En su destierro, Diego ahogó su desamor con vino.
Aquella noche, Marcos protestaba en sus adentros mientras iba con urgencia en su busca. No era la primera vez que acudía en carreta y a altas horas de la noche a la posada de Matías, a las afueras de Cuéllar, para recoger a Diego medio borracho. Pero en esta ocasión las noticias eran preocupantes. Sabba se había puesto de parto y tenía serios problemas.
Desde su llegada a Cuéllar, y habían pasado más de cinco meses, la amargura de Diego lo había contagiado todo. Hasta las acciones menos trascendentes como la decisión de dónde vivir se habían convertido en una tarea casi imposible. Nada parecía satisfacerle. En todas las casas encontraba algún defecto imposible de salvar, algunos imaginarios, otros tal vez reales.
Habían cambiado de domicilio hasta cuatro veces antes de dar con la espléndida casa donde ahora vivían. Se apoyaba contra la muralla de la ciudadela, en el mismo centro de la villa y a escasa distancia de la plaza principal. Su estampa era noble y sus dimensiones, enormes. Aunque su arriendo resultaba muy costoso, Marcos había mejorado por diez sus anteriores negocios en Albarracín y disponía de una alta liquidez.
Debido a la precariedad de conocimientos en los que practicaban la sanación de los animales, Diego se hizo muy popular en cuanto empezó a trabajar como albéitar, aunque ahora lo hacía de una forma desapasionada. Ya no ansiaba saber más, ni ahondar en la causa de una enfermedad u otra. Tampoco quería buscar la respuesta como antes a los orígenes del dolor, de la supuración, de la fiebre. Cuando alguien le avisaba, iba. Trataba de corregir lo que estuviese alterado, ponía un remedio en marcha, y aconsejaba aquello que le pareciese necesario. Pero él sabía que había perdido lo más importante para ejercer bien su oficio: la ilusión.
Su fracaso emocional había traspasado todos los órdenes de su vida, y entre ellos el trabajo. Aquel noble oficio por el que había luchado tanto desde Toledo ya no le llenaba, incluso le restaba fuerzas.
A lo largo de aquellos meses Diego sólo hizo una cosa: dejarse arrastrar por la vida. Y entre tanta turbulencia, encontró en el vino uno de sus más firmes aliados. Se convirtió en su compañero ideal para agotar muchas noches, desagraviar en general su desgracia y aliviar en parte su roto corazón.
En el otro extremo, para Marcos, Cuéllar suponía una magnífica oportunidad de éxito y de riqueza. El comercio de lana le tenía ocupado todo el día, y en él volcaba su atención y esfuerzo. Aquéllas eran tierras de grandes rebaños; muchos pertenecían al clero o a la baja nobleza, pero otros, y no pocos, eran propiedad de pecheros. Se llamaba así a los hombres y mujeres libres venidos del norte de Castilla en busca de una oportunidad, la que brindaba el rey a todo aquel que quisiera repoblar esas tierras ganadas a los moros.
Marcos se hizo pronto con la mayor parte del comercio de lana gracias a la ayuda de su amigo Abu Mizraín, el valenciano. Éste, después de comprársela a buen precio, la embarcaba hacia los grandes mercados de Egipto, Damasco y Persia. Allí se estaba necesitando cada vez más y la pagaban muy bien.
Esa circunstancia hizo que Marcos no tuviera mucha dificultad para convencer a casi todos los propietarios de rebaños de que él era mejor que los anteriores compradores de origen flamenco.
—Sabba, mi Saaaaabba… —Diego empezó a canturrear, animado por el bamboleo de la carreta—. Eres la yegua del soool y de la lunaaaa… —proclamó a voz en grito con la lengua pastosa y en un estado lamentable.
Sin soltar las riendas, su amigo se volvió para verle y de inmediato se desanimó.
—Ahórrate esa música y trata de recuperar pronto el juicio; lo necesitarás para atender a Sabba.
Marcos había necesitado la ayuda de dos hombres para sacarle de la posada en volandas, y ni siquiera dos cubos de agua fueron suficientes para despejarle. Al llegar a la casa le ayudó a bajar de la carreta y casi a rastras consiguió llegar a la cocina. Lo sentó cerca de la lumbre.
—No me encuentro muy bien… —Diego apoyó su cabeza sobre una mesa sintiéndose morir, mareado y empapado en sudores fríos.
Marcos calentó al fuego una pieza de sebo en aceite de ricino y lo mezcló con una infusión de tomillo; un remedio infalible para aquellas ocasiones. Buscó un cubo de madera para recibir sus vómitos, y llamó a gritos a Veturia, cuyo servicio habían contratado nada más entrar en la casa. Veturia era una mujer soltera, gruesa y de escasas luces, aunque poseía unas manos de oro para guisar. Como defecto, aunque tenía más de uno, disfrutaba de un carácter un tanto contradictorio; podía parecer amable y protectora y casi a la vez áspera y fría.
Cuando apareció en la cocina con las manos manchadas de sangre, Marcos prefirió no preguntar. La había dejado al cuidado de Sabba, pero sobre todo le había pedido que no tocara nada. Visto cómo venía, no debía de haberle hecho ningún caso.
