Diego habló en voz baja a Sabba, en su íntimo lenguaje. Le rogó que, desde ese momento, estuviese tranquila. Ella lo comprendió y bufó con discreción.
Se encontraban a orillas del arroyo Tagarete, en el punto de unión con el río Guadalquivir, y a las puertas de Sevilla. Allí esperaban a su primer contacto.
Diego observó distraído el increíble efecto del sol sobre las cuatro cúpulas de cobre que coronaban el altísimo minarete de su mezquita. Parecía un gran faro, cuyo efecto se podía ver a más de dos leguas de la ciudad.
Había viajado junto a una docena de enormes yeguas de raza flamenca a través de al-Ándalus haciéndose pasar por tratante de caballos. No había tenido demasiadas dificultades, salvo para atravesar el paso del Muradal, donde una tropa calatrava le tuvo que facilitar una vía libre tras una expedición previa de limpieza.
Diego miró un reloj solar cercano, sobre una torre próxima al río, y se extrañó de que fuera mediodía, la hora convenida, sin haber recibido todavía ninguna visita.
—La naranja es amarga en este tiempo… —Aquella voz le sobresaltó. Pertenecía a un hombre de turbante y túnica azul.
—Yo también prefiero la de invierno.
Con aquella contestación ambos sabían quiénes eran.
—Os llevaré a mi casa, pero antes debéis saber dónde están las tres grandes alcantarillas que desembocan en el arroyo. —Señaló con el dedo hacia un punto que se encontraba muy cerca de ellos—. Esa primera, ¿la veis?; es la que llaman la del ganado. Aquella otra, la siguiente, antiguamente la llamaban de San Bernardo. Y la última, próxima a esos antiguos caños que todavía transportan agua a la ciudad, se llama de las madejas.
—Usaré la primera para salir, es la más próxima a la alcazaba. Ahora vayámonos, estamos demasiado expuestos y además tengo un apetito voraz.
—Seguidme entonces. Mi nombre en clave es Garza Azul.
En la vecina aldea de Coria, en la margen izquierda del Guadalquivir, aquel hombre poseía un molino y una villa con grandes cuadras. Guardaron los caballos dentro, y comieron algo a la vez que comentaban los siguientes pasos.
—Yo sólo actúo de enlace —se justificó Garza Azul—. Lo siguiente que haréis es buscar a Zorro Salvaje dentro de Sevilla. Yo no os puedo ayudar más, ya que por razones de seguridad desconozco dónde vive. Así evitamos que nos detengan si uno de nosotros fuese capturado.
—No os preocupéis, sé dónde encontrarle. Él me ha de facilitar los planos de la alcazaba. De todos modos, he observado muchísima tropa en las afueras de la ciudad. ¿Sabéis qué puede estar ocurriendo?
—Hay rumores sobre un inminente ataque a Castilla. Zorro Salvaje se está encargando de confirmar esa información antes de alarmar sin necesidad a Salvatierra… Preguntadle a él. Yo no sé más.
Durante el almuerzo comentaron las averiguaciones que Garza Azul había hecho sobre el jefe del espionaje almohade, a quien se le atribuía un origen castellano, pero del que se desconocía casi todo. Diego devoró el sabroso pescado con coles y zanahoria sin saber cuándo podría volver a tomar comida caliente. La compañía de oloroso vino ayudó a que el descanso se alargase hasta media tarde.
Poco después de dejar atrás aquella villa, Diego observó el perfil de Sevilla y fue consciente de que a partir de entonces comenzaba para él la fase más peligrosa del plan. Por fin iba a entrar en acción.
Se arregló mejor el disfraz con el que pretendía entrar y recorrió la ribera del río hasta que llegó a la ciudad, la cruzó por el puente nuevo con idea de entrar por la Puerta del Agua.
Diego caminaba sin miedo de ser reconocido. El niqab le ocultaba la cabeza por entero, salvo una pequeña rendija por donde veía. Bajo una amplia túnica, llevaba una camisola más ceñida que había rellenado con algodón simulando unos pechos femeninos. Desde fuera nadie dudaría que se trataba de una mujer, y la borrica con la que iba, cargada de tinajas de agua, tampoco dejaba duda alguna sobre cuál era su oficio.
