Diego esperaba a Benazir en la bodega de la embajada persa. Entre tantas emociones sintió una enorme responsabilidad al recordar la realidad del avance enemigo hacia Salvatierra.
No podía demorarse mucho en el rescate de sus hermanas ni tampoco en localizar aquel Corán. Para llegar a la fortaleza antes que los almohades era vital que abandonara pronto Sevilla.
Benazir apareció con un pañuelo oscuro sobre la cabeza.
—Vamos…
Salieron a la calle y caminaron con precaución hacia el centro de la ciudad. Recorrieron varias callejuelas hasta dar con una plaza que debían cruzar, en cuyo centro, y bajo unos naranjos, vieron a una pareja de soldados conversando.
Diego trató de recordar alguna ruta alternativa, pero no existía. Para llegar a la gran mezquita por su cara norte, debían atravesar esa plaza o bordearla en el mejor de los casos. Se lo explicó a Benazir en voz baja.
—Nos verán —se lamentó Diego.
—Tú sígueme y déjate hacer. —Benazir le cogió de la mano y tiró de él hacia donde estaban los hombres. Diego, desconcertado con su determinación, sentía sobre las sienes las palpitaciones de su corazón. Cerca ya de los soldados, Benazir se lanzó en brazos de Diego y le besó en los labios, con un ardor propio de enamorados.
—Te amo tanto —susurró con una voz lo suficientemente alta como para que la escucharan.
Los dos soldados se miraron entre risas, incapaces de verles el rostro. Buscaban una mujer con niqab, les dijeron que joven y ágil, no una pareja de fogosos amantes.
Benazir y Diego siguieron su paso entre dulces y calurosos besos, y así fueron dejándolos atrás. Ninguno se dio cuenta de que a Diego se le acababa de caer un trozo de pergamino al suelo, el plano de la alcazaba, pero los soldados sí.
—¡Esperad! —gritó uno, con la única intención de avisárselo—. Deteneos…
Ellos se lanzaron a correr creyéndose descubiertos. Los soldados hicieron lo mismo frente a su inesperada reacción. Uno de ellos recogió del suelo el objeto, y al abrirlo vio que se trataba de un plano. Al momento comprendió que podía ser uno de los espías.
—Cuando lleguemos a la siguiente bifurcación, a la derecha se abre una larga calleja. Vayamos por ella —le recomendó Benazir, atragantada por la falta de costumbre y la velocidad de la carrera—. En su mitad hay una gran pila de agua que suele estar vacía… Nos esconderemos dentro. Al ser de noche no nos verán.
Los soldados corrían en su busca por las callejuelas vecinas, avisándose entre ellos sin entender cómo se les habían esfumado. Decidieron separarse para abarcar más zona, y al cabo de un rato se les dejó de oír.
—¿Salimos? —Benazir le habló en voz muy baja. Diego se asomó y salió afuera.
—Vuélvete a casa, Benazir. Conmigo corres demasiado peligro. Es absurdo que me sigas.
—No insistas. Te he sido útil en la plaza y podrías necesitarme otra vez…
Diego lo dio por imposible, la cogió de la mano y juntos deshicieron el camino recorrido. Atravesaron dos calles más y se pararon a las puertas de una gran explanada en ángulo con la mezquita.
En una pared de aquel templo, seguramente a sus pies, tenía que haber una trampilla o algo parecido que diera paso a las alcantarillas. Diego repasó todo el muro desde donde estaba parado sin ver nada especial. Se asombró del magnífico minarete que se elevaba hacia la mitad de aquella larga pared.
—Tengo que acercarme, desde aquí no veo bien. —Señaló la mezquita—. Tú quédate aquí. Si me vieras desaparecer sería una buena señal. De ser así, no me esperes más, por favor…
—Me pides algo difícil de asumir… —Benazir se agarró a él desolada. Por un momento pensó que aquella podría ser la última vez que se viesen—. ¿Y cómo sabré que estás a salvo? —Le acarició en la mejilla.
