IV

Diego ayudó a sacar a la joven de la acequia y trató de vaciar de agua sus pulmones, pero ya no respiraba. Cinco mujeres angustiadas la rodeaban. Todas pensaban que estaba muerta.

—Dejad a Efraím, dejadle a él… —dijo una de ellas.

Diego miró hacia atrás y vio llegar a un hombre vestido de negro desde los pies a la cabeza, caperuza puntiaguda, ceñudo y de mejillas hundidas. Una larga perilla colgaba de su mentón y sus ojos eran pequeños, insondables. Parecía bastante mayor.

Se hizo un hueco entre las mujeres y miró de soslayo a Diego. Apoyó su bastón de madera en el pecho de la joven y lo apretó a la espera de alguna reacción. Chasqueó la lengua dos veces al no obtenerla y se puso a buscar por el suelo. Localizó a un grupo de perros que bebían en la orilla. Ante el asombro de todos los presentes, se dirigió hacia ellos y rebuscó entre sus heces. Por algún motivo incomprensible seleccionó una hinchada y de color blancuzco. La cogió entre sus manos sin ningún reparo, se acercó a la mujer, le rasgó la camisola dejando su desnudez al aire, y le untó concienzudamente aquella porquería en su pecho.

Diego, como el resto de las espectadoras, se tapó la nariz asqueado y quiso impedir que continuara con aquella patraña, pero tuvo que detenerse. De pronto la joven había empezado a toser, y casi a la vez a expulsar agua por la boca y la nariz. Al abrir los ojos, la chica se encontró con la seca mirada de aquel hombre. Torció la nariz al sentir un apestoso aroma a su alrededor, pero de pronto le sonrió.

Aquel oscuro personaje se volvió hacia su público y les observó sin decir una palabra, muy misterioso. Y sin llegar a despedirse, se puso a caminar dispuesto a volver por donde había venido. Las mujeres cuchichearon entre ellas asombradas por el prodigio, pero no se atrevieron a hablar, pues le temían.

—¡Esperad! —exclamó Diego—. Dejadme por favor que os acompañe…

Con su mirada, el anciano aprobó que lo hiciera.

—Me llamo Diego de Malagón.

—Ya lo sabía, hijo, ya lo sabía… —contestó en un tono profundo—. Sé mucho más de lo que imaginas.

Diego le observó incrédulo y estudió su perfil. Una larga nariz se encorvaba desde su nacimiento, y el rostro estaba sembrado de profundas arrugas, secas y tortuosas en algunos lugares.

—En vuestra opinión, ¿qué contienen las heces de un perro para conseguir curar a un ahogado?

—Hay un poder que está presente en las piedras, en los vegetales y en la materia. Sólo necesita ser reconocido por alguien con la suficiente sensibilidad como para poder aplicarlo en el momento y lugar más adecuado… —Tosió de forma violenta, casi forzado—. Tú eres un sanador, supongo que sabes de qué te hablo…

—Soy un albéitar. Sólo sé de ciencia.

—No lo niego, pero tu ciencia no llega a todo.

—¿Adónde no llega, según vos?

—Al mundo donde se oculta la razón. A lo mágico.

Diego se rió al escuchar aquello.

—¿Magia y magos? Farsantes que sólo sirven para entretener a los incautos en mercados y fiestas, sirviéndose de trucos y mucha pericia…

—Eres un insensato —le repuso con sequedad.

—¿Por qué decís eso?

—Un ingenuo más… uno de los que sólo se creen lo que ven. El límite entre lo real y lo irreal es muy frágil, como lo es entre la ciencia y la magia también. No te equivoques conmigo, no soy un brujo ni un malabarista de mercados, conozco dimensiones de la realidad que ni te imaginas…

—Habláis con un hombre leído en ciencia. Sólo creo en lo tangible, lo demás me suena a patrañas.

—Ciencia… para ti todo es ciencia, ¿no? Quieres decir, por tanto, que todo aquello que escapa a la razón es falso, o un burdo truco. Ya veo… ¿Y si te ofreciera un filtro, o un remedio para que lo entiendas mejor, que le sea útil a tu protegida Sancha, de tal modo que nunca más sea humillada por su marido?

A Diego se le cortó la respiración y detuvo su paso.

