La llegada de Mencía a Burgos desencadenó en Marcos un auténtico torbellino de emociones que tenían como último protagonista a Diego. Su sola mención volvió a abrir la herida de su deslealtad.
Cuando ella le contó lo que había ocurrido con su amigo en Cuéllar, se contrajo de espanto, aunque sintió un inmediato alivio ante la noticia de que en su tumba no había nada.
Mencía había acudido a él convencida de que encontraría a Diego, pero se había equivocado. ¿Cómo iba a pensar que Marcos no sabía nada de lo ocurrido y, lo que era peor, encima había desaparecido de su lado en el momento más crítico?
Claro que Marcos sabía por qué lo había hecho. Al conjeturar las consecuencias negativas que le afectarían en cuanto asomara la nariz por los tribunales, le había invadido un miedo tan atroz que temió por su propia vida. Pensó que acabaría con los huesos en la cárcel como Diego. ¿Y en qué podía ayudarle entonces? En nada. Cuéllar necesitaba a un culpable y lo había encontrado. Un pobre hombre como él no iba a poder hacer nada por variar el veredicto que con seguridad condenaría a su amigo.
—Vayamos a buscarle juntos… —le animó—. Seguro que le encontraremos.
—No lo veo fácil, Mencía. No sé, creo que deberíamos calcularlo mejor y mirar por dónde empezar. Pensad que, además, tengo compromisos que he de cumplir y…
Mencía calló. Le dolía la falta de interés que demostraba por su amigo y era evidente que no le estaba contando todo. Algo muy grave había tenido que pasar entre ellos, durante aquellos fatídicos días, para justificar ese silencio.
A pesar de sentirse muy decepcionada, decidió seguir adelante y buscarle ella sola. Pero para empezar necesitaba algún rastro que seguir, y lo peor es que tampoco sabía por dónde hacerlo. Se le ocurrió que en Burgos, como capital de Castilla, tenía que existir un registro donde se guardasen los documentos más importantes generados a lo largo del reino, y lo sucedido en Cuéllar tenía que haber sido uno de ellos.
Marcos le confirmó la existencia de aquel servicio y el lugar donde podría encontrarlo. Mencía vio una luz de esperanza. Tal vez, entre aquellos papeles, pudiese encontrar algún dato que facilitase entender qué había sucedido en aquel juicio y, sobre todo, en los días anteriores a su ejecución.
Para reconstruir los hechos sólo disponía de dos pistas: el falso entierro en el cementerio de Cuéllar y la misteriosa existencia de unos hombres que habían pagado el silencio de su enterrador. Tomó la determinación de empezar por los registros de la cárcel, y luego se haría con la sentencia del tribunal para estudiarla a fondo.
Marcos le prometió ayuda para que pudiera acceder sin restricciones a los documentos, a través de sus propias influencias con los gobernantes de la ciudad.
Ella pondría tiempo y tesón, no necesitaba nada más.
Durante los siguientes meses, todos los trámites que había emprendido en ese sentido le resultaron tan decepcionantes como lentos. Aun así pudo descubrir algo gracias a la ayuda de un contacto de Marcos, el merinero mayor de Castilla, García Rodríguez Barba.
La institución que ese hombre representaba disfrutaba de un elevado poder político dentro de la corte real. Se trataba del primado entre todos los funcionarios judiciales del rey, y uno de los pocos que confirmaban cada uno de sus documentos. Como justicia de la corte, se encargaba de dirigir las pesquisas y también de perseguir a los responsables de los grandes delitos contra la corona. Y aunque el caso de Diego no había sido de su competencia, la fama del terrible envenenamiento acaecido en la comarca de Cuéllar había sido muy comentado.
Mencía iba a verle dos o tres veces a la semana. Trabajaba en unas dependencias anejas al monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, un cenobio próximo al propio palacio real construido por expreso deseo del rey Alfonso VIII y de su esposa Leonor. Aquella hermosa edificación había sido levantada para convertirse en panteón de la monarquía castellana y cabeza de los monasterios femeninos del Císter en Castilla. Su fulgurante prestigio consiguió además que se eligiera muy pronto como lugar de retiro y selecta abadía para la consagración religiosa de las hijas de la alta nobleza.
