IV

El rey Alfonso VIII de Castilla decidió que cien de sus mejores hombres acompañasen al albéitar Diego en aquella asombrosa misión.

Los caballos no se iban a necesitar hasta la llegada de los voluntarios cruzados, o de los milicianos que acudiesen desde las villas y concejos, y no se esperaba que ocurriese nada de eso al menos hasta finales de mayo, con lo que se pospuso el comienzo hasta entonces.

Don Álvaro y Diego lo planificaron a conciencia, prepararon las estrategias, estudiaron y valoraron las posibles rutas, y eligieron los mejores medios para que ante todo la misión fuera un éxito.

El grupo, capitaneado por don Álvaro Núñez de Lara, había dejado Toledo el primer día de mayo del año de mil doscientos doce y hasta el momento no habían tenido ningún altercado serio de camino.

Una vez en las marismas, la primera parte de su misión consistía en localizar los quince puntos de vigilancia que los imesebelen tenían repartidos por ellas. Después, debían esperar una señal para actuar al unísono contra los africanos, y evitar como fuera una posible huida.

Con los rostros pintados de betún y las cabezas envueltas en paños oscuros, nada más escuchar la orden, se fueron sumergiendo bajo las turbias aguas de la laguna central. La oscuridad de la noche, la escasa profundidad de los humedales y su abundante vegetación les ocultarían a los ojos de sus enemigos. La frescura del agua contribuyó además a aliviar en parte sus congestionados rostros.

Sumergido hasta las mejillas, Sancho Fernández, infante de León y acompañante del albéitar Diego, todavía parecía estar oyendo la arenga que don Álvaro había pronunciado antes de haberse repartido todos por aquellas aguas.

—No lo olvidéis —les había dicho—. Esos imesebelen están muy bien entrenados. Han sido educados para no temer a la muerte y son extremadamente violentos. Sólo si les sorprendemos despistados lo conseguiremos, por tanto, actuad con la máxima rapidez y todos a la vez. Y sobre todo, tened muy presente que ninguno puede quedar vivo. Aseguraos de que estén muertos, o rematarlos a conciencia si hiciese falta.

Se repartieron todos en parejas y se movieron a continuación con extrema precaución. La luz de la luna ayudaba a localizar a sus enemigos y el agua, a ocultarse hasta darles caza. A veces estaban tan cerca de los caballos que algunos animales, cuando les advertían, relinchaban inquietos, pero no tanto como para poner en aviso a sus guardianes.

—Sancho, a tu derecha… —Casi en un susurro Diego señaló un promontorio con dos soldados. Uno de ellos parecía dormido. El otro, sentado, miraba en dirección contraria a donde ellos estaban.

—Te dejo para ti el que está tumbado, yo atacaré al otro —le propuso Sancho.

Procurando no agitar demasiado las aguas, se acercaron palmo a palmo y buscaron refugio tras unas matas, a escasa distancia de los africanos. Desenvainaron sus dagas y las mantuvieron bajo el agua, los músculos tensos, el oído afinado hasta oír la señal.

Aquella espera se hizo interminable. La humedad reblandecía sus huesos y arrugaba su piel. Calcularon que llevaban allí más de tres puntos de una hora cuando algo imprevisto sucedió. Algo que les forzó a tomar una precipitada decisión.

El que parecía dormido se había incorporado, y tras hablar con el otro, se echó un bolsón al hombro y buscó decidido a su caballo.

Sancho indicó por señas que iría a por él. Salieron del agua a la vez y Diego alcanzó a su hombre justo antes de que éste se volviera a ver quién tenía a sus espaldas. Sin apenas tiempo de reacción, sólo pudo sentir un afilado acero recorriéndole el cuello de lado a lado.

El de Sancho, al verle llegar, saltó a lomos de su caballo y le clavó las rodillas en los costillares, pero no obtuvo una respuesta inmediata por parte del animal. Se volvió para ver a cuánta distancia estaba del extraño, y le pareció que lo tenía demasiado cerca. Su caballo, por una incomprensible razón, no terminaba de reaccionar. De pronto sintió un pinchazo en el interior de su brazo, aunque por fortuna esquivó el siguiente y consiguió que por fin su animal se lanzara al galope. Lo azuzó a trotar ligero y unos pasos después se volvió algo más tranquilo, cuando comprobó la distancia que había ganado con aquel hombre.

Sin embargo, no había recorrido ni una docena de cuerdas cuando notó que algo caliente se escurría por su costado, a la vez que le asaltaba un agudo mareo. Al buscar el origen de aquella herida, se quedó espantado por su gravedad. Le había alcanzado un gran vaso y perdía sangre a borbotones. Notó frío, un repentino frío en la soledad de su inminente muerte, y con un ahogado quejido se derrumbó sobre las aguas.

