Se abrazaron hasta hacerse daño.
Estela lloraba sobre su pecho rota de emoción y Diego también, aunque abrumado por la noticia de la muerte de Blanca acaecida años atrás.
Najla los observaba con envidia.
—Mi querido Diego… —Ella le acariciaba la cara para memorizarla a través de sus dedos, como si así quisiera leerle sus recuerdos.
—Cuántos años sin verte, y cuántas cosas que contarte…
—No disponéis de mucho tiempo —les avisó Najla, que, a pesar de haber pagado con generosidad a los soldados que les vigilaban, sabía que no podrían estar mucho más rato—. Hay cambio de guardia antes de medianoche.
—Gracias, señora, por vuestra… —Diego no pudo terminar la frase, pues la mujer ya había salido de la tienda.
—Durante estos años nunca me olvidé de ti… —Estela se agarró a sus manos y le invitó a sentarse sobre unos cajones de madera. Su gesto se transformó al contarle qué le habían obligado a hacer desde su captura—. He alcanzado una buena posición en la corte por el solo motivo de ser la concubina favorita del califa. No puedes imaginar cuántas veces deseé morir… —Diego la besó en la frente comprendiendo su dolor—. Se han servido de mi cuerpo cuando les ha apetecido, y no sólo el calila y su padre antes, también ese castellano que dirigió nuestro secuestro, Pedro de Mora, a quien odio en lo más profundo de mi ser…
Diego apretaba los puños con una rabia infinita al imaginar el tormento por el que había pasado.
—Estuve a punto de matarle…
—Lo supe por otra persona. Ésa fue la única vez que oí algo sobre ti. Y recuerdo que me produjo un gran alivio.
Diego recogió una lágrima con su dedo y le resumió su devenir en aquellos diecisiete largos años.
—No os queda tiempo… —Najla se asomó por la tienda al cabo de un rato advirtiéndoles por última vez.
—Pude oírles decir que Pedro de Mora viene mañana… —le contó Diego antes de separarse—, y al-Nasir le mandará entrevistarnos. Estela, entiéndelo, ese hombre no puede verme. Si llega a hacerlo, no dudará en matarme en el acto. Necesitaría poder hacerle una visita en privado y un arma…
—Imaginé que te podrían ser de utilidad… —Se levantó la falda y aparecieron dos afiladas dagas.
—¡Perfecto, Estela! Ahora escúchame bien, pues lo que te he de pedir es muy importante. ¿Podrías conseguir que Najla me haga salir de la tienda donde estamos encerrados, con cualquier excusa, poco antes de que la visite don Pedro?
—Lo intentaré…
—Sé que lo harás… Ah, espera —la sujetó del codo—, también necesitaré un preparado de estas hierbas, que como verás no son nada difíciles de obtener —le pasó un trozo de tela donde había escrito lo que quería—, y hablar con alguno de los jefes que estén al cargo de la tropa andalusí. ¿Podrás conseguirlo todo?
Estela prometió hacer todo lo posible antes de irse.
—¿Cuándo me sacarás de aquí? —Por primera vez se sentía confiada en su suerte—. ¿Por qué no esta misma noche, Diego?
—Lo haremos, descuida, pero antes he de cumplir la misión a la que me he comprometido. Una vez lo haga, saldremos de este infierno. Te lo prometo, Estela, confía en mí.
—Nunca dejé de hacerlo… nunca.
Nadie volvió a ver al pastor, pero tenía razón; existía un camino solitario al oeste que terminaba en una amplia meseta frente a las posiciones del miramamolín y perfecta para acampar. Algunos pensaron que aquel hombre había sido enviado por Dios y otros incluso afirmaron que se trataba del santo Isidro. Para Diego López de Haro y García Romeu, su ayuda fue providencial. Le agradecieron el enorme favor antes de regresar a las posiciones cristianas eufóricos y en el mejor momento posible, a tenor del bajo ánimo de los presentes y las numerosas voces que invitaban a abandonar la empresa.
