V

El orbe cristiano había sido convocado para acudir en cruzada a Toledo el veinte de mayo de mil doscientos doce.

La respuesta empezó a notarse unos días antes, a medida que llegaron las primeras caravanas de ultramontanos procedentes de Gascuña, de la Provenza y el Languedoc. A éstas les siguieron otras menos numerosas pero más lejanas, venidas desde la Pomerania, Bohemia y Germania.

En tan sólo diez días se contabilizaron en las orillas del Tajo más de tres mil caballeros, diez mil jinetes y cincuenta mil hombres más entre peones, escuderos, mujeres de unos y otros, y toda suerte de acompañantes.

El rey Alfonso VIII de Castilla recibió a todo el mundo con espléndidas atenciones, y tal y como había prometido a los cruzados que acudiesen a pelear junto a él, procuró a cada caballero veinte sueldos diarios y cinco a cada peón. Además, cada mañana, repartía pan ligero que llamaban bizcocho, carne salada, quesos, ajos y agua para su manutención. Llamaba la atención saber que todo ese gasto iba a cargo de sus arcas.

—Majestad, esta noche han vuelto a entrar en la aljama. —El representante judío se quitó el sombrero y lo arrugó entre sus manos inflamado de rabia—. Han violado… han violado a dos de nuestras jóvenes, y… y además sacaron del barrio a tres comerciantes, los arrastraron como si fueran unas bestias, lo que oís, y luego… los despellejaron vivos, entre insultos y mofas… —El hombre sudaba y castañeteaba los dientes de pura impotencia—. Además, durante el día se ríen de nosotros y nos lanzan piedras…

—Imagino que me habláis de los ultramontanos —intervino el rey—. ¿Habéis identificado a alguno de ellos en particular?

—Actúan encapuchados, pero sospechamos que son los de Poitou por el acento… —Sacó dos bolsas repletas de monedas de oro—. Sabéis que hemos respondido con mucho sacrificio a la petición que nos hicisteis para financiar esta nueva guerra, y no nos hemos quejado nunca de ello, pero si no disponemos de la mínima seguridad para nosotros y nuestros negocios, entended que no podremos seguir apoyándoos.

El arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada, entró en la sala de recepciones con el rostro congestionado.

—Majestad… Vengo de ver peleas en las calles…

—Explicaos mejor, eminencia. —El monarca se levantó de su silla.

—Se han organizado milicias urbanas de plebeyos y gente del campo, y están pretendiendo pasar a espada a todo ultramontano que pillan. Están hartos de sus desmanes, del horror que producen por todos lados y del salvajismo practicado contra vuestro pueblo judío, al que desean amparar. —Dirigió una mirada de comprensión al rico almojarife, quien había prestado más de dieciocho mil maravedíes a la causa contra los almohades.

El rey Alfonso apretó los puños con rabia. Faltaban tres semanas para que llegasen las tropas aragonesas y los voluntarios de Portugal y León. También esperaba para igual fecha al arzobispo de Narbona, Arnaldo Amalarico, que vendría acompañado por un buen número de caballeros de Lyon, Vienne y Valentinois. Ansiaba tener pronto a su lado al religioso, pues sólo él podría ayudarle con sus díscolos paisanos, y además debía traer noticias sobre el rey Sancho VII. Arnaldo había previsto en su viaje una parada en Navarra para convencerle de su participación, y el de Castilla aún no sabía nada sobre su resultado.

—Ordenaré que los ultramontanos desalojen de inmediato la ciudad. Haré levantar suficientes tiendas para todos, fuera de las murallas, y les procuraré viandas y heno suficiente para sus caballos. Desde hoy, las puertas de Toledo permanecerán cerradas, desde medianoche hasta el amanecer.

Hizo llamar a su amigo y adalid don Diego López de Haro y le dio las instrucciones necesarias. Algo más satisfecho, el almojarife abandonó la audiencia y dejó a solas al rey y al arzobispo.

—Os veo demasiado tenso, Majestad.