Gracias a la amplitud de sus archivos y a la ayuda del merinero, Mencía pudo empezar a hilar cabos y a desgranar una buena parte de lo ocurrido.
—Marcos, por fin creo saber quiénes le ayudaron…
Una tarde Mencía entró en el salón de su casa como un torbellino, le besó en la mejilla y se sentó en un poyete de piedra junto a una ventana, luciendo una espléndida sonrisa.
—¿Cómo?
Marcos cerró un grueso libro donde anotaba sus cuentas y la observó expectante. Ella vestía un dos piezas, en color lila y blanco, con pedrería en su escote y un tocado transparente. Le pareció que estaba más bella que nunca. Hacía cuatro meses que había llegado a Burgos.
Mencía se asomó al jardín y aspiró el delicioso aroma que desprendía la madreselva poco antes de anochecer.
—¡Calatravos! —exclamó al instante dejándose caer sobre un sillón.
—¿Os referís a esa desprestigiada orden militar?
Mencía se quedó extrañada. La noticia era excelente y, sin embargo, Marcos había añadido un tono desagradable a su comentario.
—¿Acaso tienes algo en contra de ellos?
—Nada en absoluto. —Marcos disimuló la tensión que le ocasionaba hablar sobre Diego.
—No sé, me ha parecido como si no te agradase lo que te he dicho… —Mencía se levantó del sillón muy intranquila—. Acabo de tener entre mis manos, por fin, el registro de las entradas y salidas de la prisión de Cuéllar durante aquellos días, y todo gracias a la ayuda de tu amigo el merinero. El pobre no termina de entender cuál puede ser mi interés, a pesar de haberle explicado en su momento la amistad, que me unía con Diego.
—¿Y qué habéis sacado en claro?
—Por aquellos días detuvieron a un calatravo llamado Bruno de Oñate por un delito menor, creo que de ofensas a la autoridad. Dada la coincidencia de fechas, todo me hace suponer que pudo conocer y posiblemente hablar con Diego en el interior de las mazmorras. La lista contenía otros nombres de presos junto a sus faltas; un ladrón de caminos, dos moros que no habían pagado sus impuestos y un judío con el sobrenombre de «el Mago». Ninguno se ajustaba a la descripción del enterrador…
—¡Efraím! —comentó tajante Marcos—. Ese mago al que os habéis referido compartió amistad y conocimientos con Diego. Recuerdo que era un hombre extraño, envuelto en sombras.
Mencía se sirvió una copa de agua y le ofreció otra. Él la prefirió de vino.
—He preguntado a todos por ese calatravo, pero nadie parece saber nada de él, ¡ni que fuera un fantasma…! —Se recogió la falda en un pliegue y buscó asiento de nuevo—. Tampoco entiendo por qué, cuando menciono esa orden, la gente tuerce el gesto. De hecho, te ha ocurrido lo mismo… ¿Me puedes explicar qué os pasa con ella?
Marcos no era docto en asuntos de política, sólo en los referidos a su negocio, aunque aquélla era una excepción, pues había oído hablar más de una vez sobre ellos.
—Cuando un castillo es asediado por el enemigo, sus defensores pueden resistir hasta la muerte o entregarlo intacto para salvar la vida. Los calatravos suelen responder a esa segunda forma de actuación, sobre todo desde la derrota de Alarcos. Abandonaron sus fortalezas para sobrevivir al sarraceno. Ésa es la mala fama que se ha ganado desde entonces…
Mencía le escuchó pero no quiso opinar, tan sólo quería saber cómo podía encontrar a ese hombre. De pronto recordó algo.
—¿El monasterio de Fitero no es la cuna y origen de la Orden de Calatrava?
Marcos asintió.
—¡Dame un nombre, rápido! —Se le iluminó la cara—. Ahora mismo le escribiré solicitándole ayuda. Allí sabrán cómo encontrar a Bruno de Oñate.