Cuando decidieron intentarlo por aquel nuevo paso, las vanguardias cristianas tuvieron que retroceder sobre las posiciones anteriormente tomadas. Los sarracenos interpretaron aquel movimiento como una huida. Sin embargo, tan sólo unas horas más tarde, vieron aparecer a los primeros cruzados descendiendo por otra ruta que les era desconocida. Eran miles y lo hacían con rapidez para que los sarracenos no pudieran reaccionar a tiempo. Aun así, el ejército de al-Nasir le lanzó un severo ataque con sus mejores arqueros y un destacamento de árabes. Sin embargo, los cristianos pudieron repelerlos sin grandes dificultades, favorecidos por su posición.
Los almohades, para evitar que tomaran aquella meseta, quemaron la hierba y todo arbusto que encontraron en ella a fin de conseguir confundirles con la humareda, pero un fortuito cambio de viento lanzó aquella nube de humo hacia el campamento sarraceno.
Una vez tomada la planicie por la tropa cristiana, se decidió descansar dos días para reponer fuerzas. Tanto animales como hombres estaban hambrientos y agotados por la dureza de la expedición y los efectos del intenso calor.
Era sábado, catorce de julio, cuando los tres reyes atravesaron la sierra y bajaron hasta el que sería su definitivo campamento, en una ancha nava enclavada entre dos arroyos. Decidieron que el lugar no podía haber resultado mejor elegido gracias a la abundancia de agua para hombres y caballerías.
A los pies de las tiendas reales, los tres monarcas observaban el campamento musulmán levantado también sobre una colina, frente a ellos y con otra nava en su base. Les separaba una larga explanada limitada por ambos cauces fluviales. Aquél sería el campo de batalla, el de las navas, testigo del definitivo enfrentamiento entre cristianos y musulmanes. La Historia sabría de ese magno encuentro entre las tropas de Alfonso VIII de Castilla y las de al-Nasir, pero de momento, sus protagonistas sólo querían estudiar cuál iba a ser su mejor estrategia.
Durante las horas siguientes se reunieron para decidir el orden de intervención, la colocación de las diferentes tropas y quiénes formarían la vanguardia y la retaguardia.
Mientras ellos discutían las tácticas, dentro del campamento reinaba un tenso silencio. Soldados, escuderos y caballeros; todos andaban preparando sus armas. A unos se les veía bruñendo sus yelmos, afilando lanzas y espadas. Otros impregnaban las mazas con jugo de ortiga y marcaban las flechas con cruces cristianas con el ánimo de que el símbolo de su fe penetrara en la carne de los infieles.
Mencía caminaba entre las tiendas observándolo todo, en un intento por captar los sentimientos de aquellos hombres que parecían haber enmudecido, aunque estuvieran seguros de la causa por la que iban a luchar.
Preguntó a un palafrenero si sabía dónde se había levantado la capilla y el hospital, y le señaló el centro del campamento. Según le dijo, cuando viera una larga cola de soldados a la espera de confesión, o un grupo de mujeres al tanto de los primeros heridos, habría dado con ellos, pues compartían emplazamiento.
Al pasar por una zona de tiendas más modestas, le pareció oír un llanto detrás de una. Se interesó por saber quién lo originaba, y halló, acurrucado bajo una lona, a un joven que no tendría ni dieciséis años.
—¿Qué te pasa, muchacho? —Mencía levantó la lona para verle mejor.
El chico, avergonzado, alzó la cabeza y al ver a la mujer se escondió de nuevo con un agudo hipido.
—Tengo miedo, señora…
—Es natural, pero has de saber que colaboras en una tarea que hará libres a tus hijos cuando un día los tengas, pero también a tu familia y amigos. —Mencía buscó un pañuelo en su manga y le ayudó a secarse las lágrimas.
—No he tenido tiempo todavía de vivir, y sé que allí abajo puedo encontrar la muerte. Esto es muy duro… —Le miró con los ojos enrojecidos y agrietados por la angustia.
—¿De dónde vienes?
Mencía se apiadó de aquel chico que sólo apuntaba a hombre por su estatura.
—Pertenezco a la milicia de Medina, ya que mis padres no pudieron pagar la fonsadera para evitar la guerra.
Mencía probó a reconfortarle.
