IX

Doña Teresa Ibáñez entró acelerada en el saloncito de música donde estaba Mencía timbrando un salterio.

—Corre, corre. Deja eso, y ve al salón de baile. Te espera una estupenda sorpresa.

Mencía dejó el instrumento sobre un poyete y se levantó recelosa. Aquellas prisas, su agudo tono de voz y el nervioso taconeo de su madre le hicieron sospechar que encubría algo.

—¿De qué se trata?

Doña Teresa le frotó con energía las mejillas para enrojecérselas.

—Mejor que lo veas tú misma, cariño… Anda, ve.

Atravesó un patio repleto de camelias y se dirigió hacia el ala noble del castillo. Le seguía su madre, casi pegada a ella. Al llegar al salón de recepciones se encontró con un hombre de espaldas que miraba a través de uno de sus balcones. Tosió con delicadeza para hacerse presente y él se volvió.

—Mi querida Mencía… —Se quedó de una pieza cuando vio que era Fabián Pardo, y más aún cuando se dirigió hacia ella en una actitud que no concordaba demasiado con el contenido de la carta enviada unas semanas atrás.

El hombre se hizo con su cintura y la atrajo hacia él con intención de besarla en los labios. Ella le esquivó como pudo.

—¿Pero cómo vos por aquí…? —Mencía interpuso sus manos para separarse—. Os hacía en la guerra, junto a vuestro rey Pedro.

—Mi oficio son las leyes, no las armas, y deseaba tanto veros…

Doña Teresa intervino en la conversación.

—No os imagináis la alegría que nos produce vuestra visita. —La mujer se movía entre ellos como un torbellino.

Le ofreció la mano para recibir su saludo y a continuación le devolvió su cortesía besándolo en las mejillas.

—Perdonadme estas confianzas, pero ya os considero casi de la familia…

Mencía la miró horrorizada.

Estaba recibiendo al aragonés como si fuese su yerno. A pesar de parecerle ya bastante grave eso, lo peor era que Fabián demostraba estar encantado con la idea.

—Sois perfecta —afirmó sin preaviso, dirigiéndose de nuevo a Mencía—; la mejor esposa con la que un hombre pudiera soñar.

Ella se quedó paralizada. Le había rechazado por escrito y, sin embargo, sus reacciones parecían indicar lo contrario. En su carta lo había dejado suficientemente claro, por eso su presencia le resultaba incomprensible. Se armó de valor y decidió abordar el asunto en busca de alguna explicación lógica.

—¿Recibisteis mi correo?

—Sí, sí lo recibí… —El aragonés cerró los ojos y puso un gesto ambiguo. Con él podía reflejar emoción, tristeza, o incluso ambas cosas—, por eso tomé la decisión de acudir. Removió tanto mi interior que me sentí urgido a entender mejor vuestra decisión…

De aquellas palabras, por desgracia, Mencía dedujo que no se había dado todavía por vencido.

Pendiente de lo que hablaban, doña Teresa temblaba de espanto. Necesitaba desviar la conversación de inmediato antes de que fuera descubierta su manipulación. Tensa, pero con una sonrisa forzada, se enganchó del brazo del invitado y casi lo arrastró para mostrarle sus dependencias.

—Debéis de estar agotado del viaje. Entendemos que deseéis retiraros un momento a descansar… —Fabián miró a Mencía con expresión frustrada—. Cenaremos a las ocho. Ya tendréis tiempo para hablar sobre todo lo que gustéis.

Mencía, una vez sola, se derrumbó en un butacón medio mareada y sin entender cómo iba a salir de aquel aprieto. Fabián era terco y tenía fama de no detenerse hasta conseguir sus objetivos. Si había leído su misiva, ya conocía su opinión. ¿Qué más podía decirle ahora que ratificarse en ello? En sus dependencias, mientras se arreglaba para la cena, doña Teresa pensaba. Necesitaba hacer algo que transformase su artimaña en un sólido compromiso, en algo inamovible y definitivo. Y de pronto se le ocurrió. La idea podía ser malévola, pero le daba igual, era factible, muy factible.

Calculó con cuidado cuáles debían ser los pasos y también cómo superaría las dificultades. Le dio vueltas y más vueltas. La idea era buena, estaba segura. Podía funcionar.

Tomó un pergamino nuevo, una pluma de ganso, el tintero, y se puso a escribir. A muchas leguas de allí, en la torre del homenaje del castillo de Cirat, a media jornada a caballo y al sudeste de Mora de Rubielos, Diego de Malagón escuchaba con pesar los nuevos planes de guerra.

