V

Mencía sintió como se movía por su vientre.

Su hijo seguía creciendo en su interior sin saber que su madre nunca lo consideraría fruto del amor, sino de un engaño.

Llena de amargura y pesar, Mencía miraba la lluvia desde el balcón de su dormitorio, en el castillo de Ayerbe, propiedad de su marido.

Aquél era su segundo embarazo. Había perdido su anterior hijo meses antes de la fecha prevista de nacimiento. Nadie supo poner causa a aquella fatalidad, pero ella la tenía; aquel niño había sido engendrado de forma ajena a su voluntad, a su corazón, y había sido su propio cuerpo quien lo había rechazado desde el principio.

Ahora, en su sexto mes de embarazo, tuvo el presentimiento de que le iba a pasar lo mismo.

Oyó un poderoso trueno que atravesó las paredes del castillo y notó cómo el agua rebotaba sobre la piedra. Aquella tormenta la trasladó a otra, en una capilla abandonada. Cruzó las manos sobre el pecho en expresión de dolor y profunda pena. Diego había sido su único amor, un amor roto por la ambición de su madre, alguien borrado de su vida por el solo hecho de mantener intachable la honra de sus apellidos.

Pensó en él como hacía cada día, recordó sus gestos, sus palabras, el dulzor de sus besos. No había noche que se durmiera sin haberse despedido antes de su amado Diego. Hasta cuando su marido la poseía, ella le veía en su papel. Su dolor era íntimo, fatal, inconfesable.

Empezaba ya a oscurecer cuando de pronto estalló un grandioso rayo que iluminó su habitación con una fría luz azul.

—Mi señora… —Mencía se separó del ventanal para hablar con su primera dama de compañía—, acaba de llegar vuestro correo.

—Hacedle pasar, rápido, antes de que venga mi marido.

Mencía se frotó las manos con nerviosismo a la espera de las noticias que pudiera traerle su enviado.

Nada más entrar, se lanzó hacia él con ansiedad.

—Decidme… ¿qué habéis averiguado? ¿Y cómo está? ¿Habéis hablado con él?

El joven se estiró el sobretodo por debajo del cinto, y se preparó para contestar a cada una de sus preguntas. Se sintió la garganta demasiado seca.

—Antes de explicaros… ¿tendríais un poco de agua?

—Blanca, tráele una jarra, ¡corre!

Se bebió dos vasos enteros, carraspeó y empezó a hablar.

—Ya no está en Albarracín.

—Entonces, ¿no pudiste darle mi correo? —Mencía apretó con rabia sus puños.

—No, no lo conseguí. Pero pude saber cuál es su actual paradero.

—¿Dónde está, dónde…? —A Mencía se le saltaban los ojos—. ¡Por Dios, contestadme pronto! Ardo en deseos de saberlo todo…

—En la villa de Cuéllar, en Castilla —contestó satisfecho.

—No conozco esa población. —Mencía sintió una patada en el vientre y se estiró en el asiento para encontrar una postura más cómoda.

—Entre Segovia y Valladolid, a mitad de camino. Por lo visto, es una villa rica en pinares y rebaños de ovejas. Me lo reveló un comerciante que conocía a un tal Marcos.

—Claro, Marcos es su amigo; le acompaña desde hace años —confirmó ella.

—Pues eso, su amigo eligió aquel destino por las excelentes posibilidades comerciales que tenía.

—Cuéllar… en Castilla… —Mencía saboreó aquel nombre en voz alta, pero justo en ese momento entró su marido, Fabián Pardo.

—¿Qué ocurre en Cuéllar? —La saludó con un beso en los labios y le acarició su voluminoso vientre—. Querida, ¿te ha dado mucha guerra hoy?

—Podéis marcharos ya, joven. —Mencía se tocó la cara y la notó ardiendo.

El correo se inclinó con respeto y salió con rapidez de la habitación bajo la interrogativa mirada del marido. Ella buscó alguna explicación a su pregunta sobre Cuéllar.