—Si me capturasen se haría público. Pero no te preocupes, lo conseguiré. Rescataré a mis hermanas, me haré con el Corán y huiremos por el subsuelo de la alcazaba a través de una galería que termina en el arroyo, cerca de su unión con el Guadalquivir. Escaparé hacia el norte con ellas.
Benazir entendió que no podía demorarle más.
—Vete ya y que tu Dios te proteja… —Le besó con gran ternura y le despidió entre lágrimas.
Diego se lanzó a correr con un enorme ímpetu y consiguió atravesar la explanada hasta llegar a la pared de la mezquita sin ser visto. Con la oscuridad como aliada fue recorriendo su muro este, sin dejarse un solo palmo, pero no encontró nada. Algo fallaba. Las cosas se le podían poner muy feas si no daba con la entrada. Empezó a inquietarse. Buscó a Benazir. Estaba medio escondida tras la columna de un edificio observándole también.
De pronto algo llamó la atención a Diego. Le pareció ver a un hombre, entre las sombras, por detrás de donde estaba Benazir. Deseaba estar equivocado, pero no fue así. Terminó identificando con toda claridad a un soldado que caminaba en su misma dirección. La iba a ver. Tenía que ayudarla. Diego gritó con todas sus fuerzas para atraerse la atención de aquel hombre, y éste, al escucharle, empezó a correr en su busca. Miró a su alrededor. La explanada era demasiado grande para poder escapar sin ser visto, y menos para esconderse. Se fijó en el minarete, en su base había una pequeña puerta. Como si de una fugaz imagen se tratase, en ese momento recordó con espanto una de las profecías de Efraím. Hablaba de un minarete, un grito en el aire, huyendo… Coincidía con lo que le estaba pasando ahora, pero ¿qué más significaría? Sin tiempo para meditarlo corrió hacia la torre, y al llegar, reventó sus goznes de una fuerte patada.
Aunque apenas conseguía distinguir nada en su interior, localizó una rampa que ascendía en suave pendiente hacia las plantas superiores. Hinchó sus pulmones, escuchó los pasos del soldado que le seguía, y con absoluta determinación se lanzó a subir planta por planta con toda la energía que podía sacarle a sus piernas. Cada vez que aparecía en un rellano buscaba qué lugares podían servirle para esconderse, alguna puerta que diese a otra sala, calculaba cualquier remedio para zafarse de su perseguidor, pero vio que todo estaba cerrado.
Cuando por fin llegó a la novena planta se sintió desfallecer, creyó que no podía dar más de sí, y en ese momento oyó un sonido metálico que le pareció el roce de una espada, a corta distancia de él, en algún piso más abajo. Todavía no había pensado cómo defenderse. Lo único que podía hacer era correr, alcanzar el punto más alto. Una vez allí, ya vería…
En aquella novena planta la rampa no continuaba y sí lo hacían unas escaleras más estrechas, adosadas al eje de la torre. Las subió jadeando, agotado. Los peldaños eran cortos y muy altos, lo que supuso para sus piernas el doble de esfuerzo. En el segundo rellano empezó a sentir los primeros calambres y también un agudo pinchazo en el vientre.
—¡No escaparás!
Aquella aseveración en el soldado que le perseguía, entrecortada y con una voz medio asfixiada, resonó por el interior del minarete haciéndose eco. Llegó a oídos de Diego en el momento que éste alcanzaba el cuarto rellano. A su derecha, por fin, vio una puerta entreabierta y la empujó para de pronto aparecer en el exterior. Su rostro recibió el alivio de una fuerte brisa. Comprobó que se encontraba en una pequeña terraza muy estrecha y bordeada por una baja balaustrada de piedra. Un lugar de difícil escapatoria.
Pensó a toda velocidad qué podía hacer para defenderse de aquel hombre. Iba desarmado, se sentía agotado y apenas era capaz de frenar el acelerado ritmo de su respiración. En ese momento sintió como si toda la sangre de su cuerpo estuviese golpeándole la cabeza.
Se escondió tras una esquina de la torre y esperó con cautela la aparición del soldado.