—¿Cómo sabéis eso? —Buscó respuestas en la profundidad de sus ojos—. Ella… no sé, ella lo ha guardado siempre en secreto, es imposible…

—Ya os dije que conocía muchas cosas.

—Pero no lo que acabáis de decir… Nadie puede saber lo que ha podido ocurrir en esa casa. Y además, hace ya meses que su marido no la ha vuelto a ver…

—Volverá, lo veréis… —Adoptó un semblante sombrío—. Vendrá cargado de maldad y sembrará de oscuridad la casa. Aparecerá pronto… Como os dije, soy mago, y por lo tanto, sé adivinar esas y otras muchas más cosas… ¿Ahora me creéis?

—Reconozco que me habéis sorprendido.

—Magia es todo lo que hechiza la razón; a veces son palabras, otras obras. La magia está en el pasmo, en el embelesamiento, o también en el encanto… Todo aquello cuya causa permanece oculta a la razón y es difícil de aclarar, eso es magia…

Diego le escuchaba con verdadero interés. Creía haber leído algo parecido en el Mekor Chaim, aquel tratado sobre filosofía y cábala que fray Tomás le había dejado. En él se explicaba que las veintidós letras del alfabeto hebreo eran fuerzas espirituales con las que el universo había sido creado. Y también se describían los diez Sefirod y con ellos los significados ocultos de la vida y en general de la realidad que nos rodea. Pero recordaba que aquél no era un libro de magia. Diego tenía la mente abierta a cualquier saber, se llamase cábala o magia, pero a pesar de ello y de tener constancia de haber adivinado la situación de Sancha y de sus hijas, el proceder de aquel hombre chocaba de frente con su habitual forma de avanzar en el conocimiento. Diego se aproximaba a la verdad haciendo uso de la observación y del estudio, no a través de la ensoñación o de lo etéreo como hacía ese viejo.

—Me llaman Efraím. Ahora he de irme, pero si necesitas ese filtro que te he mencionado antes, búscame. Lo prepararé para que también tú creas…

Pasaron varios meses sin que Diego volviera a acordarse del filtro ni de aquel peculiar mago, hasta casi finalizada la primavera siguiente y después de una semana en la que no había dejado de llover. Sucedió un día, cuando visitaba a Sancha. El último trabajo le había dejado muy cerca de su casa.

Nada más ver a Diego, la mujer se mostró muy inquieta y no paró hasta conseguir que las dos niñas se fueran al establo para quedarse a solas.

—Estuvo ayer por aquí… —Retorció entre sus manos un paño de algodón.

—¿Tu marido?

—Sí, Diego, sí. Estuvo merodeando por los establos y luego desapareció… Desde entonces no dejo de mirar por la ventana imaginándomelo en la puerta… Estoy aterrorizada. Está loco. Ha pintado unos extraños dibujos negros por las puertas del establo y también sobre las paredes exteriores. No sé qué pretende, no sé qué querrá hacernos ahora…

Diego la abrazó para rebajar su nerviosismo y entonces recordó su conversación con aquel mago. Le había predicho que Basilio volvería para sembrar de oscuridad la casa. Estaba seguro de que aquéllas habían sido sus palabras y lo peor es que coincidían con lo que acababa de contarle Sancha.

—Me quedaré a dormir esta noche con vosotras. Si me ve por aquí, no se atreverá a entrar.

—Te lo agradezco de corazón, pero por desgracia el peligro no terminará con esta noche. ¿Cómo nos protegeremos cuando te vayas a trabajar? ¿Qué será de nosotras? Nada ni nadie le frenará y volverá a pegarnos… ya lo verás. —Sancha sintió como le fallaban las piernas y se tuvo que sentar—. En el pasado, hubo algún momento en que estuve tentada de hacer algo para que nunca más pudiera tocarnos… ¿Entiendes a qué me refiero? —Diego lo afirmó—. Pero no fui capaz…

Diego pensó de nuevo en Efraím. Se sintió ofuscado. La sola idea de solicitar su ayuda le revolvía las tripas, pero no dejaba de pensar en el ofrecimiento de aquel filtro que evitaría a Sancha tanta humillación y maltrato.

