Un nuevo aborto dejó a Mencía todavía más sola. Su marido, visto cómo terminaban todos sus embarazos, tomó la decisión de buscar otra mujer que le diera descendencia, aunque fuera bastarda.
Por eso Mencía apenas le veía, y aquel amor que antes le prometía ahora parecía haberse apagado.
Además, supo que rondaba a una dama de un condado vecino y que dormía ya con ella. De hecho, tan sólo venía a Ayerbe un día al mes para pasar cuentas con sus empleados y pecheros.
Ella salía a cabalgar cada tarde por la extensa arboleda que rodeaba al castillo, rememorando aquellos paseos junto a Diego.
¿Qué habría sido de él?, se preguntaba cada día.
Habían pasado cinco años desde su boda en Albarracín, y cuatro desde las últimas noticias sobre su residencia en la villa de Cuéllar, en Castilla. Mucho tiempo para que no hubiera encontrado otra mujer, suficiente para tener su propia descendencia.
—Mi señora, mi señora. —Su dama de compañía entró a toda velocidad en el saloncito de música. Mencía tocaba una difícil pieza en el clavicordio.
—¿Qué te ocurre? —Se alarmó al verla tan agitada.
—El señor… el señor… Dios santo… —La moza se llevó las manos a la cabeza.
—Pero si todavía estamos a mitad de mes… Los pobres pecheros no tienen con qué pagarle todavía. ¿O es que acaso se ha puesto malo, y viene a verme? —comentó con sorna.
—No es eso, no… El señor ha tenido un terrible accidente.
—¿Cómo dices? —La sujetó por los hombros requiriéndole toda la información.
—Acaba de llegar su paje, mi señora. Él mismo os lo contará.
—Hacedle entonces pasar, y ¡rápido!
El joven entró pálido y se le acercó con urgencia. Besó su mano y se disculpó por su mal aspecto.
—No os inquietéis por eso y decidme. ¿Qué ha pasado?
—Una mala caída del caballo, lo siento. —Tomó aire para recuperar su agitación—. Fue cerca del castillo de Monzón cuando una rama le tiró al suelo y al caer se rompió el cuello. Una fatalidad…
Mencía se mostró entera. Confirmó la seguridad de su muerte y mandó salir a sus dos sirvientes para estar a solas. Ambos imaginaron que lloraría su dolor en intimidad, pero no fue así. Ella lamentaba el fallecimiento de Fabián, lo apreciaba. Su dolor podía ser el mismo que tendría con cualquier otro ser cercano a ella, pero tampoco más, la verdad. Cierto era que se trataba de su marido, aunque por obra de un engaño y forzada. Por eso nunca le había llegado a amar.
Él había sido un buen hombre y siempre la había respetado. Aunque en los últimos tiempos hubiese buscado el calor de alguna otra mujer, Mencía no se lo había tenido en cuenta. Hasta le suponía un alivio saber que obtenía en otras camas los besos y caricias que ella le había escatimado, y por supuesto, la descendencia que a su lado no había conseguido.
Mencía vistió de negro durante el multitudinario entierro que se celebró dos días después. Un largo velo pudo esconderla en buena parte de las muchas miradas que buscaban en su expresión cualquier mella a su estado anímico. Sin embargo, Mencía demostró en todo momento, y en opinión de todos, una gran entereza y templanza, virtudes propias de una mujer de cuidada educación como tenía ella.
A pesar de la inmediatez del hecho, acudieron al evento numerosas personalidades del reino de Aragón, incluida la reina María de Montpellier acompañada por el obispo de Lérida, lo que obligó a Mencía a prodigarse en atenciones y a simular un dolor que en realidad no sentía.
Durante el besamanos, la gente se quedaba sorprendida de su hermosura, pues muchos habían oído hablar de ello sin haberla conocido hasta entonces. Los rumores sobre las infidelidades del fallecido corrieron de boca en boca entre los asistentes. Y hubo quien afirmó que, en contra de lo dicho, el noble había muerto en la cama de alguna dama que tal vez estuviese allí presente. Por eso, les era difícil comprender qué podía haber motivado aquellos deslices matrimoniales cuando a la mujer no se le podía pedir más belleza ni dulzura.
Todas las miradas se clavaron en ella cuando, terminado el sepelio y con el cuerpo de su marido en la tumba, se acercó en silencio para darle el último adiós. Consciente de que, en ese momento, era el centro de atención de todos, se arrodilló al lado de la fosa, suspiró con pesadez, y tomó un puñado de tierra para a continuación esparcirlo sobre el difunto. Después, un coro ahogado de lágrimas se repartió entre algunas mujeres cuando ella, en un gesto cargado de emotividad, se quitó los guantes de sus manos, los besó con entrega y los depositó sobre el pecho de su marido.
Para todos, aquél fue un gesto hermoso, pero para Mencía significaba la finalización de un matrimonio nunca deseado, la libertad de acción desde entonces y, por qué no, poder soñar con encontrarse por fin con su verdadero amor.