—Fray Jesús, su cocinero. Él conoce bien la orden.
Cientos de leguas al sur, otra mujer pensaba también en Diego. Se trataba de su hermana.
Por primera vez en dieciséis años dejaba atrás África, para viajar hacia Sevilla a bordo de la majestuosa embarcación del califa al-Nasir. Era el mes de marzo de mil doscientos once y habían pasado dieciséis años desde que había sido apresada. Dieciséis largos años…
Tras dos calurosas jornadas por tierra, habían llegado hasta al puerto de Aljadida, al noroeste de Marrakech, y cinco días después entraban por la desembocadura del río Guadalquivir, para recorrer su cauce aguas arriba, y atracar en el puerto de la capital de al-Ándalus.
Cuando Estela divisó la ciudad, desde la cubierta de la embarcación, su bullicio, aquel olor, las grandiosas atarazanas vecinas al puerto y el contraste de su colorido le enamoraron de inmediato.
A punto de cumplir los treinta años, había asumido por completo su condición de concubina y desde hacía unos meses se aprovechaba de ser la preferida de al-Nasir.
A su lado viajaba la hermana del califa, Najla, con un niqab oscuro. Desde hacía tiempo, la princesa no sólo lo llevaba para evitar las miradas masculinas, con él disimulaba las horribles cicatrices que le había dejado una henna adulterada. Su piel se había transformado en una especie de máscara seca y tirante, modificando su expresión por completo y para siempre.
El responsable de aquel desgraciado atentado no había sido descubierto. La esclava que pintaba a la princesa había aparecido muerta, como también las dos mujeres que se encargaron de fabricar ese día la henna. Su hermano al-Nasir había ordenado investigar el suceso sin conseguir ningún éxito, y pasado el tiempo, todo terminó bajo un manto de misterio, olvidado por casi todos salvo por Najla, que se enfrentaba a diario a su imagen y vivía amargada desde entonces.
—¿Sabes para qué venimos a Sevilla? —preguntó Estela a la princesa. Sus ojos azules brillaban bajo el negro niqab como dos estrellas. Mientras esperaba su respuesta, observó que se les acercaba el imesebelen Tijmud.
—Mi hermano quiere la guerra… —contestó Najla con sequedad.
—Mis señoras —les cortó Tijmud—, poseo una información gravísima.
—Decidnos, rápido, ¿de qué se trata? —le requirió Estela.
—Acabo de saber por una de las esclavas que…
Un agudo pitido detuvo sus palabras. Aquel sonido anunciaba la llegada del gobernador de Sevilla, hermano de al-Nasir y de Najla. Las dos mujeres vieron a un joven saltando a cubierta desde otra embarcación. Con rapidez se dirigió hacia ellas y Tijmud se separó con discreción.
El recién llegado se parecía mucho a Najla. Sus facciones eran más suaves que las de su hermano el califa, y reflejaban un carácter más alegre. Besó a su hermana sin levantarle el velo, y se presentó a Estela en el momento que llegaba al-Nasir. Los dos hermanos se abrazaron y al estudiarse bromearon sobre el aumento de volumen de sus respectivas barrigas.
El anfitrión, tras aquellos saludos de cortesía, les animó a contemplar el mágico perfil de la ciudad, sembrada de minaretes y palmeras, antes de iniciarse las maniobras de amarre.
—Nuestro abuelo transformó esta ciudad para convertirla en la capital de nuestro imperio. Pagó la muralla que la protege del río, hecha de guijarros y cal viva, encargando su construcción a los mejores artesanos. Y también se propuso levantar un acueducto para el transporte de agua, un nuevo puente y la Gran Mezquita. Conoceréis su hermosa alcazaba y la puerta de Yahwar, también obras suyas.
Se volvió a las mujeres con un gesto emocionado.
—Llegó a amar Sevilla tanto como a la preferida de sus mujeres… —Desvió su mirada hacia Estela aprobando de inmediato el buen gusto de su hermano. Ella bajó la cabeza con timidez.
