Diego se sentía feliz. Hacía años que no vivía aquel ritual de levantarse al alba y cabalgar al lado de su maestro mientras compartía con él sus inquietudes y todo aquello que había aprendido. Galib, a pesar de la edad, había seguido prosperando en su oficio. Siempre estuvo cerca de los más grandes señores, fueran cristianos o judíos, pero su fama había prendido con tanta fuerza en Toledo que desde hacía unos años se había convertido en el albéitar más demandado por el rey.
Según le contó a Diego, Alfonso VIII había querido convencerle para que trabajara sólo para él, e incluso para que le acompañara en sus viajes, pero Galib nunca quiso abandonar ni su independencia ni su hogar.
Llegaron al exterior de un magnífico palacio, a las afueras de la ciudad y a orillas del río Tajo. El edificio estaba construido por el último rey musulmán en época de la taifa de Toledo, y había sido rodeado por un inmenso jardín con un variado conjunto de árboles, flores y arbustos. Un vergel que en su momento pretendió convertirse en una imagen de lo que podía ser el paraíso.
Diego se sintió sobrecogido. Había estado en muchas casas señoriales, pero aquel lugar era verdaderamente hermoso, o a lo mejor se sentía subyugado por el hecho de encontrarse junto a Galib en las caballerizas de Alfonso VIII, de quien tanto había oído hablar.
Dentro ya de las cuadras, les esperaba el caballerizo real junto al portero y un despensero. De inmediato fueron guiados hasta el caballo enfermo.
—Diego, te dejo los honores. —Galib le señaló al animal.
La paciente era una preciosa yegua de raza árabe, blanca, postrada sobre un lecho de paja y con un aspecto más bien apático.
Diego se acercó hablándole en voz baja. La yegua le buscó con la mirada y trató de relinchar pero no pudo, parecía extenuada.
Las orejas no las tenía calientes.
—Hasta ayer tuvo mucha fiebre —apuntó el caballerizo—, y anoche orinó sangre.
Al observarla, Diego percibió algo poco común en su mirada; le pareció más opaca de lo normal. Se agachó para palparle ambos párpados. El solo contacto de sus dedos hizo protestar a la yegua. Tenía la conjuntiva amarillenta y en su interior localizó una pequeña bolsa de contenido turbio.
—Traedme una vela.
Galib se agachó para mirarle los ojos mientras Diego la exploraba por el resto del cuerpo.
—Dolor muscular… —le apretó en el cuello y la yegua se retrajo—, junto a una inflamación interna del ojo.
Galib imaginó qué lo causaba, pero esperó a que Diego hablara.
El despensero llegó con una lamparilla encendida y un espejo redondo para reflejar la luz. Diego acercó la luz a uno de los ojos y el animal protestó, cerró los párpados y coceó como reflejo de su molestia.
—Tiene el mal de las venas…
Galib le miró extrañado. No había escuchado mencionar nunca antes aquella enfermedad.
—¿A qué te refieres?
—Lo vi en Albarracín. Todavía no sé cómo llamarlo mejor. No está descrito en ningún tratado, aunque sospecho que lo produce un parásito, posiblemente demasiado pequeño para ser visto. Lo estudié con bastante detalle y sospecho que penetra en el animal por alguna herida abierta para luego migrar de un sitio a otro, desencadenando a su paso diferentes trastornos. Les aparece primero la fiebre como reacción defensiva del organismo. Si se ve afectado el riñón, sangran por la orina, y un ataque al hígado queda reflejado en el color amarillento que toman sus mucosas. Si finalmente pierden la visión, se debe a una inflamación interna en los ojos.
—¿Sabes cómo tratarla? —preguntó Galib.
—No me funcionó nada. Acabará ciega y morirá. Podemos aliviar sus dolores, nada más. Pero eso no es lo peor. —Suspiró incómodo—. En su estado, este animal es un peligro, pues su enfermedad se contagia al hombre con mucha facilidad.
—¿Cómo decís? —El caballerizo se inquietó; uno de sus mozos padecía fiebres altas y además se quejaba del vientre.
—Debéis aislarla de inmediato. —Diego señaló a la yegua—. Su trastorno se puede transmitir a todo el que esté cerca de ella, incluido el propio monarca.
Una repentina presencia interrumpió la conversación que mantenían.
—¿Cómo está mi yegua?
Aquella voz sólo podía pertenecer a una persona. Diego se cuadró al verle. El rey Alfonso apareció en compañía de un hombre de enorme estatura.