—¿Adónde vais, mujer? —Un soldado le dio el alto antes de llegar a la puerta.
Diego se llevó la mano a la garganta dando a entender que era muda.
—No podéis hablar, comprendo… Dejadme ver lo que lleváis. —Destapó dos de las tinajas y se inclinó para comprobar su contenido. Al ver que era agua, le abrió el paso—. Podéis seguir.
Diego atravesó aquel arco de entrada y se dirigió con prontitud hacia una calleja a su izquierda. Antes de que ésta terminara en un muro, tomó otra de trazado irregular a la derecha y luego cruzó en diagonal una plazuela, bien conocida en la ciudad por sus concurridos baños. A tan sólo dos calles de ella, y a su derecha, después de atravesar otra plaza más pequeña, debía encontrar un callejón ciego y al fondo de él la casa de Zorro Salvaje.
Un viejo la detuvo en seco cuando pretendía superar la última plaza con intención de comprarle una garrafa.
—Menuda aguadora estás hecha… Si no lo gritas, ¿cómo vas a vender?
Diego repitió el ademán de no poder hablar a la vez que le llenaba una frasca con agua. El hombre se la bebió de un trago.
—Aguadora y muda, mal asunto ese… —Escupió en el suelo y le pidió otra jarrita. Buscó dos monedas y se las dio. Diego empezó a inquietarse al sentir la insistente presión de su mirada. Bajó la cabeza para que no le mirara a los ojos, implorando que se fuera cuanto antes, como así fue.
Poco después estaba en el interior de la vivienda de su contacto, dentro de su patio interior. El calatravo le recibió con gesto inquieto, pero a Diego le supuso todo un alivio al verse más a salvo. Su cara no le resultaba desconocida.
—¡Es muy urgente que lo sepan…! —Zarandeó a Diego como si le fuera la vida en ello—. ¡Es el desastre!
—Pero ¿qué pasa? —Diego se retiró el niqab y le ayudó a tranquilizarse.
—Acabo de saber que el califa va a atacar Salvatierra, y lo peor es que ya están de camino…
—¿Cómo puede ser eso? No me he cruzado con ningún ejército, salvo el que está acampado a las afueras…
—Ésos son los últimos. Los demás han tomado otra ruta, creo que por Jaén, donde se les van a sumar tropas venidas de África.
Diego le preguntó si ya había mandado un mensaje de aviso.
—Iba a hacerlo ahora mismo. Acompañadme, rápido.
Diego dejó la burra en el patio y se recogió la túnica para correr escaleras arriba hacia la azotea de la vivienda. En uno de sus extremos vio un pequeño palomar con no más de una docena de pájaros.
Antes de hacerse con una paloma, el hombre recordó que no le había dado el plano del palacio califal.
—Tomad, antes de que lo olvide. Encontraréis tres de sus estancias marcadas con una cruz azul, en cualquiera puede estar el libro que buscáis. Las cruces rojas indican las dependencias de la guardia personal del califa. Evitadlas. He arriesgado mucho para hacerme con este plano, pero confío en que os servirá. Ah, y por último, os recuerdo que para salir de Sevilla tendréis que volver a esta casa. Os he de facilitar nueva identidad y ropa adecuada.
—Sí, sí. Cuento con ello.
Diego se guardó en un bolsillo interior de la túnica aquel plano, y observó lo que hacía con las palomas. Entre las prisas y sus nervios, al hombre se le escapó una, y otra a punto estuvo también de hacer lo mismo, aunque pudo cazarla por el cuello.
Buscó la más fuerte y empezó a envolver un pequeño fragmento de pergamino a su pata, mientras repetía una y otra vez el desastre que se avecinaba como no llegase a tiempo a Salvatierra. El asunto era tan urgente que no disponía de tiempo para utilizar otros sistemas más seguros como era el cilindro de códigos. Con la paloma, la noticia llegaría antes que el enemigo.
Diego observó los alrededores desde la azotea. Al encontrarse sobre una pequeña colina, la vistas de la ciudad eran excepcionales. No estaban lejos del minarete de la mezquita, y por tanto tampoco de la alcazaba, de la cual se divisaba alguno de sus altos almenados y parte de la muralla.