Habían conseguido una primera victoria, nada más. Tanto Diego López de Haro como Abu Zayd sabían que el rey Pedro II no se rendiría tan pronto.

—Si con sus anteriores medios no ha alcanzado la gloria, ahora reclamará a los grandes nobles de su reino nuevas mesnadas de caballeros y soldados para formar un ejército mayor —Diego tradujo al gobernador valenciano.

—Aparte de maldecir vuestro comportamiento al dejarle huir —siguió hablando Diego—, dice que, en compensación, os necesitará cuatro meses más junto a él, hasta la llegada del invierno.

—Contestadle que acabo de mandar un correo a doña Teresa para informarle de lo ocurrido y solicitar sus bendiciones con el fin de completar la victoria.

Don Diego López de Haro sorbió un trago de un especiado vino dulce con toques de canela que acababa de servir una camarera de ojos rasgados y misteriosos. Esperó a que el traductor hiciera su trabajo sin perder de vista las voluptuosas curvas de la mujer.

—Os lo agradece de corazón, y dice que sabrá ser generoso con vos.

—Ya lo es. Hacía tiempo que no comía manjares como éstos, ni recibía tales atenciones… Y qué decir de esta bella compañía… —Estudió a la mujer mientras le volvía a llenar la copa con aquel endiablado vino.

—Asegura que también os pagará con oro.

Diego empezó a traducir peor cuando, pasado no mucho tiempo, se terminó la cuarta copa.

—Excelente noticia entonces, mi sidddd. —A don Diego se le trabó la lengua y desde ese momento decidió hablar más bien poco.

Diego seguía trasladando al romance las palabras del valenciano, ahora con más dificultades para entenderle. Tal vez fuera debido a la presencia femenina, poco común durante las últimas semanas, pero empezó a pensar en Mencía. Cuatro meses sin verla le resultarían un infierno. Bebió un nuevo sorbo y empezó a sentirse mal, como si su estómago hubiese decidido dividirse en dos. Le sobrevino una arcada, pero la consiguió superar. Desde entonces decidió quedarse muy quieto hasta que se le pasara aquel mal.

Aunque deseaba pensar en ella, su cuerpo estaba comprometido en tareas demasiado primarias como para concentrarse, y menos aún cuando de repente entraron aquellas bailarinas.

A los sones de una animada música, iniciaron un baile cargado de sensualidad. Parecían decididas a hacer funcionar hasta el último de sus músculos. Sus cuerpos, ocultos tras frágiles velos de colores, resultaban embriagadores, seductores, y el perfume que desprendían, cautivador. Diego se dejó arrastrar por aquella atmósfera cargada de sensualidad, por los efectos del licor y los encantos de aquellas cinco mujeres. Una de ellas tiró de él para que bailara, y las otras hicieron lo mismo con el gobernador y con don Diego. Aquel endiablado baile requería mucha destreza, y necesitaron sujetarse con firmeza a sus caderas para sentir el ritmo y contagiarse de él. Entre risas, obnubilado por la hermosura de sus cuerpos, Diego se olvidó de sus desgracias.

Ellas insistían con aquella peligrosa bebida que confundía la mente y alegraba el corazón. La bebieron hasta casi desfallecer, riéndose a carcajadas. Diego farfullaba palabras sin sentido en vez de traducir, y el gobernador parecía haber perdido la cabeza, pues estaba tratando de bailar tumbado sobre el suelo, después de su tercera caída y sin aparentes ganas de volver a ponerse en pie.

Pasada la medianoche, alguien propuso retirarse a sus dormitorios con aquellas mujeres. Don Diego López de Haro forzó al albéitar para que se llevase la más bella. Le ofreció en secreto a Buthayna, que así se llamaba la concubina, quince sueldos si conseguía pasar la noche con aquel joven, y cien más si lo frecuentaba a partir de entonces. Todo con tal de que se olvidara de su sobrina Mencía.

Ella aceptó el reto gustosa y se dirigió hacia él con una mirada seductora, le tendió la mano y se lo llevó por un largo pasillo que conducía hasta la zona de invitados. Antes de llegar al dormitorio de Diego, se detuvo y le besó de forma ardorosa, rozándose con él, haciéndole sentir su cuerpo.

