XI

Los heridos llegaban al campamento a centenares.

Mencía y una veintena de mujeres más los acogían muchas veces sin saber cómo debían tratar sus lesiones.

Uno de ellos, muy joven, cuando ella le atendió, supo de inmediato quién era. Se trataba de aquel muchacho al que había encontrado la noche anterior escondido tras una tienda. Venía con un profundo corte en el vientre por el que asomaban parte de sus tripas. Mencía supo que iba a morir.

El chico la reconoció y alzó su mano temblorosa.

—Sois mi ángel… —Tosió una bocanada de sangre.

—Has luchado como un hombre…

—¿Me voy a morir? —Sus ojos le pedían sinceridad.

Ella se calló sin saber qué palabras debía emplear.

—Con vuestro silencio me acabáis de responder… —Un fuerte retortijón dobló al joven sobre la manta que le aislaba del suelo.

Mencía le limpió la cara con un paño y le acarició la mejilla mientras el muchacho sentía cómo se le escapaba la vida a borbotones. En un momento dado se le nubló la mirada, pero poco después volvió a recuperar el brillo.

—Os ruego que no me dejéis solo…

—No lo haré… —Le besó en la frente y rezó por él.

El joven sintió que se ahogaba, y en ese último momento miró a los ojos de Mencía. En su azul creyó ver las puertas del cielo, y expiró con una sonrisa.

Mencía se soltó de su mano y le tapó con una manta.

Miró a su alrededor asustada ante tanto dolor. Allí estaban presentes los peores demonios de la guerra, el sinsentido de tanto odio.

Y de pronto, se oyó en la lejanía algo parecido a un canto. Al principio nadie entendía las palabras que los soldados coreaban, pero de repente alguien gritó victoria con todas sus fuerzas y el eco de aquella alegría inundó el improvisado hospital. Algunas mujeres salieron para ver qué ocurría y de inmediato entraron dichosas.

—Están cantando el tedeum —gritó una—. Hemos ganado la guerra.

Llenas de emoción, escucharon en completo silencio el enorme coro de gargantas que a miles, en la distancia, entonaba aquel solemne canto de acción de gracias. Sus voces se elevaban al cielo desde una tierra bañada en sangre. Diseminados por las navas yacían millares de cuerpos, y con ellos todos sus sueños y esperanzas.

Mencía salió también, sobrecogida. Su mirada recorrió primero el campo de batalla y luego observó las vecinas montañas. Le pareció que hasta ellas se hacían eco de la alegría colectiva.

Desde el campamento cristiano vio correr a varias mujeres hacia el lugar donde sus hombres podían ya formar parte de la leyenda o seguir vivos. Con idéntico impulso e intenciones, lo hizo también ella.

Al ver los primeros cuerpos vencidos sobre la tierra, sintieron pavor y rabia, sin acabar de comprender la finalidad de tanto sufrimiento.

Mencía tuvo que sortear hombres y caballos, heridos y muertos, hasta alcanzar una loma donde vio a un numeroso grupo de combatientes reunidos.

—¡Diego…! —empezó a gritar medio asfixiada mientras ascendía la pendiente a la carrera—. ¡Diego…!

Algunos soldados se volvieron cuando la tuvieron más cerca. En sus rostros había una mezcla de dolor y alegría, de profunda pena mezclada con el dulce sabor de la gloria. Muchas personas intentaban encontrar entre los muertos a un compañero, a un amigo, pero ninguno supo decirle dónde podía hallar a quien ella buscaba.

—Dios mío, condúceme por fin hasta él…

Mencía se arremangó las faldas y siguió subiendo hasta lo qué parecía una empalizada a medio derrumbar. Allí se habría producido una terrible carnicería humana. Montañas de cadáveres, unos sobre otros, sin nadie que les llorase. Solos.

—¡Diego…! —gritó de nuevo, horrorizada por todo lo que veía.

De repente observó a un hombre agachado sobre un caballo, junto a una mujer de aspecto árabe. Ambos se volvieron hacia ella. Mencía le miró y él también. Diego se levantó con un gesto asombrado y caminó primero despacio, y luego corrió a su encuentro con los brazos abiertos.

—Mencía… —Se abrazó a ella con fuerza, agarrándose a su cuerpo sin entender qué hacía allí. Sintió una sensación infinita de paz teniéndola entre sus brazos. Giraban sobre la tierra sintiéndose inmensamente felices cuando alrededor sólo existía muerte y desastre. No podían evitarlo.

Diego la volvió a mirar sin convencerse todavía de que era ella, su amada Mencía.

—He venido sólo para buscarte, mi amor… —Ella le besó en las mejillas, en la frente, y luego en los labios, de un modo apasionado, infinito, uniéndose en un mar de lágrimas y emociones.

—¿Todavía me quieres? —Mencía buscó sus ojos.

—Nunca he dejado de hacerlo… pero… ¿y tu marido? —La apartó de sus brazos, muy lejos de su deseo, y escuchó con enorme alivio que ahora era viuda. Entonces la besó con ardor en los labios, sin ninguna prisa, saboreándola para siempre.

Estela les miraba emocionada a pesar del dolor por Tijmud. Sin saber qué historia arrastraban, se abrazó a ella cuando Diego se la presentó. Y descubrió la brillante sonrisa de Mencía y su mirada acogedora. Vio en su rostro las huellas de otros sufrimientos, tal vez como los que ella había padecido. Su hermano estaba con ella, por fin, sin que nadie ni nada los pudiera ya separar. Volvió a abrazarse a él y lloró todo su dolor, sintiendo el calor de la sangre que les había unido siempre, a pesar de tan larga separación. Y Mencía se unió a ellos, acogida ya en una pequeña familia que había sido grande en otros tiempos.

