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El aire se tornó pesado y el viento apenas corría por las laderas en el amanecer de aquel dieciséis de julio de mil doscientos doce.

Un silencio cerrado acompañó al ejército cristiano mientras los soldados tomaban posiciones en la ancha nava que separaba el campamento cristiano de las tropas sarracenas.

Sobre aquella húmeda planicie se formaron nueve grandes grupos de unos dos mil hombres cada uno. Tres batallones se situaron en la vanguardia, otros tres en medio, y tres más en la retaguardia. La primera línea la constituía la caballería pesada, dispuesta en tres grupos de cien caballeros con tres de fondo.

Durante la larga y tensa espera, una bandada de golondrinas recorrió las hileras de combatientes piando con su peculiar y agudo sonido. Los caballos parecieron querer contagiarse de ellas, pues al instante formaron un tímido coro de bramidos que fue creciendo hasta terminar invadiéndolo todo, en un ensordecedor concierto de relinchos. Los animales estaban extremadamente inquietos. Presentían algo terrible. Pateaban el suelo, y sus orejas perseguían el menor sonido mientras soportaban el peso de sus jinetes, pertrechados en aceros y armaduras.

Surgió una fresca brisa y todos sintieron un instantáneo alivio, pues el calor empezaba a hacerse presente.

Entre tantos miles de hombres, un anónimo jinete procedente de la milicia de Frías miró a su alrededor atemorizado. Se encontraba en primera línea e iba a vivir la experiencia más peligrosa de su vida. El pánico le hacía temblar sobre su montura.

A su lado, un caballero navarro intentó ayudarle.

—Vigila siempre tu flanco derecho. Sus ataques serán rápidos y vendrán por ese lado. Cuando los veas, protégete de inmediato con tu escudo, pues nos dispararán flechas a una velocidad endiablada. —Señaló con la espada a un grupo de enemigos que tenían justo enfrente, a tan sólo un cuarto de legua—. Aquéllos son jinetes árabes, y a su lado arqueros turcos. Sus briosos corceles les hacen casi volar. Los verás ir y venir, cambiando de dirección con una agilidad increíble.

—Trataré de no perderles de vista, mi señor. —A aquel joven le salía la voz ahogada. Se enderezó el yelmo, pero al instante se le volvió a caer al ser demasiado grande.

—¿Qué años tienes, muchacho? —El caballero navarro se apiadó y decidió estar pendiente de su suerte.

—Dieciséis, mi señor.

—¿Es la primera vez que acudes a la guerra?

—La primera, sí.

El hombre temió por su inexperiencia. Montaba una hermosa yegua árabe, pero el armamento era inadecuado y pobre. Un viejo peto de cuero apenas le cubría y su espada era demasiado corta. Tampoco llevaba lanza.

—¿Cuáles son tus defensas?

Le mostró un escudo abollado.

—También he comulgado y oído misa esta madrugada —añadió de viva voz—, y Dios me protegerá…

—No abandones nunca tu fe, pero, hijo, me temo que eso no te será suficiente hoy. Toma mi espada. —Se la cambió por la del miliciano—. Es más larga y pesada, pero te resultará más certera cuando la venzas sobre una coraza enemiga. Su afilado acero abrirá profundas y mortales heridas. La que llevas tú sólo sirve para luchar cuerpo a cuerpo.

—¿Y vos… —al joven le extrañó su generoso acto— con qué os defenderéis?

El noble le mostró otra más grande y una lanza.

—Formamos la vanguardia de este gran ejército, su ala derecha. Combatiremos junto a los caballeros y familiares de don Diego López de Haro, a quienes ves en el ala central, y con los aragoneses, con su alférez a la cabeza, que son los que quedan a nuestra izquierda. En cuanto veamos agitarse el estandarte del señorío de Vizcaya, ese con dos lobos negros sobre fondo blanco, seremos los primeros en atacar. Entonces, junta el costillar de tu caballo con el mío, y haz lo mismo con el de tu izquierda. Así formaremos una poderosa e invencible muralla que derribará sus líneas. Una vez eso ocurra, y hayamos roto las primeras filas de hombres, usa tu espada con toda tu fuerza y ábrete paso hacia delante. No les mires a los ojos. Lanza tu acero contra ellos, sin pensar que son hombres como nosotros. Si lo haces, estarás perdido y te matarán ellos primero.

—Entiendo, señor… No me temblará el pulso —afirmó algo más convencido.

