Marcos conoció a un Diego colérico, fuera de sí.
Mientras le contaba lo sucedido, estaba tan alterado que sólo quería volver a la casa para saber qué había pasado con aquellas tres desgraciadas.
—Iré a verlas esta misma tarde. Ayer no pude hacer nada pero hoy volveré mejor preparado.
—Ese hombre no merece ser tratado como tal. ¿Cómo se puede ser tan miserable? —Marcos estaba profundamente impresionado por el relato de Diego.
—Si vieras a la pobre mujer… ¡cómo estaba…! A pesar de aquella máscara de sufrimiento, era hermosa.
—Y crees que también pega a las niñas…
—Sí, y me temo que con la mayor hace algo peor todavía. No sé, me pareció que el gesto de la chica no expresaba sólo temor cuando la agarró, mientras trataba de echarme de la casa.
Marcos cerró el puño indignado. Aquella vileza, viniera de quien viniera, debía recibir un severo castigo.
—Se llama Basilio Merino y tiene un buen rebaño de ovejas, tal vez de los mejores que puedan encontrarse hoy en toda la mancomunidad.
Marcos enarcó las cejas y se quedó paralizado.
—¿Le conoces?
—Bueno… sí, tal vez me suene de algo…
Tomó en sus manos una jarra de vino y bebió despacio, dándose un tiempo para pensar.
Claro que conocía a Basilio. Aquel hombre comerciaba con lana y carne como él, y además lo hacía bien. Habían hablado hacía tan sólo una semana sobre un asunto de mutuo interés. Marcos le había propuesto la compra de toda su mercancía, ya que apenas conseguía cumplir con los pedidos que le llegaban de Valencia. El trato beneficiaría a ambos; a Marcos, al no defraudar a Abu Mizraín, y a Basilio, al añadirle a su venta la décima parte de todo el volumen que a partir de entonces moviese conjuntamente con Marcos. Y la oferta ya había sido aceptada. Por tanto, enfrentarse a aquel hombre podía ser bastante más delicado que el simple hecho de denunciar su deplorable actitud.
—¿En qué piensas? —Diego le quitó la jarra de las manos y le miró a los ojos.
—En Basilio. He recordado cosas de él… Se trata de un hombre muy influyente, Diego. Tal vez demasiado para los intereses de esta casa.
—¿A qué te refieres?
—Es un tratante como yo, con el que casualmente ahora estoy haciendo negocios. Y, claro, un problema tan nefasto como éste podría…
—Ya veo —le interrumpió—. Cuando hablabas de los intereses de esta casa, te referías exclusivamente a los tuyos. Entiendo…
Diego se levantó de la silla y se puso a caminar por la sala a grandes zancadas, muy alterado. Intentaba frenarse las ganas de abofetearle por su miserable actitud.
—Es lo último que podía escuchar de ti —terminó diciéndole con sequedad.
—Imagino lo que piensas, pero te aseguro que si terminas denunciándole, te verás también perjudicado.
—No entiendo por qué. Pero si fuera cierto, prefiero eso antes que asumir el maltrato de las pobres niñas, ni que decir tiene de su mujer…
Marcos se secó el sudor. Aquello no le estaba resultando nada agradable, pero creyó que sería mejor hablarlo hasta el final.
—Debes saber que Basilio es familia del señor de la villa. Esto quiere decir que nunca tendrás mejor crédito que él si acaso lo denuncias, a no ser que lleves muy probado su delito, y eso no suele ser fácil. En estos casos, por desgracia, la mujer no suele testificar contra su marido, casi siempre debido a que depende por entero de él, otras veces por pura piedad, o incluso por no causar más males a sus hijos. Lo fácil es que no tengas el menor éxito.
Diego sabía que aquélla no era la verdadera razón para disuadirle, sino los negocios que podía ver peligrar.
Suspiró decepcionado y asumió su responsabilidad en solitario. Tenía claro que iba a seguir con sus planes.
—Ya lo veremos, Marcos… Ya lo veremos…
Basilio le dijo a su mujer que volvería pronto, tan pronto como cumpliera con aquel encargo.
En cuanto le vieron desaparecer con su carro tras la colina, las dos niñas corrieron hacia la casa para buscar a su madre. La encontraron acostada y ahogada en lágrimas.
Se metieron en la cama con ella y buscaron sus mejillas para acariciarla y besarla. Querían darle consuelo después de la brutal paliza que había vuelto a recibir aquella mañana. No habían visto nada, pero pudieron oír a su padre gritarle con una furia desconocida.
