I

Hay secretos que quedan enterrados junto a su propietario y nunca vuelven a ver la luz. En realidad mueren con él. Pero ése no fue el caso de Diego.

—Oficialmente estoy muerto —afirmó con rotundidad.

—Así es, Diego. Es justo lo que pretendíamos. —Bruno de Oñate le sacudió la espalda para limpiar los restos de paja y suciedad que todavía llevaba. Estaba satisfecho por el éxito de su plan.

—En realidad, ya no existes…

Diego acababa de aparecer en compañía de su verdugo, que no era sino otro de los caballeros calatravos que acompañaban a Bruno de Oñate.

Poco antes habían abandonado el cementerio de la villa de Cuéllar, después de haber pasado la noche escondido dentro de un almacén en el propio campo santo. Una generosa cantidad de dinero había despistado durante unas cuantas horas al encargado del mismo, para que nadie fuera testigo de cómo se había metido un saco de tierra en la tumba que tenía que haber albergado el cuerpo de Diego.

Lo extraño del lugar y la enorme tensión vivida durante las últimas jornadas hicieron que Diego no pudiera dormir en toda la noche y que tuviese tiempo de repasar su vida, no sin poca amargura. Pensó que perder a toda la gente a la que había querido debía ser su hado; su familia, Galib, Marcos… A lo largo de esa interminable velada, una y otra vez, se vio en el cadalso, colgado del cuello, aparentemente muerto, y sudó de angustia.

A primera hora de la mañana apareció su falso verdugo, Tomás Ramírez, para recogerle y abandonar el lugar. Por suerte nadie les vio, ni siquiera cuando cabalgaron hasta llegar al punto convenido; un aprisco abandonado a media legua de la población de Carbonero, en las márgenes del río Eresma.

Al desmontar de su caballo, lo primero que Diego pidió fue que le ayudaran a desprenderse de aquel grueso peto de cuero, gracias al cual había resistido la horca sin morir. En la cara frontal destacaba una enorme cruz griega grabada a fuego, y en su revés, Diego palpó una sólida rebaba también de cuero, muy disimulada, por donde el verdugo había pasado el cordaje de la soga para evitar su ahogo.

—Tuvimos que prepararlo aprisa y sin apenas herramientas. —Mientras hablaba, uno de los caballeros le quitó el peto de las manos y comprobó la firmeza de su implantación. A continuación estrechó con energía la mano de Diego—. Me llamo Pinardo Márquez y soy el responsable de ese artilugio.

—Cuando sentí la cuerda alrededor de mi cuello, tuve dudas de su eficacia, creedme. Ahora sólo puedo estaros agradecido.

—Lo organizamos sin tiempo… —añadió el último caballero, al que todavía no conocía—. Mi nombre es Otón, Otón de Frías. —Juntó las dos manos en actitud devota y falseó la voz.

—Hallad la paz de Cristo, hijo mío… ¿Me reconocéis ahora?

Diego supo de inmediato de quién se trataba.

—El anciano sacerdote que me recibió en el cadalso… el mismo que me colocó el peto «para sentir la cruz de Cristo más cerca de mi corazón y aliviar mi pecado…». ¿No fue así como lo dijisteis?

—Así mismo. Nos pareció que era la única manera de poder colocároslo.

—¿Y si el alguacil os lo hubiera prohibido, o hubiera visto la rebaba en el cuero?

Diego sintió un escalofrío sólo de pensarlo, y casi prefirió no escuchar la respuesta.

—Solemos tener un segundo plan —intervino Pinardo sin demostrar demasiado convencimiento.

—No me expliquéis cuál era, dejémoslo así. El primero salió bien.

Bruno se mostró nervioso y les interrumpió.

—No perdamos más tiempo en estas tierras, partamos ya. Nos espera un largo camino hasta Salvatierra.

Diego miró a su alrededor y no vio más caballos que los de aquellos cuatro hombres. Sintió una profunda pena por abandonar a Sabba, pero entendía que era imposible volver a buscarla y una locura proponérselo. En Cuéllar todos le daban por muerto y enterrado.

De repente oyó un relincho procedente de una estancia cercana al aprisco y se le iluminó la cara. Corrió a asomarse, y allí la vio. Era Sabba. La yegua se le acercó con la cabeza baja y un coro de roncos sonidos en demostración de alegría.

—Imaginé que no querrías dejarla atrás. —Se le acercó Bruno de Oñate—. Créeme, no nos lo puso nada fácil. —Le enseñó la huella de un mordisco en el brazo, y Otón, un enorme moratón en una pierna.

