IV

Un año después de su llegada a Salvatierra, Diego se preparaba para su primera misión.

Sobre una mesa vio varias cremas, pelucas, pinturas para oscurecer los ojos y una pasta que arrugaba la piel hasta conseguir de ella un aspecto envejecido. Pinardo le explicaba cómo usarlas y para qué servían cada uno de los objetos.

Aquella técnica se sumaba a una extensa formación que le había llevado a mejorar notablemente su sentido de la orientación. Habían sido centenares las veces que había recorrido toda la fortaleza con los ojos vendados y las manos atadas, atendiendo a los olores que percibía y guiándose únicamente por sonidos y el roce de sus pies sobre las diferentes superficies. También había aprendido a manejar cualquier tipo de armas y a disimular sus rastros. Dominaba la técnica de falsificación de documentos y cómo fabricar tinta invisible, y desde hacía poco había terminado de aprender un complejo lenguaje manual y de gestos con el que se comunicaban en ocasiones entre ellos.

Antes de estar con Pinardo había trabajado con Otón. El calatravo le había puesto como prueba un espinoso texto que debía memorizar en menos de una hora. El escrito estaba redactado en árabe y se trataba de una larga poesía de compleja rima. Diego, con una primera lectura rápida, y otra posterior más detenida, había conseguido recitarla sin agotar el tiempo y sin ningún fallo.

—Con éste no podrás… —Otón eligió otro en latín y se lo lanzó sobre la mesa casi ofendido, pues a él le hubiera costado memorizarlo por lo menos una semana.

Diego lo recogió entre sus manos y lo leyó en voz baja. Era un tratado que llevaba por título Origen de lo falso y lo verdadero y estaba escrito por san Agustín. Durante un rato se aisló de todo, concentrándose en aquellas reflexiones. Luego cerró el libro y empezó a recitar su primer párrafo.

Noli foras ire, in teipsum redid; in interiore homine habitat veritas

—Está bien… Resulta imposible verte errar… Vuelve mañana para abordar los complejos planos de las ciudades de Sevilla, Córdoba y Granada.

Diego le contaba a Pinardo lo sucedido con Otón, mientras éste trabajaba en su rostro para modificarlo.

A media mañana, terminada su transformación, salieron al patio de armas para comprobar el resultado. Llamó tanto la atención que muchos se acercaban desde diferentes puntos de la fortaleza sorprendidos por el cambio.

—Me da miedo hasta darte una palmada en la espalda —Bruno se fijó en las falsas arrugas que bordeaban sus ojos, impresionado por el magnífico resultado—, pareces un frágil ancianito…

Diego iba encorvado, con la ayuda de un bastón, y vestía una larga túnica de algodón blanco de uso común entre los sarracenos. Adoptó una voz cascada y frágil, simulando que le faltaba el aire al finalizar cada frase.

—Excelente trabajo, Pinardo —Bruno miró a su hombre—, y también muy buena tu actuación, Diego. Espero que todo funcione tal y como ha sido planeado. Ahora, seguidme hasta el salón de reuniones, y os detallaré los siguientes pasos antes de que nos pongamos todos en marcha.

Diego se enderezó y sonrió a los presentes antes de desaparecer hacia el recinto subterráneo. Le acompañaron Otón, Pinardo y Tomás, aparte de otros seis caballeros, todos habituales en sus reuniones.

Bruno ya estaba sentado en el centro de la gran mesa y a medida que fueron entrando los caballeros, los fue acomodando sin perder tiempo. Alzó la voz y convocó su atención.

—Nuestros informadores aseguran que el correo enemigo salió de Sevilla hace tres días con el mensaje —empezó Bruno, para ponerles en antecedentes—. También le han visto pasar por Écija y Jaén, lo cual significa que si mantiene ese ritmo llegará al puerto del Muradal esta medianoche. La idea es situar a Diego en el último desfiladero, antes de entrar en la meseta, a la vera del camino. Para que todo salga como deseamos, tenemos que solucionar varios asuntos antes del anochecer. Mientras Pinardo termina con su maquillaje, Otón preparará una batida de distracción para atraerse al enemigo y dejar así el camino libre a Diego. ¡Utiliza una veintena de caballeros! —Otón le dio su conformidad—. Cuantos más seáis, más tropa pondrán en vuestra captura. La clave de esta misión reside en conseguir que su disfraz provoque verdadera compasión en nuestro hombre —continuó Bruno dirigiéndose ahora a Diego—. ¿Qué has de hacer entonces?

—Creerá que he sido herido y en cuanto se acerque a mí tengo que atravesarle el cuello con la daga. —Suspiró inquieto, sin terminar de asumir aquella difícil tarea—. Para que no grite, he de hacerlo rápido y el corte debe ser bien profundo. Luego me haré con el mensaje y ocultaré su cadáver en una pequeña cueva que se abre en uno de los laterales del cortado.

