—El reo insiste en su inocencia. —El procurador miró a Diego y mantuvo un largo y deliberado silencio.
Era un experto orador y sabía manejar como nadie aquellas situaciones para llevarlas a su favor.
—Le hemos oído decir —siguió hablando— que el único responsable de nuestra desgracia resulta ser un minúsculo hongo al que deberíamos estar hoy juzgando, y no a él. —Una sonora risotada recorrió la sala.
Aquel hombre caminó de un extremo a otro, estirándose un largo rizo de su barba. El silencio era tal que sólo se escuchaba el arrastre de uno de sus pies.
—Disculpo vuestras sonrisas —continuó—, pues entiendo que su argumento resulta cuando menos cómico. —El público murmuró dándole la razón—. Pero volvamos a lo importante. Durante estos últimos días, más de cien almas de Dios han sido sacrificadas…
Se colocó detrás de Diego y le señaló con un dedo acusador.
—Acabáis de oírle. Durante su testimonio ha tratado de convencernos de su noble proceder, pero ¿quién le cree? Cuando nos explicó cómo se había infectado para demostrar la existencia de ese misterioso hongo, casi nos hizo llorar. —Tomó con ironía un pañuelo e hizo como si se secara las lágrimas—. Pero no olvidemos una cosa… lo cierto es que estamos frente a un despiadado asesino… —Agarró su camisola y se la retorció, escupiéndole a la cara esas últimas palabras—, un hombre al que sólo se le han conocido comportamientos extraños desde que vino a estas tierras, y sí, digo bien, muy extraños…
El público estaba ansioso por escucharle. Les castigó con un largo silencio.
—¿Os preguntaréis a qué me refiero?
—¡A usar remedios de brujería para curar a las bestias! —gritó un hombre del público. El resto se volvió para ver quién era.
—Como alguien vuelva a interrumpir, hago desalojar a todos —intervino el señor de la villa—. Seguid, procurador.
—No le falta razón a ese buen hombre —el aludido le sonrió orgulloso—, pues al acusado se le ha visto realizar algunas prácticas anómalas que de seguro ha aprendido de su maestro judío, Efraím. Recoge animales muertos y les saca los hígados y hasta los quema inhalando sus fétidos vapores. También ha practicado la adivinación a través del uso de culebras y extrañas pócimas, como así nos contó su propia sirvienta. Y además, todos hemos escuchado cómo manipuló unos panes de centeno para preparar con ellos una especie de brebaje que luego se bebió. —Hizo una nueva pausa—. ¿Acaso es ése un proceder normal en un albéitar?
La gente le seguía el discurso entusiasmada.
—Dudo si estamos juzgando sólo a un simple asesino o en realidad es además un mago de artes oscuras que ha sembrado de terror nuestra comarca, ha hecho abortar a nuestras mujeres y a diezmado nuestros rebaños.
—¡Estáis manipulándolo todo! —gritó Diego de repente—. Hay mala fe en vuestras palabras, y nada prueba que yo haya provocado el mal. Debéis hacerme caso y destruir todo el centeno de los almacenes. Ése es el único causante. —Miró por toda la sala en busca de Marcos.
El señor de la villa, como presidente del tribunal, le amonestó y ordenó además que le abofetearan.
Uno de los alguaciles cumplió la orden con tanto empeño que le rompió el labio. Al verle sangrar, se disculpó ante el tribunal por no haberse quitado antes el guante de acero.
—Decís que miento… —continuó el procurador—. Ya veo…
Otro de los miembros del tribunal le pasó un escrito para que lo leyera en voz alta.
—Me acaban de informar de que el único testigo que presentaba el acusado, Marcos de Burgos, no sólo no se ha presentado ante este tribunal, sino que se le ha visto huyendo de Cuéllar.
Al escuchar aquello, Diego sintió por primera vez una gran desesperación. No podía creerse que Marcos le hubiera traicionado, no podía ser verdad. Se derrumbó desolado. De ser así, sin nadie que abogara por él, la condena estaba asegurada.
El procurador siguió hablando.
—Por tanto, sólo nos queda solicitar al tribunal que dicte sentencia.
El público empezó a gritar.
—¡Ahorcadlo! Ha matado a mi esposa —gritó un hombre desdentado, con los ojos inflamados en odio.
—¡Que pague con su vida! —exclamó desde una esquina una anciana.
—¡Muerte al reo! —voceó el resto del público.
—Ya veis… —El procurador se dirigió ahora a Diego—. Parece que nadie se ha creído lo del hongo…
La gente volvió a reírle el comentario.
—¡Silencio! Dejad hablar al procurador.
—Gracias, mi señor, lo haré. Y lo haré porque todo esto parecería más gracioso si no pesaran sobre esta sala las almas de más de cien convecinos nuestros, conocidos todos. Confieso que estoy sintiendo su clamor de justicia, de venganza, nos piden desagraviar su irreparable final, lo gritan desde sus tumbas. Yo les oigo, todos les oímos… —Rodeó a Diego—. Las pruebas, los testigos, lo que hemos escuchado hasta ahora, todo implica a este hombre, a Diego de Malagón, como autor de sus terribles muertes. —Le señaló con un dedo y forzó la voz en un golpe final cargado de rotundidad—. ¡Él las envenenó! Él… junto a ese rastrero judío, Efraím el Mago.
