X

Marcos no podía creerse lo que acababa de oír de boca de Veturia.

—Sólo pretendía librar mi alma del peso de aquellas terribles dudas. ¿Cómo iba a imaginar que luego lo detendrían? —se justificaba ella—. Se supone que me estaba confesando con el abad…

—¿Cómo has podido, Veturia? ¿Cómo has podido? —Marcos conocía muy bien a ese hombre. Su presencia lo agravaba todo.

Acababa de volver de Valencia, de estar con Abu Mizraín y de cerrar un buen acuerdo con él. No había podido ni sentarse cuando su sirvienta se le cruzó para contarle lo sucedido. Le habló atropellada y nerviosa.

—¡Pobre señor Diego! Me siento tan culpable de lo ocurrido… Pero poneos en mi lugar, qué podía pensar después de lo que le escuché decir y los manejos tan raros que tuvo aquella otra tarde con ese mago; imaginé cosas horribles.

—Quien se crea que Diego es responsable de la muerte de toda esa gente es un insensato, un loco, y además no le conoce. Sin embargo, parece que a alguien le ha parecido lo contrario… —Marcos se le acercó—. Y tú, dime, ¿qué tontería de pruebas dices que tienes en su contra?

—¡Pero si lo dijo él! —alzó la voz—, recuerdo muy bien sus palabras… Afirmó que sabía cómo producir la enfermedad —se explicó en tono de protesta—, y hasta le vi fabricar el veneno. Lo hizo delante de mis propios ojos, aquí mismo. —Golpeó la mesa de la cocina—. Y luego se lo tomó y no sé, poco después empezó a hacer cosas rarísimas con las manos y le dieron muchos espasmos.

Marcos se secó el sudor que le corría por la frente mientras la escuchaba. La ansiedad le podía.

—Veré cómo ayudarle…

Repasó mentalmente quién podía interceder ante el señor de la villa, pero no se le ocurrió ningún nombre. Desde luego, él era el menos indicado después de haber dejado a su hija destrozada de amor.

Pensó que aquella acusación, dada su gravedad, sería juzgada de inmediato. Por tanto, no tenía mucho tiempo.

—¿Qué puedo hacer yo? ¡Dios, no se me ocurre nada! —exclamó.

—Deberíais tener cuidado, puede que también os busquen…

Marcos se quedó helado.

—¿Por qué dices eso?

—Cuando terminé de confesarme con el abad, se interesó mucho por vos. Tanto fue así que incluso me hizo jurar que le avisaría en cuanto os viese volver.

Aquello dejó más alterado todavía a Marcos. La situación empezaba a ponerse muy peligrosa y ahora le afectaba de lleno. Conocía demasiado bien el funcionamiento de aquellos tribunales donde supuestamente se impartía justicia. Había tenido que saldar varios pleitos en ellos y podía asegurar que eran todo menos limpios. Había visto fabricar pruebas y contratar testigos cuando el juicio parecía contradecir los intereses de la presidencia del tribunal.

Y aun siendo ya bastante preocupante eso, era peor todavía que el abad estuviese por medio. Marcos sabía que el religioso llevaba tiempo tras la pista de Diego por su relación con el mago judío, al que llamaba brujo, demonio, deicida y una larga lista de parecidas lindezas. Incluso, en una ocasión, había hablado con Marcos, habida cuenta de su amistad con Diego, instándole a que influyera sobre él y terminara de una vez con aquella mala influencia. Todavía recordaba su gesto furioso y cortante mientras tachaba al mago de oscuro y maligno, un embaucador de almas.

Marcos pensó en visitar a fray Gabriel, segundo del abad y persona de su entera confianza, con quien negociaba desde hacía tiempo las compras de lana y corderos propiedad del cabildo eclesiástico.

Dos horas más tarde, de vuelta de hablar con su contacto, Marcos se sentía acorralado. Fray Gabriel le había confirmado la gravedad de las imputaciones que recaían sobre Diego, pero también la voluntad del abad de extenderlas hacia él. De nada le valieron sus protestas, pues bajo el criterio de las autoridades, su estrecha relación con el acusado constituía una razón suficiente para implicarle. Tampoco le favoreció mucho el poco aprecio que le tenía el señor de la villa, quien le acusaba de canalla, y menos aún ciertos litigios comerciales con el abad que nunca quedaron bien arreglados.

Marcos llegó a la conclusión de que la situación de Diego era insalvable y su influencia, contraproducente. Pero ¿y él…? Si le arrestaban, correría idéntica suerte, estaba seguro. Tenía demasiados enemigos entre aquellos que seguramente formarían el propio tribunal. Los riesgos de que fuera inculpado eran tan reales como críticos. Por eso, no podía permitir que le capturaran, no iba a dejarse.

Pensó en una solución, dolorosa, innoble, horrible, pero tal vez la única posible. Buscó a Veturia en la cocina y la tanteó.

—No vas a decir a nadie que he vuelto… ¿Lo entiendes?

La mujer imaginó que se refería al abad.

—Si vos me lo ordenáis…

Sacó de su fajín una bolsa llena de monedas de oro y se la dio.

—Esto es para ti, para compensar tu silencio… Con eso podrás tener una vida más holgada.

Ella la abrió, y al ver su contenido no dudó en hacerle caso.

—Me iré de Cuéllar ahora mismo, hacia Burgos. Si acaso te preguntasen, diles que he tenido que partir con urgencia, pero no adónde. Sé que no puedo hacer nada por Diego, y si me quedase, terminaría pudriéndome en la cárcel como él.