—Eso es lo que esperan de nosotros los tres reyes. Nunca antes se les ha visto juntos en batalla. Míralos, están a tu espalda formando las tres alas de retaguardia. Cada una la preside el estandarte de un reino. El mío, de Navarra, a la derecha. En el centro está Alfonso VIII de Castilla, y a su izquierda, Pedro II de Aragón. Hoy, muchacho, todos estamos haciendo historia…

—¿Cuál es vuestro nombre? —El joven miliciano de Frías le miró con un respeto casi filial.

—Iñigo de Zúñiga.

Tras ellos, el gran maestre de la Orden de Santiago arengaba a sus hombres recordándoles sus deberes en batalla.

—¡Los soldados de Cristo nunca retroceden…! —gritó con furia—. ¿Me oís? —El hombre cabalgaba a su alrededor observando sus expresiones.

Al unísono, aquellos hombres de voces recias y gesto severo le juraron una total entrega. Sus enormes caballos piafaban inquietos.

—Escuchadme entonces, pues deseo que grabéis estas palabras en vuestros corazones… —Miró a los que tenía más cerca—. Hemos venido hasta aquí para ganar la libertad de los hijos de Dios… —les gritó—. Y en defensa de nuestra fe usaremos las armas y el coraje de quien se sabe portador de la verdad…

Se detuvo para recorrer sus rostros. En aquellas miradas había arrojo, voluntad de entrega y ansias de regar la tierra de sangre infiel.

—¡Que nada os amedrente! —alzó su poderosa voz—. Habéis sido elegidos para esta santa misión. Y si acaso os sintieseis derrotar, mirad al cielo. Dios os ayudará a seguir blandiendo vuestra arma contra su enemigo.

—Guerra, guerra, guerra… —corearon todos alzando las espadas al aire.

Un cuerpo de tropa más atrás, el rey Sancho VII, montado sobre una enorme mula napolitana, buscó la posición de Alfonso VIII. Lo encontró bajo un estandarte diferente al habitual, ya que para esta ocasión el emblema era un castillo amarillo bajo la imagen de la Virgen María. El aragonés acudió también a la llamada del castellano, junto al arzobispo de Narbona y el primado de Toledo.

—Juntos hemos acordado cuál ha de ser nuestra táctica. Sabemos que Dios está de nuestro lado y hemos sido bendecidos en misa solemne antes de venir hasta aquí. Poseemos el mayor ejército que jamás haya visto nuestro enemigo… —Alfonso VIII avistó el campo de batalla y se detuvo en la tienda de al-Nasir. De un vivo color rojo, había sido rodeada por un palenque rectangular de enormes proporciones y con no menos de medio millar de guardianes—. Por tanto, señores, éste es el día y la hora de la verdad…

—Hoy las tropas de Jesucristo vencerán… —alentó el arzobispo de Narbona a voz en grito.

El comentario del ultramontano fue vitoreado por media docena más de obispos castellanos y aragoneses, que acudían a la batalla como cualquier otro soldado.

Don Álvaro Núñez de Lara se aproximó hasta los tres reyes y solicitó su atención.

—Ya está dispuesta la caballería para el primer ataque. Cargará compacta y de frente. Las dos laderas de esta nava nos servirán de ayuda, pues apenas queda espacio para dejar actuar a la enemiga por nuestros flancos, como sucedió en Alarcos. Alfonso VIII recordó lo ocurrido, cuando estaba a punto de batir el frente enemigo, éste se le abrió, y con la ayuda de una caballería endiabladamente ligera se vieron de inmediato rodeados, lo que provocó su aniquilación.

—¿Cómo tienen repartidas sus tropas? —le preguntó el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada a don Álvaro.

—En el centro y en primera línea han dispuesto a los voluntarios. Son extranjeros, fanáticos que acuden a la guerra sin ningún temor a morir. Suelen ser imprudentes y no demasiado buenos como guerreros. A los lados han distribuido la temible caballería ligera. Calculo que la forman no menos de cinco mil árabes, soldados profesionales que proceden de las diferentes cabilas del imperio. Con ellos sí hemos de estar vigilantes, pues tienen bien probada su habilidad sobre el caballo y una justa fama de violentos. Tratarán de dispersarnos y romper nuestras filas. —Dirigió su dedo hacia el grupo siguiente—. En segunda línea se encuentra el numeroso cuerpo de caballeros andalusíes. —Pensó en Diego, deseando que hubiese tenido éxito en su difícil misión—. Y detrás, antes de la tienda del miramamolín, se han distribuido sus mejores tropas; millares de fieros guerreros almohades y calculo que diez mil arqueros turcos agzaz.

