II

Un agudo silbido quebró su sueño.

Diego saltó del camastro y corrió hacia el patio de la fortaleza como vio hacer al resto de los caballeros.

El ruido surgía de fuera de las murallas, pero luego se iba acercando a ellos. Miró instintivamente al cielo y alguien gritó:

—¡Catapulta! ¡A cubierto!

Diego corrió sin saber adónde.

Sonó un segundo chasquido, y un tercero casi a la vez. Una enorme piedra superó la doble muralla y cayó sobre una choza donde se guardaban las tinajas con el agua. En un instante todo saltó por los aires. Otra chocó contra la pared de la torre del homenaje, y una tercera, por el temblor que se produjo y el estruendo de su choque, debió de dar en la muralla de una de las terrazas.

Le siguieron cuatro veintenas de disparos más sin que ninguno provocara daños severos en muros y lienzos, gracias a su estructura de sólidos sillares. Sin embargo, los niveles superiores, construidos en mampostería, no resistieron y en parte se derrumbaron.

—Llevábamos unos días con poca acción —comentó un caballero. Al ver a Diego ocioso, protestó—. ¿Se puede saber qué hacéis ahí parado y sin ayudar? Venid conmigo a las almenas y disparad a todo lo que se mueva por ahí abajo. —Le pasó una ballesta y un cartucho lleno de dardos.

Subieron unas escaleras de madera hasta un largo pasillo almenado que recorría el perímetro de la muralla exterior. Diego asomó la cabeza y vio a un buen grupo de sarracenos, unos manipulando cuatro catapultas y otros pocos con varios trabucos. Les acompañaban al menos dos centenares más de soldados a caballo y el doble de infantes.

Esquivó una flecha, vio quién se la había lanzado y, sin dudarlo, se puso a disparar las suyas.

—Ve acostumbrándote a esto; lo verás con bastante frecuencia… —Aquella voz sólo podía pertenecer a Bruno de Oñate.

—¿Así os despertáis en Salvatierra?

—¿Qué mejor manera que con un poco de acción? —Se rió—. Ahora deja eso para otros y sígueme. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo.

Bruno bajó al patio de armas seguido de Diego.

—¡Todos a cubierto! —gritó alguien desde las almenas.

Ambos miraron al cielo y vieron pasar un proyectil por encima de sus cabezas. Siguieron su rastro hasta ver cómo destrozaba un carromato de paja. Para sorpresa de Diego, Bruno no demostró demasiada inquietud por nada de lo que sucedía. Él, al contrario, no dejaba de mirar al cielo con intranquilidad, temiéndose ser aplastado por alguna de aquellas tremendas rocas.

—Te entrenaremos… —afirmó Bruno antes de abrir una trampilla a ras de suelo, en un lateral del edificio principal.

Se introdujo por aquel estrecho agujero vigilando su cabeza y le indicó que le siguiera. Descendieron por una escalera de aguda pendiente hasta llegar a una galería que recorría el subsuelo de la fortaleza. Bruno tomó una antorcha de la pared.

—¿Entrenarme, para qué? —preguntó Diego, suponiendo que se refería a una formación bélica.

—Para combatir a esos fanáticos, pero no con armas, sino como espía —resolvió Bruno.

—¿He escuchado bien? —Diego estaba perplejo.

—Así es. Ésa será tu tarea a partir de ahora.

Al fondo de un largo pasadizo había una puerta. Bruno dio tres golpes en ella.

—¿Santo y seña? —se oyó desde el otro lado.

—Sancho no ha vuelto —contestó Bruno.

Se oyó descorrer un cerrojo y la puerta se abrió.

—Pasad, señor. —El hombre vio a Diego—. ¿Y vos sois…?

—Diego de Malagón. —Le ofreció la mano.

—Me llamo Teobaldo de Córdoba, pasad.