Najla se fijó en las calzadas escalonadas sobre las dos márgenes del río, donde estaban congregadas miles de personas que les vitoreaban. Nunca se había visto en Sevilla un séquito de barcos tan fabuloso como ése, ni tanto lujo en la corte califal.
A la embarcación de al-Nasir le acompañaban treinta naves más que transportaban cincuenta caballos, unos doscientos imesebelen, el personal de su corte, sesenta concubinas y cincuenta esclavas más, así como sus vajillas, cuberterías y todo lo necesario para vivir un largo período de tiempo sin añorar Marrakech.
Una repentina brisa procedente del oeste hinchó las velas de la embarcación y trajo con ella el frescor del lejano océano. Al inspirarlo, a Estela se le saltaron las lágrimas. Después de tantos años de encierro y humillaciones, por primera vez se sentía un poco más libre. Aquella ciudad no se encontraba tan lejos de su tierra, de los suyos. Le hacía sentirse cerca de casa.
Cuando Estela conoció la alcazaba y sus palacios, no pudo imaginar nada más hermoso. Constaban de más de una decena de edificaciones alrededor de varios patios en cruz, comunicados entre ellos por pasillos, recodos y subterráneos. Cada uno de aquellos patios se caracterizaba por poseer una vegetación diferente y un aroma propio. Uno estallaba en olores a jazmín, otro a lirio, un tercero a albahaca. Además, cada uno de los edificios poseía una decoración diferente en suelos, paredes, como también en sus arcos. El padre de al-Nasir había sido el responsable de aquel cambio sobre las anteriores edificaciones de los omeyas que llamaban al-Mubarak. Encima de ellas, levantó aquella residencia de ensueño.
Estela fue alojada en una dependencia cercana a la de la princesa Najla y, cómo no, al dormitorio del califa. Siguiendo los consejos de su hermana, había vuelto a acudir a la cama de al-Nasir, y desde entonces se dejaba amar por él, aunque no encontrara en ello placer alguno.
Durante los primeros días disfrutó con pasión de sus jardines. Trataba de sentirlos en toda su plenitud, tal vez más animada por estar en otro lugar que no en aquel harén de Marrakech. Escuchaba el sonido de sus fuentes y se veía reflejada en sus estanques, entre el canto de verdeles y golondrinas.
En su segunda semana de estancia, y durante uno de aquellos paseos, recibió una furtiva visita. Se trataba de Tijmud, quien había conseguido escaparse de sus cuarteles para advertirla.
—Señora… —la llamó, protegiéndose detrás de una enorme cortina vegetal de madreselva, a la sombra de una de las paredes.
Ella se volvió sin identificar quién era.
—¡Aquí!, detrás de vos…
Estela vio al imesebelen y caminó hacia él con cautela.
—¿Qué ocurre, Tijmud?
—Acercaos más. He de deciros algo importante; aquello que no pude contaros en el barco… ¿os acordáis?
De pronto oyeron voces que se acercaban hasta el patio y Estela se puso muy nerviosa. Temió ser descubierta junto a aquel guardián y para evitarlo le empujó decidida bajo la enredadera, siguiéndole detrás. Observaron con cuidado entre las ramas, y para su espanto vieron aparecer al califa junto a Pedro de Mora.
—O lo hacemos la próxima primavera, o tendréis serios problemas con alguno de vuestros gobernadores, debéis creerme —le explicaba don Pedro—. He sabido que muchos andan pactando con los reyes cristianos, pagándoles incluso para no ser atacados por ellos. Como veis, la situación es crítica y se va pareciendo cada vez más a la que existía antes de la gloriosa conquista almohade, cuando otros gobernadores como ellos se nombraron reyes de sus pequeñas taifas.