—¿Hay alguna propuesta nueva sobre lo hablado ayer? —intervino el rey Alfonso.

—Las milicias concejiles son nuestras tropas peor entrenadas y armadas —señaló Pedro II de Aragón—. Mezclémoslas mucho más entre nuestros caballeros. Así conseguiremos que se protejan mutuamente. Les será más necesario en el combate cuerpo a cuerpo.

—De acuerdo. —Sancho VII se convirtió en portavoz del resto, y ordenó a su alférez Gómez Garceiz que transmitiera esa orden.

A continuación se reordenaron algunos efectivos. Todo estaba preparado.

Y sonó la señal convenida.

Don Diego López de Haro y los suyos iniciaron la primera carga, que ganó pronto velocidad en provecho de una ligera pendiente. Les acompañó el silencio de la tropa cristiana, pero no el de la sarracena, pues empezaron a sonar centenares de tambores, o miles, y con ellos un infernal griterío sobre todo procedente del contingente árabe.

El terreno que les separaba era irregular, lleno de arbustos y grandes piedras que forzaban a abrir la compacta columna de la caballería cada poco.

Desde el lado sarraceno, los voluntarios musulmanes, viendo acercarse la amenazante muralla de guerra, recitaban suras del Corán. Los enormes caballos resoplaban furiosos, creciéndose en la carrera mientras disparaban sus cascos contra el seco terreno.

El retumbar de los tambores creció en intensidad y el ritmo igualó el trote de sus atacantes. Cientos de jinetes árabes se lanzaron a su encuentro disparándoles flechas y a la vez intentaron rodearles sin encontrar el modo.

Poco antes de que don Diego y sus caballeros vizcaínos alcanzaran la primera línea enemiga, de repente cesaron los tambores y los gritos. El silencio ahogó la respiración de unos y otros. Sólo se escuchaba el galope de los caballos y sus bramidos. A menos de diez cuerdas, don Diego dio la orden de apuntar con las lanzas.

Con el primer choque, la avanzada musulmana se deshizo y fue dispersada sin apenas luchar. De esa manera, los del señor de Vizcaya pudieron hacer frente a la siguiente línea, la formada por los andalusíes. Entre ellos se encontraba Diego de Malagón, junto al resto de los supuestos desertores.

De repente sucedió algo inesperado para unos, y programado para los otros. Ante la sorpresa de los sarracenos, muchos de aquellos caballeros andalusíes, de pesadas armaduras y animales tan bravos como los suyos, bajaron las armas y se dieron la vuelta abandonando el frente. Aquélla era su manera de devolver las afrentas sufridas por los responsables almohades, y vengar la muerte de uno de sus más queridos líderes, Ibn Qadis.

La noche anterior, Diego de Malagón sólo les había terminado de convencer cuando les aseguró que serían considerados tan hermanos de tierra y destino como lo eran los del norte. Dijo hablar en nombre del rey Alfonso VIII, y de él les trasladó una promesa. Si colaboraban en la victoria, serían tenidos en cuenta para el reparto del botín y nadie podría acusarles de nada que hubiesen hecho anteriormente.

—La idea ha funcionado, Álvaro —gritó eufórico el rey Alfonso VIII al ver que, con aquella acción, a pesar de la clara inferioridad numérica de su ejército, la guerra podía volverse a su favor—. Ese repliegue acaba de deshacer la estrategia de nuestro enemigo. Veremos qué puede hacer ahora el miramamolín para compensarla.

En el interior del palenque almohade, al-Nasir acababa de ordenar a su hermana, a dos de sus mujeres y a su concubina preferida que le dejaran a solas para pensar. Ellas entraron dentro de la tienda y él siguió rezándole a Allah sentado sobre el seco terreno.

Él se sentía un ser bendecido, como lo fue Saladino, quien había arrebatado Jerusalén a los cruzados para devolverlo a la fe del islam. Al igual que el otro, él también iba a recibir la ayuda del cielo para ganar la guerra a las tropas del mal.

—Dios dijo la verdad y el demonio mintió… —repetía una y otra vez al-Nasir, imitando las mismas palabras de aquel idolatrado líder cuando se encontraba frente a la ciudad sagrada.

Sentado sobre su escudo, abrió el más lujoso de sus coranes y recitó varios versos, poco después de ordenar a un cuerpo de turcos que persiguieran y dieran muerte a los traidores andalusíes. También dio la señal para iniciar su primer contraataque.