Diego le acarició la cabeza a Sabba y se montó encantado.

—Ahora sí podemos irnos… Durante tres días galoparon sin descanso hasta alcanzar las inmediaciones de Guadalajara, donde hicieron una parada más larga. Allí debía encontrarse Bruno con una persona.

Eligieron una posada cercana a las murallas y sin detenerse a descansar, quiso que Diego le acompañara hasta el centro de la ciudad para poder hablar un rato a solas. A pesar de las largas zancadas de Bruno, Diego le seguía el paso.

—Tendrás que adaptarte a un entorno muy diferente al que hasta ahora has vivido. Por tanto, es lógico que te sientas confuso durante un tiempo, pero quiero que sepas que te hemos elegido por causa de tus habilidades. Llevaba tiempo buscando a alguien que hablase árabe y que por su aspecto pudiera confundirse con un sarraceno. Cuando coincidí en aquella celda contigo y escuché tus desgracias, la trayectoria de tu vida, tu experiencia y tus méritos, me di cuenta de que podías ser el hombre adecuado. Por eso te elegí.

Diego trataba de escucharle con atención. Aún estaba aturdido por el vuelco que su existencia había dado en poco tiempo; un día temía por su vida y al siguiente estaba cabalgando junto a aquellos caballeros.

De todo lo que había pasado en aquellas angustiosas horas, la decepcionante actitud de Marcos era lo que más amargura le estaba provocando. Se sentía profundamente defraudado, herido, engañado por alguien a quien había considerado más que un amigo. No podía comprender qué podía haberle pasado para traicionarle en el momento más complicado. Aquello le hacía sangrar el alma, casi con tanta intensidad como la pérdida de Mencía. Se sentía solo. Seguía vivo gracias al interés de aquellos caballeros, pero por dentro estaba muerto, sin sueños ni ilusiones. Y además, desconocía para qué le querrían.

—¿Qué puede hacer por vosotros un sencillo albéitar?

—Cuando lleguemos a Salvatierra lo entenderás. Aquello es como una isla en medio de territorio enemigo, a tan sólo seis leguas al sur de la frontera con Castilla. Vivimos rodeados de musulmanes, dispuestos a matarnos a la menor oportunidad. Su importancia como enclave estratégico reside en su propia localización, pues está levantada a los pies del puerto del Muradal, la vía de comunicación más frecuentada entre al-Ándalus y Castilla. Nuestro objetivo básico consiste en saber qué hace nuestro enemigo en todo momento, sus planes, por dónde se mueve, cuáles son sus debilidades y fortalezas. —Llegaron a las puertas de un edificio y Bruno se presentó a un vigilante—. De todas maneras, os lo explicaré mejor cuando estemos allí.

Entraron en un palacio vecino a una bella iglesia. Dejaron atrás un patio rectangular con una fuente en su centro y subieron por unas escaleras hasta la segunda planta. A su derecha, y después de recorrer una galería abierta, llegaron hasta una puerta flanqueada por dos soldados. Diego se fijó en que llevaban el escudo de Castilla en sus túnicas.

Uno de ellos le dio paso a Bruno.

—Tú quédate fuera —le indicó a Diego—. No tardaré mucho en salir.

Al entrar, Bruno se dirigió hacia un hombre de mediana edad que leía a la luz de un amplio ventanal. Le hizo una reverencia.

—Reverendísimo…

—Me alegra mucho verte, Bruno, pero déjate de formalismos conmigo y escucha. Tengo órdenes directas del rey Alfonso para ti, y te aseguro que son de gran importancia.

—¿Cómo se encuentra el monarca?

—Está más animado que nunca y quiere ver más cercana la derrota almohade, como también me sucede a mí. La tregua pactada con al-Nasir está a punto de vencer, y nuestro rey no tiene ninguna intención de renovarla. Desde ahora la estrategia va a cambiar. Tenemos una idea que, de funcionar, daría un giro completo a la situación.

—¿A qué os referís?

—Como máximo responsable de la red de información que eres, supongo que no hace falta que te recuerde el carácter secreto de esta conversación. —Bruno asintió con la cabeza—. Bien, entonces te explicaré. Pretendemos que el Papa declare nuestra guerra contra los sarracenos como una santa cruzada. Como arzobispo de Toledo, iré a pedírselo en persona. Si lo consigo, recorreré varios países vecinos para predicarla.