Sancho corrió hacia él y lo remató.

Cuando volvía para encontrarse con Diego, oyeron la señal; tres cantos seguidos de búho. Desde diferentes puntos de la laguna, en ese momento todos los caballeros atacaron las posiciones de los africanos con una increíble determinación, valiéndose del efecto sorpresa, aunque el resultado empezó a ser irregular.

Al oír de nuevo la señal, se reunieron en el punto convenido y comprobaron que faltaban diez hombres. Otros diez vinieron heridos, alguno de ellos de gravedad.

—Decidme, ¿habéis eliminado a todos?

Don Álvaro los aglutinó en un círculo sintiendo todavía los efectos de la tensión vivida sobre su propia persona. Uno por uno les fue preguntando cómo habían resuelto cada objetivo, y una vez terminada la ronda, les exhortó a cubrir la segunda parte del plan con la máxima rapidez y sigilo para evitarse cualquier complicación.

—Escuchad ahora a Diego… Nos explicará qué hemos de hacer para conseguir el mayor número de animales.

Diego tomó la palabra y les rogó que observaran a un grupo de caballos que pastaban a poca distancia, en los márgenes de una laguna.

—En estado salvaje las yeguas viven en manadas y responden como grupo a cualquier acción. A la cabeza, suele haber una o dos hembras adultas que son las encargadas de mover al resto. En nuestro caso trataremos de hacernos con esos individuos guía, capaces de influir sobre las demás, las ataremos a nuestras cabalgaduras y, si nada lo complica, ellas mismas serán las que arrastren a un gran número de animales con nosotros. Es la única manera de conseguirlo. Eso sí, debemos hacerlo con mucho tiento y sin asustarlas.

—Y ¿cómo pretendéis haceros con esas hembras, digamos especiales? —preguntó uno de los caballeros, un soriano de bigote fino y carácter agrio.

—Creo saber cómo piensan, qué les hace confiar, y también a qué le temen. Puedo interpretar sus reacciones y sé qué les lleva a verme como su guía. Para todo ello, sobre todo necesito silencio y vuestra paciencia. Aprovecharé la quietud de la noche para caminar entre ellas y ganarme su confianza. A medida que vaya localizando a esas yeguas que ejercen ese papel rector, os pediré ayuda para sujetarlas. Intentad que sufran la menor tensión posible.

Otro de sus acompañantes preguntó cuánto tiempo necesitarían. Diego estimó que unas tres horas.

—Esta tarea no será la más peligrosa de todas las que corramos en nuestra misión, pero sí la más delicada. —Diego trató de ganárselos—. Vuestro trabajo será esencial si queremos tener éxito. De producirse una estampida, estaríamos abocados al fracaso. Se nos haría de día y no creo que volviera a conseguir hacerme con ellas. Por tanto, extrememos todas las precauciones posibles, esmeraos para no ponerlas nerviosas y atended a vuestro instinto. Siempre he creído que los caballos son capaces de adivinar los pensamientos del hombre. Os pido que los vuestros no las asusten…

Diego dejó al grueso del grupo retrasado, en las orillas de una enorme laguna, donde podía haber un millar de animales. Recordaba que Galib, en su anterior viaje, les había contado que las marismas estaban formadas por más de un centenar de lagunas en una ancha planicie al norte de la desembocadura del río Guadalquivir, y que se tardaba medio día a caballo para recorrer toda su extensión. Descabalgó de Sabba y entró a pie en aquel humedal, con las aguas cubriéndole por los tobillos. Con el amparo de la oscuridad y sin apenas hacer ruido, fue en busca de las primeras yeguas. Se hizo acompañar de dos hombres.

Se detuvo para estudiar el comportamiento de un grupo que tenía enfrente. Observó entre aquellas yeguas cuáles destacaban, y tardó poco en localizar a una de capa blanca que parecía decidida a llevarse a la manada tras de sí, en dirección contraria a la suya. La oyó relinchar de un modo particular y comprobó cómo las de su alrededor bajaban las orejas sumisas y la seguían. Diego fue en su busca acompañado de un insólito coro de sonidos y gestos, al parecer suficientes como para aplacar sus iniciales temores, pues le recibió mansa y tranquila. Respiró cerca de sus ollares y le enseñó una cuerda con la que recorrió su cabeza dejándola anudada al cuello. Le pasó el cabo a uno de sus acompañantes, y pidió que se quedara allí hasta que oyera la señal de salida. Él tomó otra dirección en busca de nuevas líderes.

