Durante aquel durísimo verano de mil doscientos once, los rumores de guerra entre el norte y el sur corrían en boca de todos. Una vez más se volvían a escuchar palabras como «reconquista», «guerra santa», «fe» y «cruzada».
Cuando se agostaron los campos y llegaron las primeras lluvias de septiembre, algunos con más alivio y otros defraudados, aseguraron que la contienda tendría lugar la siguiente primavera, con la coincidencia de los nuevos pastos.
De hecho, los dos ejércitos seguían preparándose.
Entre copiosas lluvias, campos encharcados y barrizales casi imposibles, la fortaleza de Salvatierra, enclavada en aquel pronunciado collado, vivía aquel inicio de otoño en un continuo bullicio. Se decía, con razón, que allí nunca se dormía.
Las órdenes que llegaban desde Toledo eran contundentes. Debían emplearse contra el enemigo hostigándolo en sus posiciones, quemándole sus cultivos y graneros, destrozando sus frutales y robándole su ganado. Aquel propósito, que fue bautizado con el nombre de «tierra yerma», fue ganando terreno hacia el sur con demasiada poca resistencia por parte sarracena. Nadie entendía las razones del escaso empeño que el moro ponía en la defensa de sus posiciones.
A finales de septiembre, en Salvatierra tuvieron una insigne visita. Fue toda una sorpresa para Diego, y la causa de su siguiente y más trascendente misión.
—¡Quiero ver a Diego de Malagón! —ordenó el recién llegado después de entrevistarse con Bruno de Oñate. Había aparecido con una escolta de veinte caballeros fuertemente armados.
—Os enseñaré dónde está. —El alguacil del castillo, aunque extrañado, indicó que le siguiera por unas escalerillas que, hundiéndose en la tierra, no parecían tener final.
Entre sombras, y al fondo de una galería de pobre iluminación, llegaron hasta un desvencijado portalón de madera que rechinó como si no hubiese sido abierto en años. Dentro, el ambiente resultaba asfixiante. Un gran chorro de luz se repartía generosa desde un ventanuco excavado en el techo. De espaldas a la puerta de entrada, tres hombres caligrafiaban con minúscula escritura en unos pergaminos no más grandes que una cereza. Uno de ellos era Diego. El recién llegado se acercó hasta él y le tocó en el hombro.
—Quien seáis, esperad. He de terminar una frase y no puedo dejarla a la mitad.
Sin volverse a ver quién era, Diego mojó la punta de una delgadísima pluma de golondrina en el tintero, y dibujó tres palabras y dos símbolos dentro de aquel enano soporte. Lo hizo bajo la atenta mirada del visitante, en un lenguaje desconocido para él. Cuando terminó, se quitó un grueso cristal de la cara que le ayudaba a aumentar el campo de visión, y se volvió para ver quién le buscaba.
—¡No lo puedo creer! —Diego estrechó su mano encantado de volverle a ver.
—¡Ni yo! Imaginarás que todo el mundo te sigue dando por muerto… Bueno, no todos; sigo tus pasos desde que te colgaron en aquella horca.
—Don Álvaro Núñez de Lara en Salvatierra… Qué alegría me dais.
Diego le animó a sentarse y le preguntó por su esposa doña Urraca, por sus hijos, también por su suegro el señor de Vizcaya.
—Todos están bien, gracias. Sigo agradecido por lo que hiciste…
—¿Qué favor es ése, que ni yo recuerdo?
—Aquel mensaje que interceptaste. ¿Sabes de qué te hablo ahora?
El pensamiento de Diego voló hacia aquel desfiladero en el puerto del Muradal, cuando había dado muerte al correo sarraceno. Todavía sentía cercana su agonía y el agrio recuerdo de lo sucedido.
—Sí, sí… Cómo no…
—Gracias a vuestro trabajo pudimos destruir la red más importante de espías que al-Nasir tenía desplegada en Castilla y Aragón. Aquel mensaje resultó imposible de descifrar, pues empleaba reglas y símbolos nuevos. Tan sólo reconocimos un nombre y una ciudad, Arévalo. A través de ese dato pudimos averiguar el paradero de un primer espía, y tras él cayeron los demás, un total de veinte. Hace bien poco, detuvimos a los tres últimos en Valladolid. —Guardó una pequeña pausa—. Ha sido la mejor operación que se recuerde en toda Castilla. Tan sólo nos faltó poder encontrar a su nuevo jefe, un misterioso individuo al que nadie ha visto todavía, y del que no sabemos ni su nombre, y menos aún dónde reside. Una auténtica pesadilla.