—Madre, necesitas un médico. —Su hija mayor le palpó las costillas y sintió que una le crujía bajo sus dedos. Tenía una ceja rota y el pómulo derecho abierto de un puñetazo.
—No lo necesito, cariño. No es para tanto —contestó Sancha—. La vas a alarmar… —Señaló a María.
La pequeña había permanecido en el establo durante la brutal agresión. Ahora, ajena a todo, jugueteaba con un largo rizo de su madre enroscándoselo entre los dedos. Su ojo inflamado le llamó la atención y preguntó cómo se lo había hecho.
—Pequeña mía… —le acarició una mejilla—. No te preocupes, cielo, me he dado un golpe.
—Ten más cuidado, mami.
—Claro que sí, mi niña. Te haré caso y estaré más atenta.
Sancha se encogió con un agudo dolor de vientre. Una de las patadas le había alcanzado en algún punto sensible, y desde hacía un rato sentía unos tremendos latigazos.
—María, ve a por un poco de agua para mamá.
La niña obedeció y se marchó dando saltitos.
Una vez solas, Sancha miró a los ojos de su hija mayor.
—Dime la verdad y no me mientas como haces otras veces sólo por tranquilizarme. ¿Ha pasado algo contigo?
—No, te lo prometo. Pero si lo vuelve a intentar, no haré lo que tú. Yo no se lo aguantaré ni una sola vez más, madre.
—¿Quién era aquel hombre con el que aparecisteis?
—Se llamaba Diego y nos dijo que era albéitar. Llegó al establo para refugiarse de la fuerte nevada de anoche. Me pareció un buen hombre, pero, como viste, al final no hizo nada por nosotras. Es otro cobarde más. Odio a todos los hombres, son una basura.
—No digas eso, hija. Lo intentó, pero tu padre se puso demasiado violento y le obligó a huir.
—Si hubiera reaccionado mejor, tal vez no estarías ahora así… —La niña miró a su madre, antes tan bella, ahora repleta de golpes y magulladuras.
María volvió con una jarrita y tres vasos. Sirvió el agua con cuidado, pero se le cayó toda sobre la cama.
—Padre me pegará si ve lo que he hecho… —Se puso a llorar.
—¿Ves cómo reacciona María frente a una cosa sin importancia? ¿Imaginas los miedos que debe padecer en su interior para llegar a pensar eso? —Ante aquellas palabras de su hija mayor, Sancha sintió cómo se le humedecían los ojos—. ¿Por qué no nos vamos, madre?
—No podemos, hija, no podemos. ¿Dónde iríamos? Nos perseguiría y sería mucho peor.
—Muchas veces te he oído decir que tenemos familia en Laredo, cerca del mar. Vayamos allí, madre. ¡Abandónale de una vez! No es más que un miserable y un canalla…
—¿Adónde dices que os queréis ir? —La inesperada voz de Basilio les pilló por sorpresa y produjo una inmediata angustia en las tres. Acababa de entrar en el dormitorio sin hacer el menor ruido. Se dirigió directamente hacia Rosa y la agarró del brazo lleno de rabia.
—Me haces daño… —se quejó ella.
—Ya veo lo mucho que me quiere mi hija tachándome de miserable y canalla. Te vas a enterar ahora… ¡Sal fuera conmigo!
—¡Déjala en paz! —le gritó la madre, tratando de levantarse de la cama. Él la empujó con violencia—. ¿Por qué nos haces esto…? —sollozó llena de pena.
María presintió que pasaba algo muy malo y, sin pensárselo dos veces, se lanzó a la espalda de su padre pegándole con sus pequeños puños.
Basilio se la quitó sin dificultad y la lanzó sobre la cama, contra su madre. Rosa, furiosa, fue hacia su brazo y le dio un mordisco con todas sus fuerzas. El padre aulló, pero como reacción la agarró del cuello levantándola del suelo. En esa postura la arrastró hasta la cocina. Ella pataleaba y le arañaba entre lágrimas de impotencia. No lo iba a permitir, pensó, esta vez no.
Basilio la sentó sobre la mesa y miró en sus ojos.
—¿Acaso te parece normal lo que haces? Vuelvo a casa y te encuentro animando a tu madre para que me abandone. Con todo lo que yo he hecho por vosotras…
Rosa quiso contestar, pero él le apretó más el cuello y consiguió ahogar sus palabras.
—Ahora te vas a callar, muchachita.
—No la toques. —Sancha apareció por la puerta dispuesta a enfrentarse a su marido.