Encontró otra manada bastante más numerosa, de unos cuatrocientos animales, y localizó pronto a tres hembras mayores y a un viejo semental que también se encargaba de dirigirlas. Se encaminó primero hacia él.

—¿Cómo es que no son los machos los encargados de encaminar al grupo? —A Sancho Fernández, amigo de don Álvaro y sobrino del señor de Vizcaya, le pareció raro que no fuera así.

—Los sementales se pelean entre ellos o con cualquier otro que pretenda a sus hembras, y además tienen como misión protegerlas frente a los depredadores. Sin embargo, para otras tareas como son buscar nuevos pastos, ir a beber, u otro tipo de actividades menores, se encargan las hembras de mayor edad y experiencia.

—Por qué vais entonces hacia él…

—Si me lo gano, no supondrá un problema. Algunos luchan con las hembras cuando no desean moverse.

Emitió un sonido parecido a un bufido y de inmediato el macho le miró con interés. Diego se quedó parado dejando que la iniciativa la tomara el semental. Éste se le acercó con gran autoridad y le olisqueó la cabeza, los hombros. Le mordisqueó la ropa y después resopló aceptándolo. Diego le pellizcó en el cuello y le pasó otra cuerda a la vez que le hablaba al oído.

Tras hacerse con aquel semental, no le costó nada que las tres hembras le siguieran.

De momento, aquello parecía estar funcionando.

A lo largo de las dos horas siguientes consiguió recoger más de medio centenar de animales guía, hasta que se oyó un agudo pitido, de ritmo entrecortado, la señal convenida para la partida.

Cada hombre ató a la montura una de aquellas yeguas, que a su vez podían arrastrar entre veinte y cincuenta animales.

Al principio muchas se resistieron, e incluso hubo que soltar a las más nerviosas para no provocar males mayores. Al resto, con mucho tiento y sin demasiada presión, consiguieron moverlas en dirección norte hacia la desembocadura del río Guadiamar, donde al poco tiempo se encontraron todos.

Una vez atravesasen el siguiente valle, entre el caño de aquel río y la sierra de Sevilla, superarían una de las peores etapas en su viaje de vuelta. Esperaban estar en la serranía antes del amanecer para no ser vistos, dado que la imagen de una manada de más de tres mil caballos escapando de aquellos humedales no dejaría a nadie parado.

A medida que iban llegando los caballeros con sus respectivas comitivas, don Álvaro los felicitaba satisfecho de haber superado el primer trance. Buscó a Diego para hablar de lo que debían hacer desde ese momento.

—Antes de que se haga de día, hoy, más de un millar de caballeros castellanos habrán dejado atrás Córdoba y tomarán dirección a Carmona. Salieron de Toledo con el único propósito de servirnos de apoyo. Su ataque atraerá a una buena parte del ejército almohade, y si éstos respondiesen tal y como lo hemos previsto, dejarán despejado nuestro camino de vuelta. —Observó la enorme yeguada congregada a sus espaldas, y luego escudriñó el cielo—. Tan sólo disponemos de dos horas hasta que amanezca. No retrasemos más la marcha.

—Al otro lado de la sierra, a orillas del río Huéznar, recuerdo haber visto una gran explanada donde podríamos hacer descansar a los caballos —le sugirió Diego.

Don Álvaro, con la vista puesta en aquella increíble expedición, sintió una enorme congoja. Nunca hubiera imaginado nada parecido, nunca tanta belleza reunida, jamás había desempeñado una misión tan compleja y apasionante. Con el dolor todavía reciente a causa de los compañeros muertos y una cierta inquietud por su futuro, rezó en silencio por unos y otros y se puso en camino.

Al segundo día, mientras atravesaban el desértico paraje de la Serena decidieron acelerar la marcha. Haciéndolo así levantarían una importante nube de polvo, pero llegarían antes a una zona de humedales, más al norte, donde podrían combatir la sed, que empezaba a ser acuciante. Un tremendo calor asfixiaba a la manada y convertía la travesía en una tarea insoportable. Muchas de las yeguas bramaban fastidiadas y buscaban la menor oportunidad para escapar de sus captores. Sus jinetes tuvieron que emplearse a fondo para desbaratar esas fugas, lo que terminó retrasando a todo el grupo.

Al dejar atrás la estepa, y nada más empezar a ascender por la ladera de la primera serranía, tuvieron que salir en persecución de una patrulla sarracena que les había divisado. Consiguieron derribar a casi todos, pero uno pudo escapar.

—Ése nos lo va a complicar todo… ya veréis…

Visto el riesgo que desde ese momento tendrían, don Álvaro creyó llegado el momento de tomar algunas decisiones. Reunió a todos en un improvisado foro y les expuso la situación.

