VIII

El propio al-Nasir quiso conocer en persona a los supuestos desertores cristianos que acababan de ser capturados por sus tropas en el paso de la Losa, a los pies del puerto del Muradal.

Al avistar tan numeroso grupo, los soldados sarracenos no habían confiado en la rectitud de sus intenciones, y en previsión los habían maniatado y llevado hasta su visir para que él decidiera. Una vez en el campamento almohade, fueron colocados en fila, y rodeados por una treintena de soldados bereberes de mirada y gesto hostil.

—¿Quién de vosotros habla bien el árabe? —preguntó un hombre de tez cetrina y barba de años. Todos miraron a Diego.

—Parece ser que tú… —Le sacó de la fila y le forzó a que se arrodillase. Luego, ordenó a sus hombres que hicieran lo mismo con el resto y amenazó de muerte a quien osara levantar la cabeza en presencia del califa.

—Nadie debe mirarle a los ojos, ni hablarle si no es preguntado antes. Os lo aconsejo…

Todos obedecieron.

Diego oyó unos pasos y frente a él se detuvo un hombre cuyo calzado llamaba la atención por su factura en hilo de oro y pedrería. Le palpitó el corazón desbocado ante la posibilidad de que alguno de los dos soldados que lo acompañaban fuera Pedro de Mora. Era consciente de los riesgos que corría después de lo sucedido en Sevilla. Aunque no eran muchos los que le habían visto antes de su huida, desde luego, aquel traidor castellano era uno de ellos.

En su voluntad había pesado más el deseo de frenar las intenciones de aquellas hordas de intransigentes que cualquier otra consideración, incluida su propia seguridad. También tuvo que superar las objeciones de Bruno de Oñate cuando supo que se contaba con Diego para la misión. El poder de don Álvaro Núñez de Lara pudo más en ese caso que la opinión del calatravo.

—¿Qué buscáis entre las tropas de Allah?

—Vuestro oro, sid. Hemos oído decir que pagáis mil maravedíes al que luche junto a vos.

—¿Cómo me garantizáis que no lo hacéis con otra intención? ¿Y si sois espías?

—Os podemos dar la posición actual de las tropas, cuánta caballería poseen, cómo van armados… —Diego sabía que se lo jugaba todo—. ¿Sabíais que los ultramontanos acaban de abandonarles? ¿O que se han quedado en la mitad del efectivo inicial y que su moral está por los suelos?

Al-Nasir, sin contestar, hizo venir al visir y le habló en voz baja.

—Yo creo que mienten —susurró el califa.

—Os aconsejo que esperéis a Pedro de Mora. El es el responsable máximo de nuestras redes de espionaje y podrá comprobar si la noticia sobre los ultramontanos es cierta. Seguro que también sabrá valorar la sinceridad de sus intenciones. Como llegará mañana por la tarde, mientras, deberíamos mantenerles a buen recaudo.

—Aun así, usaré mis propios métodos para comprobar si son sinceros… Miradlo como una forma de ganar tiempo. —Al-Nasir agarró del pelo a Diego y le gritó al oído.

—Diles que pagaré no mil, sino diez mil maravedíes, tres buenos caballos, dos esclavas y mi garantía de libertad al primero que me diga la verdad.

Diego, antes de traducirlo, trató de justificarse.

—Sid, fuimos contratados por el rey castellano por nuestra condición de mercenarios. Para nosotros la guerra es sólo dinero. De momento sólo hemos cobrado la mitad, pues la otra parte estaba condicionada a la solución de la contienda. Los víveres han escaseado desde que salimos de Toledo y las calamidades no han abandonado a esa comitiva durante ninguna jornada. Tras la fuga de los extranjeros y la noticia del tamaño de vuestras fuerzas, hemos visto la batalla perdida. Si a todo eso se le suma que la paga del rey Alfonso consiste en trescientos maravedíes, y vos prometéis tres veces más, y que la victoria parece estar más de vuestro lado, ¿entendéis cuál ha de ser nuestra decisión? De vuestras luchas no nos interesan los motivos, sean religiosos o territoriales, tan sólo pretendemos hacer riqueza…

—¡Traduce a tus hombres lo que os pagaré y calla! —Al-Nasir le abofeteó en una mejilla.

