VI

Mencía entró muy agitada llamando a gritos a Marcos. Por fin volvía a tener noticias sobre aquel calatravo, Bruno de Oñate.

—Me ha llegado un nuevo correo desde Fitero. —Le enseñó una carta arrugada entre las manos—. Dicen que después de la pérdida de Salvatierra se dirigió a otro castillo, al de Zorita de los Canes.

—¡Tranquila, respirad! Apenas os entiendo… —Marcos imaginó cuáles serían los deseos de Mencía y que pensaría en él para acompañarla.

Sólo un mes antes se había recibido una carta firmada por don Álvaro Núñez de Lara con la noticia de la muerte de Diego. A pesar de la procedencia de aquella información, ella nunca se lo había llegado a creer, pues además de escuchar lo que le decía su corazón, había visto la supuesta tumba de Diego vacía.

—¿Dónde está Zorita?

—En la Trasierra[2], al sur de Guadalajara. —Mencía se retiró del pelo un largo velo—. Si Bruno de Oñate está en esa fortaleza, puede que Diego también. ¿Vendrás conmigo a buscarle?

—Bueno… sí, claro… —Marcos pensaba con rapidez cuáles de sus compromisos podrían esperar y cuáles no—. Aunque antes de partir necesitaría disponer de unos días para arreglar determinadas cosas…

—¿Días? Yo no me veo capaz de esperar tanto… No tengo tantas dudas como tú. ¡Tendríamos que salir esta misma tarde!

Mencía sabía que si viajaba con Marcos le sería más fácil, pero tampoco era imprescindible. Nada ni nadie iba a demorar su salida.

—Dadme sólo tres días más, e iré con vos. —Marcos la miró directamente a los ojos para convencerla, sin embargo, no logró encontrar la menor fisura en su actitud.

—Tú no quieres ir, ¿verdad?

Él agachó la cabeza.

—Tengo compromisos que cumplir aquí… y además se avecina una gran guerra. No soy caballero ni sé empuñar un arma. Comprendo vuestro deseo de reencontraros con él, pero en mi caso…

—He calculado que me costará una semana llegar a esa fortaleza. No cuento contigo, iré yo sola…

—¿Por qué no esperáis alguna caravana que se dirija hacia allí? Pensad que desde que se iniciaron los rumores de guerra ha bajado el tránsito en los caminos, y por tanto se han vuelto más peligrosos.

Marcos tenía razón, pero a Mencía le podía más la ansiedad que la prudencia. La carta de don Álvaro había supuesto un duro mazazo a sus esperanzas, por eso la necesidad de información era superior a la lógica. Pensó que si viajaba disfrazada de varón se evitaría más de un problema.

—¿No va todo el mundo a la guerra? Me cortaré el pelo y lo esconderé bajo un sombrero. Ceñiré mi cuerpo y disimularé mi condición femenina. Así será…

Marcos sabía que nada la detendría. Con sentimiento de culpa, la despidió deseándole éxito en su misión y recuerdos para Diego cuando lo encontrase.

—Hacedme llegar cualquier noticia vuestra, os lo ruego, y sobre todo, tened mucho cuidado…

Mientras tanto, un caluroso dieciséis de junio, a tan sólo cuatro jornadas del día fijado para la partida del ejército cruzado, el rey Pedro II de Aragón llegó a Toledo encabezando un numeroso ejército.

Toda la ciudad salió a recibirle entre vítores y aplausos. Al verles atravesar el puente de Alcántara, sus gentes respiraron más confiadas. Con su ayuda esperaban que la derrota del enemigo fuera segura.

Diego presenciaba el acontecimiento junto a don Álvaro Núñez de Lara, cerca del rey Alfonso VIII de Castilla. Reconoció al acompañante del rey aragonés, al alférez García Romeu, a quien había conocido en Olite. Cabalgaba a su derecha y portaba el estandarte cuatribarrado de la corona de Aragón. Tras ellos, ondeaban cientos de banderolas dando fe de los nobles apellidos que les acompañaban.

—Viene el vizconde de Cardona —don Álvaro reconocía a muchos de ellos—; lo verás bajo aquella enseña con fondo de gules y cardo dorado en su centro. Y también está mi amigo Guillem de Cervera. En su escudo se dibuja un ciervo en gules sobre un fondo de plata. También veo a Ximeno de Cornell y a Dalmau de Creixel, y también acaban de pasar los condes de Tarragona y Ampurias. Fíjate en aquella enseña dorada con franja en gules, es la de Aznar Pardo, el mayordomo real. —Don Álvaro observaba aquella comitiva con cierta emoción—. Han venido todos. Estamos delante de la mayor concentración de nobles aragoneses que se haya visto nunca por estas tierras.