—¿He de conocer a ese joven con quien hablabas? —Fabián esperó a que cerrara la puerta—. No me suena de nada…

—Bueno… creo que no… En realidad, se trata de… —Tosió tres veces—. Quiero decir que es un…

—Déjalo, no sigas… No me quieres decir que en realidad se trata de tu amante secreto… ¡Confiésalo! —Se sonrió antes de volverla a besar en los labios con renovado ardor—. ¡Dios mío!, pero ¿cómo se puede querer tanto a una mujer? Durante el día, lo único que anhelo es verme a tu lado…

—Blanca, retírate ya. No necesitaré nada más.

Mencía se levantó con dificultad del asiento y caminó hacia el ventanal. Todavía seguía lloviendo. Los brazos de Fabián la rodearon por la espalda y se reunieron en su pecho. Empezó a besarla por el cuello, en las mejillas.

—Amor mío, cuánto deseo sentirte de nuevo, recuperar el ardor de nuestros encuentros —le acarició en la barriga—, como antes…

Mencía callaba. Verle tan enamorado de ella le hacía doblemente infeliz. No le amaba, nunca lo había hecho y nunca lo haría. Su corazón sólo conocía el amor por Diego, y estaba tan lejos de ella…

Las lágrimas brotaron de sus ojos y él las recogió entre sus dedos.

—¿Qué tienes, mi cielo?

—Nada. Me emociono… Debe de ser por el niño… —le mintió una vez más, como hacía desde que estaba con él, pues su dolor tenía otro nombre: Diego de Malagón. Un imposible.

A muchas millas al sur, Sancha recogía de la lumbre una cacerola con agua hirviendo. Quemándose los dedos, la dejó caer sobre la mesa de la cocina y le sonrió.

Basilio Merino, su marido, la miraba sin entender aquella inusual demostración de amabilidad.

Había vuelto a la aldea con idea de quedarse. Los negocios no le habían ido nada bien desde su salida de Cuéllar y allí tenía a su familia. Pensó que, si se lo proponía, las tensiones con Sancha serían superables. Durante todo el tiempo que había estado fuera, había añorado su comida, el calor del propio hogar, su cuerpo…

Cuando se acercó a su casa extremó las precauciones garantizándose que no andaba cerca de ella aquel hombre que le había amenazado. Como no le vio por ningún lado, entró sin temor a la casa, y cuál fue su sorpresa cuando Sancha, nada más verle, le recibió sin problemas. La había imaginado más arisca, llena de rencor, y se encontró con una mujer cambiada, como si no recordase nada de lo ocurrido.

—Sancha, te he echado de menos… y también a las niñas. —Le acarició un muslo mientras ella pasaba el agua a una jarra más pequeña—. Siento lo que hice en su momento, he cambiado, créeme. Vengo para pedirte perdón.

—Has estado más de un año fuera.

—No me atrevía a volver. Creí que me odiabas.

—Tu pecado fue enorme, y no sólo hacia mí… Pero tal vez con el tiempo, no sé, igual se nos olvida todo aquello, puede ser…

Sancha sintió asco al notar su mano recorriéndole el vientre, en busca de los pechos. Se separó a tiempo y puso la jarrita ardiendo entremedias, aconsejándole que se sentara. Basilio lo hizo con poca ilusión.

—¿Para qué la infusión? Sabes que odio esos mejunjes. Antes preferiría un poco de vino…

Sancha le sonrió, pero buscó en una estantería un par de tazas de barro y las rellenó a continuación con agua caliente. Luego sacó de otro bote un pañuelo y lo desdobló despacio. Basilio la miraba con interés.

—¿Qué tienes ahí? —Estiró el cuello y comprobó que se trataba de unas pequeñas flores blancas—. Ya te he dicho que me repugnan esos cocimientos… No esperarás que me lo tome…

—¿Acaso me lo desprecias? —Sancha se plantó frente a él, los brazos en jarra y con una expresión decepcionada—. ¿Así quieres empezar a reconciliarte conmigo?

El hombre aceptó resignado lo que le diese.