Diego lo hizo y aquello provocó una enorme inquietud en todos. Imaginaron que algo más pasaría, como así fue.

—¿Alguien quiere decir algo? —exclamó en voz alta. Diego lo repitió en romance. Ninguno se movió ni abrió la boca.

—Ya veo… No os apetece hablar… —Señaló con el dedo a uno de aquellos soldados bereberes, indicándole que se acercara y que desenvainara su espada. Mandó que le trajeran al primer hombre de la fila, el que estaba al lado de Bruno de Oñate, y cuando lo tuvo a su lado le forzó a arrodillarse. Se apartó de él en el preciso momento en el que un afilado acero le cortaba la cabeza, de un solo golpe, después de dar la orden a uno de sus hombres.

—Como veo que no lo habéis entendido todavía, os lo repetiré. Quien me diga la verdad conseguirá tres caballos, dos esclavas, diez mil maravedíes de oro… y su vida. No es mal trato, pensáoslo.

Diego volvió a traducírselo con la confianza de su silencio. Si alguno hablaba, supondría la muerte del resto. Al-Nasir esperó un tiempo, pero ninguno parecía estar dispuesto a hablar.

—Ahora te tocará a ti… —Se acercó en persona hasta la fila de los cristianos y tiró de la camisola de Bruno de Oñate.

—Decimos la verdad. Nada conseguiréis matándonos —Diego repitió en árabe lo que Bruno le decía y vio cómo brillaba en su mirada la luz del valor.

—¡Matadlo! —contestó con frialdad el califa.

El sable volvió a silbar y el cuello del de Oñate voló por los aires.

Diego cerró los ojos y se sintió golpeado en su propio interior. Aquella muerte sin ningún sentido, de un hombre a quien le debía su vida, le resultaba tan cruel como gratuita. Aquella violencia sin medida, ese odio tan profundo que parecía anidar en aquellos oscuros corazones, era precisamente lo que pretendía combatir y la causa última de que él estuviera allí. Lamentó no haber podido arreglar sus desavenencias con Bruno cuando supo que iban a compartir aquel encargo, como tampoco haberle manifestado la gratitud que le debía o su admiración por la labor que había desarrollado desde Salvatierra. Durante aquel corto recorrido del campamento cristiano al sarraceno no fueron capaces de salvar la gélida distancia que los separaba.

A la muerte de Bruno le siguieron una docena más, pero nadie abrió la boca. Diego veía rodar con espanto las cabezas de sus compañeros a escasos palmos de él y rezaba para que aquello terminase de una vez.

—Probemos por último con el traductor… —A Diego se le paró la respiración. Con la mirada baja vio aparecer de nuevo el calzado del califa, ahora salpicado de sangre.

Alguien cercano al califa le habló.

—Poseéis una mano firme y sabiduría en vuestro corazón, pero escuchad un momento lo que tiene que deciros un humilde consejero.

—Hablad…

—Creo que dicen la verdad. Nunca he visto a nadie que resistiese tanto… Si seguís matándolos, de poco nos pueden servir, y además ninguno llegará a manos de Pedro de Mora.

—Preparad la espada. —Al-Nasir desoyó sus palabras.

El soldado levantó el brazo entre temblores, agotado por el esfuerzo. Al percatarse de ello, el propio califa se la arrebató de sus manos y la blandió entre las suyas alzándola con decisión. Diego, firme y sin miedo, pensó que todo había acabado para él. Encomendó su alma a Dios y cerró los ojos esperando su final, con la respiración entrecortada y el pulso acelerado.

Pero de pronto oyeron un intenso griterío y vieron entrar en el campamento, en rápida galopada, a un grupo de soldados. Acababan de avistar a las tropas enemigas al otro lado de la montaña, decididas a abordar el puerto.