Al tercer toque de añafil todos los presentes guardaron silencio.

El rey Alfonso y su mujer Leonor, ataviados con sus mejores galas, se dirigieron con gran ceremonia al encuentro de Pedro II. Éste descabalgó de su hermoso corcel, y a la vista de todos se abrazó al rey de Castilla demostrándole un sincero afecto.

—Con su llegada termina la larga espera sufrida por esta ciudad hasta ver todo el contingente reunido —comentó don Álvaro a Diego—. Los ultramontanos llevan ya un mes en Toledo, y Sancho VII de Navarra ha accedido finalmente a venir, aunque se nos unirá de camino. Los reyes de León y Portugal no lo harán, pero dispondremos de un nutrido grupo de caballeros procedentes de sus dominios. ¿Y tú, te has decidido ya?

Diego había sido informado dos días antes del interés que el rey tenía en contar con él.

—Me sentí muy halagado, pero ¿sabéis por qué me habrá pedido que vaya?

—Las guerras las gana quien pone más inteligencia. Él lo sabe, y pretende tener a su lado todo el talento posible. Te ha visto resolver muy bien la difícil misión de las marismas, conoce cuál ha sido tu entrenamiento en Salvatierra, y en definitiva tiene fe en tus posibilidades.

Diego se acomodó sobre su montura y le rascó la frente a Sabba.

—Lo he pensado bien, y sí, acudiré.

—Lo celebro, créeme. Tu presencia nos será muy útil, estoy seguro. ¿Qué es lo que finalmente te ha decidido?

—Evitar que se produzca una victoria almohade. No puedo ni imaginar qué sería para todos nosotros la pérdida de nuestra libertad. Combatir su fanatismo me compromete, y siento como mía la tarea de anular sus planes para convertirnos a todos en sus esclavos y súbditos. Hemos de enfrentarnos a su visón única. Si ahora no somos capaces de frenarles, demolerán nuestros principios y tradiciones… Por todos esos motivos quiero ir, pero también por respeto a la figura de nuestro rey, al que admiro desde hace tiempo. Él ha demostrado tener una gran fe en su pueblo, cuando ha firmado centenares de fueros de libertad para muchas de sus villas y concejos. Gracias a su empeño, miles de campesinos, hombres y mujeres de procedencia tan humilde como la mía, han podido prosperar y alcanzar un bienestar inimaginable en otras épocas donde la nobleza lo dominaba todo.

—Dices bien, Diego. Ésta no va a ser una guerra más. Aquí se van a enfrentar dos culturas y dos religiones. Por mi posición me debo en lealtad al rey, pero te aseguro que, si no fuera así, acudiría también para recuperar la tierra de nuestros antepasados y expulsar para siempre a nuestro invasor. Ellos sueñan con extender su fe por toda Europa y de nosotros depende que eso no se convierta en una realidad. Según sople el viento durante la batalla, nos mantendremos como hombres libres o terminaremos sometidos a su albur.

Otros tres toques de añafil pusieron en aviso a los reunidos. El rey de Castilla se disponía a hablar. Se subió a una torre de mediana altura y alzó la voz todo lo que pudo.

—Amigos… ¡Cristianos…! Esos moros entraron en nuestra tierra por la fuerza y nos la arrebataron. Sólo unos pocos cristianos quedaron en las montañas del norte y se volvieron contra ellos matando a nuestros enemigos y muriendo ellos mismos. A través de muchos años fueron venciéndolos donde podían… ganando siempre sus tierras, hasta que la situación ha llegado a donde hoy día se encuentra…

Muchos aplaudieron sus palabras y exaltaron su nombre, hasta que volvió a tomar la palabra.

—Como hijos que somos de los diferentes y muy nobles reinos de la Hispania, y como hermanos en la fe de Jesucristo, os pido que unáis vuestras voces a la mía para pedir a Dios consuelo y éxito en nuestra misión. Y para sellar nuestro compromiso, y como ofrenda a nuestro Señor, os animo a corear conmigo: Sólo por Ti, todo para Ti… Sólo por Ti, todo para Ti…

En una enorme manifestación de júbilo, los presentes alzaron las voces al cielo y repitieron sus palabras una y otra vez, entusiasmados por sentirse parte de aquella formidable gesta. Una gran emoción colectiva lo contagiaba todo. El solo hecho de haber reunido a gente de tan diferentes procedencias y culturas convertía la propia empresa en algo único.