—Un día cometerá un error y lo capturaremos… Ya lo veréis —apuntó Diego—. Y por cierto, todavía no me habéis explicado cuál es el motivo de vuestra visita…
—Al puesto de alférez de Castilla le corresponde una responsabilidad directa sobre esta fortaleza, incluidas sus misiones. Digamos que actúo de enlace entre el rey y vosotros. Bruno de Oñate me informa sobre lo que sucede por aquí, y yo estudio, junto al monarca, las siguientes acciones. ¿Lo sabías?
Diego lo negó.
—Pues escucha. Nuestra próxima misión será la más decisiva de todas las emprendidas hasta ahora, y por eso estoy aquí. Sabrás de qué hablo una vez haya discutido con tu superior cuál será tu participación en ella, pero puedo anticiparte que será determinante. Luego te avisaremos.
Dos horas después Diego pedía permiso para entrar en un pequeño habitáculo al lado de la armería; un lugar discreto donde le esperaban Bruno de Oñate y Álvaro Núñez de Lara.
—Cierra la puerta y siéntate —ordenó Bruno.
—¿Conoces Sevilla? —Don Álvaro extendió un plano sobre la mesa.
—Nunca estuve, pero he memorizado ese plano hasta en sus menores detalles, como también los de Córdoba y Granada. Sé cómo se llaman sus calles, plazas, mezquitas, dónde están los principales edificios…
—Excelente, Diego. Ahora tendrás que aprenderte su extensa red de alcantarillas. —Extendió otro con un complejo esquema lleno de galerías y ramales que se superponía sobre el anterior plano—. Lo necesitarás para penetrar en el palacio de al-Nasir. Sabemos que ahora vive en Sevilla, y ésta es la mejor oportunidad…
—Perdonadme, no sé si he entendido bien… ¿Me estáis diciendo que he de penetrar en las dependencias del mismísimo califa…?
—Exacto —intervino Bruno—, has oído bien. Tu misión consistirá en hacerte con su más preciado Corán.
—¿Un Corán?
Don Álvaro le pasó un dibujo donde se mostraba un libro cuya portada estaba enriquecida con arabescos e infinidad de geometrías. Además, en su centro sobresalía una enorme piedra de color verde.
—No cualquiera… ¡Has de buscar este Corán! El más querido por al-Nasir; su libro. Un ejemplar único.
—¿Y he de arriesgar mi vida por robar un libro?
—No lo robarás. Si lo hicieras, nos delatarías y quedaría comprometido nuestro objetivo final. Te lo explicaré mejor. Sabemos que al-Nasir acostumbra a esconder entre sus páginas una gran parte de sus secretos y estrategias. Hace poco, nuestro embajador se lo vio hacer y supo, por otros, que aquél era el lugar elegido para guardar sus documentos más trascendentes, como si se tratase de una caja de seguridad. Se dice que lo hace por una razón mística, tal vez para que sus planes sean bendecidos por Allah, no lo sabemos.
—Una vez te hagas con él, buscarás todos los documentos que contenga, uno a uno. Y es aquí donde se explica tu necesaria participación, pues deberás memorizarlos —añadió don Álvaro—. Tu excepcional capacidad para recordar lo que lees te ha convertido en elegido para llevar a cabo este plan.
Bruno de Oñate tomó la palabra avanzándole los primeros detalles de la operación.
—Sabemos que existe una boca de alcantarilla que se abre a uno de los patios de la alcazaba; el más cercano a las dependencias califales. Ésa será tu puerta de entrada. Después, bien disfrazado, podrás moverte por los recintos.
Diego se mostró abrumado por las dificultades de aquella misión.
—No sé si seré capaz de conseguirlo…
—Llevas tres años de formación, has participado en multitud de operaciones y en todas has demostrado un buen comportamiento y el necesario temple —le animó Bruno—. Lo puedes hacer.
—También lo creo yo —añadió don Álvaro.
—Tendrás una semana a contar desde hoy para organizado todo. Estudiaremos la operación, cada paso que habrás de seguir, lo ensayaremos contigo las veces que haga falta. En Sevilla te ayudará uno de nuestros mejores hombres. Descuida, todo estará previsto y calculado. No tendrás ningún contratiempo…
Diego se frotó las manos nervioso. Le asaltaban infinidad de preguntas, aunque entendía que no era el mejor momento de hacerlas, salvo una.
—¿Sabemos dónde guarda ese libro?
Los dos hombres se miraron esperando que uno u otro respondiese. Sus expresiones lo reflejaban todo.
—No me contestéis. He de encontrarlo yo solo, ¿verdad?