VIII

En apenas una hora Diego le resumió todos sus avatares, desde la precipitada huida de Toledo hasta que había aparecido en su puerta disfrazado de mujer y con media ciudad persiguiéndole.

Benazir le escuchaba inquieta, pues su presencia, además de alegría, le provocaba dolorosos recuerdos.

—¿Cómo pude cometer aquel error? —se lamentó ella—. Créeme, lo he pensado tantas y tantas veces… Perder la cabeza de aquella manera, cuando sólo eras un muchacho…

Un agudo dolor, muy íntimo, se reflejaba en su mirada rota y huidiza.

—Tal vez sea mejor dejar todo eso atrás, en el olvido…

—Nunca pude, Diego. He meditado mucho sobre ello, tal vez por intentar depurar mi conciencia, cuando no para entenderme a mí misma, y me he dado cuenta de que, a lo largo de mi vida, sólo he sabido malgastar todo lo bueno que se me ha dado. En Toledo viví obsesionada por parecer lo que no era, quise convertirme en una mujer deseable, encantadora y seductora, olvidándome de cuidar lo que en realidad quería: a mi marido. Desprecié su trabajo, su responsabilidad; hasta llegué a odiar su sobriedad. Me comporté de una forma inmadura y caprichosa, fui simple o, en realidad, tan estúpida… —Recogió una gruesa lágrima de su propia mejilla—. Llegué a mi matrimonio y a Toledo sin haber aprendido antes a ser yo misma. A pesar de los años seguía jugando como una niña, sin asumir el papel que me tocaba desempeñar; el de una mujer responsable, fiel, amante esposa… Lo hice todo mal, Diego, o, mejor dicho, fatal…

—Tal vez estás siendo demasiado dura contigo misma —le interrumpió Diego.

—¿Dura? ¿Dices dura? —Le tembló la barbilla, y sus manos, nerviosas, volaron de su regazo a su barbilla y de ella a su vestido—. ¿Te imaginas qué se siente cuando al hacer balance de toda una vida, no encuentras en ella nada importante? Y ¿no te parece increíble que el destino de una persona pueda quedar marcado para siempre por un trágico error, uno solo, aunque de enorme trascendencia?

Diego sintió la necesidad de abrazarla lleno de compasión. Por encima de aquel fatídico hecho, Benazir había sido una parte esencial de su camino, en aquellos primeros años de su juventud tan llenos de dudas. A su lado había aprendido a hablar en árabe, y conocido el universo de la traducción en Toledo. Ella fue quien le regaló el primero de sus libros, lo recordaba todavía, como también aquel desgraciado viaje a las marismas del Guadalquivir. Pero más que todo lo anterior, Benazir había sido para Diego un hechizo, el despertar a su propia sensualidad, el objeto de sus pasiones, una salvaje tentación.

Y se dio cuenta de que todavía la adoraba.

Acarició sus cabellos en silencio, mientras recordaba una de aquellas hondas conversaciones con Galib, cuando la definía como un ser único, irrepetible, una esencia preciosa, heredera del desierto, indómita, inabarcable, escurridiza como sus arenas. Todavía podía ver a su maestro con los ojos inflamados y las manos temblorosas derrochando emoción en cada una de aquellas palabras y adjetivos.

—Por lo que dices, has logrado casi todo lo que te propusiste… —Benazir le observó con admiración detrás de sus cálidos ojos de color miel—. Cuando te vi por primera vez en Toledo no eras nadie, tan sólo un joven plebeyo, hijo de un vasallo posadero y pobre. A tus catorce años venías cargado de ambiciones y con la firme voluntad de llegar a ser alguien.

—Tienes razón. En aquel momento no sólo huía de los sarracenos, en realidad trataba de alcanzar un sueño vetado a los de mi clase; aprender, adquirir la experiencia necesaria, acariciar la sabiduría contenida en los libros, absorber los principios de la ciencia o dominar el conocimiento de las cosas. Inocente de mí, entonces no imaginaba que el saber se conjuga con poder, y que sólo siendo noble o eclesiástico se podía acceder a él. No estaba a disposición de un pobre hijo de la tierra como era yo.

—Tu mérito es mucho mayor —le interrumpió—. Te has convertido en un afamado albéitar, tal vez estés hasta más preparado que tu propio maestro, y todo debido a la férrea determinación que has puesto por conseguirlo. Pero es que además has probado vida en un monasterio, has sufrido la experiencia de una guerra y conoces el amargo sabor de la traición y del engaño, aunque también las mieles de un gran amor… —Guardó una pausa ordenándose las ideas—. Mi Diego querido, deberías sentirte orgulloso por todo ello. Tu vida se ha visto salpicada por infinitas sensaciones y aventuras, tantas que hasta llegaste a mirar a la muerte muy de cerca…

—Ese día renací. Lo hice por una conjunción de suerte y destino. También tú podrías hacerlo si dejases atrás el pasado, Benazir.