—¿Cómo sigue? —Marcos le preguntó preocupado.
—Peor. El asunto se pone muy feo, mi señor. Ya no tiene contracciones.
—Vaya, vaya…
Veturia observó a Diego y en esta ocasión se llenó de compasión.
—Otro mal de vinos, ¿verdad? —La gruesa mujer se agachó lo que pudo hasta verle los ojos y chasqueó la lengua—. Hoy está bastante peor que otros días…
Diego, lejos de proteger su deteriorada dignidad, le sonrió de un modo bobalicón, atusándose los cabellos con la mano como si viese en ella a la mujer de sus sueños.
—Señora… es un privilegiiio… —se le trabó la lengua— conocer a una dama tan bella como vos… —terminó con una cortés reverencia.
—¡Madre mía! En este estado no se pueden esperar muchos milagros… —concluyó Veturia.
Marcos se acercó con una jarra humeante y entre los dos hicieron que se la bebiera. Los resultados en su estómago no tardaron en llegar.
—Ahora bajaré yo a la cuadra —le explicó Marcos—. En cuanto esté mejor, me lo mandas.
Veturia mojó unos paños en agua fresca y le colocó uno en la frente y otro sobre la nuca. Una vez hubo vaciado su estómago, Diego empezó a sentirse algo mejor.
—Debéis ir a verla pronto, mi señor. Vuestra yegua os necesita. Está mal, muy mal. Pobrecita…
Diego fue a buscar sus instrumentos primero y luego bajó a la cuadra, todavía torpe y medio mareado, pero al ver a Sabba en aquel estado, sintió un dolor agudo en su estómago.
Carraspeó para tragar un resto de ácido gástrico y lamentó no haber estado antes a su lado. Llamó a la yegua por su nombre y Sabba respondió de inmediato, girando el cuello en su busca. Un débil brillo brotó de sus ojos mientras fruncía los párpados superiores en señal de relajación.
—Ya veo… Crees que todo se va a solucionar, ¿verdad?
Sabba relinchó con bastante esfuerzo demostrándole su conformidad.
Diego le separó la cola e inspeccionó el canal del parto. Una parte de la placenta le colgaba fuera y tenía un color feo, casi negruzco. Se enjabonó el brazo hasta el hombro y miró a Marcos advirtiéndole que aquello le iba a doler. Exploró a conciencia su interior, sin perder tiempo, llenándose de espanto cuando comprendió lo que pasaba. Ahora necesitaba actuar con rapidez si quería salvar a los dos. La cría venía tan torcida que si no tenía cuidado podía desgarrar a su madre. Comprobó que la bolsa fetal estaba rota y el potro, a punto de asfixiarse. Se dio cuenta de que aquella operación no sólo requería destreza, también mucha concentración, y en ese momento, él no tenía ni una ni otra.
Le temblaban las manos, le fallaba la sensibilidad de las yemas de sus dedos, y la cabeza le iba a explotar, pero se puso a ello con toda su alma.
Giró el cuello del potrillo y lo dirigió hacia él buscando a continuación sus dos pezuñas delanteras. Las fue moviendo con el mayor cuidado posible, pero cuando las conseguía colocar en el lugar adecuado, el potro las devolvía a su anterior posición.
Soltó un largo suspiro, horrorizado por la delicada y dura tarea que tenía por delante. Volvió a hacerse con sus pequeñas patas y las consiguió mover, pero una vez más se le escurrieron. Sabba empezó a quejarse. Insistió un poco más hasta conseguirlo. Por fin las pudo atar, y con más esperanza le pasó el extremo de la cuerda a Marcos para evitarse la reacción del potrillo.
—Avísame si notas algo raro. Voy a empezar con la parte más delicada.
Ahora, Diego tenía que conseguir girar el resto del cuerpo con la única ayuda de los dedos de su mano, venciendo la resistencia y fuerza del potro. Apretó los dientes y puso todo su empeño en ello, pero apenas conseguía ningún avance. Le faltaban fuerzas, no tenía seguridad en lo que hacía… en realidad, estaba demasiado borracho todavía.
De pronto sintió una arcada, tuvo que dejar a Sabba y correr a una esquina para aliviarse. Al volver, sus ojos demostraban una enorme impotencia.
Le introdujo la mano de nuevo y buscó la boca del potro para orientarse mejor. Luego recorrió su cuello con los dedos, y cuando llegó al hueso de la espalda, hizo apoyo en él para contraer el brazo y arrastrar a la cría, sin embargo, le extrañó no sentir ninguna reacción por parte del potro.
Volvió a tirar y notó un pequeño tirón, apenas un reflejo, o eso le pareció. No pudo confirmarlo, pues en ese instante le sobrevino una nueva arcada y a su regreso no pudo hacer nada. Marcos le miró con pena. Diego buscó el pecho del potrillo y no sintió sus latidos. Había muerto.