Aquel individuo era extraordinariamente recio y de mirada áspera. Les acompañó hasta una cámara circular que estaba iluminada por dos grandes lucernarios en su techo. En el centro había una gran mesa redonda con un símbolo pintado en negro sobre ella, dos cernícalos en vuelo bajo la cruz calatrava. Sentados alrededor del tablero estaban Otón de Frías, Tomás Ramírez y Pinardo Márquez, junto a otros seis hombres más. En total eran doce. Se saludaron sin formalismos y se sentaron.

Bruno lo hizo en el centro del círculo y recorrió sus rostros. Como si se tratase de un solo hombre, se llevaron la mano al pecho y gritaron al mismo tiempo su proclama.

—¡Fe y sangre; Dios y valor! —exclamaron.

Bruno tomó la palabra.

—Antes de abordar el asunto más grave del día, os quiero presentar a una persona que me gustaría sumar a nuestro grupo. —Todos miraron a Diego—. Aunque algunos ya le conocéis, su nombre es Diego de Malagón.

Él les saludó sin tener demasiado claro qué hacía allí. Bruno siguió hablando.

—Como sabemos, por propia experiencia, al muchacho le espera una larga formación, y confío en vuestra ayuda para que la supere con la mayor rapidez. Tenemos importantes misiones que cubrir en los próximos meses y necesitaremos toda la ayuda posible. Diego habla sin problema alguno el árabe y posee suficientes motivos como para odiar a nuestro enemigo tanto como nosotros… —Miró hacia Otón y le señaló con el dedo—. Desde ahora quedas encargado de su formación.

—Hoy mismo empezaremos —contestó.

—Bien, pasemos entonces a otra cosa. Como sabéis, algunos de nosotros partimos hacia la Provenza en busca de una herramienta que pudiera servirnos para ocultar mejor nuestras comunicaciones, y he de deciros que por suerte la conseguimos. Se trata de un conjunto de máquinas; una capaz de generar mensajes a través de letras y símbolos, y las otras, las necesarias para interpretarlos. Os las mostraré.

Rebuscó en su camisola y extrajo una bolsita de paño rojo. Dentro de ella apareció un pequeño cilindro metálico formado a su vez por doce discos articulados con movimiento independiente. Cada disco tenía una serie de letras y símbolos en su relieve que en total sumaban sesenta, según les explicó Bruno. Los caballeros se fueron pasando el cilindro de mano en mano hasta que volvió a las suyas.

—Su uso es sencillo, os pondré un ejemplo. —Se levantó para buscar un bote de tinta y un pergamino en blanco—. Primero deberéis memorizar una tabla de equivalencias que relaciona cada símbolo con una palabra. Luego os la pasaré. Bajo ese criterio, para escribir un mensaje se van moviendo los doce rodillos seleccionando los símbolos necesarios hasta formar una fila completa. —Apretó una pestaña que impedía su movimiento—. Una vez fijada como ahora, se impregna de tinta su superficie y se le hace rodar sobre el pergamino. —Lo pasó una sola vez—. Como veis, el resultado es un cuadro de doce filas y cinco líneas formado por sesenta letras y símbolos en variada disposición, del todo ilegible para quien no posea un segundo rodillo.

Bruno pasó el pergamino a su derecha para que todos lo vieran.

—Si recibierais un mensaje como éste, tendríais que ordenar los discos de vuestro rodillo siguiendo la secuencia de la primera línea. Después, al imprimir con el vuestro, os aparecería un nuevo cuadro que ya podría ser compresible.

Un rumor de aprobación recorrió la sala.

Bruno no quiso dar más detalles sobre aquel instrumento e invitó a Diego a salir de la sala para tratar en privado el último asunto que faltaba por comentar.

Diego se despidió y subió las escaleras buscando con ansiedad el exterior. Nunca le habían gustado los lugares cerrados, y aquella sala rezumaba humedad y vacío.

El asedio a la fortaleza había cesado y por eso pudo pasear por el amplio patio de armas y meditar con cierta tranquilidad acerca de los últimos acontecimientos vividos.