Diego tenía el pensamiento puesto en Mencía y trató de rechazarla, pero la mujer disponía de sólidas habilidades en el arte del amor que consiguieron despertarle la pasión. Entraron atropellados en su dormitorio. Buthayna empezó a desvestirle entre caricias y susurros. Diego se dejaba hacer. La sangre le golpeaba en las sienes y su pulso se aceleraba al compás de su deseo. Cuando luego la desnudó, se admiró de su cuerpo y la tumbó de un empujón sobre la cama.

—Tus padres fueron sabios al ponerte ese nombre, Buthayna. Significa «mujer de cuerpo hermoso y entregado», ¿no es cierto?

—Comprobadlo vos mismo…

La mujer sonrió atrayéndole hacia ella. Diego se refugió en su cuerpo, lo besó, rozó con sus dedos la cálida piel que lo envolvía, sintió su ternura. En un fulminante reflejo volvió a pensar en Mencía, casi la podía ver, y entonces no pudo continuar. Aquello no era lo que de verdad quería, ni debía hacer. Aturdido, decidió detener sus manos.

—Buthayna, eres hermosa y dulce, me gustas, pero no quiero seguir… —Ella le miró desconcertada—. No se trata de ti, es por mi culpa. Estoy enamorado de una mujer, el ser más dulce y sensible que he conocido, hermosa por fuera y por dentro. Siento que le debo lealtad. Mi vida es ella, respiro por ella, no puedo vivir sin ella…

La mujer, a pesar de ser rechazada, se emocionó por su noble reacción y pareció comprenderle, sin embargo, no evitó que Diego sintiese pena por ella.

—No sufras por mi culpa. Te aseguro que eres hermosa y muy apetecible, pero…

—No lloro por eso, lo hago de pura envidia. Ojalá alguien llegase a sentir lo mismo por mí. Vuestra actitud me parece preciosa. No lo puedo evitar, me ha conmovido…

Se levantó de la cama y buscó su ropa para vestirse a la vez que Diego se ponía la camisola, sentados los dos sobre la cama. Ella le miró dudándolo, pero al final se decidió.

—He de pediros un favor.

—Trataré de complacerte.

—Dejadme dormir aquí. No os molestaré, lo prometo. Entended que si me vieran volver tan pronto, creerían que no os he amenizado la noche lo suficiente y me echarían a la calle, me quedaría sin este trabajo…

—De acuerdo. Puedes dormir aquí.

Ella se acostó a un lado de la cama y, pasado un rato, notó que Diego seguía despierto. Se volvió hacia él.

—¿Cómo se llama esa privilegiada mujer?

—Mencía —le contestó extrañado.

—Hermoso nombre…

La mujer le dio de nuevo la espalda y se durmió entre lágrimas de emoción y un poco de vergüenza. Aquella misma noche Mencía pensaba en Diego tumbada sobre su cama. La distancia que les separaba aún le dolía más desde que había visto a Fabián. La presión que sufría por parte de su madre y las indirectas lanzadas por su pretendiente habían competido entre sí en una enloquecedora carrera hasta dejarla agotada.

Se escondió bajo las sábanas como si allí nada pudiese afectarla, sin embargo, no consiguió conciliar el sueño. Sus pensamientos volaban alocados y no podía dejar de sudar debido a la enorme tensión nerviosa que le afectaba. Como consecuencia de todo ello, los ojos se le abrían en contra de su voluntad.

Alguien llamó a la puerta de su habitación.

—¿Mencía?

—¿Madre? —La vio entrar.

La expresión de doña Teresa demostraba un agudo estado de tensión. Tiró de las sábanas y la destapó. Sin dar ninguna otra explicación, volvió a taparla satisfecha. Mencía la miraba asombrada.

Doña Teresa empezó a hablar en un tono serio, asegurándose de que su hija comprendía cada palabra.

—A medianoche entrará en este dormitorio y tú te dejarás hacer…

—¿De qué me hablas, madre?

—Te hablo de Fabián Pardo. Seguramente ahora mismo está leyendo tu nota… —Mencía quiso preguntar, pero su madre no la dejó—. ¡No hables y escucha! En ella, le has pedido que acuda a verte esta noche. El escrito está firmado por ti y lleva tu perfume.

—Pero si yo no…

—¡Calla y escúchame! —Adoptó una expresión dura—. Imagino que se decidirá a venir, pues tu invitación le resultará excitante y superará su prudencia. En cuanto llegue a tu cama, te entregarás a él, poniendo en ello toda tu pasión.