Al-Nasir observó el cuello de Diego, luego el sable, y se vio tentado. La nube de polvo que arrastraban aquellos soldados se le metió en los pulmones haciéndole toser. Enfadado, bajó el arma y se dirigió a los recién llegados para interesarse por lo que habían visto. Tras escucharles, mandó a su visir que acudiera a su tienda para hablar, y antes ordenó que mantuvieran bajo vigilancia a los desertores hasta la llegada de Pedro de Mora.

Diego suspiró con alivio, aunque sabía que le esperaba un peor trance en cuanto fuese visto por Pedro de Mora.

Lo levantaron del suelo y le ataron como a los demás formando entre todos una larga fila para llevarles hasta el extremo sur del campamento.

De camino pasaron por numerosas tiendas donde descansaba la tropa y de todas, les llamó la atención una enorme y cubierta por cientos de alfombras de hermosa confección. Aparte de su dimensión, estaba protegida por una empalizada de gruesos troncos unidos entre ellos con cadenas, y un numeroso contingente de imesebelen armados. Sin duda, aquélla era la tienda del califa.

Avanzaron entre una marabunta de soldados de diferente origen y aspecto. Unos llevaban turbantes, otros, los turcos, eran de piel morena y ojos oscuros. También había mujeres acompañando a aquellos hombres que se podían contar por miles. La explanada donde descansaba el campamento tenía media legua de anchura y otra media de largo, y en su centro se elevaba una pequeña loma. Allí estaba la tienda del califa. Fueron llevados hacia la ladera sur, donde había menos tiendas pero más grandes, las que se usaban como almacenes.

De los cincuenta hombres que habían empezado la misión junto a Diego, tan sólo quedaban treinta y seis.

Nada más dejar a su derecha dos grandes carpas de vistoso colorido, vieron salir de una de ellas a dos mujeres que tomaban su misma dirección. Diego iba el primero de la fila y se fijó en la más alta. Llevaba una túnica negra y un niqab, del que se le escapaba un rizo pelirrojo. Cuando la tuvo más cerca se fijó mejor en ella y buscó sus ojos, apenas visibles a través de aquella rendija. La mujer sintió la insistencia con la que Diego la miraba, y la curiosidad hizo que se volviera hacia él. Sus ojos eran grandes y de un azul tan familiar como mágico, por eso Diego supo que no podía ser otra. Un latigazo de emoción recorrió todo su cuerpo. Le hubiera gustado gritar, decirle quién era él, pero por miedo a lo que pudiera suceder, se tranquilizó, y tan sólo le sonrió con dulzura. Estela tardó un momento en reconocerle, pero terminó dándose cuenta de que aquel hombre de pelo negro y ojos oscuros, tez aceituna y sonrisa abierta, era su hermano Diego. Había cambiado mucho, pero era él. No tenía ninguna duda. Se llevó la mano a la boca sintiéndose tentada de correr a su encuentro para estrecharle en sus brazos. Diego lo notó y cuando estaban a punto de cruzarse, le hizo una señal de prudencia. Estela sintió el roce de la mano de su hermano al pasar a su lado. Y cuando luego se volvió, le alcanzó su mirada llena de cariño y alegría.

Cuando Estela superó al grupo, se detuvo un momento para ver adónde los llevaban y preguntó a su acompañante, la princesa Najla.

—¿Quiénes son?

—No sé qué me preguntas…

—Los hombres que acabamos de ver.

—No lo sé, pero si tanto te interesa, lo preguntaremos… ¡Soldado! —le gritó al último que cerraba la comitiva.

El joven se volvió y reconoció a la hermana del califa. Le hizo una reverencia y se acercó hasta ellas.

—¿En qué os puede ayudar vuestro humilde servidor?

—¿A quién escoltáis? —Najla fue escueta.