—Rezaré para que Dios te proteja frente a la espada enemiga —le besó en la frente—, pero me vas a prometer una cosa… —El chico afirmó con la cabeza—. No vas a permitir que el miedo te acobarde. ¡Hazlo por mí!
El muchacho la vio irse de su lado creyéndose que acababa de hablar con un ángel.
Mencía tomó dirección a la improvisada capilla, y cerca de ella vio a unas mujeres que forraban empuñaduras de espadas y lanzas con pieles y lana, para evitar así calenturas en las manos de sus hombres. Otras repasaban las costuras de cuero de sus escudos o les daban abundante sebo sobre la superficie para hacer rebotar los aceros enemigos. También vio a una mujer clavando afiladas puntas de hierro en el centro de otro escudo, quizás para que sirviera no sólo de defensa.
A su lado encontró una tienda de mayores proporciones por donde acababa de entrar un soldado herido. En su interior vio a varias jóvenes limpiando las heridas de una docena de soldados con aceites y paños de algodón. Eran los primeros afectados de las razias sarracenas.
En cuanto la vieron, pidieron su ayuda. Mencía se encargó sin dudarlo de un hombre de mediana edad que llevaba una flecha clavada en el hombro. Sus quejidos se transformaron en aullidos cuando el médico intentó sacarle la punta. Ella recogió su mano entre las suyas y le miró con ternura. Aquello pareció reconfortarle, pues dejó de protestar justo antes de perder el conocimiento.
Al terminar con ése, fue a otro soldado que se retorcía de dolor debido a un cólico, y ayudó a una de aquellas mujeres a solucionar una dislocación de hombro en uno de corta edad.
Les prometió volver al día siguiente para cuando tuviesen las primeras llegadas del frente, y siguió caminando por el campamento.
El ambiente general olía a desasosiego.
Mencía llevaba en su interior su propio dolor, al imaginar qué terribles serían los peligros que estaría corriendo en esos momentos su amado Diego.
Vio una larguísima cola de penitentes y esperó su turno para confesarse como ellos. Cuando pudo, le abrió su corazón a uno de aquellos hombres de Dios, y de él recibió la absolución y con ella algo de paz.
Antes de entrar en su tienda, se detuvo cinco veces más para consolar a otros aterrados jóvenes y alguno de más edad.
Una de las cosas que más le impresionaron fue ver a muchos de aquellos hombres abrazados a sus mujeres, prometiéndose amor eterno, seguramente al pensar que podían ser aquéllos sus últimos besos y caricias.
Envidió no poder hacer lo mismo.
También presenció cómo algunos de aquellos soldados llamaban a los escribientes para redactar sus últimas voluntades, muchos de ellos entre lágrimas. Y pudo escuchar a otros jurando cuidar de los suyos en caso de que uno faltase.
Ante tanta emoción Mencía entró en su tienda y sin poder contenerse ni un momento más explotó a llorar, acongojada por la enorme tensión acumulada. A pesar de sus propios lamentos escuchó un particular tintineo procedente de algún lugar próximo. Alguien estaba reparando su cota de malla; aquel chaleco tejido con anillos de acero, útil para frenar una espada pero incapaz de soportar la lanza o la ballesta.
—Diego, ya puedes salir por debajo de la tienda —le susurró Estela—; la guardia está al tanto y no te hará nada.
Era de noche.
Estela se había ocultado bajo un vestido oscuro y un niqab a tono. Se hizo con su mano, y juntos corrieron por detrás de las tiendas, ocultándose como podían. Llegaron hasta una donde ella había escondido lo necesario, y entraron con sigilo. Estela rebuscó decidida en un montón de paja y sacó de ella un largo paño negro y otros objetos envueltos en una tela.
—Es la primera vez que pongo a alguien un turbante…
Diego bajó la cabeza y Estela se lo envolvió anudándole la tela con fuerza. Después destapó un frasco relleno con una crema oscura y se la extendió sobre la cara para disimular su palidez. Hizo lo mismo por el cuello, manos y brazos, y al acabar le mandó ponerse una túnica azul y unas babuchas.
