VIII

La gente se moría sin saber de qué. No era peste, tampoco cólera.

Cada día aumentaban los afectados y nadie veía cómo poner freno a aquel desastre.

El pánico se extendió por la villa de Cuéllar y sus aldeas mientras veía morir a sus hijos. Las iglesias se llenaron, y los santos volvieron a recorrer sus calles para combatir aquel mal desconocido. Eran demasiadas muertes, demasiado dolor y miedo. Incluso hubo quien aseguró que se acercaba el fin de los tiempos.

Vista la gravedad de la situación, Diego de Malagón se ofreció al Consejo de la Comunidad, aunque no contaron con él. Por su cuenta trató de investigar qué podía producir aquellos síntomas, valoró las lesiones e intentó encontrar cualquier relación con algo de lo que había leído.

El señor de la villa, don Rodrigo Bermúdez, preguntaba a unos y a otros sin saber qué más podía hacer. Se sentía agobiado por la gravedad de la situación y decepcionado ante la falta de explicaciones y remedios eficaces.

Como primer delegado del rey de Castilla, don Rodrigo era la máxima autoridad en la comarca. Su gestión no sólo abarcaba la propia villa, sino también una fabulosa extensión de tierras concedidas y confirmadas con fuero propio por el rey Alfonso VIII. Un total de treinta y seis aldeas constituían la Mancomunidad de Villa y Tierra de Cuéllar. Cada seis de ellas formaban un sexmo, y cada sexmo enviaba a un representante al consejo. Éste se reunía con cierta frecuencia para discutir el reparto de pastos, la represión de ciertos delitos, los derechos de corte de leña, y otros temas de interés común, como ahora lo era aquella misteriosa epidemia. Cada uno de los sexmeros poseía voz y voto en aquellas reuniones.

La mayor parte de los habitantes de la mancomunidad eran hombres libres, muchos de ellos venidos del norte de Castilla con el sueño de ganar para sus familias derechos de territorio y ganado. A cambio, asumían el riesgo de ser atacados por los sarracenos, ya que la reconquista de aquellas tierras todavía estaba demasiado reciente y la frontera, cercana. Allí tenían la recompensa de no depender de los nobles ni del clero, como ocurría en los feudos del norte de Castilla.

Rodrigo Bermúdez, el señor de la villa, residía en la cota más alta del collado, en una magna fortaleza, ciudadela y plaza fuerte dentro de la propia urbe. Allí era donde se convocaban las juntas de la comunidad, en un ancho salón donde se sentaban los seis sexmeros, cuatro representantes del cabildo eclesiástico y él mismo.

Aquel primer viernes de abril de mil doscientos ocho, el asunto que les había reunido era el más grave de todos los tratados en aquella mesa. Los allí presentes discutían de forma acalorada en un ambiente de franca excitación. Eran conscientes de que cualquiera de ellos también podía verse afectado.

—¡Os digo que es cosa de brujería! —sentenció el abad, un hombre de pequeña estatura, encorvado, mirada fría y dura.

—O un castigo divino… —apuntó el sexmero de Navalmanzano, que representaba a las aldeas de Sanchonuño, Zarzuela del Pinar y Navas de Oro—. No recuerda a nada que hayamos visto antes, y tampoco diferencia edad, clase o condición religiosa. Se parece a una de aquellas devastadoras plagas bíblicas…

—Además, provoca locura y alucinaciones —se sumó el representante de las aldeas del sur—. Sin ir más lejos, esta misma mañana he podido ver a uno de mis vecinos invocando a san Matías a voz en grito, mientras se revolcaba sobre el suelo como si se tratase de un puerco en un lodazal.

El señor de la villa se secó el sudor de las manos sobre su chaleco sin saber cómo solventar aquella desgracia. Los muertos se contaban en más de un centenar, y sólo habían pasado dos semanas desde la primera víctima. Los médicos no sabían qué lo producía y tan sólo luchaban contra los síntomas. La desesperación era absoluta.