—A unos desertores cristianos que pretenden pasarse a nuestras filas…

Estela se quedó muy extrañada. No imaginaba qué podía pretender Diego, pero seguro que no estaba allí por ese motivo.

—¿Adónde les lleváis? —Estela se mostró tranquila, sin demostrar la ansiedad que tenía.

Al soldado le extrañó aquel interés, pero le contestó.

—Se les mantendrá vigilados en la tienda grande, donde guardamos el grano para los caballos. Es aquella última… —Señaló una de grandes proporciones, muy alargada y solitaria.

Najla despidió al soldado, se enganchó del brazo de Estela y le preguntó por qué estaba interesada en aquellos desertores. Estela dudó un instante, pero se terminó convenciendo de que sin su ayuda no podría hacer nada, por lo que se sinceró.

—He visto a mi hermano entre ellos… —le susurró al oído.

—¿Estás segura? Han pasado muchos años desde que os separasteis…

—Es él… no hay duda.

—¿Y para qué habrá venido…? —Aquella pregunta provocó una cierta confusión en Estela.

Najla observó a su amiga y sintió envidia. Estaba segura de que su hermano jamás haría algo similar por ella. Por otra parte, en ese momento, su situación era algo embarazosa, ya que se sentía en la obligación de informar al califa sobre lo que acababa de saber. Lo pensó en silencio. Estaba segura de que aquel hombre estaba allí por motivos militares y no personales; no parecía razonable imaginar una expedición como ésa sólo para rescatar a una mujer. También pensó horrorizada que quizás querían asesinar al califa, a su hermano. En ese momento le tembló el mentón y Estela pareció adivinar lo que pensaba.

—Najla, te necesito… Mi hermano Diego es la persona más importante de mi vida. Tan sólo quiero hablar con él… Llevamos juntas muchos años y te he llegado a querer como a una hermana. Nunca te he pedido nada, pero esta vez… Sabes que no podría llegar hasta él sin tu ayuda.

—Y si viniese con otras intenciones… ¿Cómo me podría perdonar después?

—¿Qué pueden hacer treinta hombres contra casi ochenta mil que componen este ejército?

Estela le sujetó de las manos implorándole ayuda.

—Es cierto que no mucho… pero no sé…

Najla sintió dudas, aunque sabía lo feliz que le haría si le decía que sí… Pensó en ella, en lo difícil que le había sido experimentar en su vida aquella palabra: felicidad. Al perder a su único amor, al rey Sancho de Navarra, no imaginó cómo se podía sobrevivir sin su dulce presencia. Y luego, años más tarde, cuando había sufrido aquel terrible atentado que la transformó casi en un monstruo, se dio cuenta de que aquel sentimiento la abandonaría para siempre. Nunca había entendido los motivos por los que alguien habría querido destrozarle el rostro, ni tampoco el escaso interés que demostró su hermano por buscar al responsable. Eso nunca se lo perdonaría. Tan fuerte había sido su desesperación que durante muchos meses se mantuvo aislada. Despreció cualquier contacto con el mundo, y ni siquiera quiso verse con Estela. Durante un tiempo, su odio lo alcanzó todo, incluido a su entorno.

—¿Qué me dices? —Estela, más nerviosa que nunca, seguía a la espera de su contestación.

Najla necesitaba madurar su decisión.

—Ya veremos… Déjame pensarlo…

—No… Prométeme que guardarás silencio, te lo suplico… —Las lágrimas afloraron a sus ojos—. En su momento perdí a mis hermanas y a mi padre… No quiero quedarme también sin él. Ayúdame, te lo suplico…

Najla suspiró con pesadez y terminó diciéndole lo que tanto deseaba.

—Esta noche hablarás con él.

Al otro lado de la serranía, en su cara norte, los ejércitos cristianos ya sabían dónde había acampado al-Nasir, por dónde tenían que bajar para enfrentarse en llano y las enormes dificultades que les supondría atravesar aquel estrecho paso de la Losa.