Desde siempre se había considerado un sencillo hijo de la tierra, un plebeyo que había conseguido, con mucho esfuerzo y superando toda clase de contrariedades, alcanzar un conocimiento poco común a los de su misma condición social. Tenía como oficio el de albéitar, la más bella entre todas las profesiones, y como tal se veía sirviendo a los demás en beneficio de sus animales. Tal vez por eso, desde esa asunción, le parecía inaudito que ahora le propusieran ser espía.

Los increíbles sucesos acontecidos durante sus últimas horas en Cuéllar le tenían trastornado y todavía no era capaz de reaccionar de una forma lógica. Se sentía demasiado inseguro, frágil de voluntad, y había empezado a desconfiar de la gente después de sentirse traicionado primero por Mencía y ahora por Marcos.

Ajena a sus pensamientos, la reunión dentro de aquella sala subterránea seguía su curso.

—Hablemos ahora de un proyecto que podría convertirse en el más importante de todos los que nos han sido encomendados hasta el momento. —Bruno forzó una pausa y sintió la tensión en el ambiente. Se llenó los pulmones de aire y siguió—. El encargo viene del mismo rey y forma parte de un complejo plan en el que participaremos todos. —Sorbió un trago de agua—. De momento, sólo os puedo decir que se está gestando una gran batalla, la más definitiva de todas las habidas hasta ahora. A nosotros, se nos ha pedido que reforcemos nuestra actividad de espionaje en Sevilla, donde por desgracia ahora disponemos de sólo dos hombres.

—Los demás han sido detenidos —apuntó Odón—. No conseguimos ningún avance en ese sentido desde que tienen a ese nuevo responsable del espionaje almohade, del que nada sabemos. Sólo que con él han mejorado sus sistemas de información y la eficacia de su gente. Creemos, además, que ha conseguido infiltrar a varios de sus agentes en nuestro reino. Ojalá pudiera hacerme con uno de ellos… —Otón cerró sus manos sobre el imaginario cuello de un sarraceno.

—Sé que hablamos de una tarea muy difícil, pero hemos demostrado ser capaces de trabajar en condiciones peores. Recordad que se trata de una orden directa del rey, y por tanto se ha de cumplir.

Todos, al unísono, confirmaron su completo compromiso con la misión.

—Desde ahora, trabajaremos por grupos en diferentes tareas hasta conseguir mejorar nuestra posición dentro de sus territorios. Hemos de estar más entrenados y dispuestos a acudir a cualquier lugar que se nos indique. De todos modos, os iré poniendo al corriente del resto de los detalles en cuanto me confirmen algunas fechas.

Otón salió de la sala el primero en cuanto se dio por terminada la reunión y fue a buscar a Diego.

—¿Tienes ganas de conocer a unas buenas amigas?

—¿Hay mujeres en Salvatierra?

—Ya me lo dirás tú mismo en cuanto las conozcas… Ahora sígueme, subiremos a la torre del homenaje.

Diego lo había pensado varias veces y no pudo soportar más tiempo sin preguntarlo.

—Otón, me gustaría hacerme cargo de las caballerías. ¿Crees que Bruno lo aceptaría?

—Para ese trabajo disponemos de un ferrador y además es muy bueno en su oficio. De todas maneras, se lo comentaré. No creo que tenga inconveniente, conociendo tu condición de albéitar.

Ascendieron hasta la última planta de la torre del homenaje por una escalera circular que a Diego le resultó interminable. Una vez arriba, Otón introdujo una gran llave dentro de una cerradura, y antes de abrir la puerta le advirtió que entrara despacio y sin hablar.

La empujó poco a poco y de repente se encontraron dentro de una enorme jaula con centenares de palomas. Al verles, algunas volaron ruidosamente hasta el otro extremo. Una infinidad de ojos oscuros y vivarachos les miraron con temor.