—Claro… de ese modo la reconquista de al-Ándalus pasaría a ser una empresa colectiva… Ya nadie podría verla como una iniciativa de Castilla, y además su incumplimiento acarrearía sanciones directas del Papa, ¿no es así?

—La excomunión. Una pena muy seria para cualquiera de nuestros monarcas, todavía remisos a unificar esfuerzos con Castilla, como son los de León, Navarra y Portugal. No hablo de Aragón, pues desde hace tiempo está de nuestro lado.

Bruno conocía desde niño al recién nombrado arzobispo de Toledo y consejero del rey, Rodrigo Ximénez de Rada, su interlocutor en aquel palacio. Admiraba su talento y capacidad, así como su demostrada lealtad al rey de Castilla. Manejaba a la perfección varios idiomas, entre ellos el árabe, y había sido educado en Bolonia y París. Sus familias eran amigas aunque no vecinas; Bruno era de Oñate y Ximénez de Rada, de Navarra.

—¿Creéis que necesitaremos a los ultramontanos para vencerlos? Yo no.

—Bruno —le contestó don Rodrigo—, piénsalo bien. No es su fuerza lo que más necesitamos. Lo que pretendemos romper, de una vez por todas, es la idea de que nuestro conflicto con los sarracenos es un problema fronterizo, propio de vecinos mal allegados, o quizás ansiosos por recuperar un terreno anteriormente perdido, como ha venido sucediendo durante los últimos cuatrocientos años. —Le miró a los ojos, con un gesto trascendente—. Ahora no se trata de eso. Esta guerra tiene que cobrar una dimensión más global. Queremos forzar una gran batalla, la definitiva; enfrentar sin reparos una religión contra la otra, para que la supremacía de la fe católica se imponga en todo el territorio que un día fue reino visigodo.

—Al escucharos, mi ánimo se crece. ¿Qué puedo hacer para ayudar a esa causa?

—Conocemos tus actuales esfuerzos por destacar hombres al sur de Salvatierra, y es de valorar la información que han conseguido, pero desde ahora hemos de hablar en una escala mucho mayor. Es urgente que infiltres más hombres en Sevilla, en su capital, donde se deciden las acciones militares contra nosotros. Entiendo las dificultades que esta petición te puede suponer, pero en este momento nos es vital estar bien informados antes de poner en marcha cualquier otro plan. Por tanto, debes reconsiderar todas tus prioridades y dedicarte a esa tarea. De tu éxito depende el de todos.

—Podéis decirle a Su Majestad que cuente con ello —afirmó sin atisbo de dudas—. Vamos a introducirnos hasta en sus mismas entrañas, y desde ahora, nada de lo que ocurra en Sevilla escapará de nuestra atención.

En la posada les esperaban Otón y Pinardo con dos jarras de vino vacías y una tercera empezada. Sólo faltaba Tomás, el falso verdugo. Les explicaron que acababa de irse con un trozo de pan y algo de leche para dar de comer a la paloma con la que siempre viajaba.

De vuelta de aquella misteriosa entrevista, Diego había intentado sonsacar a Bruno algún detalle sobre cuál sería su futura tarea. Sin embargo, una vez más, le dijo que lo sabría a su debido tiempo, cuando llegasen a destino.

Durante las dos jornadas siguientes aquel grupo recorrió las cincuenta leguas que les separaban de la fortaleza de Salvatierra, enclavada en un cerro frente al puerto del Muradal. Diego supo que las últimas seis las tendrían que hacer dentro de territorio musulmán, sin poder detenerse ni un solo instante y además apretando a los caballos al máximo.

Fue entonces cuando entendió la utilidad de aquella paloma a la que Tomás alimentaba y cuidaba con tanto esmero. El falso verdugo redactó un minúsculo escrito, y se lo ató con fuerza a una de sus patas.

—Éste es uno de los mejores medios que tenemos para pasar información. En Salvatierra vivimos aislados y rodeados por el enemigo. Gracias a las palomas sabemos qué ocurre tanto al norte como al sur de nuestra posición. Ya os enseñaré mi palomar.

—¿Estáis seguro de que llegará a destino, supongo que al castillo?

—Del todo. No fallan nunca. —Tenía la paloma entre sus manos. Le rascó la cabeza y le dijo algo antes de soltarla. La paloma le miró nerviosa y alzó el vuelo a continuación, realizando dos círculos completos antes de tomar dirección sur, a toda velocidad.

—Bien hecho, pequeña. —Tomás la siguió hasta perderla de vista.

