VII

Las tropas del rey de Aragón, un grupo de templarios y numerosos ultramontanos abordaron el castillo de Calatrava por su vertiente este, la que daba al río, haciéndose con el control de dos de sus treinta torres.

Para sorpresa de todos, poco después, su alcaide Ibn Qadis solicitó la capitulación de la fortaleza. Alfonso VIII la aceptó, aunque aquella decisión supusiera la ira de los ultramontanos. Ateniéndose al pacto que el gaditano le había ofrecido, la fortaleza pasaba a poder del rey sin necesidad de librar lucha alguna. Las condiciones de tan generoso trato consistían en que se respetase la vida de sus ocupantes: la mitad de sus defensores abandonaría la fortaleza a caballo y la otra mitad se convertiría en esclava de los cristianos.

—Mi señor, no deberíais permitirlo… —el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada recriminó el acuerdo al rey castellano alegando motivos de Iglesia. Le recordó también la previsible respuesta que iba a obtener de los extranjeros.

—Rodrigo, espera a escucharme… —Le extendió las manos rogándole silencio—. Todavía no entiendo cómo se han entregado tan pronto y sin apenas poner resistencia, pero ha sido así. Sólo hemos conquistado dos de sus treinta torres. Si hubiéramos tenido que hacernos con cada una de ellas, habríamos empleado no menos de una semana, y nuestras bajas podrían ser numerosas. O imagínate que entre tanto sufriéramos un ataque de al-Nasir por la espalda… —El arzobispo afirmó con la cabeza en reconocimiento a la realidad de su discurso—. También hemos de pensar en los problemas de suministros que ahora padecemos, peores aún que los ya tenidos poco después de abandonar Toledo. Esta fortaleza dispone de abundantes provisiones. Ese solo hecho ya merece la pena, pero además puede servirnos para aplacar la alta tensión en los ultramontanos.

Desde el día uno de julio, las banderas de Castilla y Aragón ondearon en las torres de la fabulosa fortaleza, junto a la de Calatrava, la nueva orden usufructuaria de aquella enorme ciudad amurallada.

El éxito de su conquista animó mucho a los españoles, pero defraudó a los ultramontanos, ya que no habían podido dar muerte a los infieles, algo incomprensible para su mentalidad. Una vez más, la decisión les pareció despreciable. Aquello, unido al insoportable calor que tuvieron que pasar los dos días siguientes, y el aumento de violencia en las discusiones contra castellanos o aragoneses dieron como resultado un excesivo número de heridos por ambas partes, y el firme deseo de abandonar definitivamente la empresa por parte de los cabecillas extranjeros. Si no se podía dar muerte al moro, ni vengar la sangre de sus hermanos muertos en la defensa de Jerusalén, no les merecía la pena seguir. Los ultramontanos decidieron que no habían ido sólo para ayudar a mejorar el patrimonio de Castilla con la captura de nuevos castillos y fortalezas. Por eso, el día tres de julio, parlamentaron con Alfonso VIII y le anunciaron su inquebrantable decisión de retornar a sus países.

Un total de dos mil caballeros y cerca de seis mil peones se fueron hacia el norte aquel mismo día ante la mirada de estupor y repulsa del resto de los cruzados. Sólo el arzobispo de Narbona, Arnaldo Amalarico, oriundo de los condados catalanes, decidió quedarse con ciento treinta caballeros más procedentes de las regiones de Valence y Vienne.

Al día siguiente, Alfonso VIII tomó camino hacia Alarcos con los suyos y una parte de la tropa aragonesa. El resto, junto a Pedro II, esperó en Calatrava la llegada del rey Sancho VII y de un grupo de caballeros catalanes.

Cuando iban de camino, se les cruzaron los espías enviados al sur, entre ellos estaba Diego de Malagón.

Don Álvaro Núñez de Lara fue el primero en recibir las noticias sobre los planes y situación de al-Nasir, y le pidió a Diego y a otros dos más que le acompañaran para trasladárselas al rey.