—Aquí tienes a nuestras amigas… Entendiste otra cosa, ¿eh? —Se rió a carcajadas sujetándose con ambas manos su gruesa barriga.

—¿Para qué tenéis tantas? —A Diego nunca le habían gustado demasiado las aves, y menos aún el fuerte olor que desprendían.

—Son las mejores mensajeras. Están entrenadas para volar a determinados puntos donde se esconden nuestros hombres y luego vuelven a casa, a este castillo. Su instinto de orientación es sorprendente, nunca se equivocan.

—Y para transportar el mensaje, ¿se lo atáis a sus patas, como vi hacer a Tomás? —Una paloma se posó en su hombro y le miró con curiosidad. Diego la espantó sin dudarlo.

—Así lo hacíamos hasta hace poco, pero esos malditos arqueros turcos son tan buenos que conseguían abatirlas y consiguieron neutralizar algunos mensajes delicados. —Cogió una paloma y le levantó un ala, hurgando entre sus plumas. No satisfecho con ello, buscó otra y luego una tercera, hasta que pareció dar con la deseada. Se la mostró.

El pájaro tenía tatuadas en la piel, disimuladas bajo las plumas, unas letras desordenadas y sin aparente sentido.

—Selecciona una de cada cinco y júntalas después.

Diego lo hizo y de repente apareció un nombre, Jaén.

—Ésta ha llegado hoy, a primera hora de la mañana, poco antes de empezar la reunión. Transportó ese mensaje para uno de nuestros hombres con la orden de su siguiente destino. Por tanto, ésta ya no nos vale. —Le retorció el cuello hasta rompérselo—. De momento el sistema es más seguro que el pergamino, pero es más costoso —levantó un dedo y luego otro—, pues ahora una paloma vale una misión.

Un agudo sonido de corneta alteró de repente el palomar. En un momento todas las palomas se lanzaron a volar por su interior histéricas, golpeándose contra las mallas. Diego y Otón salieron corriendo del palomar y bajaron un pequeño tramo de escaleras hasta llegar a un recodo de vigilancia. Otón asomó la cabeza por una aspillera para mirar qué ocurría.

—Llega uno de los nuestros.

Se apartó para que Diego pudiera ver y éste divisó a un hombre a caballo, en pleno galope, perseguido por un destacamento sarraceno. Calculó que le faltaba menos de media legua para llegar a la entrada de la fortaleza.

—¿Por qué no sale nadie a ayudarle? —Diego se volvió hacia Otón sin entender aquella pasividad.

—¿No has sentido las catapultas? Nos tienen acorralados. Abrir ahora las puertas para sacar nuestra caballería sería tanto como entregarles la fortaleza. Por desgracia, hoy no podemos hacer nada. Sólo confiar en su suerte, y por supuesto, en la protección de Dios.

Diego volvió a mirar por la aspillera. El hombre se encontraba en peor situación, con dos perseguidores a punto de alcanzarle. Le faltaba muy poco para llegar a la fortaleza, pero a menos de un centenar de cuerdas se hicieron con sus riendas y le frenaron. Se defendió como pudo, hiriendo a uno de los atacantes, pero no vio a otro que venía por su espalda con una afilada espada.

Diego se apartó en el momento en el que el sarraceno, después de haberle atravesado y cortado la cabeza, se disponía a clavarla sobre su lanza para mostrarla con orgullo a los del castillo.

Aquella noche la presión musulmana no cesó, aunque sí cambió el tipo de munición. Los sarracenos les lanzaban desde los trabucos redes llenas de maderos y piedras envueltas en pez ardiendo. Cuando aquellas mallas daban sobre los tejados de paja o madera, las consecuencias eran fatales. La insistencia en sus disparos y los efectos demoledores de los mismos hicieron que la noche se convirtiera en todo un infierno.