Estaba conmocionada, también era cierto, pero una luz de esperanza brillaba en su interior. La muerte de su marido lo cambiaba todo, afectaba a su futuro, le abría otras posibilidades como, por ejemplo, poder tomar sus propias decisiones o seguir por fin los dictados de su corazón.
Con la frescura del aire sobre sus mejillas y el corazón palpitando, allí entre tanta gente que la observaba se sintió sola y tomó su primera decisión, únicamente pensando en ella. Esperaría a recibir la herencia, y después haría un largo viaje a Castilla, un viaje sin vuelta.
En tan sólo dos semanas consiguió arreglar todos los trámites posteriores al entierro y se leyó testamento. A partir de entonces quedó registrada a su nombre la gran fortuna que Fabián poseía. Mencía nombró a un administrador con poderes suficientes para decidir sobre el uso o arriendo de las tierras, y ordenó vender un palacio que poseía en la villa de Jaca, para así disponer de suficiente dinero en metálico.
Al día siguiente de recibir el importe de esa venta y de cerrar un par de asuntos menores, abandonó el luto, y montó uno de sus mejores caballos.
Era la última mañana de aquel largo otoño cuando se la vio salir del castillo junto a su dama de compañía. Nadie, salvo el administrador, sabía adónde se dirigía.
Alcanzó la ciudad de Cuéllar al terminar la décima jornada de viaje, llena de ansiedad por ver a Diego. Le urgía saldar la dolorosa deuda contraída con él, explicarle el verdadero motivo de su abandono y el porqué de su primer embarazo. A pesar de que estuviese comprometido con otra mujer, lo justo era que supiese cuáles habían sido las condiciones impuestas por su madre, de haber hecho prevalecer su amor por él.
Era posible que para Diego todo aquello formase parte de un lejano pasado, no así para ella. Necesitaba explicárselo, con independencia de lo que luego sucediera, incluso sin la esperanza de poder dar vida a una relación posterior.
Al atravesar las murallas de la villa, Mencía sintió una enorme emoción y las lágrimas surgieron de sus ojos. Deseaba tanto verle… abrazarse a él…
Nada más tomar la primera calle, pararon a un hombre mayor y le preguntaron si sabía dónde podían encontrar al albéitar Diego de Malagón. Para su asombro, el individuo se alejó de ellas sin contestar, gesticulando como un loco, como si le hubieran mentado al demonio.
—Señora —Mencía bajó de su caballo y detuvo a una mujer con un niño—, ¿podríais indicarnos dónde vive el albéitar Diego de Malagón?
—¡Jesús bendito! —Se santiguó dos veces sin dejar de caminar—. ¡Pero qué pregunta!
Mencía miró a su dama de compañía sin entender qué les pasaba a todos y por qué no le contestaban. Venía hacia ellas un jovencito que arrastraba una mula por el bocado, y Mencía dedujo que tenía que conocer a Diego.
—Joven, joven… —Al volverse, el muchacho vio una hermosa mujer, rubia y de ojos increíblemente azules, que le cortó la respiración.
—Señora… —Tosió sin ganas—. ¿Qué puedo hacer por vos?
—Venimos desde muy lejos para ver a Diego de Malagón y… —El joven se llevó la mano a la boca en señal de espanto—. ¿Qué os pasa? —Mencía le sujetó de la camisola dispuesta a sacarle la información como fuera.
—¿No sabéis nada de lo que le ocurrió?
—¿De qué me hablas?
—¿Sois familia suya?
—Tan sólo soy una amiga a quien no ve desde hace mucho tiempo.
—Sucedió una terrible tragedia.
A Mencía la ahogó un hondo temor.
—Explícate, por favor.
—Se le acusó de envenenar a la gente y murieron muchos vecinos…
—¡Qué tontería!
—No fue ninguna tontería, señora. Tuvimos más de un centenar de muertos y por ese motivo se le juzgó. Lo que pasa es…
El chico bajó la cabeza apurado por tener que hablar del trágico final.
—Y… ¿qué pasó después?
—Pues… que… al final fue ahorcado. —El chico estudió la reacción de la dama—. Perdonad por decíroslo de una manera tan brusca. Lo siento por vos, pero lamentablemente así ocurrió. Hará un mes de ello…
Mencía recibió aquella noticia como si de un terrible mazazo se tratara. Se apoyó en su caballo y, a punto de caerse al suelo, miró al joven con una expresión desencajada, completamente destrozada, sintiéndose morir de angustia. Tomó aire para recuperar un poco de aliento, pero no pudo hablar, no le salía la voz. Su dama, al verla en aquel estado, lo hizo por ella.
—¿Sabéis dónde vivía? ¿Podríamos hablar con alguien que hubiera tenido contacto con él antes de su muerte?
—Residían en una casa cercana a la plaza mayor, pegada a la muralla de la ciudadela. Preguntad por allí.
—¿A quién más os referís al decir que vivían?
