Sabba no le llevó a Toledo.
A pesar de que ése había sido el destino elegido por Diego, durante el camino, y poco antes de llegar a sus murallas, supo que algunos calatravos habían conseguido escapar de Salvatierra y se habían refugiado en la segunda fortaleza más importante que la orden poseía en Castilla, la de Zorita de los Canes, a pie del río Tajo, y a tan sólo dos jornadas a caballo de Toledo.
Desde ese momento sintió una imperiosa necesidad por saber qué suerte habrían corrido Bruno de Oñate, Otón y Pinardo, o en general todos aquellos a quienes no sólo les debía la vida, sino que habían constituido para él casi una familia.
El castillo de Zorita se alzaba sobre una loma estrecha y estaba rodeado por una primera muralla de mampostería, muy sinuosa pero sólida. Para llegar hasta su puerta principal había que recorrer una ligera cuesta, que hacia su mitad quedaba protegida por un poderoso muro.
—Busco a Bruno de Oñate. —Diego paró a un hombre que bajaba por el camino cargando a sus espaldas un costillar entero de buey.
—¿A mí qué me decís? —refunfuñó escupiendo a un lado—. Preguntad por ahí, ya no tengo nada que ver con esos monjes, soldados, o lo que sean… Me deben cuatro meses, y no puedo fiarles un día más. ¡Maldita sea la hora que decidí venderles…!
—¡Comeos vuestra maldita carne! —le gritó alguien desde el interior del recinto sin dejar de gesticular.
Diego entró en la fortificación sin necesidad de darse a conocer, pues no encontró vigilancia en la puerta. Atravesó un primer patio, donde tampoco a nadie pareció extrañar su presencia, y se dirigió hacia un puente levadizo que terminaba en un sólido portalón de madera protegido por dos soldados. Estos sí le dieron el alto.
—Me llamo Diego de Malagón y busco a unos caballeros que lucharon en Salvatierra…
—¡Apartaos! —Uno de ellos le empujó hacia un lado.
—¿Qué ocurre?
—¡Dejad pasar al arzobispo!
Diego vio aparecer una comitiva formada por cuatro escoltas calatravos a caballo y al menos una docena de hombres de Iglesia. Entre esos últimos había uno de mediana edad, vestido con capa roja y hábito gris. Tenía la cabellera rapada y sólo una fina línea de pelo la recorría de oreja a oreja. Aunque era de cara redonda, ojos vivarachos y aspecto casi vulgar, aquel hombre transmitía dignidad.
Cuando aquel religioso estuvo más cerca de Diego, se le quedó mirando con absoluto descaro, a pesar de que iba hablando con otra persona. Tanta fue su persistencia que Diego se sintió incómodo, y se miró de arriba abajo. Era de reconocer que llevaba la ropa muy sucia y que su pelo estaba ensortijado y grasiento. También olía mal, casi peor que una piara de marranos. Sintió vergüenza, pensó que aquel cura debía de haberlo notado también.
—¿De qué conocéis al arzobispo Ximénez de Rada? —le preguntó uno de los vigilantes, extrañado por el evidente interés que había demostrado el religioso.
—Yo, de nada… Es la primera vez que le veo… —contestó Diego sin darle la mayor importancia, y sí a lo que de verdad le interesaba—, pero conozco a Bruno de Oñate. ¿Podrías decirme si reside en este castillo y si es así, dónde puedo encontrarle?
Para alegría de Diego le explicaron cómo encontrarle, lo cual significaba que había sobrevivido, y le permitieron la entrada aunque con la obligación de dejar a Sabba como garantía en manos de un mozo de cuadra al que hicieron venir.
Diego descabalgó de su yegua y le pasó las riendas al joven.
—Dale de beber con moderación. Puede que tenga mucha sed y es algo ansiosa…
—Descuidad; estará en buenas manos. —Le sonrió con amabilidad.
Su rostro le recordaba a Marcos. ¿Qué sería de él? ¿Dónde estaría ahora?, pensó. El tiempo que había pasado desde su salida de Cuéllar todavía no era suficiente para haber olvidado su indignidad.
Mientras caminaba y pensaba en ello, cruzó un patio empedrado lleno de gente. Estudió cada uno de sus rostros, pero no reconoció a nadie. Al llegar al edificio donde le dijeron que encontraría a Bruno de Oñate, se detuvo un momento para estudiar por dónde se entraba. En un lateral encontró una pequeña puerta de arco ojival y, como estaba abierta, la atravesó sin reparos para entrar a continuación en una enorme sala rectangular abigarrada de gente. Se movió entre unos y otros, casi a empujones, intentando identificar a alguien conocido, pero tampoco ahora tuvo mejor suerte. Un tanto desesperado siguió recorriendo aquella sala por un lado y otro, con el convencimiento de que tan poco resultado sólo podía significar que casi nadie había sobrevivido al asalto musulmán de Salvatierra, aunque Bruno sí lo había conseguido.
Un agradable olor a leña quemada se repartía por la sala desde un ángulo de la misma. Al ir hacia ella vio a tres hombres enzarzados en una acalorada conversación. Algo más cerca le pareció reconocer a uno.
—Bruno… —Diego alzó la voz para hacerse oír. El calatravo se volvió al oír su nombre.
—¿Diego? —Abrió los ojos de par en par—. Pero qué alegría tan grande… —Estrecharon sus manos y Bruno le miró con incredulidad—. ¿Sabes que te dábamos por muerto?