El cielo empezaba a teñirse de tonos rosáceos y anaranjados, dejando al sol esconderse por el horizonte, cuando Diego oyó unas voces. Abajo, en la plaza, vio a unos hombres cantando y un grupo de mujeres aplaudiéndoles. Todo parecía normal.
Se volvió hacia Zorro Salvaje. Había terminado de apretar el cordel a la pata de la paloma y estaba a punto de soltarla para que iniciara su crítico vuelo.
—Venga, pequeña —le dijo al oído—. Viaja con la rapidez del viento, apóyate en él. Despista el aire de frente, evita las tormentas y alcanza pronto tu destino…
La soltó y el pájaro aleteó con fuerza. Tomó altura y dio varias vueltas en círculo alrededor de la casa. Los dos la seguían, esperando que se orientara y decidiera finalmente volar hacia el norte. Pero en ese momento apareció una sombra de mayor tamaño a una velocidad endiablada, amenazando el vuelo del pájaro.
—¿Pero qué es eso? —preguntó Diego.
—No… ¡Es un halcón! —El calatravo se atragantó al decirlo—. Eso significa que nos han descubierto… ¡Hemos de huir! —exclamó a voz en grito.
Vieron el brutal choque de la rapaz contra la paloma, una nube de plumas como rastro de su caza, y su último aleteo antes de ser transportada en las garras de aquel pájaro. Diego la siguió hasta comprobar con espanto que su vuelo terminaba en la plaza. Allí había un destacamento de soldados, y vio como uno de ellos recibía al halcón en un guante de cuero. Sus miradas se cruzaron. Ahora no quedaba ninguna duda. La situación era desesperada.
Notó un agudo silbido pasándole a escasa distancia de su mejilla. Se apartó por instinto. Había sido una flecha.
—¿Por dónde hemos de huir? —preguntó a Zorro Salvaje.
Al volverse, tuvo que lanzarle los brazos para evitar su caída. Comprobó con espanto que aquella flecha le había entrado por un ojo y se le había clavado en el cerebro. El pobre hombre estaba ya muerto.
Diego lo dejó tendido en el suelo y oyó un coro de voces por debajo de la casa. Miró a su alrededor sin saber por dónde escapar. Nadie había previsto aquella situación, pero tampoco le sobraba tiempo para lamentarse por ello, y menos para dudar.
Corrió hacia un extremo de la azotea y estudió la situación. Cerca de su edificio y a menor altura había otro, pero le pareció que estaba a una excesiva distancia. Antes de optar por saltarlo, comprobó si no había algún otro medio de huir. Como no encontró nada mejor, se subió la túnica hasta la cintura, la ató en un nudo, se guardó el niqab en un bolsillo, y tomó carrerilla para superar el espacio entre los dos edificios.
Mientras estaba en el aire, a pesar del enorme esfuerzo invertido en aquel salto, pensó que no lo conseguiría. Sentía como si toda la sangre de su cuerpo se hubiera acumulado en las piernas para sacar de ellas más vigor. A falta de media cuerda del borde, le dolieron las sienes tal vez por tener tan apretadas las mandíbulas. Sin respirar, y apurando al máximo sus fuerzas, alcanzó aquella otra azotea, y rodó por ella sintiendo de inmediato una lluvia de flechas a su alrededor. Corrió esquivándolas como pudo, y volvió a saltar a otro tejado más bajo y en pendiente. Resbaló por sus tejas, arañándose piernas y brazos. Al mirar hacia atrás vio a dos soldados decididos a capturarle. Uno de ellos acababa de saltar y pisaba el techo del primer edificio. El segundo, tras haberse quedado colgado de su repisa, acababa de incorporarse y también corría tras él, gritándole no sabía qué.
Diego calculó la altura que le separaba del suelo del callejón, y al no ver a nadie cerca, saltó decidido. Pisó tierra, y empezó desde allí una carrera sin descanso a través de una confusa red de callejuelas que no parecían llevar a ninguna parte. Se hacía de noche, y en la oscuridad todas se parecían, pero Diego decidía una u otra calle siguiendo el plano mental que había memorizado, sin apenas dudar cuál de ellas iba a tomar o cuál evitar.