Oyó la puerta. Primero trató de calmar su respiración. Notó el jadeo de su perseguidor, acercándosele por la izquierda. Apretó los puños cuando vio aparecer la punta de una espada, y con una determinación increíble se lanzó hacia él, empujándolo con una fuerza superior a lo normal. Aprovechando la sorpresa del soldado, lo arrastró sin apenas resistencia hasta el mismo borde de la balaustrada. Éste, de edad muy joven, abrió los ojos de par en par sin terminar de creerse lo que le estaba pasando. Y sintió la mano de aquel hombre volteándolo por encima de la protección de piedra hasta verse en el aire.
El joven gritó con tanta intensidad que rasgó el silencio de la noche. Aquella imagen despertó de nuevo en Diego el vaticinio de Efraím, un grito en el aire fue lo que le dijo. Justo lo que acababa de vivir. Se asomó por la barandilla y vio el cuerpo del soldado estampado contra el suelo.
Corrió escaleras abajo y tomó luego las rampas hasta aparecer de nuevo en el exterior, a la vez que lo hacía Benazir. Ella había aguardado angustiada en el otro extremo de la plaza hasta que oyó aquel desgarrador grito y vio caer a un hombre desde las alturas. Atravesó la plaza con la necesidad de saber qué había pasado, aterrada por pensar que fuese Diego. Y de repente, cuando le vio se abrazó a él.
—Por un momento temí…
Sintieron ruido. Se encontraban frente a la entrada principal de la alcazaba, aunque a cierta distancia. De ella vieron salir a un pelotón de soldados encabezados por un hombre vestido con atuendos cristianos.
Diego se volvió hacia Benazir con un gesto de profunda decepción. Aquello daba por terminada su misión y, peor aún, significaba que no podría recuperar a sus hermanas, cuando en los dieciséis años que llevaban separados, nunca había estado tan cerca… Sintió una congoja espantosa, una cruel impotencia al ver deshechos de un golpe todos sus planes.
Los hombres se les acercaban. Les iban a capturar.
—¡Corramos!
Benazir le empujó con brusquedad para espabilarle. Diego se fijó en los perseguidores y de pronto reconoció al que los dirigía, al tiempo que también lo hacía el otro. Se trataba de Pedro de Mora.
—¡Detened a ese hombre! —gritó el castellano enfurecido—. Quiero la cabeza de ese malnacido, matadlo si es necesario…
—Vayamos a tu palacio… —le indicó Diego a Benazir nada más arrancarse a correr.
—¿Y una vez allí? —preguntó ella asustada. No acababa de entender cómo le había reconocido ese hombre.
—Es territorio persa; no creo que se atrevan a entrar…
Diego pensó en las alcantarillas como última solución. Las conocía de memoria, y si acaso le seguían, se vería capaz de despistarles. Eran un enorme entramado de galerías, codos, ensanchamientos, naves y ramales; un lugar imposible para alguien que no supiera guiarse por ellas.
Miró hacia atrás y comprobó que les iban ganando terreno. Benazir no podía correr más deprisa, su vestido era demasiado estrecho. Diego calculó que les faltaba poco, pero se dio cuenta de que, si no conseguían ir más rápidos, les cogerían. Un tanto atropellado, y sin parar, se hizo con un extremo de la túnica de Benazir y se la rasgó, dejando una larga raja a un lado. Aquello solucionó de momento el problema y gracias a ello, poco después, alcanzaban la puerta de la embajada de Persia. La empujaron y entraron corriendo en el primer patio con la esperanza de estar a salvo, pero no fue así. Los soldados no dudaron en atravesar la puerta, y tras ellos Pedro de Mora.
—Nos van a atrapar, Diego… —Benazir les vio tan cerca ya que de golpe lo dio todo por perdido.
—No, ya verás. Dentro de las alcantarillas los perderemos.
—No sé…
Atravesaron una larga galería y salieron por su extremo a otro patio donde estaba la trampilla que daba acceso a las alcantarillas. Al alcanzarla, Diego tiró de un asa de hierro con todas sus ganas pero el desuso la había atrancado. Clavó los pies en el suelo y tomó aire para imprimir en la tarea todas sus fuerzas. Volvió a intentarlo y tuvo más suerte. La tapadera se abrió entre chirridos y de su interior salió una bocanada de mal olor.