—También ha empezado a afectar a las ovejas —apuntó el del sexmo de Montemayor.

El resto se quedó sin habla. La prioridad estaba en la población, pero si también se veía afectado el ganado, el desastre era aún mayor. Las ovejas constituían la principal fuente de ingresos de la villa.

El hombre explicó que en la vecina aldea de Rapariegos había aparecido un rebaño de ovejas aquejado de un rarísimo mal.

—Daban vueltas como locas, en círculos, sin parar. Algunas llevaban la cabeza baja y corrían desbocadas, chocándose contra todo y brincando sin aparente motivo. Parecían poseídas por el mismísimo diablo. La rareza de los síntomas y la gravedad de las lesiones llevaron a sus dueños a llamar al albéitar Diego para conocer su opinión.

—No comprendo cómo se le sigue dando trabajo a un hombre que no esconde su infame relación con ese oscuro judío —sentenció el abad, sin dejar terminar al otro.

—¿De qué estáis hablando? —le preguntó don Rodrigo.

—Se me hace raro que vos no lo sepáis. ¿Acaso no os ha contado nadie que ese albéitar frecuenta a un brujo, o mago, me da igual, de nombre Efraím? —El interpelado lo negó—. Pues así es, y nada bueno se puede esperar de alguien cuyo trabajo consiste en adivinar el futuro, o fabricar extraños remedios que sólo confunden a nuestros feligreses. Tras su aparente benevolencia, os aseguro que se esconde una personalidad llena de inconfesables secretos…

—¿Y cómo puede afectar eso a nuestro albéitar?

—Al parecer, también él ha puesto en práctica alguno de sus conjuros para curar a los caballos. Sospecho que puede haberse contagiado de sus maliciosas artes.

—En mi sexmo le conocemos bien… —apuntó el representante de Hontalbilla—. Al albéitar Diego se le suele ver con facilidad en casa de una de nuestras vecinas, una hermosa mujer de nombre Sancha de Laredo que fue abandonada por su marido no hace mucho tiempo. A estas alturas nadie duda que mantiene una relación amorosa con ella, descuidando el buen ejemplo que ambos deberían dar a las dos pobres hijas del matrimonio.

—Una prueba más de que ese sucio judío le tiene hechizado con su maldad —apuntó con intención el abad.

—Vale, vale… Ya veo por dónde vais —le interrumpió don Rodrigo Bermúdez—. Yo no seré quien juzgue sus actos ni tampoco con quién ha de relacionarse. Diego de Malagón es el mejor en su oficio, y su opinión puede resultarnos esencial dadas las actuales circunstancias. —Se dirigió al que había mencionado el problema con las ovejas—. Decidnos, por favor, qué pasó al final con aquellos animales.

—El albéitar dijo que podían ser gusanos. —Todos le miraron asombrados—. Sí, sí, gusanos en el cerebro. Yo tampoco lo había oído antes.

—De ser así, no tiene relación alguna con nuestro problema —resolvió don Rodrigo—. Hoy mismo he sabido que en lo que va de semana han abortado doce mujeres y tenemos a otras cinco a punto de morir devoradas por la gangrena… —Se levantó de la silla y miró con gran inquietud a todos los presentes—. ¿Alguno tiene otra sugerencia?

—Deberíamos hacer venir a más médicos. Tal vez otros ojos puedan ver algo nuevo —apuntó uno de los eclesiásticos.

—Estoy de acuerdo, yo mismo me encargaré —contestó don Rodrigo—. Ordenaré que se recojan todos los enfermos en una de vuestras parroquias. —El abad se dio por aludido y protestó por la medida, pero don Rodrigo hizo uso de su autoridad para hacerle callar—. Los aislaremos para evitar más contagios.

Todos aprobaron la decisión salvo el abad y los demás hombres de Iglesia, coartados por el primero.

—Yo propongo una vigilia de oración esta misma noche, y otra mañana, dada la ineficacia de las medidas que se han tomado de momento —de nuevo habló el abad, consciente del efecto de sus palabras sobre el prestigio de don Rodrigo.