Dentro de la fortaleza se trabajaba sin descanso. Los muros se defendían de los asaltantes que los escalaban disparándoles piedras, brea ardiendo y flechas. Varias cuadrillas iban de un lado a otro llevando agua con la qué apagar los incendios, y otros acarreaban desde la armería más flechas, lanzas o armamento para las ballestas, con tal de que en las almenas no se quedasen en ningún momento sin munición.

Diego no durmió durante toda la noche y colaboró como uno más en todas las tareas que le fueron requeridas.

Casi a punto de amanecer, cuando el ataque había empezado a menguar, tuvo la suerte de localizar a Bruno y la oportunidad de hablar con él sobre aquellos asuntos que tanto le inquietaban.

—Todavía hay quien cree que las guerras las gana el bando que posee mejores medios, caballos, armas, número de combatientes… —se explicó Bruno—, y no saben cuán equivocados están.

El calatravo quiso revisar en persona los daños tanto en tropa como en la edificación y le pidió a Diego que lo acompañara mientras hablaban.

—Las guerras las vence quien mejor información obtiene del contrario. Aquel que ha sido capaz de adelantarse a los movimientos y tácticas del otro; ése es el que consigue contrarrestar su estrategia y hacerse con el triunfo. Con información, el más débil logra derrotar al grande, lo desarma. Diego, en eso consiste nuestra tarea en Salvatierra; saber qué planea el enemigo, enterarnos de sus movimientos, conocer dónde y cuándo pretenden atacarnos, con qué medios. Nuestro monarca Alfonso sabe demasiado bien cómo se pierde una batalla cuando no se tienen suficientes datos del contrario. Ése fue el caso de Alarcos. Nunca más le volverá a pasar.

Estaban asomados a las almenas de la cara norte, contemplando el devenir de los asaltantes, lejos del alcance de sus flechas. Bruno siguió dirigiendo la conversación.

—Antes me preguntabas cuál era el sentido de tu presencia entre nosotros. ¿Te sientes preparado para oírlo? De ser así, escúchame bien.

Diego tragó saliva y puso en él toda su atención.

—Antes de nada, deseo que sepas que siento un gran respeto por ti, y no esperes oírmelo muchas más veces en el futuro, pues no lo haré.

Diego se sintió algo aturdido.

—Representas el vivo ejemplo de una clase de valor que no se prodiga mucho en nuestros días, y me refiero a tu capacidad de superación y al espíritu de sacrificio que pareces tener. Mira, Diego, yo soy caballero y mi origen es noble. Provengo de un viejo linaje al que he de seguir ennobleciendo con mis actos. Muchos de los calatravos que has ido conociendo en esta fortaleza también son hijos de la nobleza como yo. —Detuvo su conversación para dar una orden a unos hombres que transportaban una enorme tinaja con agua hirviendo, con idea de derramarla sobre uno de los muros. Les dijo que la reservaran para otra mejor ocasión—. A ti la vida te ha obligado a sobrevivir. Un inesperado destino te separó muy pronto de los tuyos, sin embargo, aquella desgracia te hizo crecer. Desde entonces luchaste por ser alguien, quisiste aprender más cosas, mejorar como hombre, ampliar tus conocimientos. Y con ese objetivo recurriste a un maestro que te enseñó un oficio.

—Supongo que como haría cualquiera en mi situación…

—No estés tan seguro, no. Cuando te escuchaba en aquella celda, reconocí en ti dos claras virtudes: una gran capacidad y un firme carácter. Vi en ti un don que no todos poseen, te lo aseguro. Aprendes más rápido que cualquier otro, sabes leer lenguas que muchos desconocemos, y puedes memorizar el texto que te propongas con bastante facilidad. Debes sentirte orgulloso de todo ello, Diego, pues has conseguido superar la humilde condición de tus orígenes, como hijo de un pobre posadero, para llegar a convertirte en el mejor albéitar de Castilla. Y además te has ganado un prestigio del que pocos pueden presumir, y la confianza de gente muy poderosa. ¿Todavía necesitas que prosiga?