En ese momento, muchos de aquellos soldados pensaron que eran invencibles, y algunos, incluso, se sintieron martillo de Dios.

Con el ánimo enaltecido, las armas preparadas y un hondo espíritu de cruzada, cuando amaneció el veinte de junio, aquella comitiva se puso en marcha hacia el sur, para batallar contra el magno enemigo.

Eran treinta mil almas, diez mil caballeros y cincuenta mil equinos. La yeguada de las marismas fue reservada para los ciudadanos libres que habían acudido formando parte de las milicias concejiles. A toda aquella ingente tropa, se le había sumado en el último momento algo más de quinientos caballeros pertenecientes a las órdenes militares de Calatrava, el Temple y Santiago.

El variado colorido de sus estandartes y ropas, el tintineo de sus aceros, el golpeteo de sus cascos por el camino, la inmensa comitiva… Allá por donde pasaban, la gente salía a su encuentro contagiándose de su ilusión, del sueño de victoria que se reflejaba en sus rostros. Algunos incluso se sumaban a sus filas.

El adalid del rey, don Diego López de Haro, capitaneando a sus caballeros de Vizcaya, había partido en dirección sur tres días antes. Se llevaba con ellos a las tropas ultramontanas para agotar así la ansiedad que éstas demostraban por combatir al infiel, evitando de esa manera los conflictos que se producían con castellanos y aragoneses.

Don Diego había establecido dónde debían descansar cada noche para disponer de suficiente agua, pastos y leña. En aquella tarea le ayudaban los algareadores y forrajeadores que antes del anochecer organizaban batidas rápidas por la zona para buscar los mejores pastos y acuíferos.

A los cuatro días de dejar Toledo, este primer grupo avistó el castillo y la aldea de Malagón, tomada por los moros años atrás. La fortaleza no era grande, sólo contaba con una torre central y cuatro más en cada esquina. Era de cal y canto y sus defensas, más bien modestas.

Cuando sus ocupantes vieron aparecer al ejército de ultramontanos y vizcaínos, mandaron de inmediato un emisario para rendir la fortaleza siempre que se respetase la vida de sus moradores. Don Diego aceptó el trato, por ser aquella práctica común en ese tipo de contiendas, pero los ultramontanos, henchidos de ardor cruzado, una vez dentro de sus muros, se lanzaron a por los sarracenos pasándolos a todos a cuchillo sin que el señor de Vizcaya ni nadie lograra detenerles.

Tras aquella carnicería muchos de los extranjeros se sintieron satisfechos a pesar de tener las manos manchadas de una sangre sarracena sobre la cual no habían distinguido edad ni condición. Embriagados por sus efectos, decidieron esperar en el castillo a la llegada del resto de los cruzados.

El grueso de la comitiva principal apareció en Malagón a media mañana del día veintisiete de junio y con ellos Diego. Al ver las almenas de la fortaleza y las banderas cristianas en sus torres, se adelantó con Sabba para reencontrarse con sus recuerdos, en aquel escenario que para él lo había sido todo.

Corrió hacia la laguna grande y divisó la posada, ahora en ruinas. A su lado, el establo parecía totalmente destruido. Tanto él como Sabba lloraron sus recuerdos. Allí se concentraba todo su pasado, el drama de los sucesos más penosos de su vida y la muerte de los suyos. Su padre y su hermana mayor habitaban las aguas de la laguna, como también aquellos otros caballeros calatravos que habían venido en su ayuda. Fueron tantos los recuerdos que se agolpaban en su cabeza, tanta la pena que le producía verse allí que sólo deseó abrazar aquella tierra y llorar sobre ella.

Dentro y fuera de la fortaleza, los inquietos ultramontanos empezaron a quejarse ahora de la falta de avituallamientos.

Las carretas con la comida llegaban tarde y les resultaban escasas. Los campos de los alrededores resultaban insuficientes para que pastaran sus caballos, y el agudo calor se hacía insoportable para lo que estaban acostumbrados en sus países. Tampoco ayudaban mucho sus gruesas vestimentas, nada apropiadas para aquel clima.