El adalid de Alfonso VIII, don Diego López de Haro, había dirigido una rápida expedición en compañía de su hijo, su sobrino el infante de León, Sancho Fernández, y diez hombres más al alto del puerto del Muradal. Allí se habían enfrentado con las primeras huestes sarracenas y pudieron comprobar la enorme dificultad que se les presentaba para superar aquel descenso. Para alcanzar la llanura sur habían tenido que ir por un estrecho desfiladero, en fila de a uno, y sin ninguna protección. Sufrieron la presencia de multitud de arqueros destacados a diferentes alturas, entre sus paredes, y contrastaron la capacidad que tenían de aniquilar a medio ejército sin apenas moverse de su sitio.

A su vuelta se convocó una reunión a la que acudieron los tres reyes y sus altos mandos. También acudió el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada y el de Narbona, como asimismo los tres grandes maestres de las órdenes militares.

—Majestad, podemos intentarlo por el puerto del Muradal, pero os advertimos que la bajada puede resultar un auténtico infierno. La primera parte no nos daría demasiados problemas, hasta que llegásemos a un torreón levantado a medio camino. Allí podríamos fijar nuestra posición. Pero algo más abajo, el camino, casi impracticable, se termina convirtiendo en un estrecho cañón por el que sólo pasa un caballo. Y es allí donde nos pueden masacrar. Os aseguro que aquel lugar puede convertirse en un horrible baño de sangre si nos atacan con arcos. Y hemos podido ver bastantes arqueros agazapados…

—Al-Nasir no quiere atravesar esa montaña. De ese modo arriesga poco, mantiene su retaguardia bien cubierta y los suministros íntegros —comentó el arzobispo de Narbona.

El rey Pedro II propuso buscar otro lugar de paso.

—Probemos antes con un centenar de hombres por el del Muradal, por malo que sea, y decidamos después… —Sancho VII de Navarra optó por intentarlo, dado que nadie conocía otro lugar mejor que aquél.

El rey de Castilla acababa de saber que su primo Alfonso IX de León, aprovechando su ausencia, se encontraba atacando varias posiciones castellanas.

—Yo no lo veo nada claro… —intervino Alfonso VIII—. Tal y como dice mi adalid, en ese desfiladero de la Losa seremos pasto de sus arqueros. Propongo esperar aquí, provocándole para que suba a por nosotros. O tal vez podríamos demorar la acción y prepararnos mejor, o buscar otro lugar… Mientras, iría a castigar a ese ingrato de mi primo…

—Comprendo tu ira —le repuso Pedro de Aragón—, y comparto tu mismo deseo, pues es verdad que merece una respuesta contundente acorde con su vileza, pero deberíamos concentrar toda nuestra ira en el miramamolín. Le tenemos a menos de dos leguas, y nunca habíamos juntado un ejército como éste. Tal vez no lo volvamos a conseguir nunca más…

El arzobispo le dio la razón al aragonés y votó por una solución mixta: unos buscarían otro paso menos comprometido mientras un destacamento lo intentaría por el de la Losa. Todos aceptaron la táctica y se pusieron manos a la obra.

Pero medio día después ocurrió algo inesperado. Las tropas que habían comprobado la dificultad del estrecho desfiladero volvieron diezmadas y con el ánimo por los suelos. Y los que habían explorado el terreno para encontrar una vía alternativa regresaron también apesadumbrados por el poco éxito conseguido.

Sin embargo, apareció un viejo pastor de la zona que quiso hablar con el rey. Aseguraba conocer otro camino, más seguro, que sólo mostraría si se lo preguntaba su monarca.

El hombre, humilde en su hablar y muy corto en maneras, explicó sin adornos dónde podían hallar otra ruta más segura. La ubicó al oeste, a tres leguas de distancia, y aseguró que allí no había vigilancia, pues había estado esa misma mañana con sus cabras.

—¿Se lo enseñaríais a mi adalid, don Diego López de Haro? —le preguntó el rey.

—Lo haría con todo gusto, Majestad, si vos lo deseáis.

—¡Que así sea!