—Según la ruta que actualmente lleva el miramamolín, creemos que alcanzará la cara sur del puerto del Muradal hacia el catorce de este mes, Majestad… —Uno de los espías se aventuró a dar esa fecha, teniendo en cuenta la magnitud del ejército, la complejidad del terreno y la distancia que les faltaba por recorrer.

—También pudimos capturar a uno de sus espías y supimos que lo que pretendía era hacer llegar un mensaje del califa a nuestras tropas. Además, sospechamos que ha debido de conseguir infiltrar ya a alguien entre los nuestros, Majestad —intervino Diego.

—¿Y en qué consistía el mensaje? —preguntó don Álvaro.

—Promete dar mil maravedíes a todo aquel que deserte del ejército cristiano y se incorpore al suyo.

Los tres castellanos se quedaron estupefactos ante la enorme cantidad de dinero que aquello suponía.

—Menos mal que no se han enterado de esa oferta los ultramontanos… —ironizó el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada.

—Pudimos hacernos con otra información más, que en este caso podría tener una mayor trascendencia para nuestros intereses —apuntó el tercero—. Al parecer, después de que vos dejarais libre al alcaide Ibn Qadis, el miramamolín, enfurecido por la pérdida de Calatrava, le mandó ejecutar en público acusándole de traidor, desertor y cobarde.

—¡Excelentes noticias! —apuntó el rey—. Lo que todavía no alcanzo a imaginar es cómo llegasteis a obtener tanta información de él…

—Tal vez os resulte menos desagradable si no entrásemos en esos detalles, y sin embargo, puede resultaros más útil saber qué fue lo último que nos dijo antes de emprender viaje a su añorado paraíso…

—¿A qué os referís? —El rey Alfonso empezó a sentir inquietud y prisa. Prefería que fueran más directos.

—Al parecer, las tropas andalusíes consideraban a Ibn Qadis como a un héroe —respondió Diego—. Cuando al-Nasir lo mandó degollar en su presencia, no calculó el rechazo que aquello iba a producir entre esos hombres, y han jurado hacérselo pagar. Parece ser que no es la primera vez que al-Nasir humilla a los andalusíes, a veces por el único motivo de haber nacido en tierras ibéricas y no en la noble cordillera del Atlas.

Mientras escuchaba, al rey se le ocurrió un plan.

—La deserción de los ultramontanos ha minado la moral de los nuestros. Muchos piensan que con ellos se ha abandonado el espíritu de santa cruzada, y ahora creen que nos encaminamos hacia una batalla más, una entre las muchas que hemos venido librando cristianos y musulmanes. Al disponer de menos tropas, el éxito de nuestra campaña se ve comprometida, pero veo que se nos acaba de abrir una buena oportunidad, siempre que seamos capaces de aprovecharla. —Se dirigió a los tres espías—. He de pediros que volváis a ayudarnos, aunque tal vez tengáis que correr un mayor peligro…

El rey les explicó cuál era su plan y pidió a don Álvaro que dirigiera todos los preparativos antes de que Bruno de Oñate se pusiera a la cabeza de la misión como responsable máximo del espionaje calatravo. Asimismo, ordenó que les acompañaran no menos de medio centenar de caballeros.

Diego se sintió incómodo con la noticia. Desde su entrevista en aquel castillo de Zorita de los Canes no habían vuelto a coincidir. El rechazo del calatravo a tenerle en su grupo le había dejado un mal recuerdo, aunque no podía olvidar que gracias a él estaba vivo. Tenía más motivos para agradecer que para recriminar, pero a pesar de ello, la idea de compartir misión con él le inquietaba.

—Mientras estéis actuando cerca de al-Nasir, nosotros iremos a Alarcos —continuó el rey de Castilla—. Tengo una enorme deuda que se ha de saldar allí, y además han de venir los otros reyes.

—Majestad… sólo nos ha quedado deciros una cosa más; cuál es el tamaño de su ejército… —Un soriano de rostro enjuto miró al suelo apabullado y casi con vergüenza.

—¡Cierto! —exclamó el rey—. Sé que salieron de Sevilla dos días después que nosotros, el veintidós de junio, pero desconozco cuántos.