—¿Qué información lleva?

—Pongo en aviso a nuestros hermanos y caballeros de que llegaremos en breve. Se prepararán para recibirnos. Ya veréis… —le contestó en un tono misterioso.

Una vez en tierra de al-Ándalus, y a tan sólo cuatro leguas de Salvatierra, Bruno ordenó a sus hombres rodear a Diego y aumentar la velocidad de sus caballos. Tenían por delante una larga explanada abierta, sin la protección de un bosque o la discreción de una vaguada. Por eso, era determinante atravesarla al galope. Sólo así conseguirían llegar a las murallas de la fortaleza.

Ninguno de los cinco hombres deseaba hablar en esos momentos. Oteaban al frente, por sus flancos y a sus espaldas. Sabían que en cualquier momento podía salirles al encuentro el enemigo, la muerte.

—¡Otón, a tu derecha! —le alertó Bruno.

Dos guerreros almohades acababan de divisarles y venían hacia ellos cabalgando. Otón sacó su arco y apuntó a uno. Tensó la cuerda hasta dolerle las yemas de los dedos, y disparó una primera flecha sin darle. Probó con una segunda y derribó un caballo. Se le sumó Tomás y entre los dos consiguieron reducir también al segundo.

—Que nadie se confíe. El momento es crítico. Podemos conseguirlo o morir. Seguid en alerta. El mayor peligro lo tendremos después de superar la próxima loma, donde suelen esperarnos.

—Señor, si vamos tan juntos seremos presa fácil de sus flechas. Separémonos… de ese modo podríamos dispersarles y tal vez tendríamos menos riesgos.

—No es una buena idea, Pinardo —contestó Bruno—. Debemos proteger a Diego, ¿entendéis?

Los tres caballeros le obedecieron sin poner ninguna objeción.

Al pasar aquella loma pudieron divisar la fabulosa fortaleza a media legua de distancia. Sin embargo, también observaron, a su izquierda, a un numeroso grupo de sarracenos que, nada más verles, entre gritos, se pusieron a correr en busca de sus caballos. Las primeras flechas no tardaron en llegar.

Diego vio como Tomás sacaba un largo cuerno de su montura. Se lo llevó a la boca y sopló con fuerza tres graves toques que resonaron a lo largo de la explanada. Una flecha le alcanzó en el muslo cuando acababa el último. Tras un primer reflejo de dolor, sin pensárselo dos veces, quebró por la mitad la madera y la tiró lejos mascullando una sonora maldición. Con gesto furioso tomó su arco y empezó a disparar flechas por doquier. Diego contó cinco enemigos batidos por su mano.

—¡A la derecha! Protégeos con los escudos. ¡Ahora! —gritó Otón.

Sin casi tiempo de reaccionar, les cayó una infernal lluvia de flechas desde un montículo vecino. Se trataba de arqueros turcos. Por suerte, no iban a caballo y por tanto pronto quedaron atrás.

Diego miró a su espalda y comprobó con angustia que les perseguían no menos de medio centenar de soldados. Se vio transportado en el tiempo, en su huida de la posada, no demasiado lejana de aquellas tierras. Acarició a Sabba. Sudaba como nunca le había visto hacer antes, igual que les pasaba al resto de los caballos, a los que se les estaba exigiendo un esfuerzo inmenso.

—¡Ya se abren las puertas! —les avisó Pinardo.

—Observa ahora —apuntó Bruno a Diego.

Al mirar en aquella dirección, vieron salir del interior de sus murallas un centenar de caballeros armados que formaron de inmediato un largo pasillo para cubrir su entrada. Otros tantos flanquearon a los primeros, y luego iniciaron una rápida cabalgada para encontrarse con ellos. Llevaban las lanzas apuntando al enemigo y se acercaban a voz en grito.

Diego sintió una especial emoción cuando estos últimos se les cruzaron. Iban pertrechados con el uniforme calatravo, armaduras recias, y el gesto bravo. El espectáculo era increíble.

Con aquella caballería como escolta llegaron al pasillo de seguridad. A medida que lo fueron recorriendo, sus filas se iban cerrando para proteger sus espaldas, hasta alcanzar la entrada en cuesta de la fortaleza.

Cuando Diego se vio dentro, aliviado por la protección de sus sólidas murallas, suspiró sin acabar de creerse lo que acababa de vivir.

Bruno de Oñate se acercó a él y le dio una fuerte palmada en la espalda.

—¡Bienvenido al castillo de Salvatierra!