—Majestad… —Galib se inclinó en una larga reverencia—. Parece que no tenemos buenas noticias…
—Explicaos.
—Mejor lo hará mi antiguo discípulo, ahora colega, Diego de Malagón.
Alfonso VIII le observó sin demasiado interés. Vestía un largo cubretodo rojo y blanco, con dos castillos en oro bordados a la altura del pecho. Su melena era larga y cana, la barba poblada, la tez oscura, y su piel curtida y arrugada. Diego vio en sus ojos el reflejo de una sólida autoridad, y se sintió orgulloso de estar tan cerca de alguien a quien admiraba profundamente. Le vio agacharse y acariciar el cuello de su animal con afecto.
Su acompañante no dejaba de hablar ni un solo instante. Le explicaba las dificultades que tendrían para mejorar el armamento de las milicias concejiles y el mantenimiento de los muchos ultramontanos que se esperaban en Toledo convocados a cruzadas. Insistía en la necesidad de proveerles de buenos caballos, escudos y espadas. Quien le hablaba era el ayudante primero del adalid real, responsable de alimentar y de armar a la tropa en campaña. Dada la magnitud de la batalla que se avecinaba, su angustia aumentaba por días.
—No debéis tocarla, Majestad —exclamó Diego con voz firme.
—¿Me queréis explicar por qué?
Diego le detalló el mal que padecía su yegua, así como el peligro de contagio que arrastraba. Le sorprendió la cordialidad del monarca, su sencillez y la comodidad de su conversación.
—Ponedle las curas que sean necesarias para aliviar sus dolores —concluyó el rey Alfonso—. Ha sido una yegua buena y fiel. Me ha acompañado en momentos difíciles… Ya no se encuentran animales con esta raza…
—¿Os referís a su sangre árabe?
—De eso hablo, sí. Éste es un ejemplar único, regalo del anterior gobernador de la taifa de Valencia. Se llama Faíza. Según me explicaron, desciende de una de las cinco yeguas de Habdah, las primigenias. Existe una leyenda que atribuye a esas hembras el origen de la más bella raza de caballos, la árabe ¿Conocéis esa historia? —Miró a Galib—. Tú seguro que sí…
—Nuestro Profeta llamó a las otras Obayah, Kuhaylah, Saqlauiyah, Hamdaniyah —intervino Galib—. Un buen día, Mahoma mandó elegir cien yeguas entre todas las de sus ejércitos, y las encerró en un corral vecino a un riachuelo de aguas frescas. Las guardó allí, a pleno sol, y sin acceso al vital líquido durante varios días, hasta que mandó abrir las puertas. Las yeguas, llamadas por la sed, se lanzaron al galope en busca del agua casi como locas. Pero en ese momento, ordenó tocar la corneta para llamarlas a su lado. Todas le desoyeron, salvo cinco que se volvieron sin beber. La obediencia pudo más en ellas que el instinto. Desde entonces fueron sus animales preferidos y jamás le abandonaron.
—Faíza ha sido grande como ellas —continuó el rey—. Lamentaré su pérdida como si se tratase de un miembro más de mi familia… —Su mirada terminó en Diego, y de pronto recordó cuál era la referencia que tenía de él; su propio alférez Álvaro Núñez de Lara—. ¿Tú no estuviste implicado en aquella fallida misión, cuando pretendimos hacernos con el Corán de Muhammad al-Nasir?
—Así es, mi señor… —Diego agachó la cabeza humillado.
—Tenéis en don Álvaro un fuerte aliado, pues a pesar de aquel fracaso me habló muy bien de vos, disculpándoos incluso del poco éxito de la misión. En cualquier caso, has de ser consciente de que tu deuda con la corona de Castilla es grande y sigue pendiente…
—Haré lo que me pidáis…
—De momento evitadle los dolores. —Señaló a su yegua.
—Puedo rebajar sus molestias, pero también debo deciros que tarde o temprano morirá.
—Galib, ¿tú también estás de acuerdo con ese diagnóstico?
—Diego está tan preparado como yo o más. En ocasiones las cosas no son como desearíamos, Majestad.
—Pero esta yegua… ¡no puede morir!
—La aliviaremos con distintos bálsamos, pero debéis estar preparado para verla sufrir, y en poco tiempo para verla morir.
El monarca se mostró triste y decepcionado. Si aquellos dos albéitares, con seguridad los mejores de todo el reino, no podían sanar a su yegua, era porque el animal no tenía cura, por más que le doliera. Se acercó hasta ella. No quería tocarla para evitar que se levantara, pero una tremenda pena le recorrió el cuerpo.