Pasada una hora, Marcos cabalgaba bordeando un vasto pinar a media legua de Cuéllar. Al mirar a la torre del homenaje, dentro de la fortaleza, se imaginó a Diego dentro, y se sintió sucio, desleal.

Le sobrevino tal dolor en el vientre que tuvo que incorporarse de la montura y retorcerse un momento para tratar de paliarlo. También sentía como la garganta le ardía. Tenía la cabeza a punto de explotar. Se sentía avergonzado, rastrero, indigno de la amistad de Diego. Su congoja apenas le permitía tragar saliva. Pero a pesar de todo, siguió su camino. Su único consuelo era saber que nada podía hacer por él, sólo salvarse.

Una fresca brisa le sirvió de suave bálsamo para su dolor. Entre lágrimas, tiró de las riendas y apretó con las rodillas el costillar de su caballo, obligándole a tomar dirección norte. Antes de perderse entre las infinitas arboledas, le deseó suerte a Diego.

Incluso rezó para que la tuviera.

—¿No te dije que también soy calatravo, o caballero de Salvatierra, que es como nos llamamos desde la pérdida de Alarcos y con ella, la de casi todos nuestros castillos?

Bruno de Oñate no se atrevió a probar el mendrugo de pan negro que tenía como única comida después de lo que Diego le había contado.

—No, no lo dijisteis… —Diego se mostró seco. Acababa de volver del tribunal y estaba completamente desolado.

—¿De qué te acusan entonces?

—Dicen que soy responsable de la muerte de todos los fallecidos y de más de dos mil ovejas… Aseguran tener pruebas de que las envenené. Es increíble…

—¿Y cómo vas a defenderte?

—Mañana continuará el juicio y si no consigo demostrar lo contrario, me convertiré en su culpable. Todo es una completa farsa. Me acusan sin ningún fundamento y no me escuchan… Creo que ven en mi acusación una solución para encauzar la ira del pueblo, dada la inoperancia de sus administradores. No sé cómo puede terminar todo esto…

—¡Sucios bastardos! —Bruno pegó una sonora patada en el suelo—. Si pudiera, te ayudaría.

—Ojalá fuera posible, pero ya veis…

—Pero qué insensatez por su parte… Eres la única persona que conoce cómo solucionar el gravísimo problema que los está diezmando. ¿Se lo has dicho?

—Sí, pero no me creen. Les he recomendado qué hacer. Hasta puse como prueba la falta de enfermedad en los caballos que sólo comen avena. Creedme, se lo rogué. Les grité que quemaran todo el centeno, pero nada.

—¿Qué pruebas tienen contra ti?

—El testimonio de mi sirvienta Veturia. Me oyó decir que sabía cómo producir la enfermedad cuando estaba infectándome. Debió de malinterpretar mis palabras entonces, y ahora creo que acude a declarar forzada. He observado cómo la mira el abad cuando ella matiza sus palabras o rebaja el sentido de lo que escuchó. Desconozco qué oscuros motivos pueden mover a ese religioso…

—¿Y no tienes a nadie que testifique a tu favor?

—Lo haría una buena amiga, pero recae sobre ella la sospecha de ser mi amante, y además está casada. También podría llamar a un mago judío al que me parece que están juzgando también, y a Marcos, mi mejor amigo. Él puede ser mi única oportunidad. Me conoce mejor que nadie y puede explicar cuál ha sido desde siempre mi forma de actuar, mi ética.

—Si estuviera en mi mano, lo haría yo…

—Gracias, Bruno. Pero ¿qué podéis hacer vos?

—Esta mañana he sabido que me dejarán libre en dos días. Intentaré ayudaros desde fuera. Me esperan tres amigos con los que viajaba, íbamos hacia el sur, a Salvatierra.

—El sur… —suspiró—. Cómo me gustaría acompañaros.

Diego le explicó por qué lo decía.

Bruno de Oñate conoció lo sucedido en Malagón trece años atrás, cuando era un chico. Escuchó el relato del crimen de la hermana mayor, el rapto de las otras dos y la muerte de su padre, asistido por otros caballeros calatravos. Le habló de Sabba, de aquella hermosa yegua de la que nunca se separaría, único recuerdo vivo de su familia. Y luego de Toledo, donde había aprendido el árabe y su oficio de albéitar. Diego magnificó la figura de su maestro, Galib, sin explicar por qué tuvo que abandonarle. Luego habló sobre Fitero, los libros, y la aparición de su peor enemigo, Pedro de Mora, tras haber asistido a una excitante pero peligrosa justa en Olite. Le contó de qué lo conocía y por qué arrastraba tanto odio hacia él.

Y por último, lo ocurrido en Albarracín, el fracaso de su único amor, Mencía. Verse abandonado, herido por su embarazo. La imperiosa necesidad de desaparecer de allí, de dejar todo atrás. Y terminó hablándole de sus últimos años en Cuéllar, de la historia de Sancha, de las niñas.

En realidad recorrió toda su vida resumiéndola en unos cuantos hechos.

—Lamento que no hubieras matado a ese traidor, a Pedro de Mora. Desde hace tiempo sueño con vengar su felonía. Se ha convertido en una horrible pesadilla para Castilla y para todos nosotros…

—Él fue quien llevó a mis hermanas a Marrakech…

—Se le busca desde hace años. El rey Alfonso VIII paga cien mil maravedíes a quien consiga llevárselo vivo, sólo para ver saldada su detestable traición.

Aquella tarde volvió aquel otro calatravo para visitar a Bruno. Hablaron en voz baja, un buen rato. Diego no pudo entender qué decían, pero creyó que tenía que ver con él.