Si lo que había sucedido era de por sí terrible, lo que quedaba por hacer era todavía peor; iba a tener que cortar en pequeños trozos aquel feto, sacarlo todo y luego limpiar y curar el interior de la yegua.
Se lo explicó a Marcos pidiéndole más agua caliente, un macerado de ajo y tomillo para prevenir males posteriores en las heridas, sedal y agujas para coser, cuerdas y unas estrechas sierras de acero que él mismo se había fabricado.
—Tenemos que conseguir ponerla de pie, tumbada será imposible que la limpie con garantías.
—Está demasiado agotada… —advirtió Marcos mientras lo intentaban sin éxito.
Siempre que Diego le daba una fuerte palmada en la grupa, Sabba se levantaba. Lo probó dos o tres veces, pero ella no reaccionó.
Le habló en susurros y se puso a pellizcarle en la base de sus crines, donde sabía que le encantaba. Como respuesta Sabba resopló, ensanchó sus ollares y movió un poco las orejas con evidente pereza. Al tocarlas las sintió calientes, tenía fiebre.
Una terrible congoja asaltó a Diego en ese momento. Se le humedecieron los ojos y por un momento temió quedarse sin su yegua. Se sentía culpable de todo lo que le ocurriese a partir de entonces. No había estado a su lado cuando ella lo necesitaba, a diferencia de lo que siempre había hecho Sabba. Si no hubiese estado bebiendo aquella noche, habría podido sacar vivo al potro. Diego se miró los brazos, las manos, vio cómo temblaban, y después se fijó en su yegua.
Y de repente, tomó la decisión de actuar.
Fue entonces cuando Marcos vio obrar uno de aquellos milagros que sólo Diego sabía desencadenar.
Se había tumbado sobre la espalda de Sabba, cabeza con cabeza. Él abrazado a su cuello, besándolo, en una escena repleta de ternura. Marcos le oyó bisbisearla al oído haciendo uso de sonidos cortos, casi inaudibles pero, en el lenguaje de Sabba, comprensibles.
De pronto el animal empezó a respirar con más vitalidad. La comunicación fluía de Diego a Sabba y ella parecía responderle con breves relinchos, roncos bramidos, ecos apenas perceptibles, suaves bufidos; era una extraña conversación íntima y profunda, pero efectiva.
Al instante, aunque con evidentes dificultades, Sabba se puso en pie, y así permaneció quieta el tiempo que duró la extracción de su potro. Diego aceleró el trabajo todo lo que pudo. Comprobó varias veces no haberse dejado ningún resto de placenta dentro, y cosió bien las heridas antes de empezar a lavar su interior con un sistema que él mismo había ideado. Se trataba de una caña hueca cosida a una tripa de cerdo que rellenaba con agua templada y un macerado de ajos y tomillo.
Tres lavados sucesivos y una última inspección dieron por concluida la tarea. Luego la ayudaron a tumbarse entre los tres, dejándola descansar sobre una mullida cama de paja nueva.
Diego la observó atragantado de culpabilidad. Aquel potro había muerto por su irresponsabilidad, como consecuencia de la excesiva lentitud de sus manos durante la operación, y todo por causa del maldito vino que había anulado sus reflejos.
Sabba estaba inquieta. Levantó la cabeza y empezó a buscar, a mirar en todas direcciones, como si estuviese esperando la aparición en cualquier momento de su pequeño potrillo. Una leche espesa empezó a rebosar de sus mamas y sus ojos reflejaron un agudo placer. Relinchó varias veces reclamando a su cría sin entender por qué no terminaba de verse recompensada.
Cansada de no obtener respuesta alguna, terminó apoyando la cabeza sobre la paja con un gesto bastante decepcionado, aunque sus orejas seguían en alerta.
—Voy a cambiar, Marcos. Al llegar a Cuéllar tomé una serie de decisiones que me han convertido en un auténtico desastre. Cogí un camino erróneo que al final ha perjudicado a un ser tan inocente como Sabba.
—¿Dejarás entonces de ir a la taberna?
—Me dedicaré a trabajar. Eso haré, sí. Recuperaré mi forma de ser, mis grandes objetivos, la ambición de saber…
Meses después del aborto, Sabba consiguió recuperarse físicamente, aunque desde entonces parecía más triste.
Diego dejó de beber y se tomó su trabajo mucho más en serio. De ese modo se empezó a labrar un prestigio en la comarca, y sin darse casi cuenta, despertó un creciente interés en muchas de sus mujeres. Él era un joven apuesto y atractivo, además de soltero, y por lo tanto, pronto se convirtió en el blanco de sus deseos.
Durante los siguientes meses revoloteó de una a otra, dejando atrás su anterior forma de ser. Aquel rotundo y concluyente amor que antes le había consagrado a Mencía dio paso a otros más pasajeros, tal vez menos vitales, pero también interesantes. Se propuso imitar a Marcos en aquel juego tan suyo de disfrutar de toda mujer que se le cruzase en el camino.
Y así transcurrió un año entero, hasta una gélida víspera de Navidad.
Fue entonces cuando entró en contacto con una persona llena de incógnitas, desgracias, y algo peor… Se llamaba Sancha de Laredo.