—¿Estáis seguro?
—Sí —contestó Diego con rotundidad.
—Haced lo que podáis por ella. Os lo suplico.
Mientras se dirigían de vuelta a casa de Galib, iban comentando el caso de aquella yegua.
—Nunca me acostumbraré a la sensación de impotencia que se siente cuando ante un problema no se posee cura.
—Tampoco yo —apuntó Diego—, y sigo preguntándome cuáles son las verdaderas causas que producen la enfermedad. He llagado a rechazar por completo la teoría del desequilibrio humoral de Hipócrates, y por supuesto aquella otra que relacionaba la enfermedad con el estado anímico de los dioses. Sin embargo, he descubierto unos escritos del médico persa Avicena que me han cautivado. Sus propuestas están repletas de verdad. Tras leerlas, he llegado a la conclusión de que, en los caballos, aparte de las enfermedades exteriores cuyas causas y signos nos son visibles, las internas se producen por el efecto de dos grandes principios. Uno de ellos consiste en el mal funcionamiento de los órganos esenciales, como son el hígado, el corazón y el cerebro. Y el otro lo atribuyo a la intervención de unos determinados agentes, invisibles pero reales, que por sí mismos producen trastornos en la funcionalidad de esos u otros órganos.
Galib también había leído a Avicena y, al margen de su ascendencia árabe, creía también en sus teorías. De hecho, en uno de sus descubrimientos, el referido a la naturaleza contagiosa de la tuberculosis, podía verse avalada la idea de Diego en torno a la presencia de ciertos agentes externos como causantes de la enfermedad, pues así lo argumentaba el sabio y médico persa.
—En ocasiones he llegado a pensar lo mismo, pero no sé… Ese tipo de explicaciones parece acercarnos más al mundo de la magia que al de la ciencia. Diminutos seres… invisibles, o partículas que causan el mal; llámalo como gustes… Entiendo que si bendecimos esa teoría, le daríamos más argumentos a aquellos colegas que interpretan la enfermedad como la manifestación de unos seres malignos, unos los llaman demonios, monstruos otros, y hay hasta quien dice que se trata de dioses perversos, y nada está más lejos de mi voluntad.
Diego argumentó con más vehemencia su visión y le puso como ejemplo aquella enfermedad en la yegua del rey Alfonso VIII.
—Esa inflamación en las venas no puede producirla más que un agente externo, y como os dije creo que se trata de un parásito. No fui capaz de localizarlo cuando abrí alguna de sus víctimas, durante mi estancia en Albarracín, pero sé que estaba ahí… Se aprovecha de la debilidad del animal para recorrer sus órganos vitales y terminar en el ojo, en esa bolsa que podemos ver desde el exterior. Antes de llegar a esa conclusión, apliqué los criterios clásicos. De hecho, como sangraban por la orina, acaso tuvieran un exceso de aquel humor, les sometí a periódicas sangrías. El resultado fue nulo. Los antiguos remedios se mostraron inútiles.
Galib le escuchaba satisfecho. Podía no compartir sus ideas, discutir el enfoque de algunas enfermedades, pero una vez más le asombró su talento.
—Por tanto, no tenemos nada que pueda servirnos para esa yegua tan apreciada por el rey —concluyó Galib.
—Me temo que no. Pronto va a morir, y tal y como él ha dicho, yo seguiré debiéndole mi fracaso en aquella misión.
—¿Y qué tendrá que ver una cosa con la otra?
—Cuando me ofrecí a saldar mi deuda, me dijo que tan sólo la curara.
—Cómo iba a pensar él que hubiera otro modo de hacerlo si tú sólo sabes de caballos.
Al pronunciar esa frase, Diego se quedó callado. Una increíble idea acababa de asaltarle a la cabeza.
—¿Y si le ofreciera tres o cuatro mil caballos de raza árabe?
—¿A qué te refieres? ¿Te has vuelto loco?
—¿Y si volvemos a las marismas?
—Diego, ¿tienes fiebre? ¿Regresar a aquel lugar después de lo que pasó? ¿No te acuerdas?
—Después de escuchar al ayudante del adalid, creo que les sería de una gran ayuda. Necesitan muchos caballos para su tropa y dónde mejor que…
—Lo que dices es cierto, pero tal vez no tengas que hacerlo jugándote la vida.
—Piénsalo, Galib, es la forma de ayudar a mi reino con aquello que siempre ha estado presente en mi vida: los caballos.