Al advertir que se le acercaban, pensó las alternativas que tenía. Volver a la puerta por donde había entrado a la ciudad era un suicidio, pues sus guardias estarían avisados de su huida y aquello era un embudo sin escapatoria. Pensó en las alcantarillas y no le pareció mala solución, aunque la más cercana la acababa de dejar atrás y no podía volver. Sin quedarle muchas más posibilidades, se concentró en ganar velocidad para al menos distanciarse de sus perseguidores.
Después de reconocer una pequeña mezquita en un callejón, meditó qué otros edificios iba a encontrarse a partir de entonces, por si alguno pudiera servirle temporalmente de escondite. Al repasarlos uno a uno, de repente se le ocurrió una brillante solución.
Calculó que a tan sólo tres calles de donde estaba se encontraría con el palacio del embajador persa, y pensó en Benazir. Años atrás había oído decir que había vuelto a Sevilla tras su separación de Galib. Aunque era cierto que de aquello habían pasado varios años, estuviese allí o no, tal vez fuese ésa su única salvación.
Se tapó la cabeza con el niqab y corrió todo lo que pudo hasta llegar a la puerta del palacio. La aporreó para que le abrieran sin dejar de mirar atrás. Nadie respondía. Tocó de nuevo y ahora lo hizo con una enorme aldaba en forma de cabeza de pantera. Esperó con la respiración agitada y todos sus músculos en tensión. Allí no abría nadie. Buscó algún lugar donde esconderse y encontró dos grandes barriles pegados a una pared. Corrió hacia ellos y se ocultó. Al poco tiempo, pudo ver a los mismos hombres que le habían seguido, y tras ellos, al menos a una docena más. Todos pasaron de largo, momento que Diego aprovechó para volver a la puerta y tocar otra vez.
Por fin se abrió un poco. Una mujer asomó la cabeza y preguntó a qué se debía la visita.
—Necesito hablar con la señora Benazir, es urgente. —Diego disimuló su voz para que no pareciera demasiado masculina. La mujer notó algo raro. Empezó a cerrarla cuando alguien habló desde el interior.
—¿Quién es?
—¿Quién sois? —La portera le devolvió la pregunta—. Por favor, os ruego que le digáis a la señora que soy la hermana de Galib. —Diego pensó que aquello causaría su inmediato interés. Necesitaba que le abrieran, poder entrar cuanto antes y no ser descubierto.
La puerta se abrió de par en par y por ella apareció Benazir, más madura pero tan hermosa como la recordaba. Observó con extrañeza a aquella mujer oculta bajo un niqab, y le preguntó por qué motivo había mencionado ese nombre.
De no haber sido por la presencia de su sirvienta, Diego se habría retirado el pañuelo en ese momento desvelándole su identidad. Pero si lo hacía, extrañada, tal vez podría avisar a la guardia. Decidió seguir el engaño.
—Me manda él… Debéis escucharme, el asunto es de extrema urgencia para todos, también para vos…
Benazir reconoció algo extraño y a la vez familiar en aquella voz, a pesar de estar tamizada por el grueso paño.
—Entrad y contadme. —Le abrió paso por fin y Diego se coló a toda prisa, actitud que inquietó a ambas mujeres.
—¿Podríamos hablar en privado?
Benazir dudó si no sería mucho más prudente seguir acompañada. Aquella mujer, su intempestiva aparición, las horas que eran, lo extraño de la situación… Le iba a decir que no.
Diego pudo adivinarle el pensamiento, y ante la posibilidad de que le echaran probó otra estrategia.
—Soy de Malagón… ¿me recordáis?
Benazir se llevó las manos a la boca sobresaltada. No había vuelto a oír aquella referencia desde Toledo. Además, ahora la voz se había tornado algo más grave, como masculina. No podía ser, pensó…
—Ishamadi, ya puedes irte. Si mi padre me buscase, estaré en la sala de lectura.
Intentó identificar a quién pertenecían esos ojos bajo el niqab y por fin le reconoció.
—Y vos seguidme… —antes de terminar la frase comprobó que su sirvienta ya no le podía oír—, Diego de Malagón.