Sancha se puso a contar flores antes de introducirlas dentro del tazón. Efraím le había recomendado usar dos docenas, pero dado lo pequeñas que eran, no llegó a saber cuántas entraron en contacto con el agua. Pudieron ser bastantes más. Tal vez así fue.

Se echó otro tanto a su taza y las revolvió con una cuchara hasta ver aquellos pétalos bien macerados. En poco tiempo el agua tomó un color blanquecino y un aroma dulce y apetitoso.

—Toma, te gustará. —Le acercó la taza y se sentó encima de sus piernas, adoptando una mirada sugerente.

Basilio lo olió y probó un sorbo.

—¿No me habrás echado algo raro…?

Ella se llevó su taza a la boca e hizo como si bebiera.

—Lo único a lo que te arriesgas es a que no te la deje terminar… —Le sujetó de la barbilla besándole con ardor en los labios.

Basilio se la tomó toda de un trago y, encendido de pasión, se hizo con su cintura. Sembró de besos su cuello y su escote. Sancha disimuló su rechazo a la espera de que aquel filtro hiciera efecto. Le dejó hacer. Deliberadamente, fue empujando su taza hasta que cayó al suelo y estalló en mil pedazos. Así no tendría que tomársela.

Sancha desconocía el efecto que le provocaría, por ese motivo esperó paciente, sumisa.

Basilio la tumbó sobre la mesa. Aquello empezó a gustarle cada vez menos a Sancha. Forcejeó para quitarle la ropa y empezó a sentirse cada vez más incómoda. Había confiado por completo en los efectos de aquel remedio, pero no terminaba de verlos en su marido. Y no podía contrarrestar su fuerza…

—¡Estate quieta…! Hacía tanto que te deseaba…

—Déjame… No quiero. —Ella le arañó en un brazo sin excederse demasiado, como una advertencia, pero él se lo tomó mal y recuperó su violencia anterior, abofeteándola sin consideración.

Sancha gritó y le insultó. Y volvió a gritar cuando éste le golpeó en la cara, cuando empezó a embestirla. Tenía la cabeza encima de su cara y por eso no la vio llegar. Ni tampoco pudo detener su mano cuando le clavó aquel enorme cuchillo sobre la espalda, y luego otro, atravesándole las costillas hasta perforarle el corazón. Se trataba de Rosa.

Al oír sus gritos, la niña había entrado corriendo a la cocina y pudo ver a su madre en manos de aquel repugnante ser. Le había subido la sangre a la cabeza y con ella un odio infinito que la empujó hacia él, para borrarlo definitivamente de sus vidas.

Basilio no consiguió hablar, la herida había sido mortal. Se quedó derrumbado sobre Sancha hasta que ella pudo separarse de él, asqueada. Luego se abrazó a su hija y lloraron juntas.

Cuando Sancha volvió a mirarle, recordó a Efraím. Le había dado a elegir entre una separación parcial y otra definitiva, y ella había elegido la segunda.

Ahí estaba el resultado, aunque jamás hubiera imaginado cómo había operado aquel filtro.

Cuando Diego llegó esa tarde y supo lo sucedido, lo primero que decidieron fue guardar el secreto para proteger a Rosa. Las encontró tranquilas, sin demostrar el menor atisbo de arrepentimiento.

Dejaron encerrada a la pequeña María en una habitación para que no viera nada y Diego cargó con el cuerpo de Basilio hasta el interior del establo, donde lo enterraron entre los tres. Rosa fue la primera en echarle una palada de tierra. Allí terminaba su martirio y el de su madre, el peor horror que habían tenido en sus vidas. Se sintió aliviada cuando vio desaparecer a su padre bajo la tierra, para siempre.

Una vez terminaron, Diego las dejó solas para llevarse el caballo de aquel desgraciado en dirección norte. Decidió venderlo en la primera feria que estuviese lo suficientemente lejos como para que nadie lo relacionara con Cuéllar ni con su antiguo propietario. Días más tarde, una vez de vuelta, se encontró con Efraím.

Como siempre, el anciano le sorprendió.

—¿Qué tal está la viuda Sancha?