Cuando los dos reyes cristianos contemplaron la sangría que habían provocado los extranjeros, hicieron llamar a sus jefes, entre ellos al arzobispo de Burdeos y Narbona. Fueron amonestados y advertidos de que no se volvería a permitir una tropelía más, pero aquello no gustó nada a quienes habían venido desde tan lejos, en convocatoria papal, para erradicar el imperio almohade de tierras ibéricas. No comprendían que se dejase libre al enemigo para tener que combatirlo de nuevo. Incluso, para muchos, el gesto les parecía una verdadera cobardía y toda una traición a los ideales cruzados.

—Majestad, mis hombres han venido para ver correr la sangre de los herejes, como ocurrió en Jerusalén en otros tiempos y con otros hermanos. No comprenden por qué se prefiere negociar la entrega de las fortalezas en vez de arrasarlas con sus ocupantes dentro. —El adalid Gascón, en representación de todos los ultramontanos, trasladó sus quejas al rey Alfonso VIII—. Dicen que si esto sigue así, abandonarán la empresa y se volverán a sus países…

El rey Alfonso, preocupado por aquella contrariedad recién iniciada la campaña, trató de convencerles como mejor pudo.

—Decidles que les pagaré el doble. Explicadles que no podemos permitirnos arrasar las fortalezas, pues después tendríamos que construirlas si queremos mantener cada una de las posiciones ganadas. Nuestra guerra contra los almohades no termina con un enfrentamiento, por grandioso que éste pueda ser. Les hemos de ir ganando terreno poco a poco, hasta conseguir echarlos al mar y devolverles a sus tierras, de las que nunca debieron salir. Necesitaremos, por tanto, conquistar muchas más fortalezas para que, desde posiciones más sólidas, podamos ir despejando nuevos territorios al sur.

—Os entendemos, Majestad, pero comprendednos también a nosotros. Mis hombres han venido a esta cruzada tras haber escuchado las gestas de sus antepasados en Tierra Santa, y pretenden igualar aquellas hazañas… No los detengáis. No frenéis su espíritu combativo o se os irán… Pensároslo bien.

El rey imaginó el fatal efecto que tendría sobre el espíritu de los suyos el abandono de los extranjeros, y le propuso un acuerdo.

—A tan sólo dos leguas de aquí se encuentra la villa fortificada de Calatrava, en la otra orilla del Guadiana. Se trata de una edificación defensiva casi inexpugnable. Encaramada sobre la roca y rodeada por un profundo foso, uno de sus ángulos lo forma el propio cauce del río. —Desenvainó su espada y la blandió al aire—. ¡Tomémosla a la fuerza! Luchemos juntos, espada con espada, contra sus defensores. Demostremos nuestro aguerrido espíritu y hagamos de su conquista una gesta digna de héroes.

—Intentaré convencerles, Majestad. Os ayudaremos, pero luego dejadnos hacer…

Para llegar a Calatrava debían cruzar antes el río Guadiana. En su cauce sufrieron la primera contrariedad seria del viaje. Los sarracenos lo habían sembrado de miles de abrojos que se clavaron en los cascos de los primeros caballos nada más pisar sus aguas.

Diego tomó uno de aquellos objetos en su mano asombrado del mal que podía hacer un invento tan pequeño. Se trataba de una pieza de hierro en forma piramidal con puntas afiladas que se clavaban cuando los animales o los hombres las pisaban.

Una docena de atalayeros y exploradores reconocieron una ancha franja del río y recogieron todos los abrojos que encontraron para procurar un paso seguro a las tropas. Aquello les ocupó bastante tiempo, momento que los ultramontanos volvieron a aprovechar para protestar por el agudo calor del mediodía y la falta de comida.

Unas horas más tarde alcanzaban las inmediaciones de la fortaleza de Calatrava, asombrándose de la nueva capacidad defensiva con la que había sido dotada. Presentaba un nuevo y ancho muro a su alrededor, con potentes barbacanas como refuerzo de puertas y accesos. Además se encontraba cercado por un foso mucho más profundo que el anterior y éste sólo desaparecía en un tercio de su perímetro, el que bordeaba el río, sobre una escarpada pendiente de difícil acceso.

A lo largo de sus murallas se identificaban multitud de armas y por lo menos un centenar de caballeros andalusíes dispuestos a defenderlas hasta la muerte.

Don Álvaro Núñez de Lara se acercó para hablar con los dos monarcas.

—Si nos convocáis en consejo, entre todos podríamos idear cómo asaltarla. Sabemos que a la cabeza de sus defensas se encuentra Abulhachah Ibn Qadis, un famoso caballero andalusí nacido en Cádiz, al que le acompaña una enorme fama guerrera.