Mencía se frotó los ojos y volvió a mirarla creyendo que estaba viviendo una horrible pesadilla. Pero no, ahí seguía. Era incapaz de entender cómo podía estar proponiéndole aquella monstruosidad.

—Pero, madre, esto es… no sé… ¿te das cuenta de lo que estás haciendo?

—Tal vez lo entiendas mejor dentro de un tiempo… —La madre frunció el ceño sintiéndose un poco agobiada—. Por absurdo que te parezca, lo he pensado mucho, hija, y estoy segura de que es lo mejor para ti.

—¡No esperarás que le deje entrar!

—No sólo lo harás, además, te entregarás complacida.

—¡Jamás!

Mencía se destapó y saltó de la cama buscando su ropa. Quería salir de aquella habitación, tomar un caballo y abandonar el castillo, la ciudad; huir de allí, de aquel mundo de locura, de su madre. Le daba igual dónde.

Doña Teresa la detuvo. Su mirada estaba cargada de serias advertencias.

—Si sales por esa puerta, estarás condenando a muerte a Diego de Malagón.

Aquello detuvo en seco a Mencía. Sintió cómo le temblaban las piernas y le asaltó una agobiante sensación de asfixia.

—¿Qué dices de Diego…? —Jadeó nerviosa.

—Puse a tu tío al corriente de ese desvarío tuyo, y está de acuerdo conmigo. Tengo a la espera un mensajero. Si no aceptases el trato que te he propuesto, saldrá como un relámpago en busca de tu tío, para darle una consigna. De lo contrario, se quedará en Albarracín.

—¿Y cuál es esa consigna?

—Sería mandado a primera línea de infantería. Con su escasa formación militar, lo más fácil es que tuviese bastantes problemas al enfrentarse con el ejército enemigo… Ya sabes, si mi mensajero tuviese que salir de este castillo, algo terrible le sucedería a tu amigo. Todo depende de ti.

—Madre, pero cómo es posible… Eso es una vileza tan horrible… Eres, eres… cruel y odiosa.

Se lanzó hacia ella para arañarla, asqueada de lo que estaba escuchando. La madre se adelantó a sus intenciones y pudo esquivarla. Le dio un empujón y Mencía se derrumbó sobre las sábanas. Iba a hablar, necesitaba entender, preguntar por qué le hacía eso, pero su madre se le adelantó.

—Sé lo que sientes por él —doña Teresa cambió su tono y se mostró de repente más tierna y comprensiva, hasta casi maternal—. Hija mía, pobre, créeme que te entiendo… Le amas, ¿verdad? Te sientes morir por él y te parece imposible que alguien pueda suplantarlo nunca…

—Tú no sabes lo que siento… y no tienes derecho a decidir sobre mi vida. ¿Lo entiendes? —le gritó enfurecida.

—Tú eres la que no entiende nada. Yo sé quién te merece y quién no. Olvídate de ese don nadie y por una vez compórtate como una mujer adulta, y borra de tu mente a ese tonto capricho.

—No se trata de un capricho. —Mencía se revolvió en la cama exasperada.

—Me da igual el nombre que le pongas, pero lo olvidarás. Y deja ya de darle más vueltas… Es muy tarde y no estoy dispuesta a escuchar más tonterías. Ahora me obedecerás.

Abrió un pequeño frasco de vidrio y echó diez gotas en un vaso de agua.

—Toma esto. Te ayudará a olvidar… y además despertará tus sentidos.

Mencía no podía creerse lo que acababa de escuchar.

—¿Me pretendes drogar?

Doña Teresa se abalanzó sobre ella y le obligó a bebérselo. A Mencía empezó a temblarle la barbilla. Se sentía aturdida y no encontraba salida. Miró a su madre y vio a una extraña. Estudió cada rincón de su rostro por si hallase en él la más pequeña señal de compasión, caridad o cariño, pero sólo encontró firmeza, frío y severidad.

—Ya está todo hablado. El mensajero espera mis órdenes. La vida de Diego de Malagón depende de ti, de lo que hagas esta noche. Si de verdad le amas, ya sabes cómo demostrarlo.

—Mi tío no tiene por qué hacerte caso. —Mencía buscaba una última solución antes de entregarse a la cruda realidad.

La madre soltó una carcajada insensible y cruel.

—Está de acuerdo en todo. Insisto, no lo pienses más. Haz lo que te digo… Cuando las campanas de la vecina iglesia de San Juan dieron las doce de la noche, doña Teresa abandonó con urgencia la habitación, al tanto de la inminente llegada de Fabián.