—Es mi hija… y puedo hacer lo que quiera.
El hombre buscó su mejilla para besarla, pero Rosa aprovechó la cercanía y le mordió en la oreja. Le clavó los dientes con tal furia que consiguió atravesarla. Basilio empezó a chillar como un loco, pero a pesar de todo, la chica no le soltaba. El hombre apretó con más fuerza su cuello para ahogarla y le procuró un tremendo puñetazo en el pecho. Como consecuencia del golpe, Rosa se sintió asfixiada, empezó a toser con dolor y tuvo que soltar su oreja.
—Te comportas como una fiera y te trataré como tal. Ya verás cómo te voy a rebajar esos humos… —Tocándose la herida de la oreja, el hombre fue a buscar una fusta de cuero. Cuando la tuvo en sus manos, la blandió en el aire haciéndola silbar.
Cogió a su hija por la cintura y la tumbó sobre la mesa. Luego le rasgó la camisola y, con su espalda al aire, alzó el cuero para empezar a darle su castigo.
Rosa, entre lágrimas, esperó la llegada del primer golpe, y al recibirlo sintió como si le estuviera rajando la espalda en dos. La madre pudo frenar el segundo a tiempo de pararle la mano, aunque una bofetada la hizo caer. Cuando la vio tirada en el suelo e indefensa, el marido le propinó una patada en el vientre que le hizo retorcerse de dolor.
Rosa trató de escapar, pero la tenía aprisionada por la nuca contra la mesa.
De pronto alguien llamó a la puerta.
Basilio mandó callar a todas con la amenaza de ahogar a Rosa. Quien fuera la aporreó con más fuerza.
—Estaos quietas o va a ser peor… —les advirtió.
En ese momento apareció la pequeña María desde el dormitorio, donde se había quedado escondida bajo la cama. Llevaba el miedo en sus pupilas.
Sancha la miró en el instante justo que sonaba de nuevo la puerta. La niña entendió lo que tenía que hacer y corrió hacia ella abriéndola de par en par.
Diego entró decidido y se encontró con un escenario de espanto. Buscó su daga y la dirigió hacia aquel individuo.
—¡Soltad esa fusta de inmediato! —le gritó encolerizado. Su mirada desprendía serias amenazas.
—¿Otra vez vos? —respondió con desprecio.
Diego se fijó en la mujer, tirada en el suelo, con evidentes señales de haber pasado por un auténtico calvario, y luego en la espalda de la joven, enrojecida y llena de marcas. Sintió un profundo odio por aquel ser, por su maldad.
—Os vais a largar de esta casa ahora mismo o no respondo… —Basilio le lanzó la fusta sin darle—. Y no lo voy a repetir dos veces. ¡Hacedlo ya!
Basilio se arrojó como un loco hacia Diego tratando de hacerse con su daga y a cambio recibió una puñalada en el muslo. Se llevó la mano a la pierna y sin esperárselo el acero le abrió otra herida más en el brazo.
—Os he dicho que os vayáis… ¡Dejadlas en paz!, ¿me entendéis?
—No sabéis quién soy yo.
—Sí lo sé. Y también que si le explico al abad lo que aquí estáis haciendo con vuestra esposa e hijas, y si sabe el horrendo pecado que estáis cometiendo con ellas, os ajusticiará, a pesar de compartir sangre con quien dirige la villa. Y aunque pudierais salir indemne, vuestro nombre quedará para siempre manchado. Yo me encargaría de ello, lo juro. Así que largaos de aquí… abandonad estas tierras. Es la última oportunidad que os doy. —Diego dirigió la punta de la daga hacia su corazón.
—Pagaréis por esto… Un día vengaré esta afrenta.
—Iros ya. —Diego le empujó hacia la puerta y le siguió hasta los establos.
El hombre ensilló su caballo y montó en él dirigiéndole una última mirada de odio.
Durante unos días Diego se quedó con ellas por si volvía. Pero como aquello no sucedió, retornó a su casa en Cuéllar, aunque no dejó de visitarlas a diario, interesándose por sus necesidades. Se sentía en parte responsable de su futuro, y las ayudaba en lo que hiciera falta. Preparó las ovejas, las limpió de gusanos y de otro mal de riñones para que a la primavera siguiente tuvieran un gran nacimiento de corderos, como así fue.
Pasados los meses, las cosas cambiaron mucho en aquella casa. El verano trajo una abundante cosecha de cebada y suficiente paja para sujetar al rebaño sin mucho gasto. Los ingresos mejoraron y Sancha se encontró más holgada de dinero.