Despidió a sus acompañantes para entender qué había ocurrido en Sevilla.
—¿Entonces llegaste a ver el Corán? —le habló al oído en voz baja—. Dime ya qué contenía… Cuéntalo todo, rápido.
—Me ha costado mucho dar con vos… —Diego trató de retrasar el tema—. Cuando llegué a Salvatierra ya estaba tomada, y fue al huir, después, hacia Toledo cuando supe que podía encontraros en esta fortaleza… No sabía qué destino habríais podido tener…
—Como ves, aquí estoy, sí. Conseguimos escapar de aquel infierno en el último momento, pero dejemos eso de lado y vayamos a… —Bruno creyó ver en su mirada una sombra de remordimiento y se temió lo peor—. Háblame del Corán…
—No pude ni acercarme a él.
—Quieres decir que fracasaste en tu misión, ¿no? —resolvió con un feo gesto en la boca.
—Al poco de entrar en Sevilla, una vez en casa de Zorro Salvaje, fuimos descubiertos al intentar mandar un mensaje con aviso del inminente ataque que iba a sufrir Salvatierra. A él le mataron allí mismo, y yo tuve que huir cuando media ciudad me perseguía. Por suerte, alguien que conocía de años atrás me pudo ayudar y…
—Eras consciente de la trascendencia de tu misión, ¿verdad? —La mirada de Bruno se tornó fría y su pregunta, dolorosa.
—Claro… sí lo sabía, pero, ya os digo, surgieron problemas y no tuve la menor oportunidad de darles mejor solución que escapar… Me crucé con Pedro de Mora y me reconoció. Por cierto, supe entonces que era él quien dirigía el espionaje almohade. —Diego hablaba a trompicones, nervioso. La expresión de Bruno no podía contener un mayor rechazo.
—Pusimos muchas esperanzas en ti… —Guardó una deliberada pausa que a Diego se le hizo excesivamente larga—. Me siento profundamente defraudado y no sólo porque has incumplido tu deber, el hecho de haberte desenmascarado ante nuestro enemigo te ha dejado inutilizado para cualquier otra misión. Estamos a las puertas de una gran guerra; no es momento de espionaje, sino de acción. Por tanto, Diego, eso significa que ha llegado tu final con nosotros… Desde ahora siéntete libre de hacer lo que quieras. —La mirada de Bruno era tan fría como el acero.
—No os entiendo… Me he jugado la vida en ello y además en todo momento hice lo que se me pidió. No creo merecer este descrédito. Lamento más que nadie no haber podido cumplir lo que me fue encomendado, pero también he perdido mucho en el camino… —Pensó en Benazir.
Bruno no demostraba ningún interés en sus explicaciones e hizo ademán de irse. Sin embargo, Diego se sujetó a su brazo y se interpuso.
—Sigo pensando que vuestro juicio es injusto, pero no os molestaré más. No queréis que forme parte de ninguno de vuestros planes, está bien, aunque me cueste aceptarlo, lo haré. Pero, ahora, quiero recordaros una promesa que me hicisteis. ¿Os suena el rescate de mis hermanas? Pues están en Sevilla…
Al calatravo no parecía incomodarle nada de lo que oía.
—Olvídalo, ahora no se puede hacer nada… —Se puso a caminar para buscar la salida.
—¿Y cuándo sí? Decidme. —Le siguió al paso.
—¡Tal vez nunca!
—No tenéis palabra… —alzó la voz—. Y vos sois el que decís sentiros decepcionado… ¡Vos me habéis engañado!
Bruno se volvió y le dio un fortísimo puñetazo en la barbilla antes de alejarse escupiendo improperios. Diego, a pesar del golpe, se sintió reconfortado, pues por lo menos había dicho todo lo que deseaba.
Poco después estaba tomando la salida del castillo con la única compañía de Sabba y el eco de las duras palabras de Bruno resonando en su interior. Atravesó la última puerta de la fortaleza al trote, con la amarga sensación de estar repitiendo la misma escena que ya había vivido en Toledo, en Fitero, Albarracín y en Cuéllar. En realidad, lo que más le costaba asumir era que todo aquel sacrificio y tesón, puestos durante los últimos tres años en Salvatierra, sólo habían servido para acabar vilipendiado.
Dejó atrás un arroyo y tomó la ribera del río Tajo, pidiéndole a Sabba que le sacara de allí pronto. Ella debió de sentir su tristeza y se puso a golpear el suelo con sus cascos muy enfadada, lanzándose luego a trotar con tanta energía como deseos de volver a verle normal. Bufó ruidosa, agitó el cuello hacia los lados, y levantó las orejas dirigiéndolas después en dirección oeste.
Diego se aferró a ella, sintió su fuerza, y con ella algo de alivio a su dolor. Sabba era el ser más desinteresado y leal, su único recuerdo familiar, y sin duda el mejor regalo que le habían hecho en su vida.
Cerró los ojos y trató de borrar de su memoria el lado amargo de lo que acababa de vivir. De la experiencia calatrava se quería quedar con la parte positiva. Con ellos había aprendido a sentirse miembro de un grupo, a asistir con admiración a la labor heroica de unos hombres siempre dispuestos a entregar su vida por una causa grande, una gente que sólo soñaba con devolver la libertad a los pueblos sometidos por la tiranía almohade.
Inspiró una larga bocanada de aire, acarició a Sabba y decidió ir a Toledo para buscar a Galib. Allí había empezado todo. Allí decidiría cuál iba a ser su futuro.