A favor de la pendiente, miles de almohades se lanzaron contra la avanzadilla cristiana y en poco tiempo consiguieron desorganizarla. Los cristianos luchaban dispersos y agotados, retenidos sobre el abrupto terreno y con la pendiente en su contra. Además, en aquella desfavorable posición eran blanco fácil de los arqueros, y pronto empezaron a caer a cientos bajo sus flechas.

El segundo ataque cristiano, con los templarios y calatravos a la cabeza, pudo alcanzar las posiciones de don Diego López de Haro y auxiliarle, aunque pronto también se vieron repelidos por la hábil caballería almohade y sufrieron los efectos de una nueva lluvia de flechas. Algunos, alarmados por el nulo avance, empezaron a retroceder cuesta abajo para tomar mejores posiciones, pero desde la retaguardia cristiana, el rey Alfonso VIII creyó ver en esa acción una retirada. Incluso pensó que se trataba del propio señor de Vizcaya.

Comprendió que había llegado la hora de actuar en persona. Hizo una señal a los otros dos reyes y se lanzó a la carga seguido del monarca aragonés y del navarro.

A su lado cabalgaba Rodrigo Ximénez de Rada.

—¡Arzobispo, para no ganar, vos y yo aquí muramos…! —El religioso había desenvainado su espada y sólo miraba hacia el frente enemigo con los ojos inflamados de valor. Aunque uno y otro dieran por perdida la batalla, preferían verses muertos que volver con una humillante derrota.

—Hemos de romper la última línea almohade y llegar al palenque —le gritó Sancho VII, adelantándose a Alfonso VIII por su flanco derecho—. Si les abrimos esa herida, se desangrarán por ella.

Los tres reyes y sus mejores tropas cabalgaron henchidos en coraje hacia las posiciones enemigas, derribaron una primera fila de peones a pie y se lanzaron colina arriba destrozando todas sus defensas.

Diego de Malagón y el resto de sus hombres se rasgaron las camisolas, enseñando debajo otras blancas con una vistosa cruz. De inmediato se cambiaron al frente cristiano luchando a espada y maza.

Diego observó la buena evolución del ataque dirigido por los reyes, pues se encontraban cerca ya del palenque, donde estaba Estela. Trató de hacerse camino hacia aquel lugar derribando a todo el que se le cruzaba.

Al-Nasir se había protegido con un sólido recinto defensivo, consistente en una enorme empalizada de madera cuya integridad había sido reforzada con gruesas cadenas. Tras esa primera barrera se encontraba un segundo ejército formado por cerca de quinientos imesebelen, los guardianes del califa. Se encontraban atados por las rodillas y algunos incluso enterrados hasta los muslos. Muy cerca unos de otros, rodeaban en círculos concéntricos las posiciones donde se encontraba su señor.

De esta forma, si los cristianos conseguían superar el primer obstáculo de madera, se encontrarían después con otro humano, más fiero y entregado a morir en su defensa.

Sabba subía asfixiada la cuesta para llegar a la vez que los monarcas cristianos, sangrando por una herida de lanza que acababa de recibir en un muslo. Diego no lo había notado, y por ello la forzaba a que subiera con más rapidez presionándole en las costillas.

La yegua se miró la herida y comprobó que, aparte del dolor, aquella punzada sangraba en abundancia. Al ver a su amo Diego, apretó las quijadas y sacó de su corazón la suficiente energía como para llevarle hasta donde él le pidiera.

El primer monarca en llegar hasta el palenque fue el navarro. Comprobó la imposibilidad de saltar aquel frente de madera, hizo que su mula se volviera, y la forzó para que empujara aquellos troncos con sus partes traseras. En tan sólo tres intentos consiguió derribar una buena parte de los mismos y rompió las cadenas. En su interior, una auténtica masa humana de fieros africanos les esperaban espada en mano.

Además del rey, penetraron en masa unos trescientos caballeros más. Allí se empezó a librar un feroz combate cuerpo a cuerpo. Como los arqueros no disponían de la distancia suficiente como para herirles, dejaron de disparar y se les enfrentaron a espada. Las tropas almohades, sin el apoyo de los turcos, empezaron a ser vencidas gracias al excelente armamento cruzado.

Un grupo de calatravos penetró también en el interior del recinto antes de que lo hiciera Diego. Muchos descabalgaron para lanzarse contra aquellos guerreros de piel negra inmovilizados sobre la tierra.

Diego pudo ver a al-Nasir sentado sobre su escudo, agarrando contra su pecho aquel Corán que él mismo debería haber cogido en Sevilla. Angustiado, pensó en la suerte de su hermana, a la que vio asomarse un instante por la tienda del califa. Si la confundían los cristianos con una mora, la matarían. Le gritó, pero no consiguió nada.