Diego sintió cerca el alma de su padre, de Belinda y Blanca, de su querida madre y también la de Sabba. Ellos también estaban presentes en aquella unión, felices hasta el límite, eternamente ligados.

Y bajo sus pies, Diego notó el suelo húmedo. Al mirar entendió que se trataba de sangre, toda la que la montaña había sido incapaz de absorber. Y entonces recordó las palabras premonitorias de aquel mago judío.

—«… Y la montaña sudará sangre, gloria y amor.»

Horas después Diego fue convocado a una reunión en la tienda del palenque almohade, extrañado por la urgencia con la que debía acudir.

Acompañado por Mencía y Estela, se encontró en el exterior de la tienda que había pertenecido a al-Nasir con los tres alféreces reales.

—Enhorabuena, Diego. —El aragonés García Romeu le estrechó la mano y se apartó para dejar al de Navarra, Gómez Garceiz.

También su amigo Álvaro Núñez de Lara le abrazó emocionado, empujándole a continuación al interior de la tienda. Sin entender nada, entró y se quedó paralizado.

Dentro le esperaban el rey Alfonso VIII de Castilla, junto al de Navarra Sancho VII y Pedro II de Aragón. Diego se arrodilló ante ellos y miró a ambos lados para ver quién más había.

—¿Qué es lo que nos convoca? —le susurró a don Álvaro, que permanecía a su lado.

—Un solo asunto…

—¿Y cuál es?

—¡Diego de Malagón! —le llamó el rey Alfonso de Castilla.

Él se enderezó.

—A pesar de tus humildes orígenes, a lo largo de esta gloriosa campaña has acumulado méritos suficientes como para recibir el alto honor de ser nombrado caballero. ¿Qué respondes a ello? ¿Deseas la honrosa, pero pesada carga que ese título acarrea?

—¿Yo… caballero? —Diego miró a Mencía y luego a Estela. Aunque todos parecían encantados, él no terminaba de creérselo—. Vuestras palabras, Majestad, me llenan de honor, pero no sé… en realidad, yo amo sobre todo mi oficio, y pasada ya la guerra, me gustaría ejercerlo para siempre. Ser caballero arrastra otras obligaciones y no querría que…

—Espera, no te adelantes. Aún no hemos terminado —intervino el rey Pedro II de Aragón—. Entendemos que tu caso resulta un poco singular, y por eso hemos decidido apellidar el nuevo título con tu oficio. Por tanto, desde hoy serás nombrado en todos sitios como caballero albéitar de los tres reinos.

Diego se emocionó al escuchar aquello y aceptó de inmediato los honores.

—¡Vestidle entonces con la túnica! —bramó el gigante navarro. Gómez Garceiz le ayudó a ponerse por encima un paño blanco abierto por los lados.

—Esta vestimenta representa la limpieza necesaria del alma —le explicó.

García Romeu apoyó sobre sus hombros una capa encarnada.

—El color rojo simboliza la sangre que estarás desde ahora dispuesto a derramar por Dios y por tu señor.

Y su amigo don Álvaro Núñez de Lara trajo unas calzas marrones y le animó a ponérselas.

—Con ellas tocarás la tierra, a la que todos volveremos. Representan tu disposición a morir.

Finalmente le puso un cinturón y le dio una espada.

En ese momento, los tres monarcas desenvainaron las suyas y le golpearon con ellas en el hombro.

—Yo, Alfonso VIII, rey de Castilla, Toledo y la Trasierra, te nombro a ti, Diego de Malagón, caballero albéitar de Castilla.

—Yo, Sancho VII, lo confirmo como rey de Navarra.

—Y yo, Pedro II, lo hago también, siendo en esta fecha rey de Aragón.

Mencía y Estela se abrazaron emocionadas y orgullosas de lo que le estaba ocurriendo.

Él, todavía con la cabeza agachada y una enorme emoción interior, recordó la cabecera de una cama y a su padre en ella, casi moribundo.

Se trasladó años atrás a su posada.

Durante unos momentos, aquellas palabras de felicitación y los deseos de buenos augurios que todos le daban quedaron en un segundo término y Diego sólo escuchó de nuevo la voz de su padre cuando años atrás le hizo jurar sobre su destino.

«… sueña con metas altas y volarás como las águilas. Eso debes hacer; alcanzar las cumbres de la vida. Busca al que sea sabio y aprende con él. Usa bien la ambición sin por ello dañar a nadie. No hagas que tengan que recriminarte en tu trabajo, hazlo siempre bien. E intenta ganar cuando te hagan competir. No te dejes avasallar por nadie y aunque hayas nacido en un hogar humilde, no te consideres por ello indigno. Si luchas con esfuerzo, conseguirás todo lo que te propongas. Y por último, cuida y protege a tus hermanas, llevan tu misma sangre… Hijo mío, jamás olvides que tuviste un padre que te quiso más que a nada en el mundo, y que un día, orgulloso, te mirará desde el cielo.»

Delante de todos, Diego se puso de nuevo en pie, alzó la vista al cielo y exclamó:

—Padre, todo sea por vos… ¡Os lo debía!

FIN