IX

Veturia observaba lo que hacía Diego sin entender qué podía pretender.

La tarde anterior la mujer había vuelto a la casa algo más tranquila, y decidida a restar importancia a todo lo que había visto y oído en presencia de aquel judío. Siempre le decían que pecaba de exceso de imaginación, y tal vez había querido ver algo donde nada había.

A primera hora de la mañana siguiente se cruzó con Diego, cuando éste corría hacia las cuadras. Desapareció dentro de ellas y poco después salió cabalgando a toda velocidad a lomos de su yegua Sabba. Aunque imaginó que no le vería hasta la comida, al poco tiempo estaba de vuelta. Apareció con varias bolsas, unas llenas de pan de centeno, con aspecto pasado y duro, y otras con semillas del mismo cereal.

Apenas cruzó un saludo, le pidió diez tazones de barro llenos de agua, y uno más grande con una infusión de flores de eneldo. Veturia se lo preparó todo y lo dejó tal y como se lo había señalado. Decidió quedarse, muerta de curiosidad, para ver qué iba a hacer con todo aquello.

Diego olisqueó algunos trozos de pan y con un cuchillo raspó las partes más enmohecidas de su corteza. De ese modo fue reuniendo sobre la mesa, en un montoncito, los restos en peor estado. Observó el resultado bastante satisfecho. Su color era púrpura y la consistencia pulverulenta. Recogió una pizca de aquel polvo con la punta de una cuchara y lo echó sobre una primera taza de agua. Lo mismo hizo con dos o tres puñados de centeno enmohecido, aunque en este caso machacó los granos antes de llevarlos a su taza correspondiente.

—Señor, perdonad mi curiosidad, pero ¿podría saber qué hacéis?

—Voy a probar el mal… —respondió con contundencia, como si la emoción le hubiese obnubilado—. Sí, eso es lo que voy a hacer…

Veturia aguantó la respiración y se sintió mucho peor que la tarde anterior. Entendió que se había vuelto completamente loco y por eso decidió no quitarle el ojo de encima.

Diego, ajeno a la reacción que terminaba de provocar, recogió de las dos tazas una sola muestra y la volcó sobre otra nueva. Revolvió bien su contenido y fue traspasando a continuación una cuchara de una taza a otra hasta entender que había conseguido una baja concentración de moho en la última. La agitó con energía, y de un solo golpe se la bebió.

—¿Pero qué hacéis? —Veturia sintió un escalofrío al verle tomar aquella porquería—. Eso no os va a sentar nada bien…

Con un gesto triunfante, Diego se levantó, tiró los restos usados en un cubo y le contestó.

—Veturia, escúchame… ¡Sé cómo producir esa enfermedad que a todos espanta! —Guardó una pausa—. Ahora la padeceré yo mismo, tal vez empiece a notarlo en un momento. Si me ves muy mal, avisa a alguien, pero sobre todo hazme beber leche, mucha leche.

—¿Pero cómo podéis decir eso? Vaya tontería. ¿Cómo vais a saber producir la enfermedad? —La mujer estaba muerta de miedo.

Diego tomó asiento y se llevó las manos a la cabeza cuando empezó a sentir el primer mareo. Su tono muscular era tan bajo que los brazos no eran capaces de soportar ni el peso de su cráneo. Casi al instante se sintió flotando por el aire, por encima de una enorme pradera verde. Sorprendido de su velocidad, se miró los brazos y encontró dos largas alas llenas de plumas blancas y negras. Las agitó entusiasmado y a su lado aparecieron unas cigüeñas con rostros de mujer, bellísimas y todas iguales. Las fue a tocar con sus plumas, pero de repente sus rostros se transformaron en horrendos demonios, fríos y oscuros. Le enseñaron unos dientes afilados y larguísimos. Diego gritó temiendo por su muerte.

Mientras, Veturia apretaba un paño de cocina sobre su pecho horrorizada por lo que estaba presenciando. Una terrible sospecha empezó a oscurecer sus pensamientos.

El día anterior había visto a Efraím con aquella espantosa serpiente diciendo cosas incomprensibles para ella. Y ahora, veía a su señor moviendo las manos como un loco, con los ojos en blanco y gritando como si hubiese sido poseído. Se sintió superada, nerviosa, muy insegura de lo que debía hacer.

Le puso un paño húmedo sobre la frente, sin dejar de preguntarse qué estaba pasando allí. Una fuerza interior la arrastraba a hacer algo y pronto. ¿Pero qué? Todo lo que había presenciado, ¿sería cosa de brujería? O peor aún, ¿formaría parte de un horrendo ritual satánico?

A pesar de que las dudas le reconcomían, sintió una enorme responsabilidad al ser la única que conocía aquel secreto. Por un momento creyó oportuno esperar al señor Marcos para contárselo, pues volvía al día siguiente de viaje, aunque podía ocurrir que no la creyera, o tal vez se pusiera del lado de su amigo. No sabía qué hacer.

De repente, Diego abrió los ojos, miró a su alrededor extrañado, como aquel que acaba de despertar de un largo sueño, y se comportó como si no hubiese ocurrido nada. Sólo le dijo, antes de salir de la cocina, que se acostaría un rato.