Pensó que el único medio que tenía para protegerla era hacerse hueco entre aquellos sanguinarios guardianes y llegar a la tienda. Sin descabalgar apretó con las rodillas a Sabba, empuñó una espada y tomó una lanza en la otra mano. Gritó con increíble furia y enfiló hacia aquellos hombres, clavándoles ambas armas hasta saberles muertos. Fue avanzando como pudo mientras Sabba recibía en su cuerpo la ira de sus espadas. Unas le cortaban la piel, otras herían sus patas delanteras, y alguna se le clavó con agudo dolor encima de uno de sus cascos. Diego vio que avanzaba poco. Lo mismo le sucedía al resto de cruzados que intentaban alcanzar al califa desde distintos ángulos.

En un momento dado, cuando el rey de Navarra se encontraba muy cerca de la posición de al-Nasir, a éste se le acercó un soldado árabe con una joven yegua y casi en volandas lo subió en ella dejando en el suelo su libro sagrado. Aquel providencial soldado, desde otro caballo, azuzó al animal para que huyeran por la retaguardia del palenque. Como él, muchos otros empezaron a hacer lo mismo.

Diego vio a varios cruzados llegar hasta el centro del recinto y dirigirse a la tienda. El infernal ruido que se estaba produciendo a su alrededor le impidió hacerse oír cuando les gritó que no tocaran a las mujeres.

Comprobó que sólo le faltaban cuatro soldados más para alcanzar el claro central y siguió avanzando, clavándoles a unos y a otros sus armas con una frialdad poco común en él. Cuando tan sólo le quedaba uno, no se dio cuenta de que éste no estaba enterrado, sino arrodillado.

Una vez llegó a su altura, aquel imesebelen se levantó de golpe y se enfrentó a Diego. Con afán de evitarle, Sabba resolvió la situación con un brusco movimiento. Aquel giro hizo caer a Diego al suelo. El guardián apuntó una larga daga hacia su corazón y corrió hacia él para no darle tiempo a reaccionar. Desde la tienda de al-Nasir, al ver a Tijmud y a su hermano, Estela les gritó tratando de detenerles, pero ninguno de los dos la oyeron.

La dirección que llevaba el arma del africano era fatal y su rapidez, la del rayo. Diego lo supo, y en un instante entendió que no tenía tiempo de evitarla. Pero, de pronto, vio como el cuerpo de Sabba se interponía entre él y su enemigo para recibir la mortal espada. La fuerza de aquel guerrero hizo que el acero le alcanzase el corazón. El fiel animal se derrumbó entre ellos, miró a su amo, a su amigo, y tan sólo sintió no poderle cuidar hasta el final de sus días.

La sorpresa por aquella reacción despistó al imesebelen. Diego aprovechó el momento para lanzarse a por él y con ágil mano le rebanó el cuello de lado a lado.

—Nooo… —Un agudo y doloroso grito atrajo su atención. Era Estela, corría hacia ellos con una expresión desencajada.

—¡Tijmud! —Ante el asombro de Diego, se abrazó a aquel hombre que ya empezaba a ahogarse en su propia sangre—. Él no era como los demás…

Diego, sin entenderla, buscó de inmediato a Sabba. Miró su herida en un costado y entendió con espanto que era mortal. De golpe sus ojos se llenaron de lágrimas.

Ella relinchó con esfuerzo, sin embargo, su mirada demostraba alegría. Diego le habló despacio, respetando su momento y su lenguaje. Le prometió un eterno recuerdo y le acarició como tanto le gustaba.

Apoyado en su cuello, la besó, y sus besos se mezclaron con sus propias lágrimas. La yegua tosió sangre y Diego comprendió que su despedida sería inmediata.

—Nadie ha cubierto con tanta felicidad estos últimos años de mi vida… Has sido mi vínculo con el pasado, el recuerdo de mi casa, el mejor regalo de mi padre… —La yegua cerró los ojos y resopló con pocas fuerzas. Su expresión demostraba paz, y Diego lo entendió. Sabba era feliz, pues se había entregado por completo a su amo, una vez más; la última.

El animal ladeó un poco la cabeza para acercar sus ollares a la cara de Diego y aspiró su aliento para no olvidarlo en aquel viaje que estaba a punto de emprender.

—Volveremos a cabalgar juntos, te lo prometo, Sabba. Lo haremos en las azules arenas del cielo, sorteando sus blandas nubes, como si se tratasen de dunas, y recogeremos el viento del sur sobre nuestros rostros, para siempre…

Y Sabba murió.