—Cómo no lo voy a estar, Rodrigo… No somos conscientes de la magnitud de la empresa a la que nos enfrentamos.

—Podéis estar ya orgulloso de ella. En los últimos siglos sois el único que ha logrado integrar, en una sola fuerza, a todos los reinos hispanos, herederos de la muy noble monarquía visigoda. —El arzobispo se bebió la copa de agua de un solo trago.

—Aún no sé qué hará mi primo Alfonso de León, ni tampoco el rey Sancho de Navarra. Portugal sólo nos enviará algunos caballeros…

—Vengan todos o no, vais a juntar un ejército inmenso y poderoso. Dos mil caballeros ultramontanos, tres mil que vendrán de Aragón y otros tres mil vuestros, aparte de los navarros, si al final acuden, o los que envíe Portugal. A todos ellos habría que sumar sus peones, escuderos y las milicias concejiles que nos mandará Segovia, Ávila, Cuéllar, Madrid, y el resto de las villas libres de vuestro reino. Si serán diez mil los caballeros, calculad veinte mil más los infantes que se unan a vos en esta guerra. Imaginadlo, treinta mil almas empeñadas en conseguir que vuestros sueños se realicen, treinta mil hombres en reconquista de aquellas tierras que antaño fueron de nuestros antepasados.

El rey calculó mentalmente cuáles serían las necesidades para la manutención de todo aquel ejército. Había contraído la obligación de soportar sus gastos, una vez llegasen a Toledo, y las nuevas cifras superaban en más del doble sus primeras previsiones. La financiación de todo aquel gasto recaía casi por entero sobre sus espaldas, lo cual dejaría bastante maltrechas sus arcas. A pesar de todo, aquel esfuerzo sería poco si con ello conseguía el triunfo. Era tal su afán de victoria que tampoco le había importado prestar diez mil maravedíes al rey aragonés para que pudiera venir con su ejército hasta Toledo, al quedar aquel reino empobrecido tras sus largas campañas contra al-Nasir en Levante y Mallorca.

—Calculad que cada caballero traiga sus cuatro monturas —compartió sus pensamientos con el arzobispo—; un caballo de guerra, su palafrén para el viaje, otro que montará el escudero, y una mula para transporte de las armas y el resto de los enseres. De ser así, se juntarán cuarenta mil animales a los que hay que alimentar cada día, que sumados a los tres mil robados recientemente a los almohades, y los que traigan las milicias urbanas, no creo que bajemos de cincuenta mil.

Don Rodrigo se impresionó con aquel recuento.

—Un caballo de guerra necesita una arroba de heno cada día y algo menos de media de avena, así como dos cántaros de agua. Y cada diez hombres requieren otra arroba de viandas…

—No sé si os preocupa más el dinero necesario para financiar todo eso, o cómo conseguir que no les falte en ningún momento de nada.

—Me inquietan las dos cosas. Esta misma mañana he calculado el número de carros que necesitaremos cada día para transportar la comida, una vez iniciemos la campaña, y dejo fuera el heno, pues espero aprovechar los pastos naturales. Decidme una cifra.

—Doscientos carros…

—Sólo para los caballos necesitaremos quinientos carros de cereal cada día… y otros cien más para llevar la comida de los combatientes.

—¡Válgame el cielo! —exclamó el religioso.

—¿Queréis hablar ahora de cómo haremos para pagar todo ese gasto?

El rey acababa de acuñar nueva moneda de oro después de haber pedido a sus súbditos un impuesto especial para sufragar la guerra, pero aun así seguía soportando una gran proporción de los gastos.

—En pocos días os haré llegar la contribución que realizará la Iglesia de Castilla para esta santa cruzada. —El arzobispo no tenía pensado dársela todavía, pero entendió la preocupación del monarca—. He decidido finalmente que sea la mitad de todas las rentas que obtendríamos a lo largo de un año completo, pero por adelantado.

El rey Alfonso se quedó atónito.