Unos y otros se miraron para ver quién se decidía. Tanto don Álvaro como el rey les encomiaron a hacerlo pronto.

—Entre setenta y ochenta mil…

—¡Válgame el cielo! Eso es una barbaridad. —Don Rodrigo Ximénez de Rada buscó el rostro de su monarca sin hallar ningún atisbo de preocupación.

—Vosotros preparad bien la misión que os acabo de encomendar. Los tres habláis bien el árabe, ¿no es cierto?

—El que mejor lo hace es Diego —aseguraron de inmediato los otros dos. Alfonso VIII le miró desde sus profundos ojos.

—Diego de Malagón… —Adoptó un aire solemne—. De nuevo recae sobre ti una importante responsabilidad. Confío en tu entrega y valor, y espero de esta misión un éxito comparable al que tuviste con la anterior. De vuestra eficacia puede depender el resultado de la batalla.

—Me comprometo a ello, Majestad —afirmó Diego con resolución.

A pesar de tener que compartir destino con Bruno de Oñate, sobre quien mantenía ciertas dudas, estaba orgulloso de participar en una acción que ayudaría a poner coto a las aspiraciones almohades.

El rey Alfonso tomó al día siguiente Alarcos en solitario y sin demasiada dificultad. Al parecer, lo ocurrido en Malagón y la posterior capitulación de Calatrava ya eran hechos conocidos por los sarracenos y, tal vez movidos por el miedo, la entregaron atemorizados y además pronto.

De allí, las huestes reales salieron hacia Salvatierra, la emblemática posición cuya pérdida había provocado tal dolor en el orbe cristiano que se la comparaba con la pérdida de Jerusalén a manos de Saladino.

A diferencia de las anteriores fortalezas, ésta se encontraba fuertemente defendida, y las dificultades de su asalto parecían insalvables.

El rey castellano decidió acampar cerca de ella a la espera de la llegada de los otros monarcas aliados. Juntos decidirían qué hacer; asaltarla o seguir hacia delante.

Las tropas aragonesas, junto a quinientos caballeros navarros encabezados por su rey Sancho, llegaron a las faldas de Salvatierra el día ocho de julio. Alfonso VIII recibió al navarro como a un hermano, orgulloso de su presencia, y de inmediato organizó una reunión a la que fueron invitados sus alféreces. En su tienda sólo se juntaros seis hombres, los seis que, en conjunto, representaban a la mayor parte del territorio de la antigua España visigoda.

La cita no se prolongó demasiado tiempo, pues llegaron pronto a la misma conclusión; dejarían para más adelante la toma de la fortaleza, a sabiendas de que al-Nasir se encontraba a escasas seis leguas de allí, al otro lado de la sierra.

Mientras, el campamento cristiano bullía entre la tensión y la ansiedad; unos esperaban las órdenes para asaltar Salvatierra, otros preparaban armas, afilaban lanzas y espadas, cuando no arreglando cotas de malla dañadas de anteriores envites. Entre ellos, una mujer rubia, de aspecto noble y rostro apesadumbrado, trataba de encontrar a Álvaro Núñez de Lara para confirmar en persona qué sabía sobre Diego de Malagón.

—Acaba de salir de las tiendas reales tan sólo hace un instante. —Un soldado le señaló el lugar donde acababa de terminar la reunión con el rey—. Seguramente ahora le encontraréis en esa otra. —Le enseñó cuál.

Mencía no entendía por qué desde su salida de Burgos le acompañaba tanta mala suerte. Al llegar a Calatrava el grupo castellano había salido poco antes hacia Alarcos y con ellos iban los caballeros que capitaneaba Bruno de Oñate. Después, en Alarcos, se habían adelantado también a la comitiva para tomar Salvatierra, y ahora que había llegado hasta aquella fortaleza, nadie le daba razón sobre su paradero, y menos aún el de Diego.

—¿Mencía? —Don Álvaro dudó varias veces de si la mujer que veía al lado de su tienda era quien le parecía. Llevaba el pelo más corto y estaba bastante más cambiada de como la recordaba—. ¿Se puede saber qué haces tú por aquí?

