Entre placas de hielo, piedras de rebordes dolorosos y nieve hasta los corvejones, Sabba llevaba a Diego de vuelta a Santa María de Albarracín.
Habían pasado seis meses fuera de ella, estaban en pleno diciembre y tan sólo quedaban dos días para la Navidad.
La ansiedad, de ver a Mencía le llevó a adelantarse al resto de caballeros cuando ya estaban alcanzando las inmediaciones de Teruel.
Tres horas después, a pocas leguas de Albarracín, el tiempo empezaba a empeorar de forma notable; recibieron el azote de una terrible ventisca y el día se les cerró en una espesa bruma que convirtió en algo imposible poder orientarse.
—Pobre Sabba, tienes hielo hasta en las crines…
Diego sacó una mano desde su capa para quitárselo.
Al resoplar, una espesa nube de vaho ascendió desde sus ollares. Sabba abrió con espanto los ojos sorprendida de su propio efecto. Balanceó la cabeza varias veces y agitó la cola de delante atrás como un reflejo de peligro, de un peligro mucho mayor del que su amo parecía estar sintiendo.
Diego aceleró la marcha para evitar que la tempestad les alcanzara de lleno, aunque poco después, al dejar de ver la senda, se dio cuenta de que estaba perdido. Sabba miraba hacia abajo, temerosa, sin saber tampoco por dónde debía pisar. En un determinado momento dejó de obedecer las órdenes de Diego y se detuvo. Él le habló despacio para tranquilizarla. Aseguraba que lo tenía todo controlado, pero Sabba se negaba a avanzar. Torcía una y otra vez el cuello rechazando sus indicaciones.
Harto de su comportamiento, Diego descabalgó y se hizo con su cabezada con intención de tirar de ella. Puso todas sus fuerzas en ello, pero tan sólo cedió unos pasos. No la entendía. Se envolvió las riendas por las muñecas, las tensó y apretó los dientes para conseguir arrastrarla, aunque fuera pulgada a pulgada, pero de pronto notó que uno de sus pies había dejado de pisar suelo firme y estaba en el aire. Se volvió extrañado y fue entonces cuando se vio en el borde de un peligroso cortado, allí, frente a sus narices.
Sabba resopló otra nube de vaho y reposó la cabeza en su hombro. Su miedo se había esfumado y tan sólo esperaba que su amo le agradeciera la precaución.
—Eres como mi ángel de la guarda… —Le rascó en la quijada y se subió de nuevo a ella—. De no ser por tu instinto, ahora estaríamos muertos. Encuentra el camino que hemos perdido, búscalo y llévame, por favor, hasta el señorío.
Diego tenía las calzas tan rígidas (en realidad estaban heladas) que al incorporarse a la montura para tratar de ver el camino, sus pliegues se le clavaron en la piel.
—Debemos de estar cerca, Sabba. O eso espero…
La yegua se volvió sobre sus pasos y empezó a caminar con más prudencia. Diego era consciente de que sus responsabilidades habían aumentado. Desde hacía un tiempo no sólo tenía que cuidar de ella, sino que también tenía que proteger la frágil cría que llevaba en su vientre. Todavía no sabía cómo había podido suceder, ni cuándo. Pensaba en la noche que pasó junto a Mencía en la ermita, a resguardo de la lluvia. Allí Sabba estuvo con Sombra, pero… también había podido ser en cualquier otro momento durante los seis meses que habían pasado en el frente. Él había estado tan insensible y apático durante los últimos tiempos que ni siquiera había reparado en sus cambios de comportamiento y más tarde en el aumento de tamaño de su vientre.
Pero ahí estaba ella, se iba a convertir en madre por primera vez. Diego estaba seguro de que ya sentía en su vientre el brío de la nueva vida. La acarició con ternura y con el calor de su abrazo la animó a continuar el camino.
Cuando divisaron la larga muralla de la ciudad y su recodo sobre el río Guadalaviar, se les alegró el ánimo. Diego apretó la marcha para trotar ladera abajo hasta alcanzar la puerta norte, y después atravesó sus callejas en busca de su casa.
Estaba anocheciendo y apenas vio a nadie en el camino; hacía demasiado frío para estar en la calle. Entró junto a Sabba en el establo y le preparó un lecho de paja y una horca de hierba seca para que comiera, y allí la dejó tumbada y descansando del viaje.
Al entrar en la casa se encontró a Marcos dormido junto al fuego. Avivó las brasas y colocó dos nuevos leños. Antes de sentarse probó un poco de queso y se sirvió una jarra de vino. Estiró las piernas al calor y cerró los ojos encantado de estar de vuelta en casa.
Durante un rato disfrutó de aquel silencio, tan sólo quebrado por algún chasquido o el propio crepitar del fuego. Al ir a buscar más madera, en un descuido hizo demasiado ruido y despertó a Marcos.
—¡Pero mira a quién tenemos por aquí…! —Los dos hombres se rundieron en un sincero abrazo.