—Excelente, Rodrigo… excelente. Me acabáis de dejar gratamente sorprendido. Habláis de mucho dinero, todo un alivio para mis rebajados recursos. Y por cierto, ¿habéis visto la increíble yeguada que les hemos robado a los almohades?

—Todavía no, mi señor.

—Pues asomaos a verla. —Se dirigió a una esquina de la sala y atravesó un arco de piedra para salir a un torreón semicircular. Éste se abría a un balcón orientado al este del castillo.

En un extenso pastizal, a la ribera del río, se repartían las miles de yeguas y sementales venidos desde las marismas del Guadalquivir. Desde hacía una semana más de un centenar de caballeros, mozos de cuadra y escuderos los estaban domando para poder ser utilizados en batalla.

—Viéndolas, pienso que nuestro Señor puso un especial celo cuando creó esa bella raza… —Don Rodrigo observó impresionado su grandioso porte, aquella nobleza en el caminar, su vitalidad.

—Según he sabido, el profeta Mahoma amaba tanto a los caballos que mandó a sus seguidores respetar y proteger esa raza incluso con sus vidas. Con esta yeguada no sólo les hemos restado una poderosa arma de combate, que podía ser demoledora frente a nuestras tropas, sobre todo hemos herido su honor.

—Nunca imaginé que se pudiera conseguir… Nunca.

—Tampoco yo —reconoció Alfonso VIII—. Ese albéitar ha demostrado tener un gran arrojo y una excelente cabeza.

—Le conocí en Zorita de los Canes y ya entonces creí ver algo en él, aunque no supe todavía el qué. Más tarde supe que no era caballero, tampoco noble, que tenía peligrosas ascendencias mudéjares en su formación, pero un amplio conocimiento médico, y una mente privilegiada. Tiene algo especial, tal vez sea un alma de héroe, no sé. Yo que vos intentaría tenerlo cerca durante la gran batalla. Su inteligencia os puede ser útil… —Don Rodrigo oyó unas campanas cercanas y se percató de que debía irse de inmediato.

—Quiero salir de Toledo hacia el veinte de este mes —intervino el rey—. Si esperamos más, se nos echarán los calores encima y se agostarán los pastos. Los que se retrasen de esa fecha habrán de unirse a nosotros de camino. —Miró hacia el horizonte con una expresión profunda y seria—. Será la batalla más grande que se haya visto en tierras cristianas. Ni en Tierra Santa se juntó nunca un ejército así… Desde hoy, mi buen amigo, quedáis nombrado cronista de la misma. Vos seréis quien cuente a las generaciones futuras lo que ocurrió en este año del Señor de mil doscientos doce.

En Sevilla, otro gran ejército se había congregado a las afueras de la ciudad a la espera de las órdenes de su califa Muhammad al-Nasir.

A lomos de su hermoso semental berberisco, el poderoso líder almohade recorría las distintas posiciones de su ejército a la vez que despachaba con el alcaide de la recuperada fortaleza de Salvatierra, el andalusí Ibn Qadis, un caíd que tenía una excelente fama entre las tropas por su nobleza y valentía.

—La sociedad andalusí no comprende la Yihad —le decía a su califa—, y tampoco está ansiosa por recuperar el territorio que los enemigos cristianos han ido ganando. Es un pueblo pacífico que sólo quiere trabajar la tierra y vivir sin más problemas.

—Podéis decírmelo con esas u otras palabras más suaves… —le replicó al-Nasir—, pero tal y como lo veo yo, me estáis definiendo a una sociedad cobarde… —Pasó al lado de un destacamento recién llegado de África, los llamados zanatas o gomaras, fieros bereberes procedentes de otro tronco tribal almohade—. Tanto es así que he de contratar contingentes hasta en la lejana Arabia para poder disponer de suficiente tropa. Creedme, siento vergüenza cuando necesito explicar que lo tengo que hacer porque a los de aquí no les gustan las armas…

Saludó al jefe de los agzaz, habilísimos guerreros turcos y los mejores arqueros a caballo que había conocido el mundo. Aun cabalgando a toda velocidad, eran capaces de disparar en cualquier dirección sin perder la montura en ningún momento. Al-Nasir los usaría para formar su primera línea de caballería.

