II

Sancha de Laredo era una mujer en apariencia normal, casada y madre de dos niñas. Su vida podía parecerse a la de cualquier otra mujer con un entorno familiar semejante, trabajando en casa y viviendo de un pequeño rebaño de ovejas. Pero en su caso no era así…

Diego la conoció por casualidad, durante una copiosa nevada. Él volvía de una aldea cercana donde había atendido a una vaca hinchada.

La nieve alcanzaba más de cinco palmos de altura y Sabba apenas podía caminar debido a la dificultad que iba tomando el camino. Desde hacía un rato Diego había buscado dónde refugiarse para pasar a cubierto el temporal, pero no encontró nada hasta bien entrada la noche.

Entre la espesa cortina de nieve, cerca de un arroyo helado, por fin divisó una casa. No recordaba haberla visto nunca, pero le dio igual. Fue hacia ella con la esperanza de poder entrar, sin saber que aquél era el hogar de Sancha.

—Mira ese humo, Sabba. Con suerte nos dejarán pasar la noche a resguardo.

Llamó a la puerta repetidas veces sin obtener respuesta. Miró también por la ventana, entre las cortinas, sin tampoco ver nada. Probó a abrir, pero la puerta estaba bien trancada.

Al lado de la vivienda había unos establos. Pensó que no estarían cerrados y se dirigió a ellos con prisa ante el gélido viento que les azotaba. Cuando viese a sus dueños, al día siguiente, les explicaría todo.

Al entrar en la cuadra, no muy amplia pero cuidada, recibió un clamoroso coro de balidos que surgía desde un aprisco lleno de corderos. A su lado, en otra cerca, Diego calculó que había no menos de trescientas ovejas. Le parecieron bien cuidadas y gordas. Buscó en la montura una manta de lana y ató a Sabba junto a otro caballo de buena planta y raza imprecisa. La presencia de tanto ganado les garantizaría una buena temperatura para su descanso, siempre que se callasen.

Entre la pared y la cerca donde se encerraban las ovejas había un estrecho pasillo que empezó a recorrer en busca de un rincón donde dormir. Hacia su mitad oyó un sonido extraño que procedía de una de las esquinas. Acaso fuese un perro violento, se armó con un largo madero que encontró a su paso.

—¿Quién anda ahí?

Buscó aquel ángulo, paso a paso, aguzando la vista para distinguir algo. Y de pronto descubrió a dos niñas pequeñas, acurrucadas, abrazada la una a la otra.

—¿Quién sois? —le habló la mayor, temblándole la voz—. Ésta es nuestra casa… ¿Qué hacéis aquí?

La niña, de unos trece años, de pelo liso y rostro asustado, se asomó sujetando una larga estaca.

—No tengas miedo, pequeña. Me llamo Diego y sólo quiero protegerme del temporal. ¿Vosotras cómo os llamáis?

—¡Largaos de aquí! —le gritó la segunda de menos de siete años.

—Si queréis, avisad a vuestros padres. Hablaré con ellos para que me dejen pasar la noche aquí. Decidles que les pagaré…

Ellas se miraron y empezaron a cuchichear. Diego no conseguía oírlas, pero estaban discutiendo.

—Dejadlo, iré a la casa para hablar con ellos.

Nada más volverse, las niñas le gritaron.

—No, no vayáis, por favor.

Diego les interrogó con la mirada.

—Ahora está con ella, y si le molestáis, se va a enfadar y luego nosotras…

—¿Os referís a vuestro padre?

—Está con mamá… —respondió la pequeña.

—¿Y cómo no estáis también dentro de la casa? —Al verlas más de cerca, le impresionó el gran temor que reflejaban en su expresión.

—Para no oír llorar a mamá…

—¡Cállate, María! —le cortó la mayor.

—¿Sabéis por qué llora? —Diego empezó a suponerse algo.

—Lo hace todas las noches —le contestó la niña, a pesar del codazo de su hermana mayor.

—Y tú, ¿qué has querido decir antes, cuando te referías al enfado de tu padre?

Aunque la pregunta se la dirigió a la mayor, Diego se fijó en la pequeña. No paraba de frotarse las manos, cuando no el vestido o el pelo. La pobre niña estaba muy nerviosa.

—Nada. No quería decir nada…

—No es verdad… A veces nos pega, y muy fuerte —exclamó la otra.

—No tienes que explicar nada a este señor —le chilló su hermana—. Verás como se entere papá…

—Me da igual.

Diego supuso que el padre podría ser uno de aquellos hombres autoritarios e intransigentes, y que tal vez estuviesen allí castigadas como consecuencia de alguna trastada. Pero aun así, dada la terrible noche que hacía, y la sencillez del aprisco, sintió lástima por ellas. Oyó a la mayor llamar a su hermana María, y por algo le recordó a Estela. La niña tenía su misma sonrisa y una expresión parecida en los ojos, con una frente tan ancha como ella.

—¿Cuánto tiempo lleváis metidas aquí?

—Dos días —contestó María con inocencia—. Papá dijo que no saliéramos hasta mañana.

Al escuchar aquello, Diego se quedó paralizado. No entendía nada. Si se trataba de un simple escarmiento, le pareció excesivo.

—¿Me queréis decir que lleváis dos días aquí, sin ver a vuestros padres? ¿Y qué coméis?