El público empezó a murmurar su nombre. Su suerte corría semejante destino al de Diego tras haber sido juzgado ante otro tribunal.
El procurador continuó.
—Ni un solo testimonio de los que hemos escuchado ha defendido sus argumentos, ninguno le ha favorecido. ¿Queda entonces alguna duda?
El señor de la villa le quitó la palabra. Deseaba dar por terminado el juicio y que se ejecutase de una vez la pena. Le convenía. La gente exigía a sus dirigentes protección frente a los malhechores, y él necesitaba un culpable para poder responsabilizarle de todo. No terminaba de creerse que Diego de Malagón lo fuera, pero le serviría para dar al pueblo lo que tanto deseaban. Eso haría.
—Si creéis probada la actuación del reo en esta causa, y he de confesar que este tribunal comparte idéntica opinión, ¿qué pena solicitáis entonces para él?
—¡Pido al tribunal pena de muerte!
Al oírlo, el público estalló en vítores y aplausos.
Diego se sintió abatido y completamente derrotado. Supo que todo estaba perdido. Miró a sus cinco jueces, sentados tras la mesa, mientras se consultaban unos a otros. Los vio decididos a cumplir con él una sentencia ejemplar. Sintió una angustia espantosa, un miedo atroz.
El notario del acto fue requerido por el señor de la villa. Escuchó de su boca la sentencia final y a continuación se acercó hasta Diego, ordenándole que se levantara.
—¡Diego de Malagón!
—Sí, señor.
—Este tribunal, después de haber tenido en cuenta los testimonios y de estudiar cada una de las pruebas, os acusa de ser responsable de la muerte de más de un centenar de ciudadanos de esta mancomunidad, así como de un sinfín de animales. Y por ello, os sentencia a morir ahorcado.
La sala explotó de nuevo en aplausos. Diego se volvió hacia los asistentes sin entender de dónde surgía aquel odio.
—Además —continuó el notario—, debéis saber que es nuestra voluntad que la pena sea cumplida mañana por la mañana, y antes de mediodía. —Le miró a los ojos y terminó—. Que Dios os perdone…
Diego se derrumbó sobre la silla mareado y hundido. Tuvieron que arrastrarle entre dos alguaciles, pues era incapaz de mantenerse en pie, y así fue llevado hasta las mazmorras. Ya en la celda, le empujaron con tal desprecio que terminó tirado sobre el suelo. Allí pudo oír la risa y los insultos de aquellos dos hombres.
—Dormid lo que podáis, asesino. Mañana lo haréis en el infierno.
Bruno de Oñate corrió a ayudarle, imaginándose las peores noticias. Diego respiraba con mucha agitación y sudaba, parecía un cadáver. Necesitó tiempo para conseguir hablar.
—Me… me… —suspiró destrozado— me van a… colgar… será mañana…
—Lo siento de verdad.
—Es igual, qué más da… éste es mi final.
—No sé qué decirte…
—Dejadme solo… necesito pensar.
—No, créeme, háblame, di todo lo que piensas… te ayudará.
Diego sentía todos los músculos del cuerpo agarrotados. Se estiró para relajarse y respiró con lentitud para recuperar su tono.
—Bruno —le dijo Diego con amargura—, tan sólo tengo veintiocho años y toda una vida por hacer. Para llegar hasta aquí he tenido que poner mucho esfuerzo, mucho trabajo, muchas ilusiones. He dejado gran parte de mí en el camino, y también he tenido que abandonar a gente a la que he querido con todo mi corazón, y si lo hice, fue por cumplir mis promesas. Por eso no puedo morir todavía… Todavía tengo algo pendiente que hacer.
Bruno no hacía más que pensar en cómo ayudarle. La situación era tan crítica que cualquier posibilidad de arreglo tenía que ser considerada. Entre las pocas que existían se le ocurrió una manera.
Diego seguía abriéndole su corazón.
—Sin embargo, de todo, lo que más me duele es saber que si muero, todo lo que he vivido no habrá servido para nada, apenas habré dado un poco de lo mucho que la vida ha puesto en mis manos, en mi entendimiento…
Bruno le respondió de inmediato con una voz profunda, llena de trascendencia.
—La muerte es una liberación. Ten esperanza, tal vez sea sólo un tránsito hacia un destino mejor…
—¿Es así como pretendéis consolarme?
—Sí, es así como creo que he de hacerlo. No pienses más, Diego, confía en mis palabras y desde ahora déjate hacer… Hace años, un hombre al que consideré mi mejor maestro me regaló un pensamiento que me ha sido muy útil en muchas ocasiones. Decía que nada es lo que parece, que detrás de todo lo que ocurre siempre hay un sentido, aunque a veces esté oculto. Quizás también te suceda lo mismo con tu muerte… —concluyó.
La expresión de Diego no podía contener un mayor grado de incredulidad.
—Nunca os imaginé tan duro…
Bruno le puso la mano en el hombro.
—No creas que no tengo sentimientos. Escucha primero lo que tengo que decir. Tal vez, esa dureza que ves ahora se transforme en paz.
Diego le hizo caso, le pedía a Dios con todas sus fuerzas que aquel hombre tuviera razón y que aquello no fuera lo que parecía.