Galib recordó su propio vaticinio. Los caballos serían quienes terminasen de mostrarle su camino.
—¿Y cómo pretendes conseguir robar miles de caballos en pleno corazón de al-Ándalus, y recorrer con ellos más de un centenar de leguas hasta Toledo?
—Le pediré al rey que ponga a mi servicio a los mejores caballeros de que disponga, y sobre todo tiempo para poder organizarlo bien.
—Sería una hermosa empresa, y nadie mejor que tú para llevarla a cabo, desde luego. En ella se unen tus dos grandes aspiraciones: procurar un grave daño a los almohades y sacar provecho de tu propia experiencia y conocimiento. Pero tendrás que prepararlo a conciencia. Piensa que para al-Nasir, esa pérdida supondrá no sólo un hondo dolor, sino además una increíble humillación. No haber sido capaz de salvaguardar la herencia sagrada de sus antepasados y en su propia tierra son suficiente causa como para que esa terrible deshonra le persiga de por vida.
—Me tendrás que ayudar…
—No me pidas eso… He jurado no volver jamás a las marismas y conservar mi recuerdo anterior. Si lo hiciera, vería a Benazir por todos lados y tampoco deseo revivir la terrible muerte de la pobre Fátima. No, nunca volveré. Yo ya soy mayor, Diego, pero tú sí has de ir. Esos almohades deben recibir castigo. Han proclamando una guerra santa contra los cristianos para devolverle a al-Ándalus la extensión que tuvo hace siglos. Lucharán para extirpar la fe cristiana de los reinos del norte, pero también la que practicamos otros musulmanes que no estamos adscritos a sus severas ordenanzas. —Diego no le había escuchado nunca hablar con la gravedad que lo hacía—. Si consiguiesen sus objetivos, seremos sometidos a sus formas de vida, y nos impondrán su diabólica visión del islam. Perseguirán vuestra cultura hasta no dejar nada, quemarán las iglesias y las transformarán en mezquitas y madrasas, destruirán todos los libros que consideren impíos y esclavizarán a quien no quiera convertirse a su doctrina. No lo dudes, sólo permitirán una religión y una forma de sociedad: la suya. Por eso debemos pararles…
Escuchándole, en su interior Diego sintió cómo todo empezaba a encajar. Galib era musulmán, pero su mentalidad era más abierta y su corazón grande. Acababa de poner en palabras lo que él tanto deseaba. Había transformado sus anhelos en algo tangible y la nueva tarea le parecía tan necesaria como urgente. Ahora se sentía seguro. Poner freno a la locura almohade era tarea de todos. Aquella plaga, nacida en el norte de África, amenazaba con extenderse por todos lados y demoler el mundo tal y como hasta ahora él lo había conocido. No lo permitiría. Por encima de todo, Diego odiaba la intransigencia y la imposición de las ideas por la fuerza.
—Me dedicaré con todo mi esfuerzo y posibilidades a frenar sus intenciones, robándole ahora los caballos, después con lo que pueda.
—Dedica a ello tu inteligencia, no eres un soldado. Y cuando termines, vuelve a tu oficio. Has sido bien preparado para ello, y debes desempeñarlo con la maestría que posees. Así será como mejor ayudes a la gente… Hazme caso. Los caballos te mostrarán el camino… ¿Recuerdas que fue así como te lo dije?
—Claro.
—Los caballos siempre han estado a tu lado. Todavía recuerdo tu excepcional capacidad para entenderlos, como también las arduas jornadas de aprendizaje, las primeras enfermedades y tratamientos que vimos juntos…
—Soy un modesto hijo de vuestro saber.
—Me halagas mucho diciéndome eso. Pero sé que para este oficio nuestro se ha de poseer no sólo ciencia, también un espíritu incansable y un gran coraje. Y tú los tienes.
Diego frenó a Sabba y miró a sus espaldas, lleno de inquietud.
—He de volver a palacio para proponerles el plan…
—¿No puedes esperar a mañana?
—Necesito reparar, cuanto antes, la deuda que contraje con mi monarca y con Castilla cuando les fallé con aquel Corán. Galib se quedó parado mirando cómo Diego, de vuelta sobre sus pasos, cabalgaba decidido hacia un nuevo destino. Veía en él mucho más que a un discípulo, y desde luego que un colega. Era el hijo que no había podido tener, la capacidad que habría deseado para sí. Representaba el ejemplo de la superación, la lealtad, y además poseía la mesura de un hombre de bien.