—Volviste a la vida sin que los remordimientos te persiguiesen, no como a mí…

—El peor de los males siempre tiene expiación…

—Tal vez tengas razón… —Se levantó incómoda y fue a buscar un par de manzanas en una gran fuente. Él aceptó una y la mordisqueó con hambre.

—Dentro de mi corazón siento una enorme deuda contigo. —Benazir suspiró con pesadez—. Dime qué puedo hacer por ti, te lo ruego.

—De momento esconderme, con eso es bastante. No puedo explicar mucho más, pues podría ponerte en un serio aprieto…

Benazir pensó dónde podía ocultarle y no se le ocurrió otro lugar mejor que la bodega que su padre escondía en el subsuelo.

—Imagino que sabrás que al-Nasir está en Sevilla.

—Por supuesto —contestó sin entrar en el tema.

—¿Acaso tu misión le implica?

—Tal vez…

—Entiendo… Buscas información para Castilla… ¿no es eso?

—Es de suponer, claro…

—Ya no puedes arriesgarte, serías de inmediato reconocido… y sin embargo, yo sí. —Benazir le mostró una expresión cómplice.

—Ni en broma. No admitiré ponerte en peligro.

—Visito con frecuencia a su hermana, a la princesa Najla. Con ella comparto una buena amistad y me es fácil moverme por sus dependencias. Es una excelente poetisa y pasamos horas enteras recitándonos estrofas. Conozco bien al califa, a sus esposas, incluso a su concubina preferida; una hermosa joven pelirroja que…

Diego se atragantó al escuchar aquello. ¿Pelirroja, en la corte de al-Nasir? No podía ser… Se le encendió la cara y sus ojos parecían estar a punto de explotar. Benazir se dio cuenta sin entender por qué.

—¿Qué he dicho para perturbarte tanto?

—La pelirroja… —La voz se le quebraba—. ¿Sabes su nombre?

Diego se quitó su disfraz de un tirón, como si aquellas vestimentas no le dejasen respirar y le estorbasen de pronto.

—Espera que recuerde… No sé… creo que la llamaban Falak…

—¡Falak en árabe significa Estrella, o Estela! —Diego se puso a gritar sin ningún cuidado.

—Por favor, no hables tan alto. ¿Qué te pasa?

—Se trata de mi hermana, la pequeña. ¿No recuerdas lo que sucedió en Malagón antes de mi huida a Toledo? Seguro que también estará Blanca.

—Nunca escuché ese nombre, sólo el de Falak, o Estela, como tú dices…

Diego se puso en pie y miró a Benazir de frente, con una expresión desencajada, ansioso por actuar.

—He de ir a buscarlas, ahora mismo. Debo sacarlas de su prisión, llevármelas… —Se levantó con inquietud—. No sé qué hago todavía aquí, necesito moverme, ¡ahora!

—No creerás que te van a dejar entrar en la alcazaba… La protegen esos fanáticos africanos. Te matarán sin dudarlo.

—Iré por las alcantarillas. Sé cómo llegar hasta uno de sus patios. En eso consistía mi plan inicial; entrar en las dependencias califales desde la alcantarilla del Ganado, en el arroyo…

Diego repasó mentalmente el subsuelo de aquella ciudad. Desde la embajada, la mejor entrada para acceder a los palacios se encontraba próxima a la Gran Mezquita. Sacó el pergamino de Zorro Salvaje con el plano de la alcazaba, y lo desplegó para que Benazir le indicase dónde podía encontrar a Estela. A la vez recordó su misión.

—¿Alguna vez has llegado a ver en palacio un Corán con una gran gema en su portada?

—Por supuesto, al-Nasir va siempre con él. La piedra que mencionas en realidad es una enorme esmeralda, tan grande como una ciruela. ¿Buscabas eso?

—¿Sabes dónde lo puede guardar?

Ella le señaló un lugar donde era bastante posible.

—Reconozco que servirse de las alcantarillas puede ser una buena idea, tal vez la única opción para llegar a la alcazaba —comentó Benazir—. Esta casa también posee una entrada a esas alcantarillas.

—Lo sé, pero sus galerías no conducen a palacio. No me vale…

Benazir estaba asombrada del cambio que había experimentado Diego. Al mirarle veía a un hombre valiente, bien cultivado y atractivo. Sabía que sus motivos para ir a la alcazaba eran suficientes y que nada lo evitaría, pero temió por él. Deseaba ayudarle… La presencia de su hermana Estela le había alterado y estaba demasiado nervioso, ávido por hacer algo y pronto. En aquel estado, no parecía tener el suficiente temple para actuar sin cometer alguna imprudencia.

—Te acompañaré. —Se levantó decidida y le tapó la boca en el momento en el que Diego empezaba a protestar—. Da igual lo que digas, voy a ir, lo necesito… No podría quedarme aquí. He de hacer algo, no sé, por lo menos vigilar la entrada de la alcantarilla que has de usar.