VI

La suave brisa del desierto agitaba sin fuerza la pesada cortina del dormitorio de Estela.

Oculto tras ella, una sombra esperaba a que las primeras luces del día alcanzasen su cama para actuar. Su propietario respiró con pesadez, inquieto.

Dos guardias protegían las puertas de aquel dormitorio, y por eso había buscado la terraza. Era la única posibilidad de llegar hasta ella.

Por un momento dudó. El riesgo de ser descubierto era enorme. A cualquiera le sería sencillo deducir quién había sido. Se rascó la frente y tomó la decisión de probar de otra manera.

Estaba a punto de saltar a la terraza vecina cuando la oyó toser y se volvió para mirarla. Un haz de luz anaranjado le acababa de alcanzar el rostro y se repartía por él, confundiéndose con el color de su pelo. Su belleza era sobrecogedora, y sus intenciones hacia ella eran definitivas.

Se acercó en completo silencio hasta rozar sus sábanas. La tentación asaltaba sus manos. Podía hacerlo allí mismo, en ese momento. Observó la cadencia de su pecho mientras respiraba dormida, lo veía subir y bajar.

Estaba tan cerca de lo que deseaba…

Sin tocarla recorrió sus mejillas con las yemas de los dedos, luego sus labios, y anheló sentir aquel esbelto cuello entre sus manos. Lo haría en ese momento…

La repentina llamada a la oración le detuvo. Al sentir que entraba alguien en el dormitorio, corrió a esconderse. Llegó hasta la cortina a tiempo de no ser visto, la empujó, y dejó atrás la terraza de Estela para alcanzar la siguiente, después de saltar un bajo muro que las separaba.

Aquel nuevo dormitorio no era seguro. De inmediato se le ocurrió otra forma de conseguir su propósito, tal vez más difícil, pero le pareció que lo conseguiría.

Inspiró una larga bocanada de aire para recuperarse de las intensas sensaciones que acababa de experimentar, y al salir al primer pasillo se encontró de frente con una de las esclavas de Estela que estaba a punto de entrar en su habitación.

Decidió prepararlo todo para después de su baño.

La princesa Najla se hundió en las cálidas aguas de aquella enorme piscina, dentro de los baños privados del harén. Al salir de ellas se echó el pelo hacia atrás.

—¿Sabías que a los genios les gusta vivir cerca del agua? Por eso encendemos velas invocándolos; para que nuestra presencia les sea grata y complaciente.

Najla eligió una vela muy plana y comprobó que flotaba. La empujó hacia Estela y la joven la recibió con una sonrisa. Al sentir sobre su espalda las manos de la esclava, cerró los ojos y trató de relajarse. Le llegó el aroma que desprendía el aceite de romero con el que la embadurnaba.

Najla empezó a cantar alabanzas al Profeta.

El hammam, o baño semanal, constituía para Estela la mejor experiencia dentro del harén. Allí se le olvidaban sus desgracias mientras se dejaba arrastrar por las fantásticas sensaciones que lo acompañaban.

—En el agua hay poesía, pureza, también sabiduría, pues con ella se apaga la sed del alma. —Najla jugueteó con unos pétalos de rosa que flotaban a su alrededor y se desplazó hasta llegar a su amiga. Miró su espalda. Estaba atravesada por numerosas cicatrices, las producidas durante aquel cruel castigo en la plaza grande.

—¿Te duelen? —Recorrió una de ellas con un dedo.

—No es ahí donde siento más dolor…

Najla sintió compasión por ella.

—No debía haberlo hecho. Mi hermano se ha comportado de un modo cruel contigo. —Najla removió el agua para borrar su imagen de la superficie—. Sé lo que se siente cuando te hacen sufrir…

Estela imaginó que se refería a la ruptura con el rey Sancho de Navarra, de la que no se había recuperado nunca. Ella recordó a su hermano. Lo hacía desde que Tijmud le había contado la conversación de Pedro de Mora con el visir, durante la cual había salido a relucir el nombre de Diego y la promesa de venganza sobre ella.