Las tres mujeres trabajaban con verdadero tesón recuperando la alegría y la paz, las ganas de vivir.
Con las terribles palizas tan sólo en el recuerdo, apareció la verdadera Sancha, una hermosa mujer. A sus veintiséis años tenía un físico casi perfecto; caderas justas, pechos firmes y grandes, y unos ojos muy oscuros. Sus labios eran carnosos y la voz dulce.
María y Rosa sacaban a pastar cada día al rebaño por diferentes praderas, cada vez más lejanas, y volvían a media mañana. Preparaban la comida junto a su madre y la ayudaban con el resto de las tareas.
Sancha intentó continuar el negocio de su marido, pero le resultó imposible, nadie quería hacer tratos con una mujer. Además, la desaparición de Basilio no había sido bien entendida por casi nadie, y pronto surgieron las primeras voces que criticaban la presencia continua de Diego en su casa. Algunos incluso los tenían ya como amantes.
Diego no se preocupaba demasiado por aquellas habladurías, pero Marcos sí, pues había tenido que escuchar en más de una ocasión algunos reproches procedentes de ciertos clientes que le echaban en cara el comportamiento de su amigo.
Durante ese tiempo Diego atendía todos los encargos que le llegaban como albéitar, aunque empezó a notar que éstos estaban disminuyendo en número. Marcos tenía razón. Su relación con Sancha había conseguido arrancar todo tipo de comentarios y aquello perjudicaba a su trabajo. Muchos le preguntaban por Basilio Merino, como si él tuviera que saber dónde estaba. Y hasta hubo alguno que empezó a culparle de la separación. Pero por si fuera poco, además había aparecido por la comarca un extraño competidor del que todos hablaban, un tal Efraím. Hasta ahora no había coincidido nunca con él, pero supo que se trataba de un viejo judío recién llegado de Granada con fama de curandero.
Desde hacía un tiempo, Diego se iba encontrando extraños objetos que aquel personaje dejaba en las granjas. No parecían demasiado nocivos, pero una mañana vio algo verdaderamente raro.
Se encontraba tratando a unas ovejas del mal de tiña, cuando se interesó por unas piedras que les colgaban de diferentes partes del cuerpo. Su propietario se lo explicó.
—Son piedras negras de serpiente… Así las llama Efraím.
—Ya veo… y ¿para qué dice que sirven?
El pastor tomó una entre sus manos y se la enseñó. Era redonda, con un agujero irregular en su centro por donde se les pasaba el cordel. En ese caso la llevaba atada a la cola.
—A esta oveja siempre le ha costado mucho parir. Me dijo que si se la dejaba ahí colgando, no tendría más problemas.
—¿Y ésa? —Diego señaló otra oveja que llevaba una piedra tapándole un ojo.
—Esa ha sido siempre muy mala madre con sus corderos. Los suele rechazar y me toca ahijarlos con otras. Efraím le colocó la piedra ahí, para que le abriera la vista y el corazón también, me dijo.
—¿Y le creéis?
A Diego le empezó a incomodar aquel hombre. Sin aparente ciencia o conocimientos, aquel judío estaba consiguiendo convencer a muchos de sus clientes. La presencia de Diego y su opinión últimamente habían pasado a segundo término. Llamaban primero al judío, y si éste no les solucionaba el problema, entonces le hacían venir a él.
—¿Y cómo no le voy a creer, si ha obrado conmigo un verdadero milagro? —insistió aquel pastor.
—¿Os ha colocado también a vos una piedra? —Diego se sonrió imaginándosela sobre su cabeza, para mejorar las pocas luces que poseía.
—No os lo toméis a broma. Vos sabéis como yo que las ovejas en primavera no salen bien a celo, pero él me dijo que las untara con aceite de perejil en la madre… bueno, ya sabéis, en sus partes… Y el remedio ha sido mano de santo. Tengo más preñadas que nunca.
—Me alegro mucho, pero más bien creo que el efecto se ha debido a otra causa. El campo ha venido muy fuerte esta primavera, y cuando comen más, se preñan mejor…
El pastor le miró con aire benevolente. El judío poseía unos poderes inaccesibles para un albéitar. Era lógico que tuviera celos de sus hábiles manos, decidió el hombre.
Diego empezó a estar harto de aquel judío, de ver cómo aumentaban sus seguidores, de su falso oficio, de cómo lo idolatraban… Harto, hasta que a finales de aquel duro invierno se conocieron.