Una vez sola, a Veturia le volvieron a asaltar las mismas incertidumbres. Aunque no quería denunciarle, tampoco podía guardarse para ella lo que sabía.

En ese mar de tribulaciones creyó encontrar una única solución para aliviar su conciencia. Se quitó el delantal, buscó una camisa limpia de lino que no oliera tan mal como la que llevaba, y tras peinarse abandonó la casa con la mayor discreción.

Subió la cuesta hacia el collado y tras atravesar el arco de San Martín entró en la iglesia de San Pedro para buscar un confesor. Por suerte, encontró uno libre, y para más fortuna, se trataba del propio abad.

Cuando empezó a contarle sus temores y las causas que los habían producido, se sintió más aliviada. La suave voz del abad, sus preguntas, la promesa de una posterior mejoría, todo le empujó a explicar con detalle lo ocurrido. Le contó lo que Diego había reconocido, y la extraña compañía de aquel judío. También le habló de las distintas pócimas que había preparado y de sus ingredientes, de aquellas repugnantes culebras.

Tras la absolución, el abad agradeció con entusiasmo la información que le había transmitido. A través de la rejilla de madera que los separaba Veturia vio su acida mirada y una extraña sonrisa. Se le heló la sangre de inmediato y se sintió como sucia. Su señor se había portado siempre muy bien con ella, y sin embargo, acababa de traicionarle. Veturia lamentó haberlo hecho, pero no temió ninguna consecuencia, dado que lo hacía bajo confesión.

—¿Qué penitencia me ponéis, padre? —El abad acababa de darle la bendición y se había olvidado de ello al levantarse de su asiento con mucha prisa.

—Ninguna, hija. La penitencia la pagarán otros por ti, ya lo verás…

Diego se despertó con un agudo dolor en la espalda. Algo se le clavaba. Era el borde afilado de una piedra. Palpó los alrededores e identificó otras más, húmedas y cortantes como la primera.

Al abrir los ojos, todo estaba en penumbra, salvo una pequeña rendija a su izquierda por donde entraba un poco de luz. Se tocó la cara y los brazos. Por un momento temió haber muerto.

Cuando se incorporó, sintió la presencia de una persona en un extremo de la estancia. Le oyó toser. Se dio la vuelta al sentir pasos a su espalda.

—¿Quién sois?

—¿Y vos? —La voz era ronca y profunda—. ¡Maldita sea! Menuda compañía me ha caído en suerte.

Diego notó que se alejaba. Observó las paredes y se detuvo en un minúsculo ventanuco. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, de buena altura y barba canosa. Parecía un noble.

—Llegasteis inconsciente, diciendo tonterías y con los ojos en blanco, como si estuvieseis poseído. Habéis dormido al menos medio día. Supongo que os emborrachasteis a gusto ayer y luego no os podíais tener en pie. —Aquel hombre se sentó en una repisa de la pared—. Incluso os trataron peor que a mí, no sé qué habréis podido hacer…

—¿Dónde estoy? —Diego se llevó las manos a la cabeza asombrado de que sus palabras rebotasen en su interior.

—En la cárcel.

—¿Estoy preso?

—Sabia deducción, amigo —le respondió con sorna.

Diego recordó el centeno y lo que había hecho antes de entrar en ese mundo de inconsciencia. Su cuerpo era la prueba viva de que aquella extraña enfermedad tenía un nombre y una causa. Se preguntó qué habría ocurrido después para terminar en la cárcel. Recordaba haber volado por mundos imaginarios y escenarios de ensueño, incluso se vio flotando entre nubes. ¿Pudo cometer alguna barbaridad en ese estado?

—¿Qué os ha pasado a vos? —Diego observó que llevaba ropa de buen corte y cinto donde colgar una espada—. ¿Por qué estáis aquí?

El hombre farfulló algo incomprensible y luego empezó a carraspear sin parar aclarándose la garganta, hasta que por fin se templó la voz.

—Bebí demasiado… y cuando lo hago, pierdo el control.

—No sois de por aquí, ¿verdad?

—Es cierto, soy de Oñate. Aunque en realidad vivo mucho más al sur. —Le sobrevino otro acceso de tos y tardó un rato en recuperarse—. Sólo estaba de paso…

—Nunca oí que por beber se metiera a la gente en la cárcel.

—Sólo cuando se le pega después al reverendísimo abad de la villa. Yo lo hice, ayer por la noche. Me insultó al verme salir de la taberna bamboleándome y…

—Ahora entiendo…

Diego se empezó a notar un intenso temblor en las manos y unas fuertes ganas de vomitar. Al entender que se trataba de nuevas manifestaciones de la enfermedad, le invadió una repentina sensación de angustia. Si estaba detenido y aislado del exterior, además de ser una mala noticia para él, lo era en pésimo momento. Debía avisar, explicar a las autoridades lo que había averiguado, y además de inmediato.

—Me llamo Bruno de Oñate, ¿y vos?

—Diego de Malagón.

Al estrecharse las manos Bruno notó que le temblaban sin control.