La alegría que tuvo al saber que estaba vivo fue inmensa, aunque la información le resultase escasa. Según había dicho Tijmud, don Pedro se había enfrentado con él. No sabía dónde ni cómo había ocurrido todo aquello, pero no le importó, la noticia le había llenado de esperanza, pero también de temor al sentirse amenazada.

Las dos esclavas les ayudaron a salir del agua y esperaron a que estuviesen tumbadas sobre unas hamacas para untar sus espaldas con una generosa loción de aceite de argana y otra de almendras dulces. Después, les procuraron un relajante masaje.

—Mi hermano te ama… —Najla dobló la cabeza hacia el lado de Estela y la observó constatando una vez más la hermosura de su cuerpo—. No entiendo por qué te hace sufrir… ¿cómo se puede martirizar a la mujer que se desea? —Guardó un momento de silencio—. Aunque seas una esclava, entiendo que también mereces respeto. Te considero como una hermana y entiendo tu dolor… Cada vez comprendo mejor tu pena. Eres frágil, y él es tan poderoso…

Estela le agradeció sus palabras.

—De todos modos, si tú quisieras, mi hermano te lo daría todo… Serías la más grande, su preferida. ¿Nunca te ha atraído esa idea?

—Nunca, Najla; yo sólo quiero ser libre —le contestó, mientras la esclava recogía con un paño el exceso de aceite de su vientre.

—¡Libre! ¿Acaso crees que yo lo soy? Nadie lo es. Deberías admitirlo alguna vez. Ni tú ni yo lo seremos nunca, piénsalo. Nuestra cultura nos prohíbe aspirar a nada que no sea el matrimonio. Vivimos y nacemos por y para los hombres. Somos su apéndice y estamos enteramente a su servicio. Es así. Hace tiempo también yo anhelé tener ese espíritu de libertad, cuando estudié en Sevilla. Creí que lo alcanzaría si cultivaba mi inteligencia, empapándome en las distintas artes y en la ciencia de la filosofía. Me imaginé luego enseñando poesía y pensamiento a más mujeres, como otras lo hicieron conmigo. Y una vez que tuviera la suficiente preparación, huiría a tierras cristianas para empezar allí, sin ser nadie, a mi manera, sin las imposiciones que ahora padezco… Ése era mi plan, pero nada de eso ocurrió. Hasta para huir hace falta valor y yo no lo tuve. Volví a Marrakech, conocí al rey de Navarra, y lo demás ya lo sabes. —Se frotó las manos con una espuma de rosas—. Libre dices… Un sueño imposible.

Al incorporarse mandó llamar a Ardah, la esclava que le embellecía la piel con henna. Tomó dos toallas y se secó a conciencia eliminándose los restos de aceite.

Najla caminó desnuda hasta un estrecho ventanal en la cara norte de aquella sala y sintió de inmediato una agradable brisa sobre su cuerpo.

—Disfruta del viento, él sí es libre.

Estela se acercó a ella, cerró los ojos y se transportó al infinito, relajada, embriagada por los restos aromáticos que las esencias habían dejado en su piel, notando sobre su cuerpo la caricia del aire.

—Princesa Najla…

Al oír aquella voz se volvieron y vieron a Ardah. Llevaba una bandeja de cobre con dos tarros de pasta de henna y dos aplicadores. Uno de ellos estaba destinado a Estela. La mujer, inquieta, temía equivocarse.

Aquella pasta con la que se tatuaban cada semana se fabricaba en un recinto especial dentro del harén, y a su cargo estaban dos mujeres de expertas manos. Allí se mezclaban las hojas de la planta que le daba nombre con agua, azúcar y limón. Después le añadían a la masa un conjunto de aceites aromáticos de acacia, tamarindo y clavo. Pero aquel día, después de haberla fabricado, las mujeres no se atrevieron a preguntar nada cuando llegó ese hombre. Las amenazó de muerte si contaban a qué había ido allí. Y ellas callaron. Le dejaron manipular uno de los tarros, pues conocían su fama, y no dudaron de su amenaza si hablaban. Añadió unas gotas de un líquido de color pardusco y maloliente y les dijo que ése, y sólo ese tarro, fuera destinado a la concubina Estela, a la cristiana de pelo rojo.