Éste se sintió indignado. Desde su llegada a Cuéllar, había aborrecido la actitud y la personalidad de aquel individuo, aunque procuraba mantener las apariencias.

—Vos rezad, que yo me dedicaré mientras a ayudar a nuestros vecinos —le contestó en tono mordaz.

—Lo haré. Claro que lo haré… Cuando el hombre no encuentra las respuestas necesarias, ha de buscarlas en Dios. Él nos abrirá los ojos… —Se santiguó devotamente.

Veturia azuzó a Diego para conseguir despertarle. Sabía que había salido durante la noche para atender el parto de una yegua, y ya era demasiado tarde, casi mediodía.

—Señor Diego… Abajo le espera ese hombre judío…

La sirvienta abrió los ventanales de par en par.

—Ha venido con un paquete que huele fatal.

Tras refrescarse la cara y vestirse, bajó sin perder tiempo. La presencia de Efraím a esas tempranas horas le tenía extrañado.

—Lo he probado casi todo, Diego. —Le temblaba la voz y parecía desesperado—. La verdad es que no sé contra qué nos enfrentamos, o tal vez contra quién…

Diego le observó preocupado. Nunca le había visto en ese estado; sudaba sin parar y se frotaba las manos de una forma inquietante. Además, su rostro reflejaba un tremendo agotamiento y una expresión cercana al pánico.

—Mis dos hermanas han enfermado y van a morir, Diego. Padecen agudos temblores y alucinaciones. Las he visto con los ojos en blanco y gritan palabras sin sentido. He probado tres filtros diferentes con ellas y también dos talismanes, y al parecer, nada funciona… Tienen el mismo mal que ha matado a tantos otros…

Diego entendió su desesperación. Veía morir a diario a muchos, casi todos conocidos, y compartía con Efraím la misma sensación de impotencia.

—Venid a la cocina. Veréis como al final encontraremos una solución.

A un lado de la lumbre vieron a Veturia removiendo el contenido de una cacerola.

Diego señaló a Efraím dónde sentarse y le acercó una jarra de agua fresca. Esperó a que se la bebiera sin dejar de observarle. A continuación pidió una frasca de leche caliente y un panecillo a su sirvienta. No había desayunado y se sentía desfallecer.

La mujer se lo dejó sobre la mesa y se puso a golpear una masa de harina con manteca en otro rincón de la cocina. En apariencia estaba a lo suyo, pero la realidad era otra. No quería perderse ni un solo detalle de lo que allí se hablase, y menos tratándose de aquel peculiar personaje.

—¿Recuerdas que un día te hablé de las veintiocho mansiones de la luna, a las que hace referencia el libro de Picátrix? ¿Aquellas de las que hablaban los sabios hindúes?

—Si lo entendí bien, dijisteis que servían como modelo para confeccionar talismanes para ser usados con objetivos muy concretos. ¿No era así? —le respondió Diego.

Sin dar explicación alguna, Efraím abrió el paquete con el que había venido y sacó una culebra muerta y tres bolas de una pasta blanda y verdosa.

Veturia lo miró de reojo y sintió asco.

Diego se dio cuenta de la actitud curiosa de la mujer y la mandó salir de la cocina. Ella, corta de luces pero muy religiosa, pensó que aquellas rarezas no podían ser del agrado de Dios, y menos aún si venían de manos de un judío. Le obedeció de todas maneras y se cambió de habitación con cuidado de no cerrar del todo la puerta.

—¿Qué pretendéis hacer con eso?

Diego se apartó de la mesa frente a aquel desagradable contenido.