—Busco a Diego… —contestó sin adornos—. ¿Sabes…? Nunca llegué a creerme tu carta…

Don Álvaro mantuvo un momento de silencio mientras pensaba qué decirle. La sorpresa de verla allí, su gesto esperanzado y el hecho de haberla engañado en aquella carta le condicionaban sobremanera. Ella quería saber la verdad, pero si se la explicaba sin cuidado, podría suponerle un fuerte mazazo.

—No supe que habías enviudado. Lo siento. Me enteré por terceras personas. —Don Álvaro intentó ganar algo de tiempo.

—Ocurrió hace tres años. Mi marido sufrió un fatal accidente y murió en el acto, toda una desgracia. Pero, Álvaro, no evites el verdadero motivo por el que he venido a hablarte… —Le sujetó por las muñecas y al mirarle dejó por entendido que no aceptaría más evasivas.

—Tal vez deberías haberme explicado entonces muchas más cosas en aquella carta…

—Puede ser… En ese momento no lo consideré necesario, mi único afán era encontrar al amor de mi vida, a Diego. He cabalgado sola desde Burgos y me he enfrentado a todo tipo de peligros para estar hoy aquí. Tomé la pista de un calatravo, Bruno de Oñate, y la he seguido hasta este campamento. Álvaro… —Le miró a los ojos—. He arriesgado mucho y creo que ya he padecido suficiente en el camino. Nadie parece saber nada sobre él, y créeme que he preguntado casi a todos. No lo entiendo, le he buscado en cada una de las tiendas, entre las caballerías, y nadie parece haberle visto. No sé qué más hacer. —Se le saltaron las lágrimas desesperada—. En mi interior sé que está vivo, pero nadie me da motivos para seguir creyéndolo. Por favor, háblame, no retrases más lo que tengas que decir…

—De acuerdo… En su momento te engañé asegurándote que Diego había muerto. Lo hice para protegerle, y también pensando en ti, pues entonces no sabía lo de Fabián. —A Mencía se le iluminó la cara al ver confirmadas sus sospechas—. Diego tuvo mucha suerte al coincidir en los calabozos de Cuéllar con ese calatravo al que seguías, Bruno de Oñate, quien después de salvarle de la horca, lo trajo hasta aquí —señaló el magno perfil de la fortaleza de Salvatierra—, amparándose en las ventajas de su lejanía e independencia. Por aquel entonces, buscábamos a un hombre con capacidades parecidas a las suyas, y entendimos que éste era el mejor lugar para mantenerlo a salvo de la acción de la justicia.

Don Álvaro le contó algún detalle más sobre las actividades de Diego en esos años y le terminó dando la noticia de que había dejado el campamento el día anterior para cumplir una delicada misión.

—¿Qué puede ser más delicado que la propia guerra? —le preguntó llena de inquietud.

Don Álvaro miró a su alrededor, hizo que bajara la voz y la invitó a entrar dentro de su tienda.

—No puedo revelártelo. Su misión puede resultar decisiva para todos nosotros. No veas en mi deliberada discreción una falta de confianza en ti. Hemos sabido que al-Nasir tiene algunos espías destacados entre nuestras tropas. ¿Me entiendes? Si por alguna indiscreción llegase a oídos del califa lo que pretendemos hacer, mataría a Diego con sus propias manos. Debo velar por su seguridad…

—A tenor de lo que acabo de oír, deduzco que estáis tratando de infiltrarle dentro del bando sarraceno… —Se llevó una mano a la boca aterrorizada y sus ojos se llenaron de lágrimas. Tantos años buscándole, tanto esfuerzo para dar con él, y ahora que lo tenía tan cerca, el riesgo de perderle era elevado. Sobrecogida por la gravedad de la situación, no pudo aguantar más y lloró en brazos de Álvaro.

—No imaginaba que lo amases tanto…

—Más que a nadie y a nada en el mundo… —le respondió entre sollozos—. ¿Qué será ahora de él?