—¿Os ocurre algo?

—Puede que me veáis incluso peor…

Aquella respuesta dejó todavía más desconcertado al hombre.

—¿Qué queréis decir?

—Es bastante probable que empiece a tener convulsiones y luego alucinaciones, incluso puede que algún desvarío…

—¿Me podéis explicar de una vez qué os ocurre?

Diego se sintió por un momento mejor, tomó aire y suspiró más aliviado. Incluso notó que sus manos dejaban de temblar.

—Me he provocado una enfermedad, y oís bien, con el único objeto de confirmar su causa. Los síntomas que me aparezcan serán más benignos que si enfermase de verdad. Os hablo de un mal que ha llegado a matar a más de un centenar de personas en esta comunidad durante las últimas semanas, también a sus ganados.

—No sabía nada…

—Lo peor es que hasta ahora nadie ha podido combatirla, dado que se desconocía su origen. Y sin embargo, desde ayer, pude descubrir qué lo causaba y por tanto sé qué hay que hacer. Aún puedo salvar a muchas personas.

—¿Y cuál es ese mal?

—¿Habéis oído hablar alguna vez del «fuego de San Antonio»?

—Nunca.

—Es un envenenamiento que se produce por comer centeno enmohecido o pan negro confeccionado con ese grano. Sus consecuencias son terribles. La gente empieza a padecer espantosas alucinaciones y toda suerte de convulsiones, temblores y náuseas. Muchos acaban muriendo. A veces las extremidades se gangrenan, y si lo come una mujer embarazada, aborta. También lo padecen las ovejas, las cabras y vacas, pero es raro en los caballos, pues no suelen probar ese cereal. Lo averigüé de manera casi fortuita, cuando paseaba por un bosque, al ver varios hongos silvestres de efectos venenosos. Su presencia me llevó a relacionar la enfermedad que afectaba a animales y hombres con los hongos, pues al centeno le crecen también, aunque son muy pequeños.

Diego le explicó que de vuelta del pinar había recordado una descripción del problema en un libro escrito por una monja, Hildegarda de Bingen. La existencia de ese hongo se debía a una mala conservación del cereal en presencia de una excesiva humedad y alta temperatura.

Bruno de Oñate le miró asombrado por varios motivos. Si lo que le había contado era cierto, su gesto no sólo resultaba generoso; arrojaba un gran valor hasta convertirlo en heroico. También le había sorprendido su fantástica memoria al oírle recitar párrafos enteros de aquel tratado que, según dijo, había leído tan sólo una vez y hacía años.

—¿Sois médico?

—No, albéitar.

—¿Y nadie más que vos lo ha diagnosticado?

—Nadie, creo… Es una enfermedad poco común en estas tierras. Se conoce mejor en otros lugares de clima más húmedo que el nuestro, pues es como el hongo crece mejor.

—¿Y si morís? ¿Cómo se sabrá entonces lo que habéis descubierto?

—Confío en no haberme equivocado en la dosis ingerida, o al menos eso espero…

—Bruno de Oñate, tenéis visita. —La voz de un vigilante interrumpió su conversación—. Acercaos hasta las rejas. —Bruno fue a ver quién era. Se trataba de un caballero calatravo. Sobre su túnica blanca destacaba una cruz griega encarnada con gules y una flor de lis en cada punta.

Diego no oyó nada de lo que hablaron, pero el hombre no le quitaba el ojo de encima. De pronto empezó a notar una ligera quemazón en sus pies y un pequeño hormigueo. Pensó que el hongo del centeno debía de contener alguna sustancia que provocaba menor riego sanguíneo en las extremidades. Ésa era la causa de que muchos infectados acabaran sufriendo gangrena. Ahora no tenía ninguna duda. La causa de aquel masivo envenenamiento en Cuéllar no era otro que el centeno.

Le urgía advertir a las autoridades. No podían seguir fabricando más pan con aquel cereal, ni darlo de comer a los animales. ¿Por qué le habrían encerrado?, se preguntaba una y otra vez.

Llamó a gritos a un vigilante, pero nadie acudió.

—Si alguien me oye, id y avisad a las autoridades —continuó en un tono muy alto—. Deben quemar todo el centeno de los almacenes. Que nadie haga tortas con él, ni pan. ¡Está envenenado! Digo la verdad…

—Callaos de una vez, imbécil —se oyó desde el fondo de un largo pasillo, al otro lado de las rejas.

Los dos hombres se asustaron cuando de repente vieron cómo el joven sufría una rápida sucesión de convulsiones por todo su cuerpo.

Diego trató de doblar las piernas, pero sus músculos se mantenían rígidos como piedras y no le respondían. Gimió de dolor al intentar levantarse, pero tampoco pudo. Por un momento se sintió agobiado al pensar si no habría tomado demasiado veneno, e imaginó su muerte lenta y angustiosa en la cárcel.

Miró hacia la luz del ventanuco y su reflejo le produjo una insoportable opresión en la cabeza, también un repentino cansancio. Sin darse cuenta, perdió el conocimiento y se cayó al suelo, golpeándose contra una piedra.

Bruno corrió a socorrerle.