—A estas bolas las llamamos tintas. Contienen la faz de Capricornio y están elaboradas con cardenillo y una resina fermentada. Captan la espiritualidad del astro dominante y la vierten en una función, un talismán; en este caso sobre la culebra o serpiente, como símbolo que es de sabiduría. Necesitaré un cazo con agua tibia donde dejar las bolas para que se deshagan poco a poco. Luego, escurriré toda la sangre de la culebra sobre ese líquido y tú serás el que lea lo que de ahí surja…

Veturia, desde la habitación contigua, entornó un poco más la puerta para poder ver mejor. Lo que había escuchado hasta el momento le había dejado atónita. No imaginaba qué extraños negocios podían reunir a ese brujo con uno de sus amos sin tacharlos de siniestros. Sintió miedo. Sus piernas empezaron a temblar y se notó como ahogada. Si no respiraba pronto algo de aire fresco, se desmayaría. Abrió la puerta de golpe y se dirigió a Diego.

—Disculpadme, pero he de salir un momento.

—Cómo no, Veturia. Puedes hacerlo.

Salió casi corriendo y sin mirar qué hacían.

Efraím siguió explicándose.

—Debes concentrarte en sus ondas, en las volutas que produzca la sangre. Piensa entonces en todo aquello que te evoque. Déjate arrastrar a otro mundo. Con suerte, verás lo que está ocurriendo y cuál es su origen… Por alguna razón desconocida, yo no lo consigo, tal vez sea por la existencia de algún aura que me lo impide, no sé…

—Lo que me proponéis me parece tan raro… No creo que sirva para nada, la verdad. —Diego se sintió defraudado por aquella ridícula solución.

—Podrías salvar a muchas personas, también a mis hermanas o a nosotros si llegásemos a enfermar —le respondió Efraím verdaderamente desesperado.

Diego se levantó para estirar un poco los músculos. Le enfermaba pensar que ese hombre pudiese creer que la solución a todo aquel drama estuviese en un cazo lleno de porquerías, cuando él llevaba días y días poniendo toda su ciencia y conocimiento en el empeño.

—He repasado mentalmente decenas y decenas de tratados buscando alguna similitud con esta lacra —le justificó Diego—, y no sólo eso, también he comprobado las lesiones que tenían los cadáveres de más de una veintena de ovejas, por si pudiese encontrar en ellos la explicación de sus muertes. Creedme, me he roto la cabeza meditando qué relaciones se podían establecer entre la muerte de los animales y la posterior de sus dueños… —Volvió a sentarse y guardó un momento de silencio—. Y después de todo, no tengo ninguna respuesta.

Efraím rajó la serpiente con un cuchillo bien afilado y la estrujó desde un extremo al otro haciendo que su sangre fuera goteando sobre el agua verdosa. Se formaron varios dibujos irregulares además de un remolino.

—Olvidadlo, Efraím. Creo en la ciencia, no en augurios o extraños presentimientos como los que pretendéis conmigo.

—¡Ahora no lo rechaces! Confía en mí. Aún no has visto el poder que se esconde en la materia. No pienses tanto en tu ciencia y abre los ojos a los lados oscuros de la realidad, en ocasiones no queda más solución que atravesarlos…

Diego se sintió incómodo. Aquellas últimas palabras le hicieron dudar sobre la bondad de sus prácticas.

—¿Me habláis de magia negra? —Diego le clavó la mirada—. ¿La empleasteis con el marido de Sancha?

Efraím bajó la cabeza y contestó con una voz reflexiva.

—Sé usarla, lo reconozco… Cuando vi que aquella pobre familia necesitaba una contundente solución, me serví de un arcaico sortilegio que pudo producir, digamos, un efecto oscuro. Sí, así fue como ocurrió…

—Veo poco remordimiento en vuestra voz…

—Nada produce mayor satisfacción que destruir el mal, de verdad, y ese hombre lo llevaba cosido a su alma.

Diego se quedó preocupado. La contestación no le había convencido demasiado y tampoco encontraba lógico buscar no sabía qué en aquella pasta de colores.

Efraím acababa de defraudarle; tal vez le había valorado demasiado.

—¿Creéis que puede haber magia negra detrás del mal que nos asola? —preguntó Diego.