María se frotó la barriga y señaló una oveja que estaba amamantando a un cordero. Corrió hacia ella y se hizo con el pezón que quedaba libre. Ante el asombro de Diego, se lo metió en la boca y empezó a succionarlo. El animal ronroneó, la olfateó un par de veces molesta, pero al final pareció aceptarla.

Diego miró a la mayor sin terminar de creerse lo que acababa de ver, pero Rosa se lo confirmó con la cabeza.

Le parecía increíble que alguien pudiera tratar así a dos inocentes criaturas, como si fueran animales. ¿Cómo podían portarse unos padres de ese modo?

En un instante María se fue corriendo hacia Sabba y él la siguió. La yegua la recibió olisqueándola con evidente interés, ella le rascó el hocico.

—¿Cómo se llama?

Sabba.

—Es muy bonita… —María apenas llegaba a la rodilla del animal, pero la acariciaba con tanto mimo que Sabba bufó gustosa.

Diego la sentó encima y la niña, entre gritos de alegría, se aferró a las crines y tiró de ellas imaginándose al galope, botando una y otra vez sobre su montura.

—Corre… ¡vuela!

Diego la sujetó con fuerza de los brazos para evitar que se cayera.

—¡No toquéis más a mi hermana!

Aquel grito por parte de la mayor le dejó paralizado. En la expresión de la chica había temor, pánico, rabia. Diego se quedó desconcertado, y un horrible pensamiento le asaltó de repente.

—Largaos, os lo suplico… por favor. —Unas primeras lágrimas brotaron de sus ojos—. Si mi padre llega a saber que habéis pasado la noche aquí, nos mataría, y a vos también. Volvería a hacer eso conmigo… no…

Diego bajó a María de Sabba y se quedó frente a ellas, hecho un lío. Por un lado, no tenía ningún derecho a meterse en la vida de aquella gente. Si les hacía caso y se marchaba, apenas conseguiría recorrer unas cuartas, dada la fuerza de la nevada. Tenía claro que allí pasaba algo extraño y, desde luego, no era nada bueno.

María corrió hasta su lado y se agarró a su pierna con una fuerza conmovedora. Las vio tan frágiles e indefensas que en ese momento se sintió incapaz de no hacer nada.

—No os haré caso, lo siento. Iré a hablar con vuestros padres.

—¡No! No lo hagáis ahora… —Rosa le agarró de la manga y tiró de ella con gesto suplicante.

—Pero ¿por qué?

—Porque mamá siempre dice que necesitamos un padre, y aunque le pega mucho, ella se aguanta, y nos enseña a que hagamos lo mismo.

Diego comprendió todo lo que sucedía. Aquel canalla era tan vil que debía de estar maltratándolas a todas.

—¿Cómo se llama vuestro padre?

—Basilio Merino. —Por algún motivo aquel nombre no le resultó del todo desconocido.

De repente escucharon un grito desgarrador procedente de la casa. Diego salió corriendo junto a las niñas para ver qué estaba ocurriendo.

Dieron un empujón a la puerta y entraron en la vivienda. Arrastrándose por el suelo y en camisola de dormir, una mujer joven se protegía la cabeza con los brazos.

—¡Sucia furcia! Eres una nulidad. —El hombre, a su lado, hizo un ademán de patearla.

—¿Pero qué hacéis? —Diego fue hacia él con los puños cerrados.

—Y ¿vos quién sois? —De tez cetrina, sus enormes cejas parecían llenarle la cara por completo. Sus ojos expresaron incredulidad primero y luego furia—. ¿Se puede saber qué hacéis en mi casa?

—Da igual quién sea yo… —Le agarró de la camisa y la retorció en su puño—. Sois un cobarde. Atreveos a tocarme a mí, y no a estas pobres…

El hombre se quedó parado ante la aparición de Diego, pero en un momento de descuido se hizo con un largo cuchillo de cocina y le amenazó.

—No os metáis en asuntos que no os conciernen. —Le dirigió la punta del afilado acero hacia el vientre—. Iros ahora mismo si no queréis que os raje de arriba abajo.

—No sois hombre. Debería daros vergüenza lo que estáis haciendo con las pobres niñas.

Basilio las atrajo con su brazo libre, como si tuviera que protegerlas de Diego, pero Rosa le rechazó separándose de él.

—¡No me toquéis, padre! ¡Os odio! —le gritó.

El hombre levantó la mano para pegarle y Diego fue hacia él. Se vio frenado por la punta del cuchillo primero y empujado hacia la salida después. Su rostro era el vivo reflejo de la locura. No podía hacer nada. El hombre parecía decidido a usar el arma y Diego no sabía de qué otra manera responder. Observó a la mujer. Su rostro estaba lleno de moratones y tenía el labio partido. Ella le devolvió la mirada sin poder expresar otra cosa que desesperación.

—Os denunciaré a las autoridades… —le amenazó desde fuera—. Me iré, pero sabed que esto no quedará impune, os lo juro.

—¿Y quién me amenaza, si se puede saber? —respondió Basilio, muy altivo.

—Lo sabréis a su tiempo, y descuidad, será pronto. Y os advierto una cosa más: como volváis a tocarlas, os aseguro que no dejaré de perseguiros hasta el último rincón del mundo. Y allí donde os encuentre, os haré padecer idéntico tormento. ¿Os queda claro?

—Mirad cómo tiemblo… —le respondió agitando sus manos.