—Exacto. El único inconveniente será que habrás de actuar en completa soledad, Diego. El desfiladero es muy estrecho y resulta imposible ocultar ni un solo caballo. Si lo hiciéramos en alguno de los anteriores, más amplios que éste, correríamos un mayor riesgo al estar mejor vigilados.

—Y ¿cómo sabrá que se trata del hombre adecuado? —preguntó Otón con curiosidad.

—Nos han informado que viaja solo y en un caballo negro. También que luce una larga perilla, bigote afilado y que es de piel muy morena.

—Si llevase turbante, esos detalles apenas se le verían. —Otón trató de ayudar a Diego para que no errara con la persona.

—La testuz de su caballo presenta una peculiar mancha de color crema y en forma de ocho. En todo caso, tampoco creo que al anochecer pase mucha gente por aquel desfiladero… Nuestro agente en Sevilla nos ha asegurado que el mensaje que transporta es de una importancia extrema. Pensad que puede ser nuestra única oportunidad, pues una vez superada la sierra, sobre el llano, tendría mayores facilidades para escapar.

Bruno miró a Diego manteniendo en su interior ciertas dudas. A pesar de que había sido él quien había decidido que Diego asumiese la misión, iba a requerirle mucho valor y una alta capacidad de reacción. De ponerse las cosas mal, las particulares circunstancias de aquel escenario complicaban su cobertura, lo cual acarreaba un gran peligro para Diego. Iba a tener que engañar al correo, conseguir que no huyera y matarle, y todo sin ser advertido. Un verdadero reto para tratarse de una primera misión.

Finalizada la charla, Diego volvió a la sala donde Pinardo había dejado todos sus utensilios, para que terminase con su maquillaje. De camino, meditó en silencio lo que tenía por delante y se admiró de su propia determinación. Hasta ese momento nunca había matado a nadie, aunque lo hubiese deseado con Pedro de Mora, y en un arrebato de ira estuviese a punto de conseguirlo con fray Servando. Para él, la vida era un don demasiado preciado como para destruirla sin tener sólidos motivos.

Sin embargo, desde hacía unos meses las cosas habían cambiado y sus impresiones también. Empezó a verse formando parte de un objetivo ambicioso: combatir y aniquilar al imperio almohade. Entendía que aquélla era una tarea de colosales proporciones, pero necesaria para mantener la civilización que él conocía. Y tal vez fuera que el solo hecho de participar en algo de tanta trascendencia empezaba a llenarle el corazón de paz.

Cada día aprendía más de sus compañeros y los valoraba como si no hubiese conocido a nadie mejor. Le parecían hombres entregados y valerosos, de una raza especial, capaces de poner en práctica, y sin vanagloriarse de ello, los más elevados principios y valores, como la ejemplaridad en el deber, la adhesión, la lealtad, el compromiso. A su lado entendió que las tareas que les eran encomendadas, en ocasiones, podían acarrear difíciles consecuencias, como la que ahora le tocaría afrontar con aquel correo. Así era en realidad; para conseguir mantener su civilización, sus creencias y principios, y contrarrestar el odio y el extremismo almohade, había que pagar una dura contribución.

Mientras le asaltaban estos pensamientos, notó como sus tripas se le encogían por causa de la tensión nerviosa. Fue a la cocina y probó bocado para tener el estómago ocupado.

Pinardo terminó de pintarle la cara simulando un largo arañazo en una mejilla, le rasgó la túnica a la altura del vientre y salpicó con sangre de cordero los bordes de otra herida bastante lograda.

Apenas unas horas más tarde, Diego esperaba tendido sobre el suelo la aparición del mensajero. El silencio era casi absoluto. Tan sólo se oía el vuelo de algún ave nocturna dando caza a su víctima.

Desde su incómoda postura, agarrotado por los nervios, sólo sentía alivio cuando le llegaba una brisa racheada que atravesaba de norte a sur el desfiladero.

No mucho tiempo después, oyó algo. Se trataba de un ligero eco que se fue convirtiendo en la evidencia de unos cascos de caballo. Al parecer, había llegado su momento.

Empezó a gemir y a lamentarse. Imploró en árabe a Allah, impostando la voz para que pareciera la de una persona mucho mayor.

—Ayuda… —Diego se retorcía en medio del camino, lleno de polvo y dolor—. Por favor…

El hombre escuchó el lamento y buscó su espada.

—¿Quién va? —Su ronca voz resonó por las paredes del desfiladero engrandeciéndose.

—Socorro… necesito ayuda. —La voz de Diego parecía la de un ser desgarrado por la angustia.