Tras ellos se encontraba el fabuloso ejército árabe. Le habían dicho que sumaban unos diez mil, venidos hacía una semana desde la lejana tierra del Profeta. Su comportamiento en batalla era irregular, pero eran buenos lanceros y usaban la espada como nadie. Habían llegado con sus mujeres e hijos y, de todos, era el grupo más ruidoso y animado. Al pasar al lado de su caballería, recordó con profundo dolor el humillante robo que había sufrido. Aquella yeguada de las marismas… única heredera de los caballos de Ismael, hijo del profeta Abraham, había sido rebajada en dos terceras partes por los enemigos del islam. Como afrenta, había sido la peor noticia que podía imaginar hasta la inesperada muerte de su hijo Yahía, pocos días atrás. Aquel vástago había sido su predilecto, quien le iba a suceder en el califato. Su muerte le había trastornado tanto que a todos decía lo mismo; en su homenaje le regalaría la victoria cristiana y con ella la cabeza del monarca castellano.

—Además de los soldados regulares de que dispone al-Ándalus —continuó al-Nasir—, de los agzaz y de los árabes que hemos visto, también han llegado algunos bereberes masmidíes y una numerosa multitud de hermanos almohades venidos desde Marrakech. Por supuesto, dispondremos de mis guardianes imesebelen y de cerca de cinco mil voluntarios que proceden de los más variados lugares. Contamos, por último, con tres mil caballeros andalusíes, y el grupo de mercenarios cristianos a las órdenes de mi fiel Pedro de Mora, pocos pero muy valientes.

—¿Cuán grande será entonces vuestro ejército?

—Dirigiré en persona a un cuerpo de veinte mil jinetes y sesenta mil soldados. Ochenta mil almas dispuestas a derrotar al cruzado, a morir por Allah si es eso lo que Él desea.

—¿Me permitís un comentario, que en ningún caso pretende ofender vuestra loable misión?

—Decidme, mi fiel Ibn Qadis.

—¿Cómo vais a conseguir de un ejército tan variado que luche como si fuese un solo cuerpo? Sabéis que los árabes han venido forzados, como penitencia a su actitud de rebeldía contra la influencia almohade, a la que nunca han terminado de bendecir. Los andalusíes, mis hermanos, como os he dicho, sólo combaten por la paga que les dais.

—Es cierto que sólo se mueven por dinero —le replicó al-Nasir—, pero, de todos, son los que mejor conocen a la caballería cristiana, y en combate actúan como ella.

—No os falta razón, sid, pero, como os digo, son demasiado diferentes las motivaciones que poseen vuestras tropas. Y si no, fijaos en esos bereberes; han venido hasta aquí con la única idea de defender, por encima de todo, el credo almohade, pero ¿y si pensamos por qué lo han hecho aquellos otros voluntarios? —Le señaló uno de los destacamentos que parecía más desordenado que los demás—. Aparte de ser casi ingobernables, en ellos encontraréis una sola aspiración: morir en guerra santa y ganarse el paraíso…

—Poseo ese gran motivo que los unirá a todos… —El califa puso su mirada sobre el perfil de Sevilla, reflejado sobre las aguas del Guadalquivir.

—¿Podríais compartirlo conmigo, sid?

—Saladino condujo a sus hombres a la conquista de Jerusalén, y consiguió recuperar para nuestra fe aquel lugar santo. Con aquella hazaña dio honor y riqueza a sus hombres. Yo haré lo mismo. —Hinchó el pecho y alzó la barbilla—. Les conduciré hasta Roma. Conquistaremos aquella ciudad, la más sagrada para los infieles, y así heriremos de muerte su orgullo. Y mi nombre y los de todos ellos —señaló a las tropas allí congregadas— quedarán para siempre unidos a esa gesta, como el de Saladino y los suyos lo fueron con la ciudad de Jerusalén.