—Me abruman vuestros elogios. Ahora bien, perdonad mi atrevimiento, pero aún os falta explicarme para qué me queréis.

Bruno suspiró. Estaba decidido a darle toda la información.

—No dispongo de nadie que posea ese talento que tú tienes. Por eso te quiero entre nosotros. Necesito que pongas tu inteligencia a nuestro servicio, que des uso a los conocimientos que ya posees. Empecé diciéndote que las guerras se ganaban con la cabeza, y no con el brazo o la espada. Me he cobrado tu vida salvándote de la horca y ahora necesito tu mente, tu saber. Has de ponerlos a mi disposición. Me ayudarás a tomar decisiones, tácticas, planes. ¡Por eso te necesito! ¿Ahora lo entiendes?

Diego se sentía apabullado, pero ya no necesitaba saber más. Obedecería a ese hombre en todo lo que le pidiera.

—Tendrás un primer período de formación que puede ocuparte unos seis meses. Después podrás compartir con tus próximos compañeros alguna misión de menor alcance; así se irá templando tu valor y podrás poner en práctica tu aprendizaje. Te enseñaremos a sobrevivir en un medio hostil y puede que te encomendemos también participar en alguna misión más compleja, cuando estés mejor preparado. En cada una de ellas deberás poner a prueba tus habilidades, conocimientos, tu instinto. Si trabajas bien y cumples con todo lo que se te pida, podríamos ayudarte a resolver lo que más te atormenta…

—¿A qué os referís?

—A rescatar a tus hermanas. Tu misión se convertirá en la nuestra, la de todo el grupo; iríamos contigo a buscarlas.

—¿De verdad?

—Tienes mi palabra.

Diego se emocionó. Por primera vez desde hacía muchos años alguien le proponía recuperar a Estela y a Blanca. Aunque faltase mucho tiempo para conseguirlo, le invadió una paz y una alegría enorme.

—¿Por dónde he de empezar?

—Ya lo has hecho. Desde hoy desarrollarás las habilidades necesarias para convertirte en un buen espía. Vas a conocer las técnicas más refinadas de observación, llegarás a dominar el uso del disfraz, tendrás que memorizar escritos, documentos, planos, cifras; y lo harás sin cometer ni un solo error. Ejercitarás la disciplina mental necesaria para poder desempeñar diferentes personalidades, como también a reaccionar ante situaciones extremas. Tendrás que mejorar la forma en que tomas tus decisiones, adecuándolas a un clima de máxima tensión. Todo eso, en ayuda de tus propias virtudes, te servirá para conseguir todos los objetivos que te propongas en la vida.

—Me parece un hermoso y excitante reto —intervino Diego. Bruno le interrumpió para añadir unas últimas consideraciones.

—Recuerda desde hoy que existe entre nosotros un mandato que ha de imperar sobre cualquier otro que recibas en el futuro; ayudarás a tus compañeros siempre, cuando te lo pidan o cuando no, darás la vida por ellos si lo requieren y jamás los delatarás, y además también cuidarás de sus viudas y huérfanos si llegase el caso.

Diego sintió el peso de una enorme responsabilidad, pero también se supo halagado por todo lo que había dicho sobre él.

—Contad conmigo. Cumpliré con todo lo que me pidáis —afirmó con plena conciencia.

—Sólo me queda advertirte una cosa. Te esperan unos meses muy duros. Sudarás como nunca lo has hecho, te dolerá hasta el último de los huesos y sólo soñarás con poder descansar un momento.

—Lo haré.

—Necesitas fortalecer tus músculos para poder blandir una espada o la maza, y en tu preparación física incluiremos alguna técnica de concentración para soportar la tortura y asumir la posibilidad de hallar la muerte.

—Eso ya lo he vivido…

Bruno le miró a los ojos.

—¿Todavía te interesa este trabajo?