—Desde ahora hemos de ser capaces de dirigir la manada con la mitad de los hombres. El resto formará cinco círculos de protección a nuestro alrededor y a diferentes distancias.

Nombró a cinco responsables y les dio órdenes estrictas para que hicieran todo lo necesario a la hora de evitar al enemigo.

—¡Atacadles, aniquiladlos, lanzaos en su persecución… matadlos! —Don Álvaro gesticulaba con gran elocuencia—. Tenéis libertad para decidir cómo conseguirlo, pero no quiero ver un turbante sarraceno a menos de diez leguas de estos animales… ¿Está entendido?

Los diferentes grupos se pusieron en marcha y no volvieron a tener noticias de ellos hasta cuatro días después, cuando alcanzaron las inmediaciones del río Guadiana, paso fronterizo con Castilla y último escollo antes de entrar en tierra amiga.

Cuando estaban a pocas leguas de su ribera, vieron llegar en feroz cabalgada a dos de las cuatro patrullas. Según afirmaron nada más llegar a sus posiciones, les perseguía un ejército de no menos de trescientos sarracenos a muy corta distancia.

Don Álvaro les aseguró un severo castigo en cuanto alcanzasen Toledo por no haber obedecido sus órdenes de alejamiento. Por su imprudencia habían arrastrado al enemigo hasta ellos, y ahora estaban todos expuestos.

Llamó a Sancho Fernández.

—A pocas leguas al norte del río hay un castillo de calatravos. Avísales para que vengan en nuestra ayuda. Saca toda la energía de tu caballo y cabalga hasta que muera. Corre como si te persiguiera el mismísimo diablo. —Azotó en las nalgas a la yegua del leonés y ésta respondió como una flecha, tomando tal velocidad que al poco tiempo ya no se les veía.

Mandó acercarse a todos y les puso al corriente de la crítica situación. Sobre su caballo, transmitiendo valor y gallardía, les explicó qué esperaba de ellos.

—Ahora no tenemos tiempo para largos discursos, por tanto, seré breve y preciso. Hemos de conseguir que estos animales atraviesen el río sanos y salvos. Eso significa que, desde ahora, formaréis una férrea barrera en nuestra retaguardia que impida a los moros llegar hasta ellos. Como intentarán romper la manada, haréis de parapeto, interponeos a su paso o derribad sus caballos, me da igual… ¿Lo entendéis? —gritó con todas sus fuerzas.

A una sola voz, lo afirmaron con un encendido clamor de guerra.

Don Álvaro les animó a que tomaran posiciones lo antes posible, no sin antes sembrar sus corazones de valor con unas últimas palabras.

—Esos animales representan la libertad de nuestro pueblo, la posibilidad de derrotar al enemigo. Formarán parte de nuestro último grito de victoria si conseguimos llevarlos hasta Toledo… Ayudadles a cruzar el río, y ayudaréis a nuestros hermanos en la fe.

Se empezaron a oír los primeros gritos sarracenos, y a la voz de don Álvaro, se pusieron todos a azuzar a las yeguas robadas para conseguir de ellas una desbocada carrera hacia el norte, como así ocurrió.

A galope sobre Sabba, Diego miró hacia atrás y comprobó como el cerro que acababan de superar se encontraba ahora lleno de enemigos.

Los animales sudaban y corrían aterrorizados por los golpes que recibían de los caballeros, aturdidos por aquel griterío a su alrededor. Se hallaban a menos de media legua de la orilla del río. Si lo conseguían, sería atravesando por una zona no demasiado profunda que Diego había recomendado. Se acercó hasta don Álvaro y le observó. Cabalgaba con los ojos casi cerrados y las mandíbulas prietas. La tensión de sus músculos y el coraje que emanaba le hacían parecerse a una de aquellas estatuas griegas que había visto decorando alguna portada en Toledo.

—He de ponerme a la cabeza de la manada —Diego le gritó casi al oído—; debemos conseguir que la yeguada no se disperse antes de pisar sus aguas, si eso ocurriese, ninguna querría atravesar el cauce, y el desastre sería completo.

—Me parece bien… Adelántalas ya, no falta mucho. —Se oyó el silbido de las primeras flechas. Algunos caballos, asustados por aquel ruido, se pusieron a correr todavía con más ganas empujando a los que llevaban por delante. Al verlo, a don Álvaro se le ocurrió una idea y de inmediato retrasó su posición para explicársela a sus caballeros.

