanos pueden dormir tranquilos, cada uno en cama ajena, sabiendo que nadie se llevará este puente de cinco mil toneladas durante la noche —señaló Windle.
A diferencia de Modo el enano, el sargento Colon sí conocía el significado de la palabra ironía. Pensaba que tenía algo que ver con las recetas médicas. Dirigió a Windle una sonrisa respetuosa.
—Hay que pensar deprisa para mantenerse un paso por delante de los criminales internacionales de hoy en día, señor Poons —dijo.
—Bien hecho. Eh…, supongo que…, que no ha visto a nadie más por aquí, ¿verdad?
—No, esto es un aburrimiento de muerte —respondió el sargento. Entonces, recordó las circunstancias—. Sin ánimo de ofender —añadió.
—Oh.
—Bueno, pues me voy —dijo Colon.
—Claro. Claro.
—¿Se encuentra bien, señor Poons?
—Claro. Claro.
—No se irá a tirar al río otra vez, ¿verdad?
—No.
—¿Seguro?
—Sí.
—Oh. Bien. Pues nada, buenas noches. —Titubeó un instante—. Vaya, que despistado soy —añadió—. Hay un tipo, allí, que me dio esto para usted.
Le tendió un sobre sucio.
Windle escudriñó entre la niebla.
—¿Qué tipo?
—Aquél de…, vaya, se ha marchado. Era alto, un tanto raro. Windle desdobló el pedazo de papel, en el que aparecía escrito: OOOoooEeeeOooEeeeOOOeee.
—Ah —asintió.
—¿Malas noticias? —se interesó el sargento.
—Depende del punto de vista —sonrió Windle.
—Oh. Bueno. Bien. Entonces…, vaya, buenas noches.
—Adiós.
El sargento Colon titubeó un instante. Luego se encogió de hombros y echó a andar.
Cuando se hubo alejado, la sombra qué había tras él se adelantó y sonrió.
¿WINDLE POONS?
Windle no se dio la vuelta.
—¿Sí?
Por el rabillo del ojo, vio un par de brazos huesudos que se apoyaban en la baranda. Se oyeron los susurros tenues de alguien que se acomoda en un lugar. Luego se hizo un silencio tranquilo.
—Ah —asintió el mago—. Supongo que querrás que nos vayamos…
NO HAY PRISA.
—Es que, como siempre eres tan puntual…
DADAS LAS CIRCUNSTANCIAS, LA COSA NO VA DE UNOS POCOS MINUTOS.
Windle asintió. Se quedaron así un rato, en silencio absoluto, mientras a su alrededor la ciudad empezaba a despertar.
—¿Sabes? —empezó Windle—, esta otra vida es estupenda. ¿Dónde estabas?
OCUPADO.
En realidad, Windle no le prestaba atención.
—He conocido a gente que ni siquiera sabía que existiera. He hecho montones de cosas. He llegado a saber quién es en realidad Windle Poons.
¿Y QUIÉN ES?
—Windle Poons.
VAYA, HA DEBIDO DE SER TODA UNA SORPRESA.
—Bueno, pues sí.
DESPUÉS DE TANTOS AÑOS, Y TÚ NI SIQUIERA LO HABÍAS SOSPECHADO.
Windle Poons conocía muy bien el significado de la palabra ironía. Y también le resultaba familiar la palabra sarcasmo.
—Sí, para tí todo está muy bien —refunfuñó.
PUEDE.
Windle volvió a mirar el río.
—Ha sido estupendo —dijo—. Después de tanto tiempo…, es importante sentirse necesario.
SÍ. PERO… ¿POR QUÉ?
Windle pareció sorprendido.
—Ni idea. ¿Cómo quieres que lo sepa yo? Supongo que porque todos estamos metidos en esto juntos. Porque no dejamos a los nuestros ahí dentro. Porque llevas mucho tiempo muerto. Porque cualquier cosa es mejor que estar solo. Porque los seres humanos son seres humanos.
Y SEIS PENIQUES SON SEIS PENIQUES. PERO EL MAÍZ NO ES SÓLO MAÍZ,
—¿No?
NO.
Windle se volvió a apoyar en la baranda. La piedra del puente aún seguía cálida del día anterior.
Para su sorpresa, la Muerte también se apoyó.
PORQUE VOSOTROS SOIS TODO LO QUE TENÉIS —dijo.
—¿Qué? Oh. Sí. Eso también. Ahí fuera hay un universo muy grande y muy frío.
NI TE LO IMAGINAS.
—No basta con una vida.
YO NO DIRÍA TANTO.
—¿Mmm?
¿WINDLE POONS?
—¿Sí?
FUE TU VIDA
Y así, con gran alivio, una sensación de optimismo y la firme creencia de que todo habría podido salir mucho peor, Windle Poons murió.
En la noche, Reg Shoe miró a un lado y al otro, se sacó una brocha y un bote de pintura del interior de la chaqueta, e hizo una pintada en la pared que le quedaba más cerca: «Dentro de cada persona viva hay una persona muerta que sólo espera su oportunidad…».
Y entonces, todo acabó. Fin.