—Parece una tarea imposible —comentó Pedro de Aragón—. Necesitaríamos catapultas que no tenemos y pesados cinceles para minar sus cimientos, que tampoco.

—Acamparemos a cierta distancia —decidió el monarca castellano—. Avisad al resto de alféreces, adalides y a los señores de las villas que han venido con sus milicias. Discutiremos entre todos qué estrategia seguir. Y también mandad espías hacia el sur. Hemos de saber qué hace nuestro enemigo, dónde está, cómo pretende enfrentarse a nosotros. Ah, y haced que entre los que vayan a esa última misión, lo haga ese albéitar Diego. Deseo tener en cuenta su punto de vista.

Unas veinte leguas al norte, una hermosa mujer disfrazada de varón se había detenido un momento en la boca de un pozo con idea de refrescarse y dar de beber a su yegua.

Tres días antes había dejado atrás el castillo de Zorita de los Canes después de saber que Bruno de Oñate lo había abandonado para acudir a la guerra contra el miramamolín, término con el que se solía conocer al califa almohade al-Nasir en tierras castellanas. Le explicaron que el calatravo había salido hacía dos semanas junto a un centenar de caballeros.

Por desgracia, a todos los que había preguntado le juraron no haber oído hablar de aquel Diego de Malagón que buscaba. Sin perder la esperanza decidió ir en busca de aquella comitiva militar, aferrada a la idea de poder encontrar a Diego a través de aquel hombre.

Tiró de la cuerda y con no poco esfuerzo consiguió sacar del pozo un cubo de madera rebosando agua fresca. Primero le dio a beber a su caballo, y mientras, miró con precaución a su alrededor. Estaban cerca de una granja derruida y se había asegurado de que nadie la habitaba. Se quitó el sombrero y agradeció los efectos de una fresca brisa sobre los restos de su melena. Aquel día hacía un calor insoportable.

Lanzó el cubo de nuevo al interior del pozo hasta oír cómo golpeaba contra el agua. Volvió a sacarlo lleno y lo apoyó en el brocal. Desanudó el cordaje de su camisola y se la remangó para refrescarse un poco.

Un ruido a sus espaldas la alertó, pero al volverse no encontró a nadie. Sin embargo, desde hacía un rato, un hombre la observaba escondido tras uno de los muros de la granja. Al pasar cerca, le había parecido oír a alguien merodeando por la zona, y la curiosidad le llevó a ver quién era. Su sorpresa fue mayor cuando descubrió a una dama disfrazada de varón y sobre todo al comprobar que bajo sus ropas se adivinaban unas hermosas formas. La soledad de aquel lugar le invitó a soñar con ella. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una mujer.

Mencía decidió empapar su camisola con idea de viajar luego más fresca, y para ello se la quitó quedándose en paños menores. A sus espaldas, un varón de aspecto sucio y semblante rudo se le acercaba sin hacer el menor ruido. Despreocupada, Mencía metió la cabeza entera dentro del cubo sintiendo de inmediato un grato efecto. Pero al sacarla oyó romperse una rama, y se volvió para ver qué pasaba. Sin poder reaccionar, sintió unas manos que la agarraban por los hombros. Completamente aterrorizada, trató de zafarse de ellas, y como lo que primero vio fue el rostro de aquel hombre, se lo arañó con furia.

—¡Sucia zorra! —respondió el hombre al sentir sus uñas cerca de un ojo. La abofeteó con tal energía que le partió el labio y sin más miramientos le echó las manos al cuello y la tumbó sobre el suelo.

Mencía se retorcía sintiéndose ahogar y le pateaba intentando zafarse de él. Pero aquel hombre era demasiado fuerte, se sentó sobre su vientre y con una sola mano la retuvo por sus muñecas.

—Si no te estás quieta, te mato aquí mismo…

—Bastardo… ¡Suéltame ahora mismo! —Le arañó en un brazo—. No vengo sola… —mintió—, mis acompañantes te matarán.

Él sonrió con cinismo.

—Tiemblo sólo de pensarlo…

Trató de besarla en los labios, pero no estuvo ágil y Mencía le mordió una mejilla. La siguiente bofetada que recibió la mujer consiguió abrirle una herida en el mentón.

—Estate quieta…

Aquellas ásperas manos se dirigieron hacia sus pechos y los apretaron. Mencía gritó con todas sus fuerzas para atraerse ayuda, pero al volver su mirada hacia aquel hombre, perdió toda esperanza. Nada podía hacer contra él y nadie acudiría en su ayuda.