Diego y Sabba consiguieron adelantar a la manada y ponerse en primera posición. Al mirar a sus espaldas, uno y otro se asombraron del increíble espectáculo que suponía ver a aquella enorme columna formada por miles de caballos salvajes, hermosos y fuertes, atravesando a toda velocidad aquel último cuarto de legua antes de tocar frontera con Castilla.

Diego, como el resto de los caballeros, sabía que a un lado de aquel río les esperaba la vida, al otro la muerte, si acaso no lo conseguían y caían en manos sarracenas. Los caballos volverían a las marismas, pero ellos regarían de sangre aquella tierra.

Diego habló a Sabba al oído.

—Demuestra a todos por qué eres la hija del viento… Enséñales la grandeza de tu sangre, de tu nombre, de esa raza que nació para volar. ¡Corre… más que nunca, rompe el aire que te frena!

Sabba respondió con renovada potencia y se hizo dueña de aquella formidable bandada dirigiéndola hacia el río por el mejor camino. A sus espaldas se oía un ensordecedor conjunto de relinchos, un golpeteo seco de miles de cascos rompiendo la tierra, haciendo saltar las piedras a su paso.

Diego estudió la ribera ya próxima y decidió marchar por un claro entre la arboleda que terminaba en un bancal de arena a orillas del río.

Cerrando el paso de la manada, algunos caballeros armados con espadas obedecían las indicaciones de don Álvaro, y con ellas pinchaban a algunas yeguas en sus grupas provocando un mayor pánico. Los animales corrían despavoridos y contagiaban al resto a hacerlo con más energía y velocidad.

Cuando les alcanzó la primera horda sarracena, las espadas cristianas brillaron en el aire convirtiéndose en dolorosos aceros, en sentencias de muerte para sus perseguidores. Sin dejar de cabalgar, consiguieron repelerlos con tal bravura que sólo quedó un largo rastro de hombres malheridos y muertos, cuando de ellos tan sólo cayeron dos.

Fijaron la vista en el río y rezaron para alcanzarlo pronto, pues la siguiente oleada enemiga que estaba a punto de llegar podía ser treinta veces más numerosa que la anterior.

Una nueva nube de flechas derribó a varios caballos, lo que provocó caídas en otros, el pavor generalizado en el resto y un peligroso amontonamiento de animales. Aquello consiguió aminorar la velocidad de todos y las primeras espadas sarracenas alcanzaron las espaldas de algunos cristianos. En tan sólo un instante la situación empeoró de tal manera que algunos empezaron a darlo todo por perdido.

Diego acababa de atravesar la arboleda y los cascos de Sabba empezaron a sentir primero la blanda arena y después el fresco efecto del agua. Buscó con ansiedad dónde podía estar la ayuda calatrava y no vio a nadie, pero casi a la vez por encima de una suave loma vio unos estandartes moviéndose al viento, y luego los extremos de unas lanzas y finalmente un numeroso destacamento de caballeros pertrechados con armaduras, hartos de furor guerrero.

—¡Aguantad! —les gritó a los suyos volviéndose de espaldas—. ¡Han venido a ayudarnos!

En tan sólo un momento el río se llenó de miles de caballos pateando sus aguas entre olas de espuma. Una gran marea de crines y cabezas batían su superficie formando estelas de auténtica bravura. Don Álvaro, a punto de alcanzar la orilla, tenía a tres enemigos a escasos palmos de distancia. Uno de ellos tomó su arco y tensó la cuerda para dispararle una flecha, cuando otra se le clavó en el cuello derribándolo de golpe. Don Álvaro se llenó de esperanzas al ver a más de un centenar de caballeros calatravos en la otra orilla del río. Mientras unos ordenaban el paso de la ingente yeguada, otros atravesaron las aguas para repeler el ataque enemigo, y el resto, sobre una colina, disparaba sin cesar certeras flechas sobre aquellos sarracenos que hacían peligrar la vida de los caballeros más rezagados.

Una vez en la otra margen, Diego se detuvo y miró la escena atónito. Las aguas se habían teñido de sangre y bajaban muy revueltas tras haber presenciado el paso de aquella inmensa marea animal. Cientos de caballos alcanzaban la orilla y pasaban a su lado salpicándole de agua y barro. Poco le importaba, pues los recibía feliz y satisfecho. Oyó los últimos choques de espadas al otro lado de la orilla y con ellos un toque de retirada del ejército enemigo.

La yeguada de las marismas, el sueño de Abderramán III y capricho de los siguientes califas musulmanes, la más bella herencia de pura sangre árabe nunca antes reunida, se encontraba ahora en manos cristianas.

Y en ese momento, a Diego se le saltaron las lágrimas y lloró abrazado a Sabba.

Su alegría era inmensa.