—Marcos, mi querido amigo… ¿Cómo te han ido tus negocios? Me lo tienes que contar todo… Pero antes has de decirme qué tal está Mencía. Por cierto, te veo un poco más gordo. —Con cada pregunta Diego pretendía compensar los seis largos meses alejado de la ciudad.
—Tranquilo… quieres que te hable de demasiadas cosas a la vez —protestó, tal vez para disimular la única noticia que en realidad era importante.
—Los negocios no han podido irme mejor, pero ¿y tú? ¿Qué tal la experiencia de la guerra? Y por cierto, ¿has pasado ya por el castillo?
—No, antes necesitaba entrar en calor y cambiarme de ropa, huelo a caballo. —Diego lucía una sonrisa franca, se le veía pletórico, ansioso por verse con su amada—. He de reconocerte que la experiencia de la guerra me ha ayudado a tomar nuevas decisiones. Entre ellas, pedir a Mencía que se case conmigo, y la otra ya te la contaré en otro momento, requiere pensarlo sin prisas.
Marcos torció el gesto en una mueca de dolor.
—Tengo que contarte algo…
—¿Qué ha ocurrido?
—Se trata de Mencía. —Agarró un atizador y se puso a golpear un madero para abrirlo al fuego.
—¿Qué le ha pasado? —Diego experimentó una repentina sensación de agobio—. ¿Acaso está enferma…?
Tras contener la respiración un buen rato, Marcos terminó hablándole.
—No la encontrarás en Santa María de Albarracín…
—¿Está de viaje?
—No es eso, no… —Le miró compungido—. Se casó con aquel hombre al que había conocido antes de llegar nosotros, el de Aragón.
Diego se echó las manos a la cabeza y sintió un agudo dolor en el vientre, como si un acero le hubiera atravesado las entrañas de lado a lado. Sus ojos se empezaron a quebrar. No habló.
—Todo ocurrió poco después de tu partida. Un buen día apareció el tal Fabián Pardo y un mes más tarde, para sorpresa de todos, se anunció su boda. Poco después se fueron a Ayerbe, a vivir al castillo del aragonés.
Marcos, cabizbajo, le pasó la mano por el hombro.
—Me juró su amor… —Diego se mostró derrumbado, desolado—. Me dijo que me quería más que a nadie… ¿Cómo pudo engañarme de ese modo?
—Debo decirte algo más…
—¿Hay algo peor todavía?
—Se casó embarazada… —carraspeó nervioso—, y he dudado si hacerte o no esta pregunta, pero entiéndeme, dadas las fechas en las que dará a luz…
—Nunca la hice mía, si es eso lo que quieres saber. Por tanto, no cabe duda alguna sobre la paternidad de esa criatura…
—Lo siento, Diego. Las mujeres… son así; impredecibles, volátiles. Por eso nunca confío en ellas. Cambian de un día para otro, y lo que pueda pasar en su interior es todo un misterio. Por eso sólo me planteo disfrutar con ellas, recibir su amor alguna vez, y probar sus redondeados cuerpos, nada más. Tú también deberías hacer lo mismo y dejar de ser tan romántico. No merece la pena sufrir tanto por ellas.
—No lo entiendo, Marcos… —Diego se había quedado pálido—. Yo… Yo creí que me amaba, me lo juró. La vi capaz de superar las barreras que separaban nuestros mundos… pero no lo ha hecho. ¡Qué iluso fui! Tal y como algunos me advirtieron, el linaje ha podido más que el amor. —Se llevó las manos a la cabeza deshecho—. No sé cómo pretendí conseguir el corazón de una mujer hija de la nobleza, cuando yo era un plebeyo, un miserable heredero de la tierra. Me creí alguien por ser albéitar, como vi que lo era Galib entre las clases nobles de Toledo, pero está claro que no ha sido suficiente. Mencía… sí, ella ha sucumbido. Su entorno le exigía ser otra cosa, lejos de mí, y ella se ha dejado derrotar por esa voluntad… —Soltó el aire retenido en sus pulmones hasta casi sentirse asfixiado—. ¿Y qué voy a hacer ahora, Marcos? Sólo puedo morir de dolor…
—Debes verlo como una cosa de mujeres. Como te digo, son así…
—¿Pero no te dejó ni una nota para mí, un escrito, algo antes de irse, nada…?
Marcos bajó la cabeza sin contestar. Entendía su dolor. Cuando le volvió a mirar, su amigo estaba temblando de ira o de desconsuelo. Le vio ir hacia una ventana, la que daba a la plaza. Desde allí podía ver una esquina del castillo de los Azagra. Diego imaginó a Mencía en otros brazos, besada y acariciada por otro hombre, y no pudo soportarlo.
Una sola pregunta, siempre la misma, le asaltaba una y otra vez en su interior. ¿Qué había pasado para que Mencía hubiera roto su juramento de amor y fidelidad?