—Con este disfraz no tendremos demasiados problemas para movernos con libertad por el campamento. En cuanto salgamos, te llevaré hasta uno de los principales jefes andalusíes, con el que puedes hablar sin problema. Eso sí, disponemos de poco tiempo. Por tanto, he de pedirte que seas conciso y vayas a lo que interese… Luego iremos hacia las doce tiendas que rodean al complejo califal. En una de ellas duerme Pedro de Mora. Sé que acaba de llegar de Jaén.
—Me siento orgulloso de ti, Estela…
—Todo se debe a Najla. Sin ella hubiera sido imposible.
—¿Sabes por qué lo hace? ¿No es hermana de al-Nasir?
—Lo es, e imagino que lo hace por despecho. Sin ser una fanática, durante estos años ha tenido que presenciar decisiones terribles de su hermano. Hace años, al-Nasir ordenó azotarme como escarmiento por algo que le dije. A mi vuelta a palacio, al verme herida y casi extenuada, Najla se enfadó con él de una manera increíble. Lo insultaba y arañaba… aún lo recuerdo. A veces Najla se parece a esos pájaros que viven toda su vida enjaulados, a los que la falta de libertad les hace perder el canto. El amor que profesa por la poesía no es otra cosa que las ansias de una persona que ha vivido privada de libertad y pretende hallarla entre rimas y emociones.
—Veo que es alguien muy especial para ti…
—Fíjate si lo sigue siendo que, sin pedírselo, ha sobornado a uno de nuestros mejores espías, con quien ha tenido frecuentes tratos, para convencer a su hermano de que vuestras intenciones son buenas, y según parece lo ha conseguido.
—¡Mejor imposible! —Diego sonrió encantado—. Vamos entonces a buscar a ese hombre.
La conversación con aquel andalusí duró poco, pues llegaron pronto a un acuerdo. Como habían imaginado, el sentimiento de malestar por la muerte del caíd Ibn Qadis había calado muy hondo. Sus conciudadanos estaban dispuestos a hacerles pagar, tanto al visir como a los orgullosos almohades, las interminables humillaciones a las que habían sido sometidos durante años.
Los dos hermanos abandonaron la tienda con diligencia y se encaminaron hacia la de Pedro de Mora. Sin hablar entre ellos, iban reviviendo los terribles recuerdos que aquel hombre había protagonizado a lo largo de sus vidas.
Ambos sabían lo que esa noche podía suceder, pero ninguno lo quería expresar. Tan sólo anhelaban verlo cumplido y dejar saldada la pesada deuda familiar. Estela y Diego deseaban vengar la sangre de los suyos tantas veces derramada por su culpa.
Al ascender por la falda sur de la colina, donde estaba plantada la tienda roja de al-Nasir, pudieron ver los fuegos del campamento cristiano a menos de una legua de distancia. El frescor de la noche arrastraba aromas de leña quemada pero también de incienso. A pesar de la lejanía pudieron escuchar algunas notas entrecortadas de sus cánticos religiosos.
En ambos campamentos los dos dioses dormían, pero pronto verían cómo sus hijos se iban a enfrentar hasta derramar la última gota de sangre.
—Es ésa de enfrente, la que tiene luz en su interior.
Estela se apretó a él cuando vio una patrulla de soldados cerca de la entrada.
Diego valoró sus posibilidades y se decidió a hacerlo de todos modos. Sabía que cualquier error que cometiese podría traerle fatales consecuencias, y que ante la menor señal de peligro, Pedro de Mora avisaría a la guardia. No lo tenía nada fácil, pero nada le iba a frenar.
Aspiró una larga bocanada de aire, para expulsarla a continuación muy despacio hasta sentirse lo suficientemente relajado, y buscó las dos dagas de su cintura. Miró a su hermana y se despidió de ella.
—Por Dios, Diego, ten mucho cuidado y vuelve pronto. No podría soportar perderte ahora… Te estaré esperando. —En ese instante la mirada de Estela expresaba una compleja suma de sensaciones. Le bendecía por lo que iba a hacer, pero al mismo tiempo sentía un miedo terrible. Hubiera deseado ayudarle con sus propias manos, respirar el sufrimiento de aquel hombre, arrancarle la vida…
Diego le acarició la mejilla y prometió volver.