—Podría existir una manera de evitarlo… —Sancha abrió los ojos de par en par y le rogó que se la explicase.

—No te he hablado todavía de Efraím, ¿verdad?

Ella lo negó.

—Ha llegado el momento de que le conozcas.

Sancha entró esa misma tarde en la judería de Cuéllar, pero sola. Diego había pensado que era mejor no dejarse ver juntos por sus calles y por eso se había quedado atrás, a media legua de las murallas de la villa. Antes de despedirse le explicó cómo y dónde debía buscar al mago y cuál había sido su increíble predicción.

Una vez se quedó solo, Diego descabalgó de Sabba y empezó a pasear por una fresca alameda que discurría cerca del río. Poco después oyó ruido de cascos. Se puso en alerta, no fuera a ser Basilio, pero, para su sorpresa, se trataba de Marcos. Ni le llamó, ni se hizo ver, pues iba junto a la única hija del señor de la villa, con quien se veía muy entregado.

—Por favor, ¿la casa de Efraím?

Una joven pelirroja, de melena rizada y expresión pícara, indicó a Sancha dónde era. Giró a la izquierda y tomó la calle que recorría la cara interior de la muralla.

Una enorme cola de gente, frente a una puerta de escasa altura, fue la pista definitiva para reconocer el lugar que buscaba. Al llegar, algunos la identificaron.

—Sois Sancha, ¿verdad? —La mujer que cerraba la cola era una de las vecinas de su aldea—. Yo vengo por mi hija. El caso es que no consigue descendencia y he oído decir que este hombre fabrica buenísimos remedios para todo.

—Entiendo… —comentó Sancha sin querer dar pie a más conversación.

—¿Y vos qué buscáis de Efraím? —La mujer la miró con descaro, sin admitir su silencio.

—En realidad no sé… —respondió en voz baja. A nadie le importaba su vida.

—Aquí no se viene sin un objetivo concreto —siguió la mujer.

Sancha le hizo un ademán con las manos rogándole que hablara más bajo.

—No me lo digáis, no hace falta… Vais a pedirle que haga volver a vuestro marido… O lo mismo deseáis lo contrario, para que ese albéitar ocupe su lugar… ¡Claro, eso va a ser! —exclamó a voz en grito.

—Dejadme en paz, señora —protestó Sancha.

Su comentario le había molestado, aunque confió en que nadie más lo hubiera oído. Observó a los que la precedían en la cola, y a tenor del murmullo que se montó y de algunas esquivas miradas, entendió que no había sido así. Y a pesar de todo, la mujer le había dado la espalda mostrándose indignada.

—Sois una descarada —protestó Sancha en su oído.

—Y vos, una arpía… Mira que aprovechar la ausencia de vuestro marido para retozar con otro hombre… ¡Dónde se ha visto!

Al escuchar aquello, Sancha se encolerizó y estuvo tentada de ahogarla allí mismo. Le salvó la oportuna aparición de un anciano de nariz encorvada que se asomó por la puerta de la consulta.

—¡Entra tú, Sancha! —Efraím la señaló con el dedo, y ella miró hacia atrás, a la espera de que entrara otra persona con el mismo nombre.

El resto de los presentes protestaron, pero el viejo les lanzó una mirada severa. Como no se movió nadie, se dio cuenta de que la buscaba a ella. Mientras caminaba hasta la puerta se sorprendió de la sumisión de todos su clientes. Nada más entrar, Sancha le preguntó cómo sabía su nombre.

—Lo vi en el agua esta misma mañana. Supe que vendrías.

El hombre le hizo pasar a una habitación circular donde sólo había una mesita en el centro que sostenía una colección de extrañas figuras. Le indicó dónde debía sentarse.

—Tú no crees en esto, ¿verdad?

—No mucho. Vengo por recomendación de Diego.

—Me agrada que sea así… Eres la prueba de que por fin ha empezado a creer. ¿Le amáis?

—¿Cómo? —Aquella pregunta no sólo consiguió desconcertarla, también hizo que su rostro se ruborizara por completo—. ¿Me habláis de mi marido?

Efraím le miró a los ojos, muy dentro, tanto que se sintió avergonzada.