—Esta ciudad, sus calles, su aire; todo me produce asco —le confesó a Marcos—; está impregnada de traición, de engaño, de burla. No puedo seguir viviendo ni un día más en ella, Marcos. —Se puso a pasear por la habitación muy nervioso hasta que de pronto se detuvo enfrente de su amigo—. Necesito irme muy lejos de aquí…
—¿A qué te refieres? —Marcos parecía bastante poco convencido de su oportunidad.
—Tal vez fuese el momento de ir a Marrakech en busca de mis hermanas… —Sus ojos se dirigieron a un punto indefinido del techo—. ¡Claro que sí! Eso es, ahora podría hacerlo; cruzaré de nuevo al-Ándalus.
Marcos torció el gesto. Aquella idea no le gustaba nada; Diego le había contado en una ocasión las vicisitudes que habían tenido que pasar durante aquel viaje a las marismas, y consideraba que cruzar esos territorios ahora era toda una locura. En su caso, además, supondría abandonar todos los negocios.
Adelantándose a la previsible reacción de Diego, días atrás había pensado en otra solución. Si conseguía convencerle de ella, el destino que había elegido le sería incluso más rentable que la actual venta de ovejas a los valencianos. Mientras trataba de poner las palabras más adecuadas a su plan, sin esperárselo, Diego le facilitó las cosas.
—Espera, no… —Diego cayó en la cuenta de lo egoísta que estaba siendo—, tú debes quedarte. Perdóname, soy un insensible. Tú ya has echado raíces por aquí, y no quiero que abandones lo que has conseguido con tanto esfuerzo. Me iré, pero solo… ¡Eso haré!
—No lo permitiré.
—Ni yo que te vengas conmigo.
—Te conozco demasiado bien como para no haber imaginado cuál sería tu reflejo, Diego. Así que hice los contactos necesarios para empezar en otro lugar y…
—Insisto, olvídate… Partiré yo solo al alba.
—Escucha antes mi idea.
—Está bien, dime.
—Quédate primero con este nombre, Cuéllar.
—No me suena. ¿Dónde está?
—Se trata de una villa con fuero libre, al sur del río Duero, en Castilla. Por lo que he sabido, posee una enorme cabaña de ovejas. Hace como dos meses supe que Abu Mizraín, mi intermediario con la taifa de Valencia, tenía intenciones de iniciar negocios por allí, pero para comprar lana y no sólo carne. Al parecer, la oveja que crían en tierras de Cuéllar posee un vellón más fino que el de aquí, y además el cordero es más sabroso y engrasado. Llegué a ir con él para conocer aquello, y me gustó. Tengo un buen contacto hecho con uno de los mayores propietarios de ganado, que seguramente podría ayudarnos a entrar en aquel mercado.
Diego le escuchaba sólo a medias. La decepción y la pena le ahogaban y nada le ataba a esa o a otra tierra. No tenía ni fuerzas para decidir… Sólo deseaba perderse del mundo, desaparecer, llorar su dolor.
—Yo iré a al-Ándalus…
—¿Por qué? —Marcos decidió cambiar de estrategia y al menos retrasar su viaje.
—Me he jurado hacer algo por ellas; ésa es mi idea —contestó Diego con rotundidad.
—Me parece una decisión muy noble por tu parte, pero supongo que también habrás pensado en el elevado coste que te representará llevarla a cabo. Necesitarás mucho dinero, alguien que te acompañe y a ser mejor que vaya armado, y una buena excusa para moverte entre moros, pero sobre todo te requerirá mucho valor. No niego que de esto último tengas ya suficiente, pero sé que estás falto de lo demás. —Le puso la mano sobre el hombro—. Escucha, Diego, las grandes deudas como la tuya no se cobran con las armas y el uso de la fuerza. Se requiere cabeza, inteligencia y, más que todo eso, tener un buen plan. Y para conseguirlo, requerirás tiempo y abundantes recursos económicos. Vayamos a Cuéllar, Diego. Hagamos negocios allí y consigamos más riqueza. Ya pensaremos después cómo llegar hasta ellas, te lo prometo. ¿Te parece?
Diego se abrazó a él. Nunca se había sentido tan desgraciado, pero tampoco había tenido una demostración de amistad tan sincera como la suya.
Se sentaron frente a la chimenea y vieron arder la leña con la sensación de estar compartiendo mucho más que su calor, también sus destinos y vidas. Las lenguas de fuego se retorcían por la madera seca, en silencio, hasta que abrían una nueva grieta y devoraban su interior.
Diego estaba tan absorto por su dolor que no podía ni moverse. Sus ojos eran prisioneros de aquellas llamas, y no los separaba de ellas. Se sentía herido en lo más profundo de su ser, como si le hubiesen desgarrado de arriba abajo. Sin Mencía, la vida no tenía el mismo sentido.
—He sido engañado, humillado…
Se prometió olvidarla, pero no pudo. Volvió a ver sus azulados ojos, su ternura, sus bellos cabellos, su dulce voz. Mencía había sido su único amor.