—Presiento que sí. Hace tiempo escuché la historia de un colega prusiano que al parecer ganó fama por su carácter siniestro. Dicen que en una ocasión maldijo a toda una población por haberle negado la entrada, y como venganza preparó una receta que desencadenó una gran desgracia a sus habitantes. Al echarla al pozo, donde la gente sacaba el agua para beber, los efectos alcanzaron a todos. Memoricé entonces la fórmula, más por curiosidad que por otra cosa.

Cerró los ojos y moduló la voz para recitarla.

—Decía así: «Quien coja catorce semillas de laurel y cinco de mostaza, las seque, las muela muy fino, las ponga en una fuente limpia con una mezcla de cuajo de vaca y oveja, y lo cubra todo con leche de cabra, una vez batido, ese jugo hará enloquecer a quien se lo dé a beber, y nadie podrá saber a qué se debe su locura».

Efraím clavó la mirada sobre Diego en espera de algún comentario.

—No sé… El cuajo fermenta la leche y supongo que las semillas poseen algún principio tóxico, y una vez todo mezclado… podría ser… Pero aún sigo pensando que nuestro problema posee una causa más terrenal, más accesible a nuestro conocimiento…

Efraím le empujó el cazo con aquella mezcla de agua y sangre.

—Pues búscala ahí… y date prisa.

Diego se sintió superado por su insistencia y se puso a mirar en aquel líquido coloreado.

—Pon tu mente en blanco —le instó Efraím.

Diego hizo caso y se concentró en lo que había visto en las ovejas, sus síntomas, los abortos, aquellas convulsiones nerviosas, lo acelerado de su muerte… Recordó la inflamación de sus hígados cuando los abrió y las hemorragias en las tripas.

Pensó también en aquella extraña receta que acababa de contarle el mago. La meditó despacio. Ninguno de los ingredientes que había mencionado podía provocar el daño por separado. Algo tenía que suceder al poner en contacto el laurel con el cuajo, o la mostaza con la leche, o todos juntos, para llegar a producir un efecto tan terrible sobre la mente.

Recordaba haber escuchado a Efraím decir que, en ocasiones, los distintos elementos de la naturaleza se podían juntar para conseguir transformar la funcionalidad de una cosa.

Dio vueltas a esos razonamientos una y otra vez, sin alcanzar ninguna solución. Así se lo hizo saber a Efraím. Su receta no había funcionado en él. No había visto nada.

El mago se fue destrozado, sin esperanza alguna de solventar la segura muerte de sus hermanas o la de tantos otros que las seguirían más tarde o más temprano.

Durante el resto del día, Diego no dejó de pensar en ello. Se veía como dentro de un laberinto, intuyendo una salida cercana, aunque incapaz de tomar el camino correcto. Desde hacía unos días mantenía la sospecha de que la causa sólo podía estar dentro de un alimento, o tal vez en el agua.

Aquella misma tarde, cuando buscaba la casa de un cliente, tuvo que atravesar un húmedo pinar por el que apenas transitaba nadie. El cielo seguía encapotado después de haber estado lloviendo todo el día, pero la temperatura era suave para lo bien entrado del otoño.

Sabba oía el crujir de las ramas caídas sobre sus cascos al bordear los troncos de los árboles. Entre la hojarasca, Diego vio una gran multitud de setas y bajó a recoger algunas. Le encantaban. Había de todos los colores y formas, las más deliciosas al lado de otras que podían matar con tan sólo probar una pizca. Localizó una de las peores, de color rojo y puntos blancos en su sombrero, y la pateó para que nadie pudiera equivocarse. Recordaba haber leído sus efectos en un tratado de botánica; ceguera, ataques de locura y visiones fantásticas entre otros efectos. Vio otra igual, más grande todavía, y la fue a destruir cuando de pronto se detuvo, se olió las manos y se dio cuenta de algo que hasta ese momento no había pensado. Soltó un grito de alegría.

Acababa de entender lo que mataba a la gente. Lo había tenido todo ese tiempo delante de sus narices, y ni él ni nadie se habían dado cuenta.

Tan sólo necesitaba hacer una prueba más para confirmarlo, sólo una.