XII

El cadalso estaba montado sobre cuatro gruesos pilares de madera, con una trampilla en su centro que se abría cuando el alguacil daba la orden de cumplir la sentencia. El verdugo empujaba una palanca, y el reo quedaba suspendido en el aire hasta morir de asfixia.

Bruno salió de la celda bastante antes que Diego y le prometió estar en la plaza para acompañarle.

La gente abarrotaba el lugar donde se iba a ejecutar la sentencia. En aquel caso, el ajusticiado era conocido por todos, y su culpa, la peor pesadilla que Cuéllar había vivido en toda su historia.

Cuando Diego apareció escoltado por dos soldados, la gente lo recibió con insultos. Le escupían y maldecían su nombre al paso. En sus miradas había odio, ansias de venganza y parecían disfrutar con su martirio.

Diego lo fue soportando con resignación. Alguno de aquellos que ahora le despreciaban había hecho lo contrario cuando un día había atendido a sus animales. Tal vez no sintiesen de verdad lo que decían, quizás se debía a aquel insensato ambiente que lo contagiaba todo.

Le faltaba el aire. La insoportable presión que recibía de sus miradas suponía una pesada carga. Él era inocente y en su gesto reflejaba desconcierto, fatalidad.

Al mirar hacia el patíbulo descubrió a otro hombre ya colgado, bamboleándose sobre una cuerda que pronto envolvería su propio cuello. Al acercarse más, descubrió con dolor que se trataba de su amigo Efraím. Mientras subía las escaleras de aquella plataforma, se fijó en sus ojos, que, hinchados y sin vida, parecían mirarle. Su cuello estaba doblado y la expresión de su cara reflejaba una larga agonía. Diego había oído contar que algunos ahorcados tardaban más de la cuenta en morir y ése debía de haber sido el caso del judío. En ese momento rezó por su alma y por respeto siguió mirándole hasta que lo descolgaron sin ningún cuidado. Su cuerpo se precipitó sobre el suelo y se golpeó contra la madera, pero a nadie pareció importarle. Se le acercó un hombre encorvado y sucio, y tiro de él desde las muñecas para arrastrarlo hasta el borde de la tarima, donde le esperaba la plataforma de un carromato abierto. El hombre falló el primer intento y el público se rió cuando el cadáver se estampó contra el suelo. Como si se tratase de un perro, el que se había encargado de él le pateó enfadado y se lo echó al hombro para dejarlo, ahora sí, sobre la carga del carromato. Diego tragó saliva al comprobar el hueco que le esperaba en él. Y en ese instante recordó una de las profecías que le había hecho: «Una cuerda, madera, vida y muerte. Resiste». Entendió entonces su significado. Resistir decía, pero ¿cómo resistir a la propia muerte?

Cuando pisó la tarima la gente aplaudió entusiasmada. Él se volvió extrañado. Algunos le huían la mirada, tal vez avergonzados, mientras Diego trataba de entender sus razones, sin saber de dónde surgía aquel profundo rencor. Se sintió impresionado por aquella enorme sed de venganza colectiva.

En un extremo de la plaza pudo ver a Bruno de Oñate, que le saludó. Aquello fue lo único que le produjo una cierta tranquilidad.

A su lado localizó a Sancha, completamente rota de dolor, con su hija Rosa. Se miraron. Diego le sonrió con ternura y ella le despidió entre lágrimas, agradecida por todo lo que había hecho por ella y por sus hijas. En sus ojos encontró amistad, afecto, el deseo de un último beso.

El verdugo revisó sus ataduras y le pasó el lazo por el cuello apretándolo hasta rasparle la piel.

—Os pido vuestro perdón. —Tras su capucha se adivinaban unos limpios ojos azules.

—Lo tenéis…

El alguacil le preguntó si deseaba caperuza o no. Diego prefirió ponérsela para que nadie le viera. A partir de entonces, cada palabra que fue escuchando le pareció peor que un latigazo. Eran pocas, las justas y necesarias para cumplirse una sentencia de muerte.

—¿Estáis entonces preparado para recibir el castigo?

Diego afirmó con la cabeza y apretó sus músculos, todo el cuerpo, esperando escuchar las últimas palabras.

—¿Deseáis decir algo?

—La bendición de un sacerdote.

El alguacil hizo una señal para que subiera al patíbulo un hombre de Dios.

Diego bajó la cabeza cuando el religioso le puso las manos sobre la tela que le cubría y le hizo la señal de la cruz sobre su frente, recitando una plegaria en voz baja. Sólo Diego la escuchó. Al terminar, el reo agradeció sus palabras.

—Pronto seréis libre, como lo son todos los hijos de Dios… —se despidió el religioso.

—Dios os bendiga, padre.

—Todo está preparado para ejecutar la pena.

El alguacil hizo una señal al verdugo y éste se agarró a la palanca que movía la trampilla.

Algunas mujeres rompieron entonces a gritar pidiendo clemencia. Otras, sin embargo, ahogaron sus quejidos reclamando venganza y su muerte. Parecían seres sin alma, hambrientos de agonía, de sangre.

Diego no las veía bajo aquel paño, pero pudo oler el deseo de castigo que se respiraba en el aire, y con él su propio pánico. Esperó a oír la fatídica orden del alguacil, y cuando eso ocurrió se sintió caer al vacío hasta que la cuerda de su cuello le detuvo con un agudo golpe, increíble, fatal.

La gente gritó impresionada al presenciar sus pataleos, aquellos últimos intentos por vivir. Otros explotaron en aplausos de júbilo. Se sentían reconfortados, pues una vez más, la justicia había conseguido extirpar el mal y aquello alegraba sus conciencias.

—Púdrete en el infierno —gritó una mujer.

Su eco atravesó toda la plaza, tal vez Diego lo escuchase también.

Después sólo hubo silencio.

El verdugo empujó el cuerpo y comprobó que no se movía. Desató la cuerda y Diego se derrumbó sobre el suelo. Todos lo vieron, también Bruno de Oñate.

El hombre se hizo un hueco entre la gente para salir de aquella horrenda plaza cuanto antes, con una expresión tensa.

Antes de montar a su caballo y salir por la puerta de la ciudadela, exclamó en voz alta:

—Diego de Malagón, acabas de cumplir con tu parte, ahora nos toca la nuestra…