Corrió agachado hasta estar cerca de la tienda y luego se arrastró para abordarla por el lado opuesto a donde estaban los soldados. Levantó con precaución la tela y miró en su interior. Entre alfombras y sedas, en un ambiente nada falto de lujo estaba Pedro de Mora, sentado, observando unos papeles. Entrar por aquel ángulo no era nada prudente, pues lo tendría de frente. Bordeó su perímetro y volvió a mirar ahora desde otro ángulo. Esta vez aquel infame estaba de perfil. Pensó que si entraba con rapidez y sin hacer ruido ni le vería. Tomó aire, apretó los dientes y se introdujo en la tienda en silencio. Sintió cómo le palpitaban sus propias venas y creyó que los latidos del corazón iban a llamar su atención, pero don Pedro seguía absorto en sus cosas. La clave de su éxito residía en la rapidez.
Pedro de Mora estornudó de un modo brusco y Diego se sobresaltó. Muy a su pesar, no podía cortarle el cuello, por más que eso fuese lo que deseaba hacer, ya que si era descubierto en esa tesitura, saltaría la alarma en todo el campamento y su misión quedaría comprometida.
Decidió actuar según sus planes.
Había llegado el momento.
Se incorporó desde el suelo y caminó hacia él por su espalda. Sintió cómo penetraba en su nariz el olor de su cabellera cuando le pasó el brazo por la cara, tapándole la boca. Sirviéndose de la otra mano y de sus conocimientos en anatomía, tiró de su cabeza hacia atrás hasta oír un pequeño chasquido en su cuello. Lo soltó, y comprobó su parálisis. Desde ese momento aquel hombre quedaba inválido para cualquier movimiento, pero sin haber perdido la conciencia.
Diego le miró a los ojos y resopló satisfecho; la expresión de don Pedro significaba que le había reconocido. Trató de hablar pero no pudo. Para evitar riesgos innecesarios, Diego le metió un pañuelo en la boca y a continuación buscó la bolsa con el preparado que había encargado a Estela. Las pupilas de don Pedro se tiñeron primero de sorpresa y luego de espanto al imaginar su fatal destino en manos de aquel albéitar. Quiso zafarse de él, pero incomprensiblemente era incapaz de mover un solo músculo.
Diego se acercó a su oído y le habló en voz muy baja.
—Ahora probarás el elixir de la muerte… Te daré a beber algo que atravesará tus entrañas y se extenderá por cada uno de tus órganos quemándolos poco a poco. Sentirás que ardes pero sin fuego… —Los ojos de don Pedro de Mora expresaron pánico—. Así pagarás todo el mal que has provocado en mi familia…
Encontró una jarra con vino y un vaso. Llenó este último, le echó aquellos polvos y los removió con precisión. La mezcla empezó a producir un humo de olor ácido. Luego le echó la cabeza hacia atrás, sacó el pañuelo de su boca y la abrió todo lo que pudo. Con la ayuda de sus dedos fue obligándole a beber el repugnante líquido. Aquel remedio no dejaría ninguna señal de muerte violenta, tal y como había previsto. A la mañana siguiente alguien le encontraría sin vida, y nadie lo relacionaría con la presencia de los desertores cristianos.
Diego le limpió las babas que empezaron a rebosarle por la boca, y presenció cómo la droga actuaba en su interior. Sus ojos estaban a punto de estallar y su boca se retorcía de dolor.
Diego, antes de salir de la tienda, imaginándose el agudo martirio que en ese momento sentiría en sus tripas, le deseó una feliz estancia en el infierno. Comprobó que no había nadie por los alrededores, y corrió en busca de Estela.
Se abrazaron con sentida intensidad y después se separaron por aquella noche.
—Estela, lo he visto… He sentido cómo su vida se escurría entre mis dedos, y en ese momento he recordado a padre, a Blanca y a Belinda. También a ti… Por fin ese monstruo ha pagado el enorme daño que nos ha hecho.
—Desde hoy, nuestros muertos descansarán en el cielo.