Najla se miró las manos y los brazos y se decidió por un nuevo tatuaje menos aburrido que el que llevaba. Aquellas formas vegetales eran siempre las mismas. Se dirigió a Ardah y le pidió que fuera a por una nueva plantilla.

La mujer se levantó dispuesta a llevarse la bandeja con todo lo que había traído.

—Pero déjala aquí…

La esclava se puso nerviosa, carraspeó y pareció dudar, pero no se atrevió a tocarla y dejó todo donde estaba. El tarro de la derecha era el que tenía que usar con Estela. Aquel hombre se lo había ordenado así, después de pagarle el favor con una generosa bolsa de dinero. No quiso preguntar nada, pues necesitaba con urgencia aquellas monedas para su familia.

Cuando volvió a entrar donde estaban las dos mujeres, sintió que se ahogaba. La princesa Najla tenía entre sus manos uno de los tarros de henna y Estela el otro. Y además habían empezado a pintarse la una a la otra entre risas.

—Dejadme a mí —chilló, perdiendo el control.

—¿Qué te pasa, Ardah? —Najla la miró sorprendida mientras le pasaba su tarrito y el aplicador—. No te preocupes, no pensábamos suplantarte. Nadie lo hace mejor que tú…

La mujer, temblorosa, empezó a dibujar unas mariposas sobre las manos de Najla, y luego en la espalda, y sobre las piernas unos alacranes, y en sus pechos unas figuras circulares. Lo que no sabía era si la pasta que usaba había sido la que Pedro de Mora le había dado para Estela.

Efraím le pasó aquel libro con absoluto mimo y cuidado, como si fuese el objeto más frágil y delicado del mundo.

Diego lo observó por fuera. Sus extraños dibujos y símbolos le llamaron la atención.

—Se trata de un Picátrix —el tono de su voz surgió grave y trascendente—, el mejor tratado que se haya escrito sobre el noble arte de la magia. La más grande recopilación de los antiguos saberes. Desde la Grecia clásica a Persia, de Damasco a la India, sin dejarse los misterios del viejo Egipto. Un libro único. Se escribió en lengua árabe y tú tienes la posibilidad de leerlo. En él encontrarás otra ciencia, diferente. Creo que te ayudará a abrir los ojos. Dentro se explica desde cómo destruir una ciudad con el Rayo del Silencio, a las técnicas más sofisticadas para poder influir sobre otras personas cuando están a largas distancias. Pero sobre todo, en tu caso, y a tenor de tu oficio, te revelará cómo influyen los astros en la aparición de algunas enfermedades, cuando éstos desordenan a los elementos minerales, animales o vegetales.

—Recuerdo haber visto otro ejemplar en el monasterio de Fitero.

—Me extraña… Su lectura está condenada para los cristianos. ¿Qué podía hacer entre frailes?

—Tal vez alguien quiso verificar si la magia es cosa de Dios o del diablo…

—¿Y cuál es tu opinión?

—Prefiero pensar que lleva el sello de Dios.

Se encontraban sentados sobre un tronco, frente al arroyo. Efraím lanzó una gran piedra al agua y de inmediato aparecieron varias ondas circulares.

—¿Las ves?

—¿Os referís al agua?

—Sí. Yo he contado cinco ondas, un número impar, la señal de un buen augurio.

—Si probáis con una piedra mayor, saldrán más de cinco, ya lo veréis. Las cosas no se producen por una causa misteriosa, son fruto de un efecto físico. Una piedra más grande empuja más agua a su alrededor.

Efraím volvió a tirar otra mucho más grande y sólo aparecieron tres.

—Un mago puede variar la lógica de los elementos, como yo acabo de pedirle al agua. No ha respondido a tu deducción, y sí a mi voluntad. Si aprendes a captar el espíritu de un astro para luego guiarlo hacia una materia, conseguirás objetivos que ahora te parecen imposibles.

—¿Creéis que de ese modo conseguiría resolver alguno de los males que los albéitares consideramos ahora incurables?

—Pruébalo y verás, amigo. Lee el Picátrix y luego veremos si se puede o no…