Se acordó de los consejos de Marcos. Le había dicho que viajara en una caravana para evitarse peligros, pero ya era demasiado tarde. El hombre trataba ahora de bajarle los calzones. Se revolvió entre lágrimas de ira, chillando llena de espanto, pero con todo sólo logró recibir un nuevo puñetazo en la nariz. Finalmente respiró derrotada y cerró los ojos sabiendo que no podía hacer nada.

—¡Suéltala ahora mismo! —De pronto la punta de un acero amenazó la espalda de su agresor.

Mencía se lo quitó de encima y miró quién había hablado. Vio a dos caballeros armados observándola.

—Os hemos oído gritar y hemos venido en vuestra ayuda, señora. —A pesar de sus extrañas vestimentas, Mencía no podía ocultar la nobleza de su origen.

—Gracias a Dios… —Ella se levantó y corrió para protegerse a sus espaldas.

—No era lo que imagináis —se justificó el agresor—. Esa mujer me provocó y…

—¡Miente! —exclamó ella encolerizada.

—Tienes suerte de que no dispongamos de tiempo para llevarte ante la justicia —le contestó uno—. Merecerías morir aquí mismo, pero ahora no podemos detenernos. Haznos caso y sal de aquí inmediatamente antes de que nos arrepintamos…

El hombre obedeció sin dudarlo y se alejó corriendo sin mirar atrás, levantando una polvareda a sus espaldas.

—Y vos, señora, ¿adónde pretendíais ir sola y con ese disfraz?

—A la guerra —contestó decidida, sin tener en cuenta el efecto de sus palabras. Soltaron una sonora carcajada.

—No sois una plebeya, se os nota. Deberíais hablar con nuestro señor. Seguidnos. ¡Ah, perdonad!, mi nombre es Iñigo de Zúñiga.

Mencía se arregló la ropa, volvió a recoger sus cabellos bajo el sombrero, y montó a su yegua para seguirlos.

A media milla del arroyo llegaron a un improvisado campamento donde se encontraban no menos de quinientos caballeros con sus peones y escuderos alrededor de una tienda con las armas del rey de Navarra.

Mencía fue llevada hasta sus mismas puertas, allí donde conversaban varios de sus hombres. A dos de ellos los reconoció de inmediato. Nada más descabalgar, dejó libre su hermosa cabellera rubia para asombro de todos los presentes.

—Perdonad, señora, pero creo conoceros… —le habló Gómez Garceiz, el alférez del rey de Navarra, a quien había conocido en Olite después de haber sido herido Diego.

—Y yo a vosotros. —Le sonrió.

—Mencía Fernández de Azagra… ¿no es cierto?

Ella asintió con la cabeza y se inclinó respetuosamente delante del rey, pues se trataba del segundo personaje que había conocido.

—Una Fernández de Azagra… —la voz del gigantesco monarca resonó como el eco en una cantera—, por tanto, una hija de mi tierra, como lo es toda tu familia… —Observó su labio abierto y el corte en su mentón—. ¿Qué os ha pasado?

Ella se lo explicó sin entrar en detalles, y a la vez justificó cuál era el motivo de tan arriesgado viaje.

—Disculpad, mi señora, no pretendo ser grosero —intervino Gómez Garceiz—, pero me parece increíble que una mujer noble como vos quiera estar presente en tan terribles escenarios… ¿Qué os motiva a ello?

—Voy buscando a Diego de Malagón.

Gómez Garceiz arqueó las cejas al recordar aquel nombre.

—Ya le buscasteis años atrás, en Olite. Lo recuerdo bien. ¿Acaso os une algo a él?

—Necesito decirle que le amo… —sus maravillosos ojos azules se humedecieron al hacer público su amor—, y para ello estoy dispuesta a arriesgarlo todo, mi vida, mi honra, lo que sea necesario. Pelearé contra quien se interponga en mi camino, y estoy dispuesta a recorrer medio mundo para hacerle saber lo que siento por él.

Aquellos hombres se admiraron de su apasionada determinación y, lejos de tomárselo a broma, envidiaron al destinatario de tan grande amor.

—Venid con nosotros, Mencía. —Gómez Garceiz le besó la mano con sincero y hondo respeto—, desde ahora viajaréis protegida hasta alcanzar el frente. Una vez allí, vos buscaréis vuestro amor, nosotros, la guerra y el dolor.