—¡Entra, Benazir!
—No iré… —contestó muy decidida.
—¿Estás loca? Ahora no es momento de… Por Dios, se les oye llegar…
—¡Vete! Les mentiré. Diré que me raptaste. Si te sigo, sería un lastre para ti. Huye tú solo…
Diego se sintió desconcertado. ¿Debía quedarse? ¿Huir?
Benazir, viéndole dubitativo, le besó en una mejilla, y corrió decidida al encuentro de aquellos hombres.
Diego entró por el conducto y, con medio cuerpo fuera, pudo distinguir cómo Benazir detenía a los soldados a la entrada del patio, gritando y abalanzándose sobre ellos. Y de repente vio aparecer un acero rápido que se clavaba en su vientre. Ella se agotó en un largo gemido, vuelta hacia él, con una expresión tranquila y llena de paz, convencida de que en ese momento, pasados tantos años, acababa de expiar su pecado.
Diego cerró la trampilla y descendió a trompicones por una resbaladiza escalera hacia el interior de la tierra, destrozado y llorando. Corrió nada más tocar suelo. Tomó una galería a su derecha, y poco después otra cuando oyó voces por detrás. Intentarían seguirle, pero allí no temió por su vida, no corría tanto peligro. No le cogerían. Recorrió innumerables pasillos y estrecheces, subió y descendió a través de los diferentes niveles, y hasta tuvo que recorrer una galería inundada llegándole el agua a la cintura. Pero consiguió dejarlos muy atrás.
Poco tiempo después apareció en el arroyo, fuera de la muralla, y se dejó caer sobre sus frescas aguas. Recorrió su cauce a toda prisa hasta llegar al Guadalquivir. Una vez en aquel ancho río, se sumergió sin abandonar sus orillas, y de modo discreto consiguió alejarse de Sevilla en dirección oeste. Debía alcanzar la aldea de Coria para recuperar a Sabba. Luego cabalgaría sin descanso hasta Salvatierra. Había fallado en su misión, no había visto el Corán, y tampoco a sus hermanas; Diego pensó que sólo le quedaba llegar a tiempo en ayuda de sus amigos, antes de que les lloviese el feroz ataque almohade.
Dos días después, sobre la cabalgadura de Sabba, mientras volaban por encima de los caminos, lejos de las rutas principales, Diego pensó en Benazir con orgullo. No había gesto de mayor generosidad y valentía que el suyo.
Lloró recordándola.
Aquella mujer había demostrado llevar en sus venas la sangre de las hijas del desierto, la bravura de sus tormentas y el contraste de sus noches. Benazir poseía un alma pura.
La recordaría para siempre.
Tras cinco jornadas de camino, Diego alcanzaba el puerto del Muradal. Después de atravesarlo, vio la fortaleza de Salvatierra, en el alto del collado, dominando toda la planicie.
Una enorme nube de polvo se alzaba desde el interior de sus murallas y recorría su contorno. Cientos de caballos la rodeaban para asaltarla, crecidos en la victoria.
Desde lejos oyó un terrorífico griterío, el sonido de las espadas batiéndose entre sí, tambores, trompetas moriscas acompañando sus ataques.
Miró la torre del homenaje y comprobó con dolor que las banderas que ondeaban ya no eran la de Castilla ni la de Calatrava. Ahora había una blanca, sin dibujo, la almohade, y otra verde perteneciente a las tropas andalusíes.
Había llegado demasiado tarde; Salvatierra había caído en sus manos.
—Les he fallado… Por Dios, ¿qué habrá sido de todos?
La yegua bufó nerviosa respirando la proximidad de la muerte y pateó el suelo inquieta.
—¿Adónde he de ir ahora?
Sabba volvió la cabeza y le miró. Relinchó decidida y se arrancó en una vertiginosa cabalgada.
Diego no se interpuso a su voluntad.