—Sé lo que deseas, por eso te prepararé un filtro que le haga desaparecer de tu vida… —Tosió de modo ronco y se limpió la boca con un pañuelo negro—. Ahora bien, de ti depende que su efecto sea fatal, definitivo, o tan sólo temporal… —Ella no dudó en confirmarle lo que de verdad deseaba, a pesar de no entender del todo el alcance de su comentario.

Efraím recogió en una mano unas pequeñas tabas, las agitó y las desparramó sobre la mesa. Se apartó el pelo de la cara y observó cómo habían quedado dispuestas. Luego las olfateó con ansiedad, y volvió a mirarla.

—Cuando hablaba sobre vuestro amor, no me refería a él… Has de entender que veo donde nadie llega. Por eso, sé qué es lo que se mueve dentro de tu corazón. —Cerró los ojos—. Diego te gusta, te sientes cada vez más atraída por él, le deseas…

—¡Nunca me ha tocado! Desde el primer día me ha respetado y yo a él… —protestó airosa, a pesar de que no le faltaba una parte de razón.

—Hazlo tuyo si tanto le amas. —Levantó una mano para evitar su siguiente comentario—. Pero ahora has de decidirte por el filtro. Tengo mucho que hacer y no dispongo de más tiempo. ¿Lo quieres o no?

—Ayer estuvo rondando por mi casa. Odio su rostro, su voz, su aliento. No quiero volver a verle jamás…

—Eliges entonces para tu marido un efecto más definitivo, ¿no es cierto?

—Así es.

—Está bien, ya no te preguntaré más.

Sancha se fijó en sus afilados dedos y sintió repugnancia al verle las uñas; eran largas y las llevaba pintadas de negro.

Efraím leyó en voz alta un fragmento de un extraño libro titulado Picátrix que recogió de la mesa.

—Se toma una hoja de laurel y se trocea con una sola mano sin que caiga nada al suelo. El resultado debe ser colocado detrás de la oreja de la persona para quien esté destinado el remedio. Después se le da a beber vino. Que tome todo el que quiera. El amor desaparecerá y no volverá a mirar a su amada con la antigua pasión…

—Perdonad, pero no me parece lo suficientemente fuerte —afirmó Sancha.

—De acuerdo. La urgencia es mala compañera del saber, pero veamos qué nos propone un sabio hindú, algo que sea más contundente. —Pasó dos páginas más de aquel Picátrix y volvió a leer en voz alta—: «El serbal es un árbol contrario a los seres humanos, no en su naturaleza porque mate, sino en las propiedades, porque hace cambiar los corazones…» —Levantó la vista y la clavó en ella—. Este es el que necesitas. —Palmeó la mesa convencido y siguió leyendo—. «Si un hombre prueba su flor en luna llena, dejará de estar dominado por el vicio que le atormenta, y si aun así pretendiese practicarlo, de nuevo morirá ese mismo día. Ningún antídoto funcionará contra este filtro.»

Sancha demostró estar más satisfecha con ese último remedio. Todavía no estaba segura de lo que hacía allí, ni tampoco si serviría de algo, pero reconocía que aquel hombre tenía algo que flotaba a su alrededor, un poder que nunca había visto en nadie. Lo probaría, nada tenía que perder, por absurdo que pudiera parecer.

—¿Cuál es ese árbol?

—Descuida, no tendrás que buscarlo ni esperar a la próxima primavera para hacerte con sus flores. Cada año recojo una buena cantidad de ellas y las seco.

Se levantó de su silla y buscó dentro de un tarro de arcilla. Sacó un buen puñado y se las enseñó. Sancha observó que las guardaba en racimos de seis.

—Calienta una infusión con dos docenas de estas flores y dásela a beber. Actuará de inmediato y desde ese momento te librarás de él para siempre.

Efraím envolvió las florecillas en un pañuelo de algodón blanco y se lo pasó a Sancha.

—Son diez salarios.

—¿Diez?

—Nadie dijo que la magia fuera gratuita. Tú obtienes lo que necesitas y yo pago mis deudas.

Sancha sacó de una bolsa las diez monedas y le estrechó la mano.

—Dile a Diego que le buscaré dentro de tres días, durante la puesta del sol, en el Arroyo Grande.

—¿Queréis que le diga algo más?

—Sí, anúnciale que le abriré la puerta de otros mundos…