—El rey de Aragón nos ataca por Valencia —al-Nasir acababa de recibir noticias desde Levante—, y lo peor es que parece estar ganando terreno. Para nuestra desgracia, ha debido de olvidar el importante castigo que le infligimos el año pasado en Barcelona. Y el rey de Castilla, seguramente de común acuerdo con el otro, ha conseguido arrebatarnos algunas poblaciones fronterizas con sus alcázares. —Miró al cielo con la confianza de que Allah era el único que empujaba su empresa—. Ha llegado el momento de atacarles, Pedro. Preparémonos con eficacia para asestarles un golpe definitivo. Hace pocos días tuve una visión. Me fue inspirada por el Profeta… —Pedro de Mora se fijó en sus ojos. El azul cristalino de su mirada parecía una ventana abierta a sus más íntimos pensamientos. Al-Nasir siguió revelándole aquella ensoñación.
—He tenido un sagrado encargo de parte suya; barrer la Península por entero de cristianos, eliminar al infiel de la tierra que también fue al-Ándalus con nuestros antecesores. Y me ordenó que después atravesase los Pirineos para dirigirme a Roma. La fuerza de Allah forzará a su Papa a entregarme aquella ciudad, haciéndome propietario de las llaves de su Iglesia. El Siempre Benevolente, el Grandioso me lo ha hecho ver… —Juntó sus manos sobre el pecho y alzó la vista—. Pedro, llevo sobre mis espaldas una honrosa carga y no me detendré hasta ver el cristianismo vencido por mi mano y para siempre…
Alzó los brazos y los agitó emocionado por sus propias palabras. Después se estiró concienzudamente la túnica, y pareció volver a un estado más sereno.
—Por tanto, hemos de pensar en una larga campaña y vos vais a tener un papel decisivo en ella. —Pedro de Mora le preguntó en qué pensaba—. Habéis de conseguir la desunión de los reinos del norte, fomentar sus rencillas, romper sus vínculos como ya hicisteis en el pasado con Navarra. Si consiguiesen juntarse, no les podremos vencer. Sin embargo, triunfaremos, y morderán el polvo de la derrota si siguen desunidos.
—Iré al reino de León. Su monarca me aprecia y sé que continúa en disputa con su primo Alfonso de Castilla. Trataré de introducirme en su corte, minaré más sus deterioradas relaciones, perseguiré que se enfrenten…
A Pedro de Mora le daban igual las religiones, no las entendía y tampoco creía en Dios. Su única fe consistía en perseguir el enorme botín que obtendría si al-Nasir conseguía completar sus planes. Nunca hubiera llegado tan lejos, de haberse quedado en el bando cristiano. Soñó imaginándose a Alfonso VIII derrotado por las tropas almohades, besándole los pies, arrodillado ante él en un acto de absoluta humillación.
Al-Nasir le felicitó por la idea de ir a León.
—Vuestro plan me conviene y mucho. Intentad de todos modos estar de vuelta antes de septiembre. Os necesitaré para apoyar el primero de los ataques. Ése, el que he previsto, les dolerá mucho, pues se lo daremos en lo más profundo de su alma, os lo aseguro…
Siguieron el paseo hasta el siguiente patio, momento que aprovechó Estela para salir de su escondite junto a Tijmud. Ambos eran conscientes del riesgo que corrían si no se separaban pronto. El guardián le habló sin perder tiempo.
—Fue él… Pedro de Mora… —Le cogió las manos para que ella no le cortase—. Una esclava le vio contaminando la henna aquel día. La mujer lo ha callado desde entonces, aterrorizada, pues temía enfrentarse a la personalidad de su autor, consciente de cómo habían terminado las otras tres mujeres. Sin embargo, hace pocos días, tomó la suficiente confianza conmigo y me contó todo lo que sabía.
—Será canalla… —Estela frunció el ceño—. No acabo de entender por qué querría matar a la princesa Najla… ¡Es terrible!
—No os equivoquéis. Vos erais la elegida, no la princesa.
—¿Estáis seguro?
—Y lo intentará de nuevo…
Estela sintió un escalofrío.
—Tened cuidado y estad siempre vigilante. Trataré de estar cerca de vos, de protegeros, pero nunca os descuidéis de él…