La Muerte estaba junto a la ventana de su oscuro despacho, contemplando el jardín. Nada se movía en sus silenciosos dominios. Los lirios negros florecían junto al estanque de las truchas, donde pescaban pequeños esqueletos de gnomos fabricados en yeso. A lo lejos, se divisaban las montañas.
Era su propio mundo. No aparecía en ningún mapa.
Pero, ahora, le faltaba algo.
La Muerte eligió una guadaña de la panoplia que colgaba en la pared de la gran habitación. Pasó junto al enorme reloj sin manecillas, y salió al exterior. Caminó por el bosquecillo negro, donde Albert estaba trabajando en las colmenas, y llegó hasta un pequeño promontorio, en los límites del jardín. Más allá, hacia las montañas, sólo había tierra informe. Habría soportado su peso, tenía una especie de existencia, pero nunca había encontrado motivos para definirla más.
Al menos hasta entonces.
Albert llegó junto a él. Unas cuantas abejas negras zumbaban aún junto a su cabeza.
—¿Qué estás haciendo, señor? —preguntó.
RECORDAR. ¿Eh? RECUERDO CUANDO TODO ESTO ERAN ESTRELLAS. ¿Cómo eran? Ah, sí… Chasqueó los dedos. Aparecieron prados, siguiendo las suaves curvas de la tierra.
—Dorados —señaló Albert—. Qué bonitos. Siempre había pensado que aquí nos vendría bien un poco más de color.
La Muerte sacudió la cabeza. No, aún no era lo que buscaba. Se dio cuenta de que allí faltaba algo. Los cronómetros de las vidas, la gran habitación impregnada con el sonido del tiempo al transcurrir era eficaz y necesaria. Hacía falta tener algo así para garantizar el orden. Pero también…
Chasqueó los dedos de nuevo, y apareció una suave brisa. Los campos de maíz se movieron, las espigas se inclinaron sobre la ladera.
¿ALBERT?
—¿Sí, señor?
¿NO TIENES NADA QUE HACER?
—Creo que no, señor.
ALGO LEJOS DE AQUÍ.
—Ah. Quiere decir que le gustaría estar solo —asintió Albert.
SIEMPRE ESTOY SOLO. PERO AHORA LO QUE QUIERO ES ESTAR SOLO A SOLAS.
—Claro. Me iré a hacer…, eh…, algún trabajo en el patio de atrás.
BIEN.
La Muerte se quedó a solas, contemplando el movimiento de las espigas ante la brisa. Por supuesto, no eran más que una metáfora, claro. La gente era algo más que el maíz. Vivían vidas pequeñas, ajetreadas, literalmente al son del reloj, llenando sus vidas con el puro esfuerzo de vivir. Y todas las vidas tenían exactamente la misma duración. Incluso las más largas, y las más cortas. Al menos, desde el punto de vista de la eternidad.
En algún lugar de su interior, la voz tenue de Bill Puerta dijo: desde el punto de vista del propietario, las largas son las mejores.
KIIIK.
La Muerte bajó la vista.
Había una pequeña figura a sus pies.
Extendió un brazo y la cogió. La levantó hasta la altura de sus órbitas oculares.
SABÍA QUE ME FALTABA ALGO.
La Muerte de las ratas asintió.
¿KIIIK?
La Muerte sacudió la cabeza.
NO. NO LO PUEDO PERMITIR —dijo—. NO TENGO INTENCIÓN DE CONCEDER FRANQUICIAS.
¿KIIIK?
¿ERES EL ÚNICO QUE QUEDA?
La Muerte de las Ratas abrió una pequeña mano esquelética. La diminuta Muerte de las Pulgas alzó la vista, avergonzada, pero con esperanzas.
NO. NO ES POSIBLE. SOY IMPLACABLE. SOY LA MUERTE. ESTOY… SOLO.
Miró a la Muerte de las Ratas. Recordó a Azrael, en su torre de soledad.
SOLO…
La Muerte de las Ratas le devolvió la mirada.
¿KIIIK?
Imaginad a una figura alta, sombría, en medio de un campo de maíz…
NO, NO PUEDES IR A LOMOS DE UN GATO. ¿QUIÉN SE IMAGINA A LA MUERTE DE LAS RATAS MONTANDO EN UN GATO? LA MUERTE DE LAS RATAS TIENE QUE IR EN UNA ESPECIE DE PERRO.
Imaginad más campos, un entramado de prados que se extiende hasta el horizonte, ondulando suavemente…
¿Y A MÍ QUÉ ME CUENTAS? NO TENGO NI IDEA. QUIZA UN TERRIER.
… prados de maíz, vivos, susurrando ante la brisa…
BUENO, Y LA MUERTE DE LAS PULGAS TAMBIÉN PUEDE HACER LO MISMO. ASI MATARÉIS DOS PÁJAROS DE UN TIRO.
… al ritmo del reloj de las estaciones.
METAFÓRICAMENTE.
Y, al final de todas las historias, Azrael, que conocía el secreto, pensó: RECUERDO CUANDO TODO ESTO EMPEZARÁ DE NUEVO.