Aquel hombre descabalgó a pocas cuerdas de distancia de él, y le amenazó con la espada por si respondía con un movimiento sospechoso. La luz de la luna lo iluminaba todo. Se dio cuenta de que aquélla era una zona propicia a la emboscada. Comprobó con detalle los alrededores y para su tranquilidad vio que estaban despejados de vegetación que pudiera ocultar a un posible enemigo.

Le pareció que algo se movía a media distancia y le lanzó una piedra. Como respuesta, una rata salió despavorida de su escondite.

Siguió caminando hacia el hombre que yacía en medio del camino y dudó si auxiliarle o seguir. Las órdenes eran estrictas; debía llevar aquel mensaje hasta un joven traductor de Toledo sin detenerse para nada.

—Necesito ayuda, por Allah… —Diego insistió en sus lamentos y forzó una tos seca y punzante.

El caballero terminó apiadándose de él y se acercó.

En cuanto se retiró el pañuelo de la cara, surgieron unos ojos de acero. Parecía un hombre seguro de sí mismo y poseía una gran fortaleza física. Su larga perilla y el bigote afilado le hacían inconfundible, se trataba del correo. Diego no perdía de vista la espada.

—¿Qué os ha pasado? —La voz era firme y el gesto impertérrito. Guardaba en todo momento una prudencial distancia con Diego.

—Alabado sea Allah el misericordioso, pues os ha guiado hasta mí… —Diego levantó la cabeza y se giró para que le viera los arañazos en el rostro y la sangre que manchaba su ropa—. Me han robado… malditos sean. —En un gesto cargado de impotencia, apretó la tierra recogiéndola en un puñado.

—¿De quiénes habláis, buen hombre?

—Unos bandidos… Me asaltaron para quitarme lo que tenía y luego me arrojaron al suelo, pateándome como si fuese un perro.

El correo observó al anciano, todavía desconfiado, y le preguntó de dónde era y cuál era su destino.

—Volvía a Úbeda con mercancía para mi tienda cuando me atacaron. Soy de allí. —Soltó un oportuno aullido y se retorció en el suelo apretándose el vientre.

Aquel último engaño funcionó, pues el hombre se guardó la espada y fue a socorrerle. Al agacharse, Diego aprovechó la cercanía para sacar una afilada daga escondida bajo la ropa y, sin darle tiempo a reaccionar, se la clavó en el cuello con toda decisión, mientras con la otra le tapaba la boca para ahogar su grito. Resistió con fuerza su primera reacción. Diego tenía la esperanza de haberle seccionado la yugular. Empezó a contar hasta diez antes de soltarle, pero cuando llegó a cinco el individuo se derrumbó a su lado.

Diego tiró la daga lejos y le observó lleno de congoja. Respiraba mal, ahogándose en su propia sangre, los ojos muy abiertos y el miedo en sus pupilas. Seguía consciente, aunque una nube de muerte empezaba a recorrer su mirada. Se sintió mal por lo que acababa de hacer y esperó a verle morir. Luego rebuscó entre su ropa y encontró una bandolera de piel dentro de la cual había una pequeña cajita de madera con incrustaciones de cobre y un salvoconducto falso para circular por Castilla. Al abrir la caja apareció un diminuto pergamino escrito en caracteres minúsculos. Lo guardó en una bolsita de cuero y se la colgó del cuello.

Poco después localizó la entrada de la llamada Cueva Negra y fue arrastrando el cadáver hasta ella con bastante dificultad, sobre todo al final, pues la entrada se abría a una relativa altura del suelo. Una vez que consiguió meter el cuerpo dentro, recogió varias ramas para tapar mejor su boca de entrada y comprobó el resultado.

Se hizo con su caballo y volvió a la fortaleza con cuidado de no ser descubierto y con el peso de un cierto remordimiento interior.

—Te felicito, Diego. Lo has cumplido a la perfección. —Bruno imaginó lo que sentía—. En ocasiones, nuestro trabajo exige ensuciarnos las manos, y hasta puede llegar a afectar a tus principios, ya te lo dije. Pero no veas pecado en esa sangre que has derramado, no dejes que te afecte. Mírala como algo necesario en el camino de alcanzar un fin mucho más noble.

—Un fin noble decís… Dudo que matar lo sea…

—Estamos en guerra, no lo olvides. Matar o morir, muchas veces no existe una tercera opción. Vivimos momentos de oscuridad, en tierras de peligro. Aquí no hay cabida para sentimientos como los que te atormentan, te has de endurecer. —Bruno se puso más serio—. La muerte de aquel hombre va a salvar la de otros muchos. Con tu acción les has devuelto la vida. Así es como lo tienes que ver, de ningún otro modo.

Bruno le sirvió a Diego una generosa copa de vino y luego se la hizo beber.

—Olvida lo sucedido. Dios será el que juzgue a ese hombre, como también lo hará contigo en su momento. Todos tenemos un tiempo para vivir y otro para morir…