—A un tratante llamado Marcos. Desapareció poco antes de ser enjuiciado vuestro amigo.
—¿Nos podéis acompañar? —Mencía recuperó el habla y le plantó una moneda de oro en su mano. Tras saber que la casa donde había vivido Diego estaba ahora ocupada por otra familia, el joven les acompañó hasta donde residía Veturia, su antigua sirvienta.
Mencía le premió aquella propuesta con cinco monedas más, antes de despedirle a las puertas de una casita tal vez excesiva para una mujer de su condición.
—Vos sois Veturia, ¿verdad?
Nada más abrir la puerta, aquellas dos mujeres entraron en su casa sin ser invitadas.
—Pero… ¿quiénes sois, y qué queréis? —Veturia estaba asombrada de su descaro.
Mencía le explicó lo justo, interesándose de inmediato por los detalles de lo ocurrido con sus antiguos amos. De Marcos, sólo dijo que se había ido a Burgos justo antes de la ejecución, llevándose con él todas sus posesiones. Pero al hablar de Diego se ruborizó, y su voz empezó a entrecortarse.
—Lo siento, mi señora. Sin pretenderlo fui bastante culpable de lo que le ocurrió a su amigo Diego. —Mencía no quiso decirle que hablaban del amor de su vida—. Yo sólo me confesé para aliviar mi conciencia de una serie de tribulaciones que le tenían como protagonista, y luego, sucedió todo tan rápido… Yo misma le vi morir, colgado de aquella horrenda cuerda.
Veturia se puso a llorar mientras Mencía la observaba invadida de dolor y rabia. Se sentía impotente y desgraciada. Sus ilusiones por reencontrarse con él acababan de romperse en mil pedazos. Un agudo pesar le atravesó el alma. Y lloró sin consuelo, lloró como jamás se había visto a una mujer hacerlo. Se agotó en sus propias lágrimas. Pocas horas después, en el cementerio, Mencía identificó la tumba de Diego gracias a un pobre madero en forma de cruz, a medio caer, con su nombre pintado y la fecha de su muerte.
Se arrodilló y acarició aquel montículo bajo el cual se encontraba su amado.
Su dama de compañía, a su lado, miraba angustiada cómo su señora se tumbaba sobre la tierra y la abrazaba, regándola con sus lágrimas. El dolor que desprendía era tan grande que contagiaba el aire, la hierba que crecía a su alrededor. Y escuchó entre susurros decirle lo mucho que le quería, comprometiéndole su amor eterno, rota de pena por no poderle mirar nunca más a los ojos, ni sentir sus abrazos, ni sus labios.
Mencía empezó a besar la tierra con doloroso ardor, buscando su alma en ella. Aunque la sirvienta trataba de llevársela, compadecida de ella, no conseguía nada. Se lo suplicó en voz alta, tiró de su cintura, le insistió, y tal vez fuera por eso por lo que ninguna de las dos oyó la llegada de aquel personaje.
—¿Quién sois? —exclamó alguien a sus espaldas.
Al volverse, las dos mujeres gritaron. Se mantuvieron tensas y asustadas por causa de su mal aspecto, hasta saber qué quería.
—Os he visto abrazar esa tierra como si hubieseis sido amante de quien está enterrado bajo ella, sin embargo, no os conozco. No os vi durante el juicio, ni después… ¿Quién sois? —Mencía se levantó y le miró a los ojos.
—Me llamo Mencía Fernández de Azagra. Amé a ese hombre con toda mi alma y un día le abandoné, sin decirle nunca por qué. Para mayor pena mía, no pude vivir a su lado, y creedme que lo deseé tanto… —A pesar de que las lágrimas se unían con los restos de tierra afeándole el rostro, aquel hombre vio en sus ojos sinceridad, limpieza, y sintió una profunda lástima por ella.
—Soy el enterrador, señora. —Mencía le clavó su azulada mirada—. Creo que deberíais saber algo.
—Hablad, os lo ruego.
—Aquel día, cuando le colgaron, todo fue muy extraño… Pasaron cosas muy raras… Esa noche, unos hombres me dieron dinero, sí…
—No os entiendo todavía…
Mencía apretaba tanto los puños que se estaba clavando las uñas.
—Me pagaron para no enterrarle, y me animaron a desaparecer del cementerio durante unas horas… —Miró a la tumba donde estaba Diego—. Por tanto, no pude ver nada, y desde entonces he venido sospechando que no llegaron a meterle bajo tierra…
—¿Cómo? —Mencía se atragantó al escucharle—. Pensáis que no hay nadie ahí. —Señaló el lugar donde se suponía estaba Diego.
—Eso creo.
—¿Dónde tenéis una pala?
Días después, una sonriente mujer, acompañada por su dama de compañía, esperaba a que alguien le abriera la puerta de aquella vivienda del centro de Burgos. Llamó dos veces más hasta que apareció el rostro de un hombre de edad indefinida.
—¿Podríais decirle al señor Marcos